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Authors: Manuel Vicent

Tags: #Histórico, #Relato

El azar de la mujer rubia (9 page)

Carmen estaba ahora en el despacho de Serrano Suñer y en los instantes de silencio, que le parecían eternos, no dejaba, tal vez, de imaginar aquella escena. Burgos en plena guerra. Despacho de ministro del Interior, en el mismo palacio donde vivía Franco. Sonsoles de Icaza, marquesa de Llanzol, casada con el comandante aristócrata, grande de España, Francisco Díez de Rivera y Casares, que andaría por alguna de las oficinas, esa mujer de veintisiete años, de cuerpo espléndido, un metro setenta y cinco de estatura, con zapatos de tacón de aguja de diez centímetros, atravesando pasillos y estancias bajo el traqueteo de las máquinas de escribir, seguida por la mirada entre admirativa y aviesa de los burócratas del antedespacho del ministro del Interior. «Ahí viene otra vez», se decían con un guiño malicioso. Cruzaba sin saludar a nadie. Dos golpes de nudillo en la puerta. El ministro la hacía pasar. Los funcionarios más cercanos oían el cerrojo que dejaba aquel recinto hermético e impenetrable para Dios, la patria y el resto del mundo. Carmen no podría dejar de pensar lo que sucedería allí dentro. Imaginaba a su madre sentada en las rodillas de Serrano en el mismo sillón desde donde se daban órdenes de la máxima crueldad, cárceles, fusilamientos, torturas contra el bando republicano, mientras el chasquido de los besos sería igual de violento y la posesión inminente, voraz, rápida, angustiosa de los cuerpos sobre un sofá de cuero negro bajo el retrato de Franco, su cuñado, no podría desmerecer el fragor de cualquier bombardeo.

«¡Dios mío, cuánto llegué a querer a tu madre! Después de la guerra, con la euforia del triunfo, en Madrid continuamos nuestra relación. Pero tienes que comprender que ese amor me costó mi carrera política. ¡Dios mío, cuánto quise a aquella mujer!» Carmen imaginaba a Sonsoles de Icaza después de la guerra en aquel Madrid de la Victoria, lleno de miedo y de hambre, de mendigos y de funcionarios represaliados, luciendo un embarazo bellísimo, propio de un adulterio, entre las familias conocidas del barrio de Salamanca, mientras Serrano Suñer, elevado a ministro de Asuntos Exteriores, acompañaba a Franco a entrevistarse con Hitler en la estación de Hendaya, viajaba a Berlín a parlamentar con su colega Von Ribbentrop, era invitado por el canciller alemán en su Nido del Águila, lanzaba desde el balcón de la calle de Alcalá el anatema «¡Rusia es culpable!» para movilizar a los voluntarios de la División Azul, y sobre todo la fascinación que ejercía entre algunas mujeres del barrio de Salamanca, ojos azules de acero, cejas rectas, rubio, el pelo planchado y su uniforme de fascista nazi, realmente era el único al que le sentaba bien y sabía llevarlo con estilo en medio de la caspa de jerarcas del régimen con el cuello sudado y las uñas sucias.

«Eres mi hija, querida Carmencita, la que más se parece a mí, todo el mundo lo sabe, aunque no pueda reconocerlo públicamente para no hacer daño a personas que quiero mucho. Por ti he pagado mi culpa.»

Después de aquella visita a su padre biológico, recién regresada de África con todos los traumas todavía en carne viva, tuvo que enfrentarse a la vida diaria en la calle Hermosilla al lado de su madre y sobre todo junto a la sombra callada de aquel teniente coronel aristócrata, bonachón, que la adoraba, Francisco de Paula Díez de Rivera y Casares, que la había tenido en brazos de niña, que la había mimado y había demostrado que era aún su preferida entre los cuatro hermanos. Como si el drama no fuera con él, este hombre bueno y leal asistía con desgana a las fiestas de sociedad, se ponía con suma pereza el esmoquin, el chaqué o el frac para bailes, bodas y otros eventos propios de su clase, pero sólo ansiaba estar sentado en el salón de casa leyendo sin que nadie le molestara.

