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Authors: Manuel Vicent

Tags: #Histórico, #Relato

El azar de la mujer rubia (6 page)

Mientras el cardenal con mitra de oro aleccionaba a los contrayentes para que se juraran fidelidad en la salud y en la enfermedad, en la fortuna y en la adversidad, Adolfo Suárez pensaba que el Dios del barrio de Salamanca, en Madrid, era entre todos el más acreditado. «Para que esté por completo de tu parte hay que tener al marido y a los hijos en retratos con marcos de plata distribuidos por aparadores y consolas; sobre la mesa de centro, unos ceniceros de cristal tallado; figurillas de porcelana en los anaqueles de la librería con enciclopedias y otros volúmenes en piel cuyos lomos hagan juego con el color de la pared entelada; hay que bendecir los alimentos que el Señor nos ha dado bajo una Santa Cena y un bodegón castellano del sigloXIXcon algún conejo o perdiz ensangrentada que se reflejen en vitrinas llenas de copas; en cambio, yo soy hijo de un trápala que se fugó de casa y mi madre debía su posición a una bodega de alcoholes. He tenido que pisar muchas mierdas para sacar cabeza, hacer la pelota a mis superiores en el mando, aventurarme en mil batallas. Iba con el bofe fuera: de Carrero Blanco a López Rodó, de Fernández Miranda a Herrero Tejedor, del príncipe Juan Carlos a Carmen Díez de Rivera, y llegaba a la noche sin resuello. ¿Y de dónde podía yo sacar dinero? Sólo me alimentaba de política. Anda, Carmen, sube a la vespa, vamos a sortear de nuevo varios puestos de melones de Villaconejos.»

«Esta madre de la novia, como vecina, será, sin duda —pensaba Suárez—, una de esas señoras que dejan el ascensor perfumado cuando van los domingos con el marido a misa de doce, y si te cruzas con ella te preguntará amablemente por las oposiciones de tu hijo a notarías o qué tal ha quedado la abuela después de la operación de cadera, y al salir de la iglesia se quitará el velo, abrirá el bolso de cocodrilo para remediar a un lisiado en la escalinata y después comprará torteles de nata en la pastelería Mallorca. Ah, sí, ahora recuerdo. Se llama Ana Botella, fue funcionaria del Estado y siguió a su marido, inspector de Hacienda, destinado a Logroño, una ciudad de provincia donde las tardes eran muy largas. Allí Ana llevó a José María por el camino verdadero. Ella ya era militante de Alianza Popular. En Logroño lo mandó a la sede del partido para no verlo inquieto y aburrido en casa. José María llamó al timbre. Abrió la puerta un encargado de base y le preguntó qué deseaba. “Quiero hacer política, me manda mi mujer, que es del partido”, contestó el inspector de Hacienda. Y así todo seguido hasta poner las patas sobre la mesa junto a las de George Bush. Mientras su marido recorría ese camino, ella llevaba a los niños muy peinados y los rasgos de su rostro se iban haciendo voluntariosos y antiguos, de mujer fuerte».

