Dentro de WikiLeaks (31 page)

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Authors: Daniel Domscheit-Berg

Cuando después de mi marcha la Nanny se puso en contacto conmigo por primera vez, tuve que acceder a no grabar nuestra conversación. No tenía ningún problema en prometer que no guardaría ningún archivo relativo a nuestro chat; lo que hice fue redactar un acta de memoria.

Creo que la Nanny no es una mala persona, pero cuando me dijo que su objetivo era «contentar a todos» a mí me sonó un poco inquietante; para ser exactos, tuve la sensación de que había sacado la frase de una mala película de espías. La Nanny se ofreció a velar porque mi persona no «sufriera ningún perjuicio público»: si yo accedía a dejar de criticar públicamente a Julian y su proyecto, a lo mejor se podría evitar que se hablara mal de mí. Le respondí que aquel planteamiento me parecía un poco amenazador. No, me corrigió ella: cuando quisiera amenazarme no lo haría de un modo tan subliminal; ese no era su estilo.

La Nanny intentó ganarse al Arquitecto a cambio de un sueldo fijo. Después de la salida de Birgitta, pretendieron hacerle firmar también un contrato de confidencialidad. En los últimos meses Julian me ha amenazado en público diciendo que ha reunido material comprometedor sobre mí y ha declarado que pretende publicar mis correos electrónicos para revelar mi verdadero yo. Por mí, que no se corte. Puede que suene extraño, pero no tengo consciencia de haber hecho nada de lo que deba sentirme culpable. A lo mejor soy demasiado normal para eso.

«Me estoy quedando sin opciones que no signifiquen destrozar a otras personas.» Esas fueron las palabras con las que Julian advirtió a Birgitta de que debía obligarnos a regresar al redil. Lo que sucedió poco después de que abandonásemos la organización. La frase era terrorífica, pero al mismo tiempo era tan rimbombante que no me dio ningún miedo. Me recordó vagamente al portavoz del Pentágono que, en su discurso tras las filtraciones sobre la guerra de Afganistán, nos había conminado a hacer lo debido: «
Do the right thing!
», dijo. No especificó qué habría sido en su opinión no hacer lo debido y qué consecuencias nos habría acarreado. Por dramáticas que puedan sonar, amenazas así son amenazas vacías.

La Nanny llegó a desplazarse hasta Alemania para visitarme en el club. Era el 1 de noviembre, un lunes gris y desapacible, el primer día en que tuvimos que encender la calefacción de nuestro piso. Me senté en la gran sala de reuniones del club, de espaldas a la pared y mirando hacia la puerta. La vi en cuanto entró, y ella a mí también.

Me dijo que no había leído la entrevista en
Spiegel
.

—No quiero saber nada de todo eso —añadió y esbozó una sonrisa afable. Yo se la devolví, aunque mostrándole ligeramente los dientes.

Entonces se sacó una lista del bolsillo.

—Aquí tengo unos cuantos puntos que me gustaría discutir contigo.

—No tengo mucho tiempo —respondí yo.


Access codes?
—leyó y me dirigió una mirada interrogativa.

Creo que ni siquiera ella sabía a qué se refería y que dijo aquello solo porque sonaba bien. En cualquier caso, yo no tenía ni idea de qué me estaba hablando. ¿Contraseñas? Yo no tenía ni contraseñas ni nada parecido. Le expliqué que antes de marcharme había realizado un traspaso con todo lo que eso implica y añadí que lamentaba que Julian la hubiera mandado a verme con informaciones falsas. De veras que me daba mucha pena. Julian le había proporcionado un puñado de medias verdades y ahora ella tenía que arreglar las cosas.

Le expliqué también por qué me negaba a que Julian recibiera los documentos que reteníamos. Le pregunté si le parecía que las cosas en WikiLeaks funcionaban correctamente y ella me contestó que no podía responder a eso.

Me miró o, mejor dicho, miró a la lejanía, a través de mí. Entonces me marché, y creo que se quedó a cuadros. No estaba acostumbrada a que alguien respondiera así. ¿Cómo podía haber algo más importante que hablar con ella?

No quería hacer esperar a mi agente, con quien había quedado para pulir una primera versión de mi libro.

—Lo siento pero tengo que irme —repetí. Y eso fue todo.

Los telegramas norteamericanos y la detención de Julian

A continuación, WikiLeaks publicó los cables, los telegramas diplomáticos de las embajadas norteamericanas, que ya durante mi época en la organización habían causado no pocos debates internos. En cuanto aquellos documentos salieron a la luz pública, me pregunté por qué demonios Julian había actuado con tanta prisa.

