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Authors: Manuel Vicent

Tags: #Histórico, #Relato

El azar de la mujer rubia (4 page)

Tal vez un día Adolfo Suárez había sido vendedor de electrodomésticos puerta a puerta o presidente del Gobierno español, extra de una película de Frank Sinatra y Sofía Loren, en la que a él le tocaba arrastrar un cañón hacia las murallas de Ávila, por cuyas calles desoladas en las tardes de domingo sacaba a pasear a una primera novia que era pastelera y cuyo comercio exportaba a todo el mundo las yemas de Santa Teresa. Luego enamoró a la chica más codiciada de la ciudad, Amparo Illana, que había estudiado en Londres y conducía un coche 1400. El día en que le pidió la mano, el progenitor de su futura esposa le preguntó: «¿Qué porvenir tienes, muchacho?». «Ninguno. Vivo a salto de mata —contestó Suárez—. Primero seré gobernador civil, después director general, luego subsecretario, después ministro y finalmente presidente del Gobierno». «Aquí tienes a mi hija», le dijo el futuro suegro, que era un militar de origen vasco, muy honrado.

Cuando el cadáver de Franco, después de besar el Lignum Crucis, entró bajo palio por su propio pie hasta la tumba.

Había pasado ya el tiempo en que Franco pescaba sardinas de veinte toneladas con un destructor de la armada y rudos obreros domesticados bailaban la jota sobre el césped del estadio Bernabéu en su honor el 1 de mayo, consagrado a San José Artesano. El César de los ejércitos de Tierra, Mar y Aire era un abuelito que echaba cabezadas fraileras con el belfo caído en los consejos de ministros. Si le venía de paso, camino de un coto de caza, inauguraba una presa o un enlace ferroviario y, a veces, movía el bracete automático arriba y abajo, como la guillotina, el mismo de firmar sentencias capitales, para bendecir a sus súbditos desde un balcón; pero al final sólo alegraba los ojitos cuando alguien le hablaba, en invierno, de escopetas, perdices rojas, ciervos; y en verano, de cachalotes.

En el cerebro de Suárez resonó el golpe severo de una losa de mil quinientos kilos al rodar sobre una tumba. Había visto muchas veces a Franco vivo entrar en aquella basílica flanqueado por el abad, rodeado de monjes benedictinos, de jerarcas civiles y militares cargados de medallas; había asistido al entierro de Franco mil veces repetido en los telediarios, pero esta vez se le cruzaron varias imágenes y en el fondo de la memoria de Suárez se produjo una secuencia insólita. Una fría y clara mañana de noviembre el cadáver del Caudillo había llegado a la explanada de granito del Valle de los Caídos trasportado desde la plaza de Oriente en un armón de artillería, seguido por una ristra oscura de coches oficiales, que serpenteaba por la cuesta de las Perdices. Suárez estaba allí, esperando a la comitiva fúnebre, con el labio mordido, el ceño a media asta, la mirada en la punta de los zapatos.

Parecía un milagro, pero así sucedió ante la vista de todo el mundo. El carromato artillado se detuvo en medio de la explanada de granito, el Generalísimo levantó por sí mismo la tapa del féretro, que era el caparazón de un galápago, sacó su cabeza de tortuga a la intemperie, oteó el panorama alrededor, lentamente se liberó del caparazón, lentamente se puso en pie, se apeó del armón y el cadáver, pese a haber sido embalsamado a conciencia por el doctor Aza, entró por su propio pie en la basílica del Valle de los Caídos y en la puerta el abad mitrado Pérez de Urbel le dio a besar el Lignum Crucis. Bajo palio, con el órgano haciendo sonar el himno nacional, el matarife, con el cuerpo descuartizado a causa de las sucesivas intervenciones quirúrgicas sufridas, se arrastró por sí mismo a lo largo de la nave central hasta el altar mayor, mientras todos los huesos depositados en la cripta se removían unos con espanto, otros con alegría, chocándose mutuamente los cráneos, las tibias y los peronés; el cadáver del caudillo subió al presbiterio, pisó a conciencia la tumba de José Antonio, rodeó el altar y en la trasera encontró su propia fosa abierta. Flanqueado de todos los ministros, jerarcas del régimen, de su familia embozada con tupidas mantillas negras, doña Carmen, Carmencita, las nietas y los nietos calaveras y todos los monjes en blanco y negro falsamente compungidos, el propio Franco, no sin esfuerzo, aunque ayudado por el marqués de Villaverde, bajó hasta la base de la fosa, se tumbó boca arriba, como uno de esos guiñapos que pinta Francis Bacon, y desde las entrañas de la tierra mandó que echaran de momento, sólo de momento, una losa de mármol de mil quinientos kilos sobre su memoria. En cuanto lo cubrió la losa, de los genitales del fiambre comenzó a brotar una breña coronada con una cruz hasta trescientos metros de altura, toda de granito de Colmenar, con la base orlada con los cuatro evangelistas. Era la primera vez en la historia que se veía a un dictador enterrarse a sí mismo. La cruz de Cuelgamuros, a continuación, comenzó a extender los brazos: uno llegó hasta la Costa da Morte y otro hasta Gibraltar. Los cuatro evangelistas alargaron las manos en todas las direcciones hasta cubrir con su sombra todo el mapa de España.

