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Authors: Manuel Vicent

Tags: #Histórico, #Relato

El azar de la mujer rubia (7 page)

Así hablaba el ángel mientras se rascaba las axilas en el árbol de la vida. Va a empezar una guerra, se decían entre ellos los invitados más expertos. Aznar saldrá de este banquete de boda en dirección a las Azores y allí George Bush le pondrá la zarpa de tigre sobre su hombro. A continuación comenzarán a caer miles de toneladas de acero sobre Bagdad mientras suena el Aleluya de Haendel y un ejército de doscientos cincuenta mil soldados, muchos españoles, cometerán el error de invadir el territorio de Irak. Saldrán las pancartas contra la guerra. Artistas, escritores, profesionales y jóvenes libres de escamas presidirán la manifestación. Carmen, la rubia de ojos azules, le dijo a Suárez: «Un día te llevaré a la plaza de Lavapiés, donde están tumbados en las aceras algunos musulmanes fundamentalistas, nos daremos un paseo por la calle del Tribulete, visitaremos algunos locutorios donde se recargan ciertos móviles y si no se te ha estropeado el olfato, verás que la atmósfera está cargada de venganza, que es el explosivo peor de todos, el más mortífero. Pero yo estoy muerta y tú has perdido la memoria».

«¿Cómo es posible que el padre de la novia, un político desgañitado y displicente que te apunta con el dedo, como si amenazara y a la vez te perdonara la vida, haya llegado a presidente del Gobierno y se haya construido su pedestal de estadista y haya metido a los españoles en una guerra?», preguntó Suárez antes de elevar la cucharilla de plata con el helado de pistacho a los labios. «Tuvo un atentado de ETA —contestó la mujer rubia—. Su Audi blindado pasaba por la calle José Silva, de Madrid, a las ocho de la mañana y a cuatrocientos metros de su casa se produjo la explosión de un coche bomba. Los terroristas midieron mal los tiempos. Por una fracción de segundo los veinticinco kilos de amonal se proyectaron contra la parte trasera del automóvil del político en lugar de darle de lleno, de modo que el coche no se aplastó contra la pared de enfrente sino que hizo un trompo y Aznar salió ileso, sólo con un leve corte en la cara. Reaccionó con serenidad, se sentó en un bordillo y luego en pie mostró entereza. ETA, con ese atentado, lo hizo presidente del Gobierno. Él también ha regresado de la muerte. Es un muerto viviente».

Ocurrió el 19 de abril de 1995. Al año siguiente Aznar ganó las elecciones. Desde entonces, cuanto más fuerte ha abrazado a España contra su pecho falangista, más la ha cuarteado; sus insultos de gallo de pelea han despertado en los suyos la necesidad de sacar también los espolones para no ser menos cuchilleros que el jefe, con lo cual ha convertido la política en un espacio agresivo donde mandar sólo significa mandar y nada más que mandar, con el único objetivo de derrotar al enemigo para curarse así de las frustraciones personales. Hubo un momento en que pidió que Luis Cernuda y otros poetas de la Generación del 27 acudieran en su ayuda. Incluso en uno de sus mítines citó a Manuel Altolaguirre. Se dio un paseo por la Residencia de Estudiantes, pero ese baño era una impostura.

En medio del bosque lácteo comenzaron a sonar más trompetas. «¿Quién habla así ahí arriba?», preguntó Suárez levantando la mirada hacia la copa de los árboles. Un ángel del Apocalipsis acababa de abrir el séptimo sello. Todas las cargas de basura que afloraban en la superficie llegaban acompañadas de la misma voz profética: no hay nada que hacer; así son las cosas, así es la vida. Esta boda con mil doscientos invitados, doscientos cincuenta camareros y setenta y cinco cocineros en el monasterio de El Escorial es el símbolo del estercolero nacional. Los ciudadanos respetables han pactado con gran conformismo la corrupción, los escándalos, los atropellos o las injusticias flagrantes, a cambio de un cierto bienestar económico. Así son las cosas. Así es la caída. Estas sensaciones cruzaban la desmemoria de Suárez cuando la ceremonia nupcial se dio por terminada.

