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Authors: Manuel Vicent

Tags: #Histórico, #Relato

El azar de la mujer rubia (14 page)

Aquel banquero era aplaudido por los estudiantes. Hubo un momento en que fue coronado con un honoris causa y en ese acto tuvo delante a los reyes de España, a toda la prensa, a la clase dirigente del sistema y a sus enemigos conjurados. Aplaudieron todos. Él proclamaba: «Soy negro, sé que soy negro y Felipe González también es negro y lo sabe, pero otros políticos socialistas son negros y se creen blancos. Nunca los aceptará el sistema. Este país está entre el cabreo y la desesperación. El cabreo por la corrupción y la desesperación por la inevitable llegada de un mindundi como Aznar. Yo quiero ser el futuro presidente del Gobierno de este país. Y si hay que pagar, se paga». El banquero era negro y el Leviatán le echó una bocanada de azufre en el rostro y luego se lo tragó mandándolo a la cárcel.

La derecha salió de su postración a principios de los noventa y empezó a cabalgar a sus anchas a caballo del siglo. Otros jóvenes constituyeron un nuevo paisaje urbano. Se acabaron las barbas revueltas, el desaliño de boutique. Se desintegró la Movida y se instauró la ropa de marca. Los bares comenzaron a llenarse de jóvenes de pelo pegado, la camisa abierta hasta el tercer botón, chaquetas de cachemira y vaqueros planchados, mocasines con borlitas y un par de másters de cualquier universidad norteamericana en el bolsillo. Aquel líder político, José María Aznar, por el que nadie habría apostado si hubiera sido gallo, resultó ser un gallo de pelea con los espolones en las sienes. Había desarrollado sobremanera el gen del mando creando el terror entre sus huestes hasta aglutinar al PP en torno a él, y de esta forma lograría derribar con una agresividad desaforada a Felipe González después de darle con un latiguillo una y otra vez en la ceja que traía partida por la corrupción, producto inexorable de tres mayorías absolutas. Aznar ganó las elecciones en 1996 a la brava por unos miles de votos. Los socialistas dijeron que se trataba de ducharse y volver al Gobierno.

La primera legislatura con el Gobierno del Partido Popular, condicionada por los pactos obligados y empujada por el viento largo de la economía, sólo fue una etapa bonancible, la antesala de la mayoría absoluta de la segunda. Los niños felices comenzaron a hacer rodar en el dedo los llaveros de coches de gran cilindrada en la puerta de las discotecas y ser de derechas se puso de moda como matar marranos en la finca, hablar de Bolsa y llevar el todoterreno a misa los sábados. En El Escorial se celebró una boda como un desafío, un desplante, sin complejos. Y en medio del banquete de este Baltasar se apagó la luz y en la oscuridad brillaron las tres palabras: Mane, Tecel, Fares. Luego se oyó la voz del ángel del Apocalipsis que acababa de abrir el séptimo sello.

Cuando España perdió el olor a sardina y comenzaron a reinar las mochilas rojas.

Adolfo Suárez ya no recordaba el nombre del actual jefe del Estado Mayor del Ejército ni el de los cuatro generales más gordos del escalafón que habían ido a la Zarzuela a pedir al rey que lo echara de la Moncloa antes de que florecieran los almendros; también había olvidado el gesto de aquel milico que se negó a cuadrarse y a darle la mano en un acto oficial. Esa desmemoria del nombre de los generales la compartía con la mayoría de los ciudadanos. España había cambiado, pero Suárez tampoco lo sabía. En medio del bosque lácteo él creía que el país seguía teniendo un olor a sardina en arenque envuelta en papel de estraza, aquella sardina que había que aplastar con el quicio de la puerta para separarle la piel. Creía que había todavía ciegos cantando Los iguales en las esquinas, que los feriantes de ganado lucían un cinturón confeccionado con monedas de un real, que subsistía todavía un tiempo de plomo en que no había forma de hacer una foto en la calle sin que apareciera al fondo una monja, un tullido, un cura con sotana, un militar de uniforme, un caballero mutilado, un niño vendiendo barquillos, un abrecoches con gorra de plato o un guardia con el pitillo en la boca indicando la dirección a un extranjero que parecía un ser de otro planeta simplemente porque vestía colores claros. Adolfo Suárez ignoraba que la democracia y las proteínas habían hecho síntesis y la sociedad había mudado de piel.