Al pie de esa sepultura, Adolfo Suárez se vio a sí mismo en la niebla de su memoria. No sabía si era el vicesecretario general del Movimiento o un guerrero del faraón o un extra sin frase de una película de romanos. En lugar de lucir una coraza de latón y un casco con plumas de pato, iba vestido con chaqueta blanca de camarero imperial, camisa azul con corbata negra y, en aquel cotarro de sátrapas, era el único que tenía un instinto de insecto para el poder, que acababa de ponerse a subasta, aunque la cámara pasaba de largo en un barrido sin detenerse en el maxilar bruñido de este ambicioso figurante.

«No duermo nada —pensó Suárez al pie de aquella sepultura—, engullo de pie una tortilla a la francesa, me fumo tres paquetes de cigarrillos, me tomo treinta cafés diarios; realmente, sólo me alimento de mi ambición insomne. Estos gerifaltes del régimen que me rodean tienen el olfato averiado, seguirán adulando con meliflua constancia a la persona equivocada mientras yo me paso las noches con una oreja levantada, como las liebres, para ventear la brisa de la historia con la nariz enfilada en el sentido exacto; en otros tiempos, en lugar de asistir a misa en la misma iglesia de los jesuitas de Serrano y a la misma hora que Carrero Blanco para hacerle señales de heliógrafo con los cantos dorados del misal como López Bravo, yo jugaba al tenis con el fondón tecnocrático de López Rodó y me dejaba ganar, le daba coba hasta romperme el espinazo; instalé mi veraneo en las cercanías del pez más gordo, Camilo Alonso Vega, en Dehesa de Campoamor, incluso me compré un apartamento a su lado en la misma escalera. A partir de entonces todo mi interés consistiría en seguir conquistando el favor del príncipe. Lejos de despreciar a Juan Carlos, como el resto de esta corte de pretorianos, desde el primer momento lo consideré el delfín y le hablaba de balandros, de motos, compartí con él muchas tortillas de patatas y paletillas de cordero lechal, le descubrí refugios secretos de montaña y los dos estamos enamorados de la misma gacela de ojos claros».

El Dodge Dart no era un coche muy seguro. En poco tiempo dos padrinos políticos de Suárez se fueron al cielo en un automóvil de esta marca. En el cruce de la carretera de Villacastín, al sacar el morro por un desvío, Herrero Tejedor se encontró con Dios cara a cara. Se dijo que lo habían asesinado por ser el heredero del régimen, un aperturista con muchos naipes en la mano. Poco después, Carrero Blanco acudió a su encuentro, dejando atrás los nidos de golondrinas en el alero del caserón de los jesuitas de la calle Claudio Coello, una mañana de diciembre, cuando ya estaba listo el bombo de la lotería. Adolfo Suárez se quedó aquí abajo en fuera de juego, enredado en aquel lío de palabras que vino a continuación: el espíritu de febrero, los zarpazos de Girón, la lata de la Falange con camisa blanca de Fernández Miranda, la apertura sin prisa pero sin pausa hacia la nada. Fueron unos años muy divertidos. Se agotaron las existencias de botes de humo, de gases lacrimógenos, de balas de fogueo y algunas de verdad. Fraga llegó de Londres como el ratón que acude a una reunión de roedores a exigir su ración de queso.