De puertas adentro, Julian justificó la precipitación aduciendo que ya había entregado los documentos a los islandeses, con lo que no tenía más remedio que pasar a la acción. Nadie comprendió la lógica de ese razonamiento. Más tarde me enteré de que
The Guardian
había conseguido el material a través de la periodista independiente Heather Brooke que, a su vez, había sacado los cables del disco duro de los islandeses. Al parecer,
The Guardian
había expresado su deseo de publicar los documentos prescindiendo de Julian. De pronto la historia tenía lógica: Julian se había dado cuenta de que existía la posibilidad de que la siguiente filtración llegara al público sin pasar antes por él.

La mayor parte del antiguo núcleo de WikiLeaks no habría aceptado jamás la publicación de los documentos en esos momentos. Corrían rumores de que la publicación iba a tener lugar durante el último fin de semana de noviembre.

Había ido con Anke y Jacob a visitar a mis suegros en Brandenburgo. El viernes leí en
Spiegel Online
una nota que explicaba que «por motivos de redacción», la edición digital del periódico no iba a publicarse como de costumbre el sábado por la noche, sino el domingo por la noche, y lo tuve clarísimo: regresé de inmediato a nuestro piso de Berlín y empecé a hacer limpieza.

Me deshice de todo lo que me pareció que podía interesarle a la policía, aunque solo fuera remotamente. Por descontado, no había nada que pudiera darle una alegría a un agente, ni siquiera una factura de un café mal desgravada en mi declaración de la renta. Pero tenía una idea aproximada de qué sucedía durante un registro domiciliario. Theodor Repper, el patrocinador del dominio de WikiLeaks en Alemania, me había descrito el registro que él mismo había sufrido en 2009. Había tenido que convencer pacientemente a los agentes de policía de que su
subwoofer
no era ningún ordenador. Los policías se habían llevado todo lo que les recordaba a un ordenador o a un teléfono. Francamente, la idea de dejar de trabajar durante los siguientes días no me atraía. Por otro lado, de vez en cuando recibo alguna llamada de teléfono y me gusta poder contestar.

También cualquier tipo de papel termina en los bolsillos de los agentes de policía durante un registro domiciliario. ¿Quién podía estar seguro de que debajo del montón de periódicos de la cocina no había documentos termonucleares, o que mi libreta de notas no incluía la contraseña de los documentos que Julian había descrito como su «seguro de vida»? En pocas palabras, intenté hacer desaparecer de nuestro piso todo lo que me pareció que un policía podía quererse llevar, incluidos los sacos llenos de dinero. No, es broma.

El domingo 28 de noviembre se publicaron los primeros telegramas en la página cablegate.org, creada especialmente para la ocasión. Los documentos, según la propia página web, incluyen comunicaciones secretas entre 274 embajadas de todo el mundo y el Departamento de Estado desde 1966 hasta finales de febrero de 2010. 15.652 de los telegramas están clasificados como «secretos». Sin embargo, resulta algo difícil hablar de esos telegramas, puesto que los visitantes de la página del «cablegate» tienen acceso tan solo a una parte ínfima de los documentos, apenas unos centenares.

El
Spiegel
del 29 de noviembre de 2010 abrió con la historia, por completo banal, de cotilleos de diplomáticos norteamericanos sobre política: Sarkozy es un hombre susceptible y autoritario; Putin, un macho alfa; Merkel, una mujer poco creativa; Westerwelle, un inexperto, y Berlusconi, un orgulloso y un juerguista… Cada uno recibió lo suyo. La información de dichos documentos tendía a cero, como una función de Limes. No había en ellos nada que sorprendiera. De hecho, quienes debían preocuparse eran los líderes que no salían en el artículo porque no eran lo bastante importantes. Por suerte, sin embargo, en las páginas finales del número había historias más interesantes.

En cuanto vi cuál era la estrategia de publicación, comprendí también por qué
Spiegel
se lo tomaba con tanta calma: en el futuro, los 250.000 telegramas iban a ir apareciendo en cablegate.WikiLeaks.org en pequeñas dosis. Así pues, era normal que los periodistas no tuvieran ninguna prisa.

Spiegel
,
The Guardian
, El País y Le Monde, lo mismo que
The New York Times
(que en esta ocasión participó de la exclusiva tan solo porque
The Guardian
le había hecho llegar el material) podían explayarse descuartizando poco a poco el material. Si el ritmo de publicación continuaba siendo ese, WikiLeaks iba a poder vivir de ello durante meses.

Me puedo imaginar por qué en esta ocasión
The New York Times
no se encontraba entre el primer grupo de medios en recibir los documentos: el periódico había publicado un artículo muy crítico con Julian. Además, puedo suponer los motivos que llevaron a
The Guardian
a compartir el material con la competencia. Por una parte, desde luego, para reprobar el intento de Julian de castigar los artículos negativos con una exclusión; y, por otro lado, porque
The Guardian
no quería estar solo en el mercado de los medios de habla inglesa si la publicación generaba controversias legales. Para ellos era bueno saber que tenían de su lado un medio del país del que provenían los telegramas en cuestión.

