Dentro de WikiLeaks (11 page)

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Authors: Daniel Domscheit-Berg

Y sin embargo, a Julian, el dinero en sí le daba igual. Tampoco disponía de fondos, así que casi siempre dejaba que pagaran los demás. Se justificaba, por ejemplo, con la excusa de que no quería que alguien pudiera saber su paradero por sacar dinero de un cajero automático. Una excusa absurda si pensamos en que podía estar a punto de dar una rueda de prensa que se retransmitiría por todo el mundo, pero que todos aceptaban. Sobre todo recibía ayuda de las mujeres. No sé cuántas cosas llegaron a comprarle: ropa, cargadores, móviles, café, vuelos, chocolate, bolsas de viaje, calcetines de lana.

Julian no daba valor a los símbolos que identifican con determinada clase social. Quizás haya cambiado, pero cuando viajábamos juntos no tenía reloj, ni coche, no llevaba ropa de marca, le daba todo igual. Incluso su ordenador era un vetusto Mac, uno de aquellos iBooks blancos, que hoy son casi una pieza de museo. Como mucho de vez en cuando se compraba un nuevo lápiz de memoria USB.

No obstante, con frecuencia pensábamos en cómo conseguir dinero para WikiLeaks. Se nos ocurrió que tal vez podíamos cobrar por los documentos, subastando el acceso exclusivo al material. Una especie de Ebay para WikiLeaks. En septiembre de 2008 hicimos una prueba. Anunciamos la subasta de los correos electrónicos de Freddy Balzan en nuestra página web y en comunicados de prensa. Balzan era quien escribía los discursos del presidente venezolano Hugo Chávez. Esta notificación tuvo una gran repercusión en los medios de comunicación latinoamericanos, y no precisamente porque acudieran muchos a la puja, sino más bien porque de inmediato se desató un debate crítico. Se nos reprochaba que quisiéramos sacar dinero del trabajo de nuestros informantes, y se denunciaba que de esa forma los primeros en obtener la información serían los medios con más recursos. De todos modos, entonces ni siquiera contábamos con la capacidad técnica para llevar a cabo una subasta semejante.

Decidí presentar una solicitud a la John S. and James L. Knight Foundation para conseguir dinero. Esta fundación fomenta proyectos periodísticos extraordinarios. Solo en el año 2009, la fundación repartió más de 105 millones de dólares entre varios medios de comunicación. A finales de 2008 presenté por primera vez la solicitud de subvención por valor de dos millones de dólares, que por cierto fue rechazada en la tercera o cuarta ronda del procedimiento eliminatorio de selección de candidaturas. Tras la invitación a la segunda ronda, Julian ya había comunicado a los destinatarios de nuestra lista de correo que teníamos prácticamente en el bolsillo la subvención de dos millones de dólares.

En 2009 volví a intentarlo, pero en esta ocasión tan solo solicité medio millón de dólares. La preparación de una solicitud semejante comporta mucho trabajo, pero Julian no me ayudó. Otra persona y yo trabajamos durante dos semanas la solicitud. Había que contestar a ocho preguntas relativas a la motivación y a la estructura interna del proyecto. Un día antes de que se cumpliera el plazo de presentación, apareció Julian, con la Nanny a remolque, y se dispuso a escribir la solicitud para la Knight Foundation que nosotros teníamos preparada desde hacía días. Julian simplemente había decidido presentar dos solicitudes. Así seguro que una de ellas tendría éxito. Julian y la Nanny me explicaron además por qué la suya triunfaría. Mi solicitud fue aceptada, pasó la primera ronda y la segunda, y de repente formaba parte de las elegidas en la penúltima. La de Julian y la Nanny fue descartada ya en la primera ronda.

Un tiempo después, Julian me echó en cara que había incluido mi nombre en la solicitud. El problema, en realidad, era otro: en el año 2008, el último día del plazo de presentación me encontré con la solicitud cumplimentada en mi escritorio, sin saber si debía firmarla e indicar mi nombre real y mi dirección. No teníamos ninguna oficina, y por tanto ninguna dirección. Y Julian no tenía siquiera un domicilio fijo.

Como el tiempo apremiaba, pensé que debía olvidarme de los Estados Unidos, daba igual si constaba mi verdadero nombre. Así que firmé la solicitud y la envié.

Durante los siguientes días en efecto soñé con el medio millón de dólares para WikiLeaks y con todas las cosas de las que nos proveeríamos. Antes de dormir pensaba en cómo dispondríamos aquellos nuevos componentes de tecnología punta para la seguridad de nuestra red: medio bastidor en un centro informático adecuadamente refrigerado, con alimentación y red redundantes, así como un terminal para el acceso a otros servidores, por si se producía una avería. Por descontado serían servidores de última generación, no de la antepenúltima.