Algunos invitados se preguntaban: «¿Este novio Agag no era el chico de los recados que le llevaba el maletín a Aznar en los viajes? ¿No será un espabilado, salido de la nada, que se ha enterado de los negocios sólo poniendo la oreja?». La madre de la novia seguía la ceremonia en la que su adorada hija era la protagonista con los ojos húmedos de emoción pero preocupada, como cualquier ama de casa solícita y eficiente, de que las cosas salieran bien. Tenía el pensamiento puesto en la espléndida finca Los Arcos del Real, donde había pérgolas y caballos, un lago con cisnes y un aire exquisito que olía a pradera recién rasurada alrededor del palacete y las carpas de lona muy blanca y más allá una dehesa con toros bravos, situada entre El Escorial y el Valle de los Caídos, con el cielo partido por la cruz de granito. Allí se estarían preparando las mesas del banquete de boda para mil doscientos invitados. Mesas redondas de diez, con el nombre de cada invitado ribeteado en oro en tarjetas apoyadas en las copas de champán. Ella misma en persona se había ocupado del protocolo. No era fácil juntar o separar a las distintas familias políticas, camadas de poder, alternar personajes célebres con desconocidos, jefes de Estado extranjeros con algún putón incontrolado, banqueros con artistas, señoras preocupadas por el escalafón de sus maridos, que eran idiotas superficiales o resabiados tiburones. Toda la España cañí, parte de la España negra, de la gris y la dorada estaban en la lista de invitados. Eso no era nada para lo que estaba acostumbrada esta madre como la hija mayor de trece hermanos, en una familia de clase media profesional, y eso quiere decir que había hecho muchas camas, había intercambiado muchas faldas y rebecas, había ido a muchos recados a la farmacia, probablemente había puesto muchos termómetros y había dispuesto hacer croquetas aprovechando las sobras del cocido. Ese trajín doméstico sobre doce hermanos lo practicaba ahora sobre el marido, los hijos, los fontaneros, secretarias, servidores, criados, jardineros de la Moncloa y lo expandiría un día como alcaldesa de Madrid, con despacho en la Cibeles más grande que el Despacho Oval de la Casa Blanca, con doscientos cincuenta asesores y trescientos coches oficiales, aunque el sueño de Suárez en ese momento no llegaba a semejante locura.

«En este pudridero de El Escorial están todos reunidos —soñaba Suárez—, aquellos a los que yo limpié las pocilgas del franquismo cuando me encargaron este trabajo de Hércules. Míralos ahí, todos felices, con la democracia en el bolsillo y el poder en la entrepierna. Todos se han hecho ricos y yo estoy lampando. Me tomaron por un actor secundario de una película de romanos. Al comenzar la proyección, en medio de un barullo de lanzas, yo era todavía un joven pretoriano anónimo, al pie de la escalinata o en un ángulo del atrio, la pantorrilla liada con cinta de cuero, la minifalda de hojalata, la pica crispada en el puño, formando la guardia de palacio, mientras un César blandengue, Franco con el belfo caído, de tanto dar besos a los obispos con babilla dulzona, pasaba con la comitiva de patricios equipados con chaqueta blanca y camisa azul, camino del desfile de la victoria. La cámara nunca se detenía ante mí, ni analizaba en un primer plano mi mandíbula de jabalí, ni el ansia de poder que despedía mi mirada, pero los espectadores adivinaban que yo era un tipo que acabaría cortando el bacalao, aunque los compañeros de reparto lo ignoraban. Míralos ahora. Toda la antigua camada de franquistas reciclados están aquí estabulados en este bosque de cirios. Unos han sido falangistas, otros liberales o democristianos, algunos asesinos, ladrones, tecnócratas, banqueros golpistas, meapilas blandorros y jóvenes cachorros duros de pelar. Deben a mi arrojo el haber salvado su honor. Esas cosas nunca se perdonan. Fraga era el vaquero patoso, el que se iba a casar con la hija del ranchero. Todo estaba preparado, incluso alguien había bordado las sábanas; pero Fraga anduvo muy lento de reflejos y como amante era un desastre, un sobón que acariciaba a la chica a manotazos. No me costó nada birlársela. Eso no se perdona.

»Desde los despachos de la banca, de las armas y de las indulgencias plenarias, me vigilaban de cerca y me permitían coquetear con aquella rubia de ojos rasgados, amiga del príncipe Juan Carlos, sin saber el peligro que eso entrañaba para ellos, puesto que entre los tres habíamos establecido un juego. Cuando fui director de Televisión me comprometí a meter en cualquier telediario, viniera o no a cuento, una noticia del heredero que ahora preside la boda desde un lado del altar. “A ver qué hace éste con la chica”, decían luego cuando me llevé a Carmen conmigo a la Secretaría General del Movimiento, “a ver si sus manos se le van hacia la zona del pecado”. “Se llevará a esa rubia a un pajar.” “¿Tú crees?” “Ya lo verás. Es un desclasado. Y ella una aristócrata roja que se acuesta con cualquiera. Íntima amiga de la Zarzuela.”».

Un ángel del Apocalipsis da una lección política desde la copa de un árbol y anuncia la guerra como el postre del banquete de boda...