Juramento de los Principios del Movimiento Nacional entre varias raciones de calamares.

Sin duda una de las personas que conocieron más profundamente la psicología de Franco fue Pedro Sainz Rodríguez, su amigo de juventud en Oviedo, cuando era catedrático especialista en literatura mística y Franco iba por allí a hacerle la corte a Carmen Polo. Don Pedro, un gordo sabio y mordaz, fue el principal conspirador civil contra la República, ministro de Educación en el bando nacional mientras duró la guerra y exiliado monárquico después. Vivía a la sombra de don Juan en Estoril como mentor y urdidor de estratagemas para que este pretendiente recuperara el trono de España.

El día 22 de julio de 1969 en las Cortes Orgánicas se iba a celebrar un acontecimiento importante. Juan Carlos, su hijo, debía jurar los Principios del Movimiento Nacional, un acto necesario para ser aceptado y proclamado sucesor de Franco a su muerte, no como restaurador sino como instaurador de una nueva monarquía. Con este acto se rompía la línea sucesoria de la Casa Real y don Juan quedaba apartado definitivamente del juego dinástico. El acontecimiento político de primera magnitud lo iba a transmitir en directo Televisión Española, de la que Adolfo Suárez sería nombrado director general muy poco después, pero las imágenes de la primera y única cadena no llegaban a Portugal. Pedro Sainz Rodríguez y don Juan de Borbón tuvieron que salir de Estoril y cruzar la frontera para contemplar la ceremonia por televisión en el primer bar de carretera del territorio español, cerca de la raya de la provincia de Badajoz. En la barra de ese bar había chorizos pringados con manteca en cazuelas de barro, bandejas de tordos fritos, calamares a la romana, aparte de múltiples y variadas banderillas que ensartaban en un mondadientes un pepinillo, una cebolleta y un boquerón en vinagre. Colgaba del techo una cinta cubierta de una sustancia melosa donde se habían pegado cientos de moscas y el televisor en blanco y negro tenía unas cortinillas coronadas con unas flores de papel y estaba encasquetado con un soporte de herrajes muy alto en un rincón del establecimiento. Pedro Sainz y don Juan se sentaron en taburetes de la barra entre camioneros y tratantes, pidieron un café con leche y, rodeados de la indiferencia de los demás parroquianos, que hablaban del precio de los forrajes y de una verónica de El Viti, se dispusieron a contemplar cómo Franco le pegaba al jefe de la Casa Real, allí presente, una puñalada por la espalda. Entre el sonido de vasos y cucharillas, y gritos de ¡marchando un pincho de tortilla y una de boquerones!, se oía la engolada voz del locutor David Cubedo que narraba la ceremonia, primero el juramento y después el discurso del príncipe Juan Carlos, que entonces todavía pronunciaba las palabras con la lengua muy redonda.

En la pantalla don Juan Carlos ocupó su lugar a la derecha de Franco, que estaba iluminado de lado con una lámpara de enagüillas y tenía las gafas en la punta de la nariz. El silencio en la Cámara era absoluto. Ante el jefe del Estado y el presidente de las Cortes, el hijo de don Juan hincó las rodillas en un cojín de terciopelo granate, colocado en la tarima de madera. Sobre la mesa estaba abierto el libro de los Santos Evangelios, el mismo en el que prestaron juramento la reina María Cristina, como regente, y el rey Alfonso XIII, trastatarabuela y abuelo, respectivamente, de don Juan Carlos.

El presidente de las Cortes, don Antonio Iturmendi Bañales, preguntó al príncipe: «En nombre de Dios y sobre los Santos Evangelios, ¿juráis lealtad a su excelencia el jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino?».

«Sí, juro lealtad a su excelencia el jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino.»