Y seguía soñando. Soñaba que podríamos alquilar una oficina y confiar tareas concretas a algunos ayudantes. Y que podríamos cobrar un sueldo. Lo que más deseaba era no tener que volver a la empresa, las hojas de cálculo de Excel y las reuniones de los martes, y a mis teleconferencias secretas desde el almacén del octavo piso.

El proceso de selección de solicitudes se prolongó durante semanas. La Knight Foundation nos pidió documentación adicional y quería invitarnos a la última ronda en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), en Boston. La fundación quería conocernos personalmente y entrevistar a los miembros de nuestra junta.

El Consejo Consultivo era una creación ficticia de antes de que yo participara en el proyecto. De las ocho personas que dábamos como consejeros, solo una declaró públicamente su adhesión a WikiLeaks: C. J. Hinke, un ciberactivista de Tailandia. Con el tiempo, los periodistas encontraron a cada uno de los supuestos miembros de la junta. Los chinos inmediatamente desmintieron su participación, y Julian despachó con pocas palabras el asunto: «Es obvio que no pueden declararse públicamente a favor nuestro».

Ben Laurie había negado en varias ocasiones haber formado parte del Consejo. Philip Adams por lo menos admitía haber estado de acuerdo con nosotros en alguna ocasión, pero por motivos de salud no había podido hacer ninguna aportación.

Seguro que la fundación habría apreciado poder hablar con el selecto núcleo de WikiLeaks, como mínimo en una ocasión. Pero resultó imposible encontrar una fecha para una teleconferencia conjunta. Hubo un profuso intercambio de correos, y la fundación debió tomarnos por unos arrogantes o por una organización extremadamente desorganizada, lo cual, en ambos supuestos, era cierto. Les aseguré que independientemente de la fecha que propusieran, por lo menos yo estaría a su disposición. Quería que nuestros interlocutores tuvieran la sensación de que estábamos realmente interesados. Julian me escribió entonces en un correo malintencionado: «Tú no eres el solicitante».

Con posterioridad declaró a terceros que yo había intentado meter baza en la solicitud. ¡Dios mío! Hubiesemos aprovechado mejor nuestras energías de haber realizado una presentación convincente juntos. Como consecuencia, en la siguiente ronda fuimos descartados.

Yo tenía muy claro que algún día los colaboradores de WikiLeaks podríamos cobrar un sueldo, con el fin de que nadie tuviera que seguir prostituyéndose. Ese era el problema: necesitábamos mucha más gente y disponer de más tiempo. Lo cual no era posible porque casi todos teníamos que ganar dinero, aparte de trabajar en WikiLeaks.

En mi opinión, el hecho de no poder realizar el trabajo que satisface a cada uno es una especie de prostitución. Aunque por supuesto soy consciente de que no soy el único que no puede hacer lo que más le gustaría.

En aquella época tan solo hubo una persona que recibió dinero por su colaboración: un técnico que todavía sigue trabajando para WikiLeaks, tal vez incluso porque siente estar en deuda con el proyecto. En una ocasión una periodista recibió unos seiscientos euros para que escribiera un análisis exhaustivo sobre las filtraciones relativas a la banca. Entonces consideramos que debíamos encargar a alguien la realización de una investigación en profundidad. En 2008, seiscientos euros todavía era mucho dinero para nosotros.

En cualquier caso, yo cada vez aborrecía más mi trabajo. No encontraba sentido a gastar mi energía en los clientes. ¿Qué importancia tenía si Opel producía más automóviles, o si ascendían las cifras de ventas de algún otro comprador? Esas cuestiones no harían del mundo un lugar mejor. Era de la opinión de que aquellas personas que poseyeran un don concreto tenían la responsabilidad de ponerlo al servicio de la sociedad. Tenía la sensación de que cada minuto que pasaba en la oficina era tiempo perdido. Me concentraba únicamente en realizar mi trabajo de la manera más eficiente posible. En una gran empresa en la que, de todos modos, los plazos para las distintas fases de un proyecto son muy amplios, no me resultaba demasiado difícil, sobre todo teniendo en cuenta que era más eficaz que la mayoría de mis compañeros.

Por la noche me dedicaba a WikiLeaks, y por el día atendía las peticiones de mis clientes, aunque cada vez podía trabajar desde casa con más frecuencia. A veces me despertaba el teléfono a las once de la mañana con la llamada de un cliente importante: una teleconferencia que había olvidado por completo. En ropa interior, desperezándome del sueño más profundo, avanzaba tropezando con un montón de documentos militares secretos, esparcidos por el suelo, para sentarme en mi puf. A continuación, me dirigía a los directivos de consorcios internacionales para ilustrar con todo detalle el magnífico proceso de optimización de sus centros informáticos, mientras me fijaba en un agujero del calcetín de mi pie derecho. Una vez hecho esto, volvía a enfrascarme en los documentos, informaciones sobre servicios de inteligencia y casos de corrupción, que deberían aparecer en nuestra página próximamente. La calidad de mi trabajo no se veía afectada por ello. Mis padres me habían educado con una conciencia del deber que no se puede olvidar fácilmente.

