Dentro de WikiLeaks (28 page)

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Authors: Daniel Domscheit-Berg

Algunas horas después de mi suspensión, en la tarde del 26 de agosto, Julian convocó una reunión, a la que ni el arquitecto ni yo estábamos invitados. Entre los convocados se encontraban la Nanny, Birgitta y Kristinn. También entró en el
chat
Resa*, un amigo mío, así como unas cuantas personas más que Julian había movilizado. Herbert, mi amigo anarquista de Islandia, también había participado en la reunión, y enseguida me facilitó las actas. El arquitecto y yo añadimos nuestros propios comentarios a las actas, y las reenviamos a todos los interesados.

En aquella reunión, Julian había puesto al corriente a los demás sobre nuestro motín y mi suspensión. Sobre mí hizo el siguiente comentario: «Daniel es problemático, creo sinceramente que padece desvaríos y es malintencionado, pero se le puede mantener bajo control, mientras tenga gente alrededor que le diga lo que está bien y lo que está mal, lo que puede hacer y lo que no. Si le dejamos solo en su burbuja germánica, empieza a flotar».

Julian intentó poner a los demás de su parte en aquella conversación en el
chat
. Pero los demás no se dejaron convencer tan fácilmente. Hicieron algunas preguntas y criticaron el hecho de que Julian ya no buscase el consenso con todo el equipo. Leí aquellas actas como si fueran una novela policíaca. Me resultaba evidente, tal vez tanto como a Julian, que aunque los demás no se rebelarían abiertamente, tampoco le respaldaba la mayoría.

Julian tenía la esperanza de poder conservar al Arquitecto en el equipo. Era el menos prescindible de todos. El Arquitecto era fundamental para nuestra infraestructura. Fue él quien a finales de 2009 remodeló el sistema de presentación de documentos, que con anterioridad consistía en un formulario muy sencillo para subir archivos a Internet, integrado en la página web. También separó las plataformas de servidor,
wiki
y correo electrónico, con el fin de impedir que los
hacker
s
pudieran entrar en el sistema en su totalidad. En todo el mundo había muy pocos expertos, aparte del Arquitecto, capaces de hacer algo semejante.

Justo por esa razón me costaba tanto entender que Julian, en su negligente manera de actuar, no apreciase la importancia del trabajo del Arquitecto, a quien aquella reunión en el
chat
ahuyentó definitivamente. Julian presentó al arquitecto ante los demás como un ayudante más, que se había dejado influir negativamente por mí.

Es de suponer que Julian valorara la posibilidad de que convocar aquella reunión podía redundar en su perjuicio. A pesar de ser él quien escogió a los participantes, no estaba claro cuál sería su posición respecto a mi suspensión, o si incluso no acabarían oponiéndose a que Julian mantuviera sus privilegios en WikiLeaks.

Con una mirada retrospectiva, me doy cuenta de que mi suspensión le proporcionaba a Julian la ventaja de ofrecer una imagen distorsionada de mí, la de un trabajador frustrado que criticaba el proyecto para vengarse. En efecto, me sentía frustrado. Resultaba obvio que el conflicto entre nosotros había llegado al límite. Pero sentirme frustrado por mi suspensión no había sido el origen de las críticas, y entre tanto los demás también se habían dado cuenta de que algo no iba bien en WikiLeaks.

Al suspenderme temporalmente, Julian se aseguraba de que a partir de ese momento no tendría acceso a algunos sistemas concretos, con lo cual mis posibilidades de comunicación se reducían considerablemente. Antes, en teoría hubiera podido incluso leer sus correos electrónicos, aunque nunca lo hice.

Como tantas otras personas, suelo utilizar mi programa de correo como agenda, en la que anoto mis citas y contactos. A partir de ese momento ya no pude consultarlo para saber con quién estaba citado en las siguientes semanas. Tenía confirmadas cuatro o cinco ponencias en distintas conferencias para los días siguientes. Por ejemplo, Thomas Leif, moderador del Fórum por la Democracia en el castillo de Hambach, me había invitado al acto «Mis datos son míos». No pude llamarle para anular la cita, y como consecuencia le puse en una situación embarazosa. La silla que me habían reservado en la tribuna permaneció vacía.

Más adelante intenté disculparme ante todas las personas a las que había dejado en la estacada. Todavía hoy me preocupa que alguien siga terriblemente enfadado conmigo por haberle dejado solo en el estrado.

Agravamiento del conflicto

Julian no solo me limitó a mí el acceso al servidor de correo, sino que adoptó la misma medida con el resto del equipo. A partir de aquel momento, él era el único que tendría acceso. Muchas de las tareas que debían realizar los técnicos dependían de una preparación preliminar que solía realizar yo. Aquello por sí solo ya suponía un inconveniente. Pero al bloquear el acceso al servidor de correo, nadie podía seguir trabajando. Sin embargo, había que preparar la publicación del material sobre Irak. Del servidor de correo dependía también la administración del dominio. Hubiera sido necesario crear urgentemente subdominios para los documentos relativos a Irak.