El presidente de las Cortes concluyó: «Si así lo hiciereis, que Dios os lo premie, y si no, os lo demande».

A continuación S. A. R. pronunció un discurso:

«Mi General, señores Ministros, señores Procuradores: plenamente consciente de la responsabilidad que asumo, acabo de jurar, como Sucesor a título de Rey, lealtad a Su Excelencia el Jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y Leyes Fundamentales del Reino. Quiero expresar, en primer lugar, que recibo de Su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo Franco la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936, en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos, tristes, pero necesarios, para que nuestra Patria encauzase de nuevo su destino. Pertenezco por línea directa a la Casa Real española y, en mi familia, por designios de la Providencia, se han unido las dos ramas. Confío en ser digno continuador de quienes me precedieron. La Monarquía puede y debe ser un instrumento eficaz como sistema político si se sabe mantener un justo y verdadero equilibrio de poderes y se arraiga en la vida auténtica del pueblo español. Mi General: desde que comencé mi aprendizaje de servicio a la Patria me he comprometido a hacer del cumplimiento del deber una exigencia imperativa de conciencia. A pesar de los grandes sacrificios que esta tarea pueda proporcionarme, estoy seguro de que “mi pulso no temblará” para hacer cuanto fuere preciso en defensa de los Principios y Leyes que acabo de jurar. En esta hora pido a Dios su ayuda y no dudo que Él nos la concederá si, como estoy seguro, con nuestra conducta y nuestro trabajo nos hacemos merecedores de ella.»

«¡¡Una de chorizo y una española con atún!!», gritó un camarero. Terminada la jura, don Juan se secó las lágrimas y a continuación pidió una ración de chorizo y un chato de vino. Se volvió hacia Pedro Sainz y le dijo: «Al menos hay que reconocer que Juanito ha leído muy bien». Montaron en el coche y don Juan, descabalgado de la dinastía, volvió a Estoril llorando. Después largó amarras en su yate Giralda y se dio un garbeo por el mar.

Apenas emitido el juramento, en la conciencia del príncipe, tal vez, se inició una jugada, que sería larga y azarosa, para desdecirse de las palabras que había pronunciado. Dos personajes entraron a continuación en escena sin que nadie reparara en ellos, salvo el gordito don Pedro, quien comenzó a tejer desde la oscuridad la tela de araña. Adolfo Suárez fue nombrado director de Radiotelevisión Española y poco después llamó con los nudillos en la puerta de su despacho Carmen Díez de Rivera, dispuesta a servir de enlace entre el príncipe y este joven de mandíbula cuadrada. La mujer rubia en esa encrucijada se estableció en reina de corazones en el vértice de ese triángulo. Llegaba herida, pero llena de ambición política, con ese donaire más allá del bien y del mal, que dota de moralidad a las almas nobles.

En la niebla de la memoria Adolfo Suárez a veces recordaba sus lecciones, que ella le transmitía después de haberlas recibido a su vez de don Pedro Sainz, durante algún almuerzo con la servilleta colgada de la nuez. «Oye, Adolfo, a ver si aprendes la lección. Dice el gordito Sainz que Franco como dictador sólo tiene una obsesión sin fisuras: durar, durar, durar hasta morir en la cama, junto al brazo incorrupto de Santa Teresa y el manto del Pilar, y una vez muerto ser enterrado con honores de faraón en el Valle de los Caídos. No te engañes. Contra lo que pueda parecer, al dictador la ideología le trae sin cuidado. Sólo machaca a quienes se le enfrentan directamente o ponen en cuestión su poder. Por eso considera que su enemigo más peligroso es el padre del príncipe, don Juan de Borbón, el que quiere arrebatarle el sillón. El comunismo y la conjuración judeomasónica son una coartada retórica para cubrirse. Su demonio no está en Rusia sino en Estoril. La censura moral la ha dejado en manos de la Iglesia. Desde los años de la guerra en Salamanca, donde firmaba sentencias de muerte en batín siempre a la hora del desayuno mientras mojaba churros en el café con leche, se ha ido adaptando de forma pragmática como un galápago a la realidad cambiante del país. “Bueno, haced lo que haya que hacer. A mí dejadme matar perdices”, les dice a sus ministros, a los que trata como coroneles dentro del enorme cuartel de España. A él le basta con refregar su victoria por las narices de los perdedores de la guerra cada 18 de Julio, incapaz como es de olvido y perdón.»