Pero fuera de la mente láctea de Suárez ya existía otro país. Los jóvenes habían alcanzado la altura media de un jugador de baloncesto y prácticamente todos los abuelos tenían la dentadura reparada y jugaban a la petanca en los parques con jersey de pico y gorrilla ladeada y una joven risueña les cortaba las uñas en el hogar del pensionista. En las tertulias ya no se hablaba de militares, la gente les había perdido el miedo, ahora sentía por el Ejército cierta admiración porque los comandantes se habían ido a Europa a jugar con misiles de verdad, en lugar de jugar a la garrafina en la sala de banderas donde el pensamiento militar se dividía en dos ante este dilema: ahogar el seis doble al coronel o levantarse de la partida para salvar a España, ambos lances considerados como una hazaña. A la hora del desprecio, el lugar nefasto de los militares y de los curas lo habían ocupado los políticos. Ahora los mendigos galdosianos, en vez de extender sólo la mano, ofrecían algo a cambio. Unos tocaban el acordeón en un túnel, otros vendían pañuelos de papel en los semáforos, limpiaban el parabrisas o realizaban un número de circo, bien de payasos y equilibristas, bien de saltimbanquis o de lanzallamas. Los vespinos repartían pizzas de madrugada y algunos morían despanzurrados. Por primera vez había mendigos rubios con ojos azules.

Al príncipe Felipe de Borbón se le solía ver en un pub de moda, se descubría su cabeza en medio del rebaño porque era más alto que sus guardaespaldas, detalle nada banal, puesto que el pueblo llano ya no distinguía la altura de la alteza y esto que llevaba el príncipe a su favor. Al principio iba a un bar de copas con unos amigos que eran vástagos de las finanzas, unos pijos de vaqueros planchados que andaban entre el pádel y el índice Dow Jones, y se empataban con chicas de piernas largas y morritos de silicona, todos de pie con un vidrio en la mano bajo la música de garrafa. «Viene alguna vez por aquí», decía algún camarero. «¿Con quién, con la de siempre?» «No, ahora viene con una rubia, que es modelo y está buenísima, no me preguntes más.»

El príncipe había concedido a los españoles el honor de no verle rodeado de toreros y riendo las gracias de flamencos, mozos de espada y picadores como su padre. Al parecer había sido preparado para que le sentaran bien las guerreras de los tres ejércitos, el esmoquin, el chaqué, la toga, los birretes académicos, el equipo de tenista, de piloto, de caballista, de navegante, de esquiador. Acomodar un cuerpo a esta variada clase de disfraces exigía una gran preparación mientras las amigas y las novias se iban sucediendo a su alrededor. Ahora que el príncipe iba a cumplir treinta años, sobre su persona arreciaba aún más la presión de políticos, familias reales y otros interesados para que este joven entrara en nupcias formales. Azafatas, modelos o doradas de la aristocracia europea patinaban por el paseo de Recoletos bajo las acacias en flor esperando ser llamadas. Era necesario que la cadena de príncipes no se interrumpiera. Hasta hace poco, los reyes recién casados tenían que mostrar desde el balcón en la noche de bodas un pañuelo ensangrentado para demostrar al pueblo que la reina había sido desflorada con toda normalidad. El pueblo aplaudía. A mucha gente le gustaría que ese acto se retransmitiera hoy en directo. Alcanzaría la máxima cuota de audiencia en Telecinco, en Aquí hay tomate, nunca mejor dicho. A cualquiera que preguntaras por él, si le conocía bien, te decía que el príncipe Felipe era muy normal. Lo decía el camarero de la discoteca de moda, el catedrático de Constitucional, el patrón de un yate, el amigo pijo y el antiguo compañero de clase. Normal y buen inseminador, éste era el mejor elogio que se podía hacer de un príncipe moderno.