Adolfo Suárez no había leído un libro. La cultura consiste en ese poso que queda después de leer dos mil libros y haberlos olvidado. Para un buen político, la cultura es el olfato. Los perros de caza nunca olvidan lo que huelen y van separando los olores por bandas. Fraga era incapaz de olvidar una lectura, se sabía de memoria desde los decretos del Boletín Oficial del Estado hasta las esquelas diarias del ABC, y eso en este país te podía convertir en ministro. Fraga era el más listo del establecimiento. Siempre el número uno en todas las oposiciones. Y Franco lo había llamado para levantar paradores, hacer trizas las galeradas de los periódicos, dar tijeretazos al cable del teléfono y recibir a la turista doce millones al pie del avión con un ramo de flores. Fraga le había mostrado a Carrero Blanco el primer bikini remojado con agua bendita, había permitido salir de la bañera a las artistas de cine envueltas con una toalla y él iba loco por la música de acá para allá e inauguraba cosas, gritaba, comía centollos de veinte kilos, disparaba contra el culo de las señoras en las cacerías, se ponía unos calzones antinucleares de arriero chapoteando en el mar de Palomares, en medio de una avalancha de negocios sucios o limpios en aquel crecimiento desgarrado de los años sesenta, cuando en este solar caían suecas y megatones en las playas. Fraga era el único que se movía bien o mal, pero a cien por hora. Si hubiera tenido una amante, habría sido de esos que dejan esperando el taxi en la puerta, suben a zancadas, la penetran sin quitarse los zapatos contra un armario ropero, bajan a una velocidad de muñeco animado y corren a presidir algo, un entierro o una queimada. Durante doce años, había sido muy apasionante ver cómo este líder franquista se hundía, renacía, bufaba, se agitaba, perdía imagen en un día, la recobraba en un lustro, la volvía a perder en una hora, tomaba fuerza, se estremecía, reía a carcajadas, tronaba como un tirano de Siracusa, se le llenaba el cráneo de tinieblas, lanzaba una idea clarividente, bajaba a los mercados, daba la mano en el suburbano, contaba un chiste de monjas, mataba un urogallo. Y nunca se agotaba. Si hubiera sido toro, el Viti le habría cortado siempre las dos orejas.

En la televisión, Arias Navarro se había secado el moquillo de dolor con un pañuelo. «Españoles, Franco ha muerto.» Ahora llegaba Fraga desde Londres dispuesto a llevarse el queso, en un tiempo en que todos los jóvenes parecían comunistas y todos los comunistas parecían guapos, inteligentes y eróticos. De hecho, en la alcantarilla política se había colocado el cartel de no hay billetes y en los altos salones también estaba de moda jugar a ser rojo delicuescente, aunque allí había que cumplir ciertas reglas; por ejemplo, trinchar el faisán sin mancharse la corbata. Por falta de previsión, Arias Navarro se había encontrado con un problema grave: no había cárceles para tanta gente y los enanitos ya estaban trepando por las cañerías.

Se sabía que Carrillo andaba por Madrid bajo una peluca de bujarrón; se le veía en restaurantes de cinco tenedores con su amigo y protector Lagunero y al final se había convertido en el fantasma más solicitado por marquesas y policías. «Carrillo ha sido visto en Jockey tomando lentejas», se decía en los altos salones, un rumor que había llegado al palacio de la Zarzuela. En medio del baile, comenzó este juego de billar a tres bandas, los tres, solos los tres: el rey, Suárez y una chica rubia.

La gacela rubia de ojos acuáticos cruza el bosque herida de un doble dardo.