Por lo demás Carmen Díez de Rivera venía de una aristocracia un poco pasada, una aristocracia de mucho traje blanco, vacaciones en San Sebastián y en Biarritz, casa solariega con oratorio privado y director espiritual muy de manga ancha, fiestas de sociedad, pedidas de mano y bailes de debutantes, todo un poco ajado, sin demasiado estilo, un mundo fenecido en el que había entrado su madre, Sonsoles de Icaza, marquesa de Llanzol, por matrimonio, una real hembra especialista en cazar a cualquier personaje que le interesara, ya fuera banquero o intelectual. Arrasaba por donde iba sin prejuicios que le impidieran reinar sobre aquellas familias conocidas del barrio de Salamanca. «¿Cómo sales con ése si no tiene título nobiliario?», decían las madres a las hijas. Pero ese mundo no era el espejo velado de una película de Visconti. De cerca aquellos aristócratas eran bastante horteras, con caspa en los hombros, pequeños, gorditos, con el cuello corto y bigotito. Unos eran puntas de rama, medio alcoholizados, solterones, siempre con blazer azul, fular y pantalones de franela, que tomaban el aperitivo en el Corrillo de Serrano o en El Aguilucho al mediodía con los ojos arañados por la resaca anterior, recién levantados, sin nada que hacer sino esperar el aperitivo del día siguiente para seguir hablando de fincas y venados. Entre ellos se producían muchas uniones de lindes a través de las sacristías bendecidas por la iglesia, pero había muchos más cambios de pareja, líos y maledicencias.

«Yo soy fruto de un adulterio, para que veas, Adolfo. Tú que eres tan beato, a lo mejor te escandalizas —le decía la mujer rubia—. Mi madre, una real hembra, se lió en aquel Madrid de ceniza con un ministro, un guapo castigador. Se rumoreaba que Concha Piquer también era amante de Serrano Suñer. Sé que mi padre biológico le mandaba todos los días una cesta de flores al camerino cuando actuaba en Madrid y en cualquier teatro de provincias. Me crié entre algodones en medio de esta granja de engorde y reproducción que es la aristocracia. Una doncella me llevaba al parque del Retiro en un coche de bebé que tenía las ballestas de suspensión de un Rolls-Royce. En el bachillerato estuve interna en el Colegio Jesús-María de la calle Juan Bravo, ¿te imaginas?, interna a quinientos metros de mi casa de la calle Hermosilla».

La marquesa de Llanzol se salía de aquella reala que nunca leyó un libro. Ortega y Gasset estaba enamorado de ella como un crío, la cortejaba, le mandaba cartas ridículas, sonrojantes, babeantes, que algún día habrá que quemar. Le gustaba verla jugar al tenis en el Club de Campo o de Puerta de Hierro mientras se tomaba un vermut Cinzano bajo el parasol imaginando filosofías. Ella se dejaba halagar por aquel filósofo, faro de la inteligencia española, y no se sabe si llegó un día a pararle los pies, como hizo Victoria Ocampo, la reinona millonaria argentina que ante su propuesta un poco atrevida le dijo: «Don José, yo le he traído a Buenos Aires como pensador, para la cama ya tengo a un campeón de polo». Xavier Zubiri también la adoraba pero se conformaba con pellizcarle el culo después de las conferencias que impartía en los salones del banco Urquijo sobre la inteligencia sentiente o la esencia de la nada, todo en el aire delicado, exquisito de la Sociedad de Estudios y de la Revista de Occidente.

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