A mediados de 2008 estuve durante cuatro semanas en Moscú por motivos de trabajo. Debía organizar la estructura de un centro informático en un edificio de oficinas. Una vez allí, el complejo proyecto resultó ser incontrolable.

Me alojaba en un Holiday Inn en las proximidades del parque Sokolniki al noroeste de Moscú, así que cada día debía viajar durante cuarenta y cinco minutos en metro hasta mi lugar de trabajo. Como era el único que no era ruso, solo confiaban en mí, y muy pronto me convertí en el chico de los recados. El cliente me llamaba a diario. Trabajaba todo el tiempo. Además, siempre pasaba algo, a veces un trabajador esmerilaba las paredes de la sala de servidores, o el aire acondicionado tenía una fuga. Así que, entre mis tareas, también estaba la de proteger del polvo y la suciedad componentes de
hardware
por valor de aproximadamente un millón de dólares.

Las obras eran una pesadilla: los trabajadores mal pagados escondían cascotes y desechos en el falso suelo, de forma que incluso antes de que hubieran acabado ya se habían producido los primeros escapes en los tubos de la calefacción, porque nadie caminaba con cuidado. Me pasaba todo el día corriendo de un lado a otro, de hecho, incluso me salieron ampollas en los pies. En Moscú gasté por completo un par de botas Dr. Martens. La ciudad me ponía de los nervios.

Un día decidí darme un respiro y visitar a un viejo conocido de cuando participé en el programa de intercambio del último curso de bachillerato. Aquella fue la primera vez que estuve en Rusia. Vladimir* había estudiado derecho, y cuando le pregunté que a qué se dedicaba, me respondió: «Hago favores». Tenía cuatro amigas, a cada una de las cuales había regalado un coche y una casa. Lo que más me impresionó fue que en su coche había una nota del jefe de policía que rezaba: «No se debe importunar al propietario».

No suelo ser mal copiloto, pero cuando Vladimir* entraba a cien por hora en un carril para girar a la derecha, o habilitaba uno para su uso exclusivo, convencido de que los demás debían dejarle pasar, porque de todos modos los responsables de tráfico le darían la razón, me agarraba con fuerza al asidero que hay encima de la ventanilla.

Desde la ventana de mi oficina, me entretenía contemplando las numerosas obras en las que los obreros moldavos trabajaban para batir nuevos récords. A la izquierda, el edificio más alto de Europa, a la derecha, la segunda torre más alta del mundo, si mi memoria no me traiciona. Los obreros vivían en pequeños barrios de chabolas hechos de contenedores, algo parecido a
townships
rusos, cercados por alambradas. Más de cincuenta habían perdido la vida en accidentes desde que comenzaron las obras.

Es realmente vergonzoso que no publicáramos nada sobre la situación en la que estaba sumido el país. Nos llegaba muy poco material de Rusia, y además, desconocíamos el idioma. Cualquiera podía hacer críticas a nuestro enemigo preferido, los Estados Unidos, pero en Moscú también había mucho por denunciar. Durante aquellas semanas me hubiera gustado contar con más tiempo para WikiLeaks. Con todo, conseguí reunirme en Moscú con Transparencia Internacional y concedí una entrevista a la ARD (Consorcio de instituciones públicas de radiodifusión de la República Federal de Alemania), en su delegación en el extranjero.

Simultáneamente, se produjo la primera oleada de despidos en la sede de mi compañía, y el comité de empresa envió un correo a todos los trabajadores para ofrecerles asesoramiento al respecto. Poco después recibimos un correo de la dirección: si un trabajador perdía un cuarto de hora con el comité, le sería descontado del horario de trabajo acordado. A partir de ese momento, no cesaron de llegar insinuaciones de que se llevarían a cabo operaciones de vigilancia y otras sandeces pedagógicas semejantes, tales como el recordatorio de que el día 24 de diciembre se trabajaba media jornada, o de que los bolígrafos y las gomas de borrar eran propiedad de la empresa.

Trabajaba dieciséis, a veces dieciocho horas al día, para que la empresa después me echara en cara que quería estafar un cuarto de hora de trabajo. Así que como respuesta redacté un correo que envié a todos los trabajadores alemanes del consorcio. Utilicé la dirección de la gerencia como remitente, con copia a todos los directivos. En el correo solicitaba al gerente que por favor no aplicara su propia moral laboral a los demás trabajadores. Y que estaría bien que el comité de empresa no diera su brazo a torcer. Hice que el correo saliera a través de una impresora de red, de la cual conocía la dirección IP porque estaba en el pasillo de mi oficina en Rüsselsheim.

No tardó mucho en aparecer una ventana del
chat
en mi ordenador: era una compañera que pertenecía al pequeño círculo de gerencia. Tenían un problema y me pedía si podía ayudarles, puesto que sabía que era experto en temas de seguridad.

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