Ya se había establecido una fecha con nuestros interlocutores de
Spiegel
,
The Guardian
y
The New York Times
para la publicación. Pero fue necesario aplazarla al 23 de octubre de 2010, casi un mes más tarde. «Todo es culpa de Daniel», declaró Julian.

Nos encontrábamos en una especie de limbo. Por una parte, con mi audición pendiente, oficialmente estaba «suspendido», pero por otro lado seguíamos en contacto a través del
chat
. Julian prorrumpía en eternas lamentaciones. Según él, estaba muy ocupado arreglando todo lo que yo había echado a perder. Me parecía un poco como si una ex novia me hablara durante una hora cada día en el contestador, para confirmar que no quería volver a tener nada conmigo nunca más. Por supuesto, yo era como mínimo igual de tonto, y avivaba fervorosamente la disputa.

Con la condición de que en ningún caso me facilitaran la contraseña, Julian ofreció de nuevo a los técnicos acceso al sistema. Pero estos no le obedecieron, porque no estaban de acuerdo con mi suspensión. El Arquitecto estaba claramente de mi parte. El técnico más joven se mantuvo al margen. Sufría con aquella situación de punto muerto y hubiera preferido que todo siguiera como antes.

Julian había afirmado que tenía la intención de organizar una mesa redonda, así que durante los días que siguieron a mi suspensión, estábamos pendientes de que Julian nos presentara el Tribunal. No se sabía a ciencia cierta quiénes participarían en él, solo dijo que necesitaba aquella mesa redonda para el procedimiento de auditoría, «para la transparencia y generar confianza», según sus palabras.

Birgitta habló poco después con un periodista de
The Daily Beast
. El artículo resultante fue el detonante de una nueva disputa. Entre otras cosas, se afirmaba que Julian tenía «una actitud machista» respecto a las mujeres. Y que ella le había recomendado que se retirase de la vida pública por un tiempo. Julian reaccionó enfurecido. Se sentía traicionado.

Birgitta había subestimado la repercusión de aquel artículo. Más adelante, escribió en Twitter un comentario para mitigar un poco las especulaciones desencadenadas por sus palabras: «NO he dicho que Assange deba dimitir. Creo que de momento no debería seguir siendo portavoz [de WikiLeaks]. Pero sigue contando con mi apoyo en todas las demás funciones que desempeña». Sin embargo, no se arrepentía de haber hablado con la prensa. Siempre decía lo que pensaba, y se mantenía firme en sus opiniones.

Julian no solo estaba convencido de que había manipulado a Birgitta para inducirla a hacer aquellas declaraciones aparecidas en el artículo de
The Daily Beast
, sino que también creía que yo era la fuente informadora de las «riñas internas» de WikiLeaks, sobre las que se hablaba en aquel medio. Yo no había hablado con ningún periodista. Tampoco sé exactamente de dónde sacó el periodista aquella información. No era demasiado difícil llegar a la conclusión de que existían diferencias internas, cuando ya estaban en circulación varias declaraciones distintas: Birgitta había dicho que consideraba la retirada provisional de Julian como la mejor opción, mientras que este afirmaba que el Pentágono había utilizado a las mujeres para realizar aquel montaje, y que era víctima de una campaña de difamación.

Debido a las acusaciones de violación, Julian había tenido una semana muy dura, «la peor semana de mi vida en los últimos diez años», llegó a decir. Por esa razón no había conseguido organizar la audición ante la mesa redonda.

Se lamentaba además de que no nos preocupábamos de su seguridad lo suficiente. El 7 de septiembre nos envió una lista exhaustiva de cuestiones que, en su opinión, teníamos bastante descuidadas:

J: La conciencia resulta de la motivación. ¿[Habéis] garantizado mi defensa jurídica? ¿Mi alojamiento? ¿Suministro de dinero? ¿Información de servicios secretos sobre el caso? ¿Detalles que indiquen el porqué de esta situación? ¿Mi red de apoyo en Suecia? ¿Enfoques políticos para acabar con la campaña de difamación? ¿Artículos? ¿Chivatazos? ¿Piso franco? ¿[…]? ¿Invitaciones diplomáticas, para evitar ser extraditado a los Estados Unidos? ¿Concentraciones solidarias? ¿Recogida de fondos para el caso? ¿Habéis hecho algo de todo esto? ¿Por qué no? Yo haría todo eso, si uno de nosotros estuviera en dificultades.

Yo sí le había ayudado. Le puse en contacto con dos excelentes abogados en Suecia, ni siquiera dos horas después de emitida la orden de captura, a pesar de estar de vacaciones.

Cuando el servidor de correo al completo sufrió una avería, de pronto Julian quedó aislado. No tengo la menor idea de si fue culpa suya, o de que aquella caja simplemente se estropeó. Cabe decir que era un cacharro bastante viejo, el único servidor que todavía no habíamos renovado.