Por lo demás, fuera del bosque lácteo cualquier taxista presumía de tener un hijo cirujano en La Paz y una hija que estudiaba Física Cuántica en Múnich; además, el propio taxista cultivaba lechugas y tomates en el huerto que había heredado de sus padres en el pueblo, pese a lo cual todavía estaba cabreado contra el mundo en general. No había derecho. El taxista oía la radio de los curas y pedía leña, más leña, sin quitarse el mondadientes de la boca; en cambio, el cliente que iba detrás, un ejecutivo de una multinacional al que acababa de recoger en Barajas, tenía un chico que por fin había conseguido colocarse de recadero en un supermercado y se sentía feliz por eso, ya que antes estaba en la droga. Aquella mierda la había traído Suárez, bufaba el taxista, pero Suárez apenas existía. Se había perdido en el bosque.

En los telediarios se veían caer miles de toneladas de bombas sobre Bagdad, cuyas luces semejaban un árbol de Navidad, según gritaba el piloto; luego aparecían en la pantalla unos jubilados haciendo taichi en la playa de Benidorm, después un cirujano japonés operaba de amígdalas a una rata en directo por Internet y finalmente el mundo se cerraba con un desfile de modelos anoréxicas envueltas en gasas dando caderazos por una pasarela. En Informe Semanal pasaban un reportaje de una noche de sábado. Una multitud de jóvenes y adolescentes se aglomeraba en torno a los minicines, cuyos vestíbulos que apestaban a palomitas de maíz habían sustituido a las antiguas plazas de los pueblos. Después se mostraba un gigantesco botellón con cientos de adolescentes borrachos. En las discotecas y terrazas de moda la hija de un alto ejecutivo de la banca servía bebidas en patines vestida de pantera, con rabo y todo. Éste era su tercer contrato temporal en dos meses y estaba muy contenta o al menos así lo parecía, porque si no sonreía al cliente con un rictus de felicidad cristalizado en los labios, la echarían de inmediato.

«Parece que son muy felices estos niños», pensaba Suárez, contemplando una avalancha de cuerpos juveniles. Los empresarios habían conseguido que se explotaran entre ellos. Esa chica disfrazada de pantera que servía bebidas sobre unos patines sabía que para su puesto de trabajo había diez panteras detrás esperando, que eran más guapas, de piernas más largas, más felinas, con más colmillos, con más garras, que se conformarían con menos sueldo y que estarían dispuestas a disfrazarse de lo que quisiera el jefe, de ave del paraíso, de india apache, de astronauta: a todos les obligaban a exhibir con orgullo el logotipo de la empresa en la espalda o en la visera de la gorra. El espíritu japonés había imbuido el cerebro de estos chicos que habitaban las barriadas obreras de las ciudades españolas, de modo que tenían una mano en el ratón del ordenador y otra en los genitales. Unos sólo eran pornonautas, otros se estaban buscando la vida en la red, la mayoría imaginaba nuevos negocios para forrarse teniendo que pasar primero por las esferas siderales, algo electrónicamente muy excitante. En una acera de la calle Serrano había mendigos arrodillados que en una mano en alto exhibían un plato para las limosnas y con la otra estaban mandando un mensaje con el móvil. El Estrecho lo asaltaba un trajín de pateras, pero las mujeres aquí ya podían ser pilotos o capitanas de la Marina, árbitros de rugby, fontaneras o paracaidistas. La mitad de esa multitud de jóvenes que invadía las aceras en la noche del sábado podría ser despedida del trabajo el lunes pero la otra mitad encontraría, tal vez, una salida llena de futuro el martes atracando un supermercado o una farmacia. Así trepidaba el suelo bajo sus pies en el bosque lácteo. Y con esos pies cada uno iba a lo suyo. Había caído el Muro de Berlín. Ya no había comunistas. Sálvese quien pueda. El horizonte de la historia era un cóctel molotov, pero nadie sabía explicar qué había más allá después de incendiar un barrio, romper los escaparates y huir cargando un televisor de plasma, un cajón de leche para el hijo recién nacido o un equipo de música o una muñeca hinchable.