Cada año los condes de Elda celebraban una fiesta de Nochevieja, famosa en aquella época de los años cincuenta. No eras nadie en la sociedad madrileña si no habías sido invitado por los Elda a aquel rigodón donde las parejas bailaban con sus amantes. Hay que imaginar a Sonsoles y a Serrano Suñer danzando ante la mirada del marido, un viejo caballero que contemplaba aquel sarao con las cuatro cestitas vacías de las doce uvas en las manos, que guardaba para sus cuatro hijos. Su mujer, treinta años más joven, llevaba una vida agitada con su amiga Aline, condesa de Romanones, montaba a caballo en el Club Puerta de Hierro, iba de cacería a fincas de banqueros amigos, viajaba por todas las ciudades del mundo, oía flamenco en el Corral de la Morería, asistía a conferencias de José Ortega y de Xavier Zubiri para pasar el rato en la Sociedad de Estudios del banco Urquijo, en la Casa de las Siete Chimeneas. Era una especie rara de mujer madrileña. Hablaba perfectamente inglés y francés, había incorporado la cultura a su vida y encima la vestían directamente modistos de París. Ella misma había ayudado a promocionar a Balenciaga, que a su vez la había elegido como su musa. «Por ahí va la marquesa de Llanzol», decían a su paso los señoritos de El Aguilucho, que estaba junto al portal de su casa, o los del Corrillo de Serrano con un gin fizz en la mano y la otra en el bolsillo del pantalón de franela rascándose los genitales como es debido. Pasaba montada en su Cadillac. Era el Madrid de Ava Gardner y de Sonsoles de Icaza, marquesa de Llanzol. No había más.

«En mi inconsciente yo había aislado a mi padre biológico con una especie de tapa de quesera para que no se lo comieran las pequeñas ratas que llevaba dentro. A mi padre Llanzol lo seguía queriendo, adoraba la silenciosa ternura con que me miraba aun sabiendo que no era su hija, ¡cuánta bondad tenía aquel hombre!, “¡cuánto vas a sufrir, Carmencita!”, me decía, pero a mi madre ya no pude soportarla más, me crispaba su desenfado, el que sólo pensara en sí misma y que el cariño hacia sus hijos fuera siempre un triunfo que había que agradecerle. Era muy raro lo que me pasaba con ella. La quería y no la podía aguantar. Cuando Serrano rompió con ella en 1955 se revolvió contra mí porque yo le recordaba demasiado a esa pasión perdida. Nuestra relación llegó a tal extremo de degradación que un día me ofreció un millón de pesetas para que me fuera de casa. No lo acepté, pero dejé de vivir en Hermosilla y me independicé. Fue una etapa muy dura. Estudiaba en la facultad de Filosofía. Todos mis amigos pensaban que era una chica muy rara. No tenía dinero. Me alimentaba sólo de huevos crudos. Por quince mil pesetas al mes Zubiri me colocó como su secretaria en la Sociedad de Estudios, donde a veces me cruzaba con mi madre cuando acudía a alguna conferencia. Había allí un ambiente exquisito, el presidente marqués de Bolarque, el consejero delegado Juan Lladó, el historiador Ramón de Carande, gente de la Institución Libre de Enseñanza. Para que veas. El secretario general del banco Urquijo era José Muñoz Rojas, un terrateniente, caballista andaluz y sobre todo un excelente poeta virgiliano, de la Generación del 27. Este finísimo autor estaba un día en su despacho de secretario general. Llamó a la puerta delicadamente con los nudillos el consejero delegado Juan Lladó para hablarle de un asunto del banco y desde la puerta entreabierta, al ver que estaba garabateando con pluma estilográfica una cuartilla impoluta, le preguntó: “Pepe, ¿qué haces?”. El secretario general le contestó sin levantar la cabeza: “Estoy escribiendo un soneto”. Juan Lladó exclamó: “Por Dios, sigue, sigue, eso es lo más importante, no quiero molestarte. El banco puede esperar”.»