Adolfo Suárez había sido extraído de la computadora para hacer un trabajo sucio. Debía limpiar lo más grotesco de la dictadura: descolgar una araña de una fachada de la calle Alcalá, arriar algunos pendones, retirar ciertos escudos, adecentar el vocabulario fascista, reinventar otras palabras y dejar el camino expedito para que entraran después, sin mancharse las manos, los políticos de cuello blando, esos humanistas con garras de acero bajo el guante de cabritilla, los fascistas enmascarados que habían sido invitados a esta boda. Adolfo Suárez comenzó a usar sus artes ladinas de comunicador, el diabólico regate en seco, su perfil irresistible en las vallas, la fórmula secreta para encandilar a los adversarios en los tresillos del salón de Pasos Perdidos del Congreso de los Diputados. Creía en todo y en nada, pero daban muy bien en televisión sus ojeras lívidas, la mirada arañada por la vigilia, esa mezcla de súplica y desafío que exhibía en los grandes momentos, todo lo que le había enseñado aquella rubia desclasada, huidiza, Carmen Díez de Rivera, a la que Suárez buscaba ahora entre los invitados en las bancadas del templo de El Escorial sin saber que ya había muerto de un cáncer y que sus cenizas estaban enterradas bajo un olivo en el huerto del convento de las carmelitas descalzas de Arenas de San Pedro donde se había refugiado de monja al enterarse de que era hija del pecado y el chico con el que se iba a casar tenía su misma sangre.

Incluso los de su misma cuerda lo tomaban por un jeta. Nadie podía sospechar que fuera un político en estado puro, capaz de presidir con la misma soltura una monarquía, una república o un sóviet supremo, llegado el caso, con gorro frigio. Metido en faena, sólo tuvo que levantar el dedo mojado con saliva en medio de la calle para sentir de qué parte venía el viento, dejarse llevar por la deriva y arribar con la democracia hasta la dársena del Congreso, trayendo incluso a Carrillo en cubierta. Carmen le decía: «Algún día la historia te agradecerá este trabajo tan hábil, cuando estos mastuerzos asilvestrados de la derecha desaparezcan. Tengo prometido tomarme un chinchón a solas con Carrillo. Le acabo de saludar en el Ritz de Barcelona. Le caes muy bien. Dice que eres muy simpático y que has puesto todo de tu parte para sacarle del pozo, como si hubieras aprendido de chaval socorrismo en un campamento del Frente de Juventudes y en un momento determinado, arriesgando tu expediente, hubieras bajado con una cuerda de nudos hasta el fondo de la alcantarilla. Pero tu coraje quedará en nada si no lo usas para legalizar al Partido Comunista. Tienes que hablar de esto con el rey. Yo le acabo de presentar a Tierno Galván y a Javier Solana. El rey está encantado. Procura que nadie te dé la vuelta. Tienes que ser tú y no otro el que lo haga. No tengas miedo. Los comunistas no muerden. Carrillo no tiene rabo».

Los democristianos lo consideraban el bello Adolfo, un político mercenario al que había que agradecerle cuanto antes los servicios prestados. Los socialistas sólo querían tratar con gente fina, con ricos de toda la vida. Lo tomaban por un tramposo, por un tahúr del Mississippi. «Entre todos te abrieron la trampilla bajo los pies, pero te vengaste bien —le decía la mujer rubia—. Mientras todos tus enemigos estaban con la tripa en el suelo bajo el escaño, cuando entraron los cuatreros en la cantina del poblado, te portaste como Gary Cooper, solo ante el peligro. Esa imagen del Oeste que exhibes en el vídeo te hará inmortal».

Ya no era un hortera, como le dijo Carmen el primer día en que cayó en sus brazos, sino la sublimación de esa parte hortera que el español medio lleva dentro: despertaba el sueño indecible de hacer el salto del ángel desde la borda del yate, de lucir un bronceado de lámpara, de subirse la pretina del cinturón con un tironcillo de chuleta antes de coger el taco del billar, de ir vestido ligeramente entonado en azules, de jugar bien al tenis y tener un swing perfecto en el golf, de poseer un pisapapeles en el despacho que al ponerlo del revés comenzaba a derramar estrellas doradas sobre el palacio de la Zarzuela. «Todos quieren ser como tú», le decía la mujer rubia.

