Dentro de WikiLeaks (20 page)

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Authors: Daniel Domscheit-Berg

Poco después de la filtración, Julian anunció que el trabajo de
Asesinato colateral
había costado 50.000 dólares, cantidad que tenía intención de recuperar a través de donativos. Además, afirmó que la decodificación del material de vídeo le había llevado mucho trabajo. Yo sé que eso no era del todo cierto. De vez en cuando recibíamos vídeos codificados, pero ese en concreto había llegado acompañado de la clave. Lo único que había que hacer con el documento era escalarlo un poco para mejorar la calidad de la imagen, pero incluso de eso se encargaron en gran medida una serie de colaboradores voluntarios. En realidad, en aquellos momentos prácticamente los únicos gastos de Julian eran el alquiler de la casa y su propio vuelo. Los voluntarios nos ofrecían hasta la memoria necesaria para el buen funcionamiento de nuestro servidor.

Más tarde, Ingi y Kristinn, que Julian había enviado a Irak para hablar con testigos oculares e investigar un poco, me llamaron para pedirme el reembolso del precio de sus billetes a Bagdad, que habían pagado de su propio bolsillo, ya que Julian les había prometido que cubriría los gastos.

Su idea consistía en crear una fundación propia en Islandia, que, más tarde, nos serviría para reunir el dinero necesario. Evidentemente, Julian había descubierto que las donaciones a WikiLeaks constituían un modelo de negocio que permitía conseguir importantes sumas de dinero en cualquier momento.

Solicité un desembolso a la Fundación Wau Holland para los dos islandeses y les devolví el dinero.

La aparición del documental
Asesinato colateral
puso por primera vez sobre la mesa la cuestión de los derechos sobre nuestras propias publicaciones. Las televisiones nos llamaban y nos preguntaban si podían utilizar el vídeo, si disponíamos de una versión en alta definición y cuánto costaba. Acordamos solicitar donativos a cambio de nuestro material o, si los estatutos de algún medio (como era el caso de la ZDF) lo impedían, pedir honorarios a cambio de entrevistas. En general, las discusiones económicas sobre aquel vídeo nos dejaron muy mal sabor de boca, y no hablo solo por mí. Sin embargo, Julian se negaba siempre a discutir el asunto conmigo y con los demás y nos repetía una y otra vez que no debíamos «poner en duda el liderazgo en tiempos de crisis».

Julian voló a Washington invitado por el National Press Club para dar una conferencia sobre el documental
Asesinato colateral
en compañía de Rop. Justo antes de subirse al avión, despidió la sesión de
chat
colectivo con las palabras: «Y ahora me voy a poner punto y final a una guerra».

Seguramente habríamos tenido que responderle: «Vale, hasta luego. ¿Quieres que te prepare unos bocadillos?». Soy un tipo optimista y no soporto la falsa modestia, pero esa frase me pareció algo exagerada.

Más tarde se rumoreó también que nos podían dar el Premio Nobel de la Paz. Me enteré por el Arquitecto, que dijo que se lo había oído decir a Julian. Me quedé de piedra.

«Existe la posibilidad de que nos concedan el Premio Nobel de la Paz», me dijo también Julian. Más tarde descubrí en nuestra bandeja de entrada un correo de uno de nuestros colaboradores suecos; nos contaba que conocía a dos profesores universitarios que podían proponer candidatos para el Premio Nobel, y añadía que iba a preguntarles si podían sugerir la inclusión de WikiLeaks en la lista de nominados. Así pues, se trataba de la típica historia sobre el perro de la tía de un conocido del vecino del hermano de no sé quién. Evidentemente estábamos aún muy lejos de poder seguir la senda de Martin Luther King, la Madre Teresa de Calcuta y Barack Obama.

Desde Berlín me encargué de organizar las invitaciones, de preparar una sala y garantizar la emisión en directo por Internet de la conferencia de prensa sobre el vídeo Asesinato Colateral en Washington. Cuando era necesario, aun funcionábamos bien como equipo. O, mejor dicho, tres días antes de la fecha en Washington aún no había nada organizado. De no ser por mí, Julian habría podido atender a los periodistas en el vestíbulo del National Press Club, o delante de la puerta. Eso, claro está, si alguien se hubiera enterado de que iba a pronunciar una conferencia.

Cuando Anke y yo decidimos casarnos, Julian fue el primero en enterarse. Eso sucedió en marzo de 2010. Es posible que Julian y yo estuviéramos pasando por una época difícil, pero para mí seguía siendo una de las personas más importantes en mi vida. Cuando acordamos una fecha, le dije que para mí sería una verdadera satisfacción poder contar con su presencia. Julian no respondió a mi invitación. Por aquel entonces ya habíamos chocado varias veces con motivo del dinero y del nuevo rumbo que debía tomar WikiLeaks, y nos las habíamos tenido en el
chat
. Decidí no volver a sacar el tema. No quería arriesgarme a que rechazara mi invitación, pero lo cierto es que no hubiera deseado nada más que tener a Julian a mi lado.