Discutí con los demás si debía desplazarme hasta el servidor para repararlo, algo que había hecho con frecuencia. Y podría aprovechar para llevarme mis correos electrónicos, para saber a quién debía todavía una carta de disculpa por haberle dado plantón.

El 10 o el 11 de septiembre, no lo recuerdo con precisión, subí al tren. Era un día cálido de finales de verano, y el tren de alta velocidad no estaba demasiado lleno. Afortunadamente, los pocos pasajeros con los que compartía el vagón estaban absortos en sus cosas. Yo me dediqué a escribir sin tregua en la ventana del
chat
de mi ordenador, mientras golpeteaba el suelo con los pies.

Durante todo el trayecto seguimos debatiendo aquella cuestión, ni siquiera yo mismo estaba seguro de si actuaba de forma correcta. ¿Debía conseguir acceso al servidor sin el conocimiento de Julian? Se trataba de un conflicto de conciencia: ¿debíamos amotinarnos?

El servidor se encontraba en una discreta población de la Cuenca del Ruhr. Fue un viaje muy largo. Tanto, que tuve incluso tiempo para cambiar de opinión.

Tres horas más tarde, paramos en una estación de la que no recuerdo ni el nombre, y de repente agarré mi mochila, apreté el botón de apertura de la puerta y salté al andén. Existe un fenómeno en virtud del cual uno cree haber cometido un crimen solo porque acaba de ver un coche de policía en el retrovisor. En ese momento me sentía así. Entonces volví a Berlín.

Tras mi suspensión, el arquitecto hizo a un lado el teclado y no volvió a escribir una sola línea más para WikiLeaks, ni en forma de código de programa, ni de conversación con Julian. El arquitecto era una persona práctica y no permitía que nada perturbara su tranquilidad. Pero se enojaba cuando alguien le hacía perder el tiempo. Así que cuando Julian dejó de responder a sus reiteradas preguntas, al no contar con más instrucciones para realizar su trabajo, el Arquitecto advirtió a Julian muy en serio: «Si esto sigue así, lo dejo». Y puesto que la situación se hizo aún más crítica, la amenaza se cumplió.

Julian me preguntó por qué el Arquitecto se había tomado vacaciones sin permiso. No sabía qué más podía decirle al respecto.

Algunos más y yo nos planteábamos si tendría sentido hacerse cargo del proyecto. Hablábamos largo y tendido sobre la posibilidad de darle la vuelta al asunto: hacernos con la palanca de mando y suspender a Julian. Éramos mayoría, y en un principio teníamos los mismos derechos. Muchas personas ya nos habían recomendado que asumiéramos el control técnico y nos aseguráramos de que Julian no pudiera crear más problemas. Pero no queríamos hacerlo contra su voluntad.

El 14 de septiembre de nuevo me puse en camino hacia el centro de computación. Durante el trayecto desconecté el móvil y el ordenador, e intenté leer un libro. Quería obligarme a ser consecuente.

Traté de contactar con la persona que dio de alta el servidor en nuestro nombre, pero había sido en vano. La persona en cuestión tampoco es que supiera demasiado sobre los últimos acontecimientos, aunque cuando le confirmé mi llegada antes de tomar el tren por primera vez, reaccionó con considerable escepticismo. Para él, era como si quisiéramos hacer algo contra la voluntad de Julian, por mucho que le asegurara que solo quería volver a poner la máquina en funcionamiento para que pudiéramos seguir trabajando en WikiLeaks.

Con la mirada fija en la ventana del tren, dejé pasar como una exhalación árboles, casas y paisaje. Esta vez no daría media vuelta. Sencillamente tenía que eliminar los pensamientos negativos. Confiaba en que todo saldría bien. A menudo, los centros informáticos se encuentran en edificios de oficinas poco llamativos, de manera que resultan irreconocibles desde el exterior. Atravesé un par de pasillos grises y desolados, seguí hasta el segundo piso, saludé y me dirigí hacia nuestro servidor. Nadie me impidió el paso. En ese tipo de centros de computación se alojan los servidores de distintas empresas, bien custodiados. Puesto que ya había estado allí varias veces para repararlo, el personal me conocía y no me hacían más preguntas.

Esperé impaciente a que la máquina se reiniciara correctamente. Dispuse el portátil a mi lado. Por supuesto, seguía en contacto con los demás a través de la red. No me sentía demasiado cómodo. Estaba sudando. Aunque el aire acondicionado del centro informático emitía un sonoro zumbido, en realidad salía muy poco aire fresco, por lo que no me sorprendía en absoluto que nuestra vieja caja tuviera problemas en este emplazamiento.

Uno de los trabajadores del centro informático entró en la sala en la que se encontraba nuestro servidor. Saludé y él me respondió con un movimiento de cabeza. Comprobó un aviso y volvió a esfumarse.

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