A la salida del cine, en la noche del sábado, la visión de Suárez se sorprendía ante el espectáculo de las innumerables caravanas de jóvenes y adolescentes que subían de los suburbios hacia el centro de la ciudad con chupas de cuero duro. Eran miles, decenas de miles, e iban más o menos acicalados, algunos oliendo a colonia Nenuco, otros a aguardiente de cuarenta grados, todos dispuestos a iniciar una cabalgada por discotecas, bares de copas, esquinas calientes, plazoletas de iniciación. Partía la noche un rayo láser cuyo foco indicaba el lugar en que se celebraba el concierto de rock promovido por el Ayuntamiento, por un alcalde de cuello blando que hablaba de Kant, un alcalde que después sería enterrado con la carroza de Drácula, llorado por un coro de travestis, un tal Tierno Galván. Al final las manadas huían de sí mismas, con el botellón en la mano, atiborrándose de música furiosa dentro de los coches con las piernas fuera de la ventanilla o dando patadas a las papeleras porque regresaban a casa sólo con media paja. Suárez se preguntaba si la democracia que había dado su oportunidad a esos búfalos insomnes había valido la pena. Pero amanecía el sol del domingo en el bosque y otra multitud de jóvenes invadía la estación de cercanías con mochilas y equipaje de alpinistas, de excursionistas que iban al campo a hacer deporte llenos de pasión por sus cuerpos y por la naturaleza, y el lunes llenaban igualmente la universidad, las bibliotecas y los laboratorios. En medio de la congestión orgiástica del sábado sonaban las sirenas del Samur y todo tenía un aire de Apocalipsis de fin de semana.

De pronto el propio Suárez se veía a sí mismo cruzando este infierno de belleza en compañía de aquella mujer rubia y se daba cuenta de que eran dos extraterrestres. Había cola de inmigrantes en cada locutorio, el centro de la ciudad estaba ocupado por un ejército de africanos, a las tres de la madrugada dejaba paso a otro ejército de chinos, que desde lo alto de los camiones repartía envases de arroz con brotes de soja a los búfalos. «¿Quieles uno?», preguntaba la chinita. La mujer rubia alargó la mano con un billete de mil y la chinita les ofreció dos envases de arroz. Suárez y la mujer rubia bajaron por la Gran Vía y poco después se detuvieron para ver pasar la historia con la espalda apoyada en la fachada del bar Chicote.

«No sabes la que has armado, querido Adolfo —le dijo Carmen Díez de Rivera—. En junio de 1977, cuando se celebraron las primeras elecciones democráticas que tú habías convocado, este río de aguas limpias y sucias que baja por la Gran Vía, que llena hoy los estadios, cines, bares, conciertos, discotecas, aún no había nacido o no tenía edad para discernir la importancia política de aquel acontecimiento y la miseria moral que dejaba atrás. Sólo a los ciudadanos de cincuenta años para arriba les tocarás ahora una fibra sentimental si les recuerdas que en aquel tiempo en la radio todos los días sonaban las canciones políticas Libertad, sin ira, libertad o Habla, pueblo, habla. ¿Recuerdas? Aquellos jóvenes con pantalones de campana, jersey con cuello de cisne y patillas de hacha, ellas con minifalda, botas altas y sin sostén bailaban, mejilla contra mejilla, las melodías Oh mamy, mamy blue, y también Las manos en tu cintura, de Adamo. Nosotros dos trajimos la libertad a este país bajo esta música amartelada. Nosotros bailábamos boleros de Lucho Gatica y de Manzanero, pero los más modernos y concienciados se enamoraron tarareando al oído de su pareja las letras de Léo Ferré, Jacques Brel y Georges Brassens. ¿Te acuerdas cuando tú y yo bailábamos aquella canción que convertimos en nuestra contraseña? En el fondo éramos unos antiguos. Mientras en la piscina El Lago sonaba Cuando calienta el sol te acercaste a mi tumbona y me diste un beso, de amigo, todavía muy casto, pero fue un escándalo. Hace treinta y un años de todo eso. Las canciones que envolvieron las primeras elecciones democráticas se han esfumado. De nada sirve en este caso la nostalgia, querido Adolfo».

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