Puede que el monasterio de El Escorial estuviera cubierto de abrojos, sus patios con hierba hasta la rodilla y la iglesia donde se había celebrado la boda se la hubiera tragado la naturaleza salvaje. Puede que también en el Valle de los Caídos las raíces de los árboles llegaran hasta lo más alto de la cruz de granito y para ir de un lado a otro hubiera que abrirse paso a machete como en la selva virgen en medio de un griterío de monos y desgarrados sonidos de pájaros tropicales. Ninguno de los invitados se daba cuenta de este cambio. Los novios sonrientes abandonaron el templo de El Escorial entre aplausos, acordes del órgano y cánticos de la escolanía. Aleluya, aleluya, abrazos y palmadas, puros habanos por doquier, sedas sudadas. El presidente Aznar había casado a su hija ante los reyes de España. En ese momento los acordes del órgano se mezclaron con un griterío de los animales del bosque. A partir de ese instante se formaron dos comitivas de cochazos con las ventanillas tintadas, Mercedes, Audis, Bemeuves, Lexus, todoterrenos, monovolúmenes, autobuses contratados en dirección al banquete nupcial. A mitad de camino había una bifurcación con señales fosforescentes donde unos guardias civiles de gala, después de pedir la invitación al conductor por la ventanilla, determinaban con el brazo autoritario la dirección que cada vehículo debía tomar. Ustedes por aquí, ustedes por allá. Unos invitados fueron enfilados sin dudar un momento hacia la finca Los Arcos del Real, donde había cisnes, caballos, praderas recién rasuradas y una orquesta de violines tocaba a Scarlatti. Allí estaban los reyes de España, los políticos democristianos, liberales, tecnócratas finos. Todos tomaron asiento después del aperitivo guiados a la mesa por azafatas de piernas infinitas.

En cambio, otros invitados no menos numerosos, también sin dudar en absoluto, fueron conminados a seguir viaje en la oscuridad de la noche hacia el Valle de los Caídos, en cuya nave central, a lo largo de toda la basílica, estaba preparado otro banquete de bodas. Allí sonaba música gregoriana, salmos de Isaías, caían desde la bóveda abierta en la montaña unas goteras de agua negra o roja sobre todas las copas hasta llenarlas. Adolfo Suárez siempre creyó que el banquete de aquella boda se había celebrado en Cuelgamuros, a la sombra de una gran cruz de granito. En medio del banquete Suárez vio que Carmen Díez de Rivera se acercaba para rescatarlo. Llegó a su altura, aproximó los labios a su mejilla y le dijo en voz baja al oído: «Querido Adolfo, a nosotros nos toca estar con los otros invitados, entre cisnes y caballos, aunque esta boda es el principio del fin de una época. Ven conmigo antes de que sea tarde. ¿No oyes ya rugir los motores de los cazabombarderos?».

En los prados de Los Arcos del Real sonó música de violines durante la cena. Tintineo de cucharillas de plata, topacio de vino de Rueda en las copas talladas, esfumadas sonrisas de carmín pegadas a las servilletas de lino, ronroneo de negocios redondos entre señores de gran papada. Pero después de partir la tarta, mientras los novios bailaban un vals, de pronto, en medio de tanta felicidad, se fue la luz y en la oscuridad, en una de las paredes de lona blanca de la carpa, aparecieron las palabras de fuego, Mane, Tecel, Fares, las mismas que auguraron un destino aciago en el banquete de Baltasar en la emputecida Babilonia. Enmudeció la orquesta y enseguida sonaron las otras trompetas del Apocalipsis y en el silencio de la noche una gran voz se extendió por todo el valle. Dijo así la voz: «Y caerá una gran estrella del cielo y se le dará la llave del pozo del abismo y de este pozo subirá un humo semejante al de un gran horno y con el humo de este horno quedarán oscurecidos el sol y el aire y del humo del pozo saldrán langostas de hierro sobre la tierra con poder semejante al que tienen los escorpiones y se les mandará que no hagan daño a la hierba de la tierra, ni a cosa verde, ni a ningún árbol sino sólo a los hombres».

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