Estas cosas le contaba Carmen a Adolfo, los dos tendidos en la cubierta de un yate que navegaba por aguas de Mallorca. «En medio de mi penuria, alguien que no hace falta que te diga quién es me mandó que fuera a hablar contigo, entonces para mí un desconocido, un tal Adolfo Suárez, recién nombrado director general de Televisión. Me aseguró que me recibirías de buen grado porque ya estabas avisado desde las alturas. De aquella primera entrevista salí escandalizada. Tu despacho absolutamente rancio contrastaba con la exquisitez de las estancias de la Sociedad de Estudios, perfumadas con lomos de cuero de libros esenciales. Alguien desde muy arriba insistió que eras su hombre, aunque parecías un fascista, y debía aceptar ser tu secretaria porque tenías un gran porvenir político. Qué horror. Pero necesitaba dinero. Fui a consultar con Zubiri. Me dijo que si no comía, me acabaría muriendo de hambre. Claudiqué. Regresé a tu despacho. Te dije: “Si me obligas a hacer algo que no me guste, me iré”. Fuiste muy amable. Sólo querías que pusiera cierto orden en tu agenda, en tu mesa, en aquel despacho que parecía una leonera.»

Muy bajos volaban los cormoranes en dirección a Andraitx y por encima de la borda llegaba una brisa salada. Carmen sentía que aquel mar le pertenecía por derecho de herencia. Lo había navegado muchas veces en la memoria desde niña. Con el tiempo tendría una casa propia en Menorca, su última morada, de donde regresó a Madrid cuando ya estaba herida de muerte. Pero éste era todavía un verano de juventud, una época radiante. Suárez acababa de ser nombrado presidente del Gobierno y navegaba junto a la mujer rubia impulsado por la fortuna.

Sólo la muerte vive todavía como memoria de aquella época.

La muerte acababa de entrar en la memoria de Suárez colgada de todos los árboles del bosque. Unas veces era Lola Flores la que agonizaba; otras era Pasionaria; otras su propia mujer Amparo Illana o su hija Mariam. La muerte siempre eran mujeres. Carmen Díez de Rivera seguía expirando en la niebla del bosque como la Ofelia de un cuadro del prerrafaelista Millais, la cabellera rubia a lo largo de la corriente y los ojos abiertos bajo el agua de aquel río que discurría por su memoria.

«Los aristócratas en España han tenido costumbre de tratarse con los flamencos; en cambio, a mí me excitaban más los rojos —decía Carmen Díez de Rivera—. Mi familia era poco de flamencos y cantaores, de esa gente que adora sobre todo el jamón de pata negra y se rinde ante cualquier señorito que en ese momento exhiba la loncha más gorda en lo alto de la mano. El hueso de un pernil era el asta de la bandera española. Franco mantuvo el pernil en el asta de la bandera cuarenta años. Yo nunca he sido castiza, pero me hubiera gustado ser amiga de Lola Flores, que se pasó la vida luchando a muerte por llegar a ser un gran cadáver popular. Pasionaria fue al final de su vida muy amiga mía, era una mujer que en los altares había suplantado a la Dolorosa, una Virgen ibérica, patrona de los obreros. A mi manera yo también he sido la niña de fuego en brazos de otro Manolo Caracol, ya sabes, el rey del cante; he roto con todos los tabúes de mi clase. Un día fui a Los Canasteros a ver a Lola, con Paco Umbral y el padre Llanos, los tres formamos un trío de amistad que llamábamos la trilateral».

En Los Canasteros a veces se producía un espectáculo muy excitante. En los entreactos, desde las mesas el público oía los golpes y las blasfemias que llegaban de la parte de atrás del escenario. En alguna ocasión, el espectáculo tuvo que suspenderse, decían algunos. Siempre por lo mismo. La mujer y los hijos de Manolo Caracol se negaban a trabajar con aquella fiera que se había apoderado del corazón del emperador y había roto con sus muslos la regla de los gitanos. En los camerinos, se establecía un tumulto de gritos y bofetadas. De pronto, se hacía el silencio. La escena se iluminaba y entonces aparecía la niña de fuego enroscándose en el vientre del duro amante, y éste la cubría con voz de aguardiente. Manolo Caracol cantaba tan bien que, al oírlo, los perros ladraban desde el fondo de los tiempos.