En Internet, además, los telegramas se publicaron retocados, de modo que los cinco medios que contaban con la exclusiva tenían acceso a los detalles realmente explosivos. Seleccionar la información de telegramas individuales si estos podían poner en peligro la vida de una persona era una práctica correcta, naturalmente. Los medios habían explicado públicamente que el acuerdo para seleccionar la información de algunos telegramas había sido una condición irrenunciable para la cooperación mutua. Así, por ejemplo, habrían acordado no publicar el nombre de disidentes chinos, o de periodistas rusos y opositores iraníes que habían hablado con los diplomáticos norteamericanos.

También Julian lo había visto así. Por eso había enviado una petición a la embajada estadounidense en Londres: «Desde WikiLeaks, les estaríamos muy agradecidos si el gobierno de los Estados Unidos pudiera indicarnos en qué casos no se puede descartar que la publicación de determinado telegrama puede suponer una amenaza para personas individuales». Según las informaciones aparecidas en los medios, el responsable de asuntos legales del Departamento de Estado le habría respondido que el gobierno no trataba con personas que comerciaban con material obtenido de forma ilegal.

En el caso de las informaciones sobre la guerra de Afganistán, Julian había enviado una petición similar al gobierno norteamericano a través de
The New York Times
apenas veinticuatro horas antes de la publicación y, más tarde, había acusado al gobierno de falta de colaboración a la hora de seleccionar la información.

Los cinco medios implicados en la publicación se encontraban pues en una situación privilegiada para incrementar su número de lectores gracias a los telegramas. Sin embargo, los medios de la competencia también querían escribir sus artículos, realizar entrevistas y rodar documentales propios para intentar plantar cara en los quioscos a los medios que disponían de la exclusiva. Eso desembocó en una serie de titulares sensacionalistas, como por ejemplo el de
Stern
. La revista ofrecía en sus páginas un muy buen artículo sobre Bradley Manning, pero para la portada eligió una fotografía suya con un punto de mira en la cabeza y tituló: «Este niñato deja en ridículo a los Estados Unidos». El enfoque era grosero y despiadado, mucho más propio, de hecho, de la revista
Bild
.

Por otro lado, los medios necesitaban con urgencia personas a quienes poder entrevistar y citar. Julian ya no concedía ruedas de prensa: Suecia había emitido una orden de detención internacional contra él y Julian decidió no mostrarse en público. Los mensajes a WikiLeaks también se perdían en el vacío, pues el servidor de correo continuaba estando inaccesible.

Es increíble la de personas que en esa época se convirtieron en expertas en WikiLeaks; a menudo bastaba con que alguien hubiera incluido algo sobre Internet en el currículum. Así, por ejemplo, el
blog
ger y experto en medios sociales Sascha Lobo participó en el programa de Anne Will y debatió sobre el tema con el asesor de recursos humanos Klaus Kocks.

El día de la publicación de los telegramas, mi teléfono empezó a sonar a las ocho de la mañana y doce horas más tarde continuaba al rojo vivo. «Hola, Moscú al aparato, Mr. Dolmscheit-Börg, ¿está disponible para una entrevista hoy?» El martes vinieron los japoneses, el jueves fui a Colonia para una entrevista en
Stern
TV, el viernes fui a Hamburgo para participar en un acto de la Fundación Friedrich Naumann programado desde hacía tiempo, donde la prensa ya me estaba esperando. Los medios intentaron ponerse en contacto conmigo por todos los canales imaginables. Los periodistas escribían mensajes en la cuenta de Facebook de mi mujer, llamaban a la oficina de prensa de su empresa… Al parecer, incluso el jefe del restaurante italiano de la esquina se ofreció a ejercer de mediador.

Todos querían unas palabras mías y a algunos, por lo menos, les habría encantado oírme hablar mal de WikiLeaks: ahora que había abandonado la organización, esperaban que aprovechara la ocasión para poner verde a Julian.

Me asombró un poco cómo, de la noche a la mañana, muchos de los colaboradores de WikiLeaks se volvieron de repente fervientes adoradores de Julian Assange. En noviembre, la revista americana Time Magazine lo incluyó en la lista de aspirantes a Personaje del año 2010. Al final, el galardón se lo llevó Mark Zuckerberg, el fundador y jefe de Facebook. Zuckerberg fue el elegido por la redacción, pero la mayoría de los lectores votaron a Julian por delante del primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan.

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