Poco antes de la boda montó un numerito y se quejó de que no lo hubiera invitado. ¡Pero si lo había invitado antes que a nadie!

—Pues yo no he recibido ninguna invitación por escrito —insistió él.

—¿Y adónde demonios querías que la enviara? —le pregunté yo; además, no habíamos mandado imprimir ningún tipo de invitación.

El 5 de abril colgamos el vídeo
Asesinato colateral
en Internet. Solo en YouTube llegó a los diez millones de reproducciones. El vídeo mostraba, desde el punto de vista del cañón de a bordo de un helicóptero militar, cómo unos soldados norteamericanos disparaban contra civiles iraquíes. El ataque se cobró también la vida de dos periodistas de Reuters. Aquel vídeo marcó nuestra consagración definitiva. A partir de aquel momento, no quedó nadie que no conociera nuestra página web.

La agencia de noticias Reuters llevaba varios años intentando en vano que el ejército norteamericano les proporcionara el vídeo. Los soldados disparaban también contra los civiles que bajaban de un minibús para auxiliar a los dos periodistas y al resto de víctimas. Los comentarios cínicos que acompañaban sus disparos provocaron la indignación del mundo y ofrecieron una imagen real de algo que se vendía como una guerra que limpia.

Es posible que el título
Asesinato colateral
fuera una buena idea desde un punto de vista literario pero, considerándolo a posteriori, también es cierto que nos valió muchas críticas. Habíamos abandonado nuestra posición neutral. Al elaborar un vídeo propio a partir de material original y añadir subtítulos sobre lo que decían los protagonistas y sobre los mensajes que se oían por la radio, nos habíamos convertido en manipuladores de la opinión pública. Pero lo que más nos echaron en cara fue el título del documental y la cita de Orwell que lo acompañaba: «El lenguaje político está creado para que las mentiras suenen como verdades y los asesinatos parezcan respetables para, así, dar apariencia de solidez a algo que no es más que viento». Lo cierto era que nosotros nos habíamos planteado ya todas esas cuestiones: ¿hasta dónde debíamos llegar en el tratamiento del material para poder garantizar su efecto? Aquellos reproches, ¿eran un precio razonable a pagar por una filtración que había logrado despertar tanta atención? ¿Cuál era la tarea de los periodistas y qué papel debíamos desempañar nosotros?

De forma intencionada, dimos a la página web que contenía el documental una imagen distinta de la de WikiLeaks, para así dejar claro que no se trataba de material original. De hecho, creamos un dominio nuevo llamado collateralmurder.com. Lo que es innegable es que el material sin tratar de las secuencias originales habría tenido una repercusión mucho menor.

Con todo, y en mi opinión, nos habíamos equivocado de camino.

Experimentábamos constantemente con nuestro rol, cometíamos errores y aprendíamos de ellos. Creo que esa es una actitud aceptable siempre y cuando uno no intente esconder dichos errores.

La detención de Bradley Manning

La siguiente lección que tuvimos que aprender fue muy, muy desagradable. En mayo de 2010 el analista de inteligencia norteamericano Bradley Manning fue detenido. En un
chat
con el ex
hacker
Adrian Lamo, una persona que las autoridades norteamericanas tomaron por Bradley Manning afirmó habernos enviado documentos militares secretos. Lamo informó de ello a las autoridades. El material, que al parecer esa persona había extraído de los servidores del ejército estadounidense, incluía los vídeos utilizados para el documental
Asesinato colateral
y los telegramas y los cables de las embajadas norteamericanas.

Nos enteramos de la detención de Manning por los medios de comunicación. Yo estaba sentado delante del ordenador cuando aparecieron las primeras informaciones en Internet. Fue el peor momento de la historia de WikiLeaks.

Manning, que entonces estaba destacado en Irak, se encuentra actualmente en una cárcel de los Estados Unidos. En diciembre de 2010, Glenn Grennwald escribió en la revista norteamericana
on-line
salon.com
que Manning recibe un trato muy malo y que ni siquiera dispone de almohada y sábanas para dormir. Lo vigilan las 24 horas del día, 23 de las cuales las pasa en una celda de aislamiento. Ni siquiera le permiten hacer flexiones; un celador personal se encarga de velar por ello.

Entre otros, el congresista republicano Mike Rogers pidió la pena de muerte para Manning. El fiscal del estado ha solicitado por lo menos 52 años de prisión. Inmediatamente nos dimos cuenta de que los Estados Unidos no iban a dejar pasar la oportunidad de servirse del caso Manning para administrar un castigo ejemplar. Así, quienquiera que estuviera pensando en proporcionarnos material iba a acordarse de Manning y de lo que le esperaba.

En cuanto tuvimos noticia del arresto de Manning, emitimos un comunicado en el que asegurábamos que le ofreceríamos todo nuestro apoyo, ya fuera con dinero, abogados o movilizando a la opinión pública en su favor.