Lola Flores le recordaba a Suárez su juventud en Ávila. El sonido esfumado de aquella radio Telefunken llegaba hasta los patios de luz, donde había calzoncillos y bragas tendidos goteando la castidad, y en el aire vagaba la canción de La Zarzamora mientras la posguerra se extendía por toda la miseria. «Ay, pena, penita, pena», cantaba la criada, y la casa olía a coliflor revenida a merced del frío polar de la década de 1950, que era toda ella una cuaresma morada.

Adolfo Suárez había enamorado a Amparo Illana, hija de un militar. La llevaba a pasear a la sombra de las murallas, pero entonces este joven de Acción Católica creía que Dolores la Pasionaria era la encarnación del mal, una loba sanguinaria. Mientras la pasión de Lola Flores inventaba su propia libertad cada día, la caspa del franquismo se desarrollaba a su alrededor, pero no de forma distinta a como ha sido usada cualquier Virgen macarena. Eran tiempos duros. En el bosque lácteo se sucedían procesiones con mojamas de santos contra la sequía, la gente devoraba como un sacramento la carne del toro que había matado a Manolete, colgaban de los alcornoques los perros ahorcados, los fusilados en la guerra sacaban los brazos en las cunetas, en los barrancos, en las campas, y algunos turistas extranjeros pensaban que aquellos brazos eran sarmientos de una vid. ¿Por qué adoraba el pueblo a aquella flamenca? Franco la admiraba. Suárez la amaba. La mujer y la muerte. Cada una por distintos senderos del bosque llegó a la inmortalidad, Lola arrastrando a sus amantes y a su tribu de gitanos, Dolores la Pasionaria tirando de los cuernos de una manada de toros ibéricos. La Faraona dobló la esquina del franquismo y triunfó sobre los árabes de Marbella y los ricachones de La Moraleja. Era una anarquista analfabeta que quería ser marquesa porque sabía que para eso no se necesita saber leer ni escribir, pero le dieron el lazo de Isabel la Católica y desde entonces sólo aspiró a fabricar un gran cadáver de sí misma para el día de mañana. Lo fabricó a conciencia. Y fue aclamada hasta la tumba. Cuando ya tenía sesenta años bien cumplidos, Lola Flores sufrió el martirio de Santa Inés para seguir siendo ella misma. Se dejó cortar los pechos por un fotógrafo y éstos fueron exhibidos en la portada de la revista Interviú de forma vaporosa cuando el cáncer ya había comenzado a trabajarlos por dentro. El mismo cáncer de Amparo, el mismo de Sonsoles, el mismo cáncer de mama de Carmen. Toda España se convirtió en un gran seno de mujer malherido. La carne de Lola Flores entraba por todas las ventanas, pero ella sólo lo hizo para seguir amamantando a sus hijos, a su marido, a sus amantes, sin dejar por eso de dar zapatazos con rabia o temperamento.

Adolfo Suárez le estaba muy agradecido. Por eso se condolía de su muerte. Cuando era gobernador de Segovia tuvo que preparar la fiesta que los artistas daban a Franco en los jardines de La Granja el 18 de Julio. Aquella vez actuaba la Faraona en presencia del dictador. Después del espectáculo, antes de que Franco partiera desde allí mismo para Galicia a pescar cachalotes, durante una breve y protocolaria recepción Suárez se atrevió a formularle una queja al caudillo. Cuando le tocó hablar, dijo: «Excelencia, los segovianos se sienten españoles de segunda clase». «¿De veras? Venga usted a verme al Pardo y explíqueme eso.» Aquella audiencia privada, que se realizó meses después, valía oro en medio de aquellos jerarcas anquilosados y Suárez supo explotarla como una inagotable fuente de guiños y sobreentendidos de quien acababa de besar al santo.

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