Nosotros no podíamos ni queríamos saber quiénes eran nuestras fuentes, eso formaba parte del concepto de seguridad. Lo único que pedíamos a los informadores era que nos dieran un motivo por el que, en su opinión, el material merecía ser publicado. Con ello queríamos evitar, entre otras cosas, que nuestra plataforma se utilizara para ventilar venganzas personales.

Esas motivaciones tenían siempre una naturaleza sumamente individual: nuestras fuentes podían ser, por ejemplo, empleados frustrados, empresarios que desearan perjudicar a la competencia o personas con móviles de índole moral; el abanico de posibilidades era muy amplio. En cualquier caso, nos encargábamos de que los informadores no se pusieran a sí mismos en peligro con sus textos descriptivos. Su protección era nuestra mayor prioridad o, por lo menos, debía serlo. Si luego hemos hecho o no todo lo que debíamos en ese sentido es ya otro asunto. En cualquier caso, si algo no podíamos hacer era proteger a los informadores de sí mismos.

En aquella primera ocasión comprendimos las deficiencias sociales de nuestro proyecto. Si bien estábamos preparados para afrontar diversos escenarios de crisis y hablábamos a menudo de que teníamos que protegernos con teléfonos encriptados y cerrojos más seguros, no habíamos considerado esa eventualidad en toda su magnitud. WikiLeaks repartía reconocimientos y riesgos de forma muy desigual: mientras nosotros disfrutábamos de los focos y la atención pública, nuestras fuentes se veían apartados de los laureles de la fama. A cambio, sin embargo, debían asumir la mayor parte del riesgo. Sin su valor cívico y sin los documentos explosivos que copiaban en secreto y colgaban en nuestra plataforma, nunca habríamos podido poner unas informaciones tan interesantes al alcance del público.

En la historia de WikiLeaks había habido ya un caso, anterior al de Manning y ni mucho menos tan espectacular, en el que una supuesta fuente había estado a punto de ser identificada. Se trataba de las asociaciones de estudiantes de los Estados Unidos.

Esas hermandades eran algo así como una broma recurrente en WikiLeaks; sus manuales de rituales llegaban regularmente a nuestros servidores. Al final, habríamos podido llenar una estantería entera con documentos de Kappa Sigma, Alpha Chi Sigma, Alpha Phi Alpha, Alpha Kappa Alpha, Pi Kappa Alpha, Sigma Chi, Sigma Alpha, Épsilon, Sigma Phi Épsilon y comoquiera que se llamen dichas organizaciones.

Los manuales contenían, entre otras cosas, los rituales de iniciación diseñados para poner a prueba a los nuevos miembros (que en algunas ocasiones se habían llegado a saldar incluso con lesiones o con la muerte de algún aspirante), y también los códigos, símbolos y cánticos de esos grupúsculos. Dichos códigos iban desde altares sobre los que se colocaba una calavera, una biblia y dos huesos en cruz, hasta determinadas banderas que había que colgar a ambos lados de la ventana, pasando por la lista de una hermandad de químicos que especificaba lo que los nuevos miembros debían aportar para su ritual de iniciación. La lista incluía un sinfín de sustancias que el nuevo hermano debía sustraer, lo más probable, del laboratorio de la universidad para, con ellos, llevar a cabo peligrosos cócteles. La lista concluía así: «y también un extintor». Por lo menos, las hermandades velaban por la seguridad.

Naturalmente, nos preguntamos si esas hermandades tenían la relevancia suficiente como para publicar sus manuales, pero al final decidimos que los nuevos miembros tenían derecho a saber dónde se metían, y por eso las publicamos. Y en cuanto empezamos, claro está, nos vimos obligados a seguir publicando todos los libros que nos iban llegando.

Con ello nos granjeamos muchos enemigos. Los miembros de Alpha-Gamma-no-se-qué aparecían regularmente en nuestro
chat
y, con el tiempo, desarrollamos un sexto sentido para identificarlos desde la primera frase.

La conversación discurría más o menos de la siguiente forma:

—Todo esto está muy bien.

Pausa.

—En serio, lo que hacéis me parece cojonudo.

Y entonces venía una frase del tipo:

—Por cierto, tengo una pregunta relacionada con uno de los documentos que habéis publicado…

Por lo general, nuestra respuesta era:

—Oye, tú no serás de una de esas hermandades, ¿verdad?

Un miembro nos había mandado un manual que había fotografiado página por página con una cámara digital. En la primera página de dicho manual había un número que permitía identificar la universidad a la que pertenecía el manual en cuestión. Y en cada universidad había un responsable que debía velar por la confidencialidad del manual. La fuente había borrado ese número para no delatarse. Nosotros convertimos las fotos de alta definición en PDF y las publicamos en ese formato. Sin embargo, alguien colgó también las fotos originales en un foro de Internet y, por desgracia, los hermanos de la organización de estudiantes las descubrieron. En esas fotos era bastante sencillo leer el número tachado en la fotografía correspondiente a la página siguiente. Así, pronto descubrieron a qué universidad pertenecía el traidor.

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