La confidencia se produjo una tarde de verano en un aguaducho de la ribera del Manzanares con vistas a la sierra del Guadarrama, una tarde incendiada como una calabaza al horno. Suárez había aparcado la vespa fijándola sobre la pata de cabra con un golpe de chuleta junto a las sillas de la terraza, luego estiró la yugular como hace un alcotán cuando se posa en una rama, y pidió una sangría para dos. «Y unas patatas fritas», añadió. Contemplaron la puesta de sol en silencio, luego se miraron a los ojos, siguieron callados y finalmente ella habló. «Supongo que conoces de sobra mi historia, mi tragedia familiar —le dijo Carmen Díez de Rivera dándole candela al cigarrillo que Suárez tenía colgado de los labios—. Cuando me enteré de que mi novio Ramón, el hijo de Serrano Suñer, con el que yo había jugado de niña, en su casa, en la mía, en la playa de San Sebastián, en las excursiones en bicicleta por la sierra, al que di mi primer beso furtivo, del que me había enamorado como una loca y con el que me iba a casar, era en realidad mi hermanastro, creí que mi vida, con sólo diecisiete años, había terminado para siempre. Mi madre era una mujer de bandera, de las que hacía volver la cabeza a los tíos en la calle. “Ahí va la marquesa de Llanzol”, la gente se daba con el codo en el Corrillo de Serrano, treinta años, unos tacones de aguja que hacían temblar el mundo, casada con un marqués sesentón, militar monárquico, un buenazo, amigo de la Familia Real. Balenciaga venía desde París a vestirla. Tenía más de cien sombreros en el armario con su firma, más de cien modelos exclusivos de vestido. Me parió en 1942. Es curioso, si repasas la historia ése es el año en que mi padre biológico, Serrano Suñer, cayó en desgracia en El Pardo y dejó de ser ministro de Asuntos Exteriores. Se dijo entonces que ese cambio era debido a que Franco comenzó a pensar que Alemania iba a perder la guerra y quiso apartar del Consejo de Ministros a un pro nazi como era Serrano. No fue por eso. Fue porque se enteró de que Serrano Suñer, su cuñado, casado con Zita Polo, la hermana de doña Carmen, había embarazado a mi madre, Sonsoles de Icaza, su amante, una humillación insoportable, porque en las meriendas de Embassy o del Ritz, en las sobremesas de las familias conocidas del barrio de Salamanca y en los bailes de sociedad, esa relación ya era objeto de comidillas. Yo le llamaba tío Ramón. Jugaba con sus hijos desde que era muy niña. Veraneábamos juntos. Nadie se había atrevido hasta entonces a revelarme el secreto. Mi madre sólo reaccionó cuando vio que mi juego con uno de los hijos de su amante, el tercero, también llamado Ramón, había ido demasiado lejos. Me había enamorado como una loca, con un amor que no podía controlar. Todo se complicó aún más cuando fui a la parroquia de la Asunción a sacar mi partida de bautismo para casarme. Recordaré siempre aquel día mientras viva. El 28 de diciembre de 1959 me pidió mi tía Carmen de Icaza, la novelista, que fuera a su casa. La encontré con la cara muy compungida al borde de las lágrimas. Estaba acompañada por un padre dominico, su director espiritual. Habían preparado un té con unas pastas y después de un silencio muy enigmático el dominico murmuró con los ojos fijos en la infusión: “Carmencita, lo que vas a oír te va a hacer sufrir mucho. Tienes que estar preparada. Ramón, el chico con el que te quieres casar, es tu hermanastro, debes romper tu relación con él porque el matrimonio sería un incesto. Hija mía, tú no tienes culpa de nada, pero has nacido fruto del pecado”. Mi tía Carmen, como buena escritora de melodramas, le corrigió: “Padre, Carmencita no es fruto del pecado, es fruto del amor”. El dominico respondió: “Para el caso es lo mismo, hija mía, el pecado de amor impide esta boda. Vas a sufrir mucho, niña, ofrece este sacrificio a Dios”. Quedé aturdida. Todo alrededor se convirtió en una cámara neumática. No podía respirar. Aquel golpe me impactó de tal manera que tuve la sensación de flotar en el espacio y de pronto sentí que algo se me había roto por dentro, aquí en los ovarios, oí perfectamente el sonido, crac, así fue. Unos años después me sacaron un tumor de tres kilos. Benigno, menos mal. Por lo visto, me fue creciendo a lo largo de una desesperación de la que no encontraba salida. ¿Cómo no me lo habían dicho antes? ¿Cómo dejaron que me enamorara? Me prohibieron verme con aquel chico. Mi relación con él estaba penalizada con un grave pecado. Fue un dolor insufrible, un corte brutal que sucedió en cinco minutos. ¿Cómo era posible que me hubiera sucedido precisamente a mí, una señorita adolescente de la calle Hermosilla, criada entre algodones, siempre de fiesta entre familias conocidas de la aristocracia? Encima yo era muy religiosa. Adoraba a mi madre. A partir de aquel momento supe que había sido una adúltera, una pecadora culpable de mi tragedia, y el tormento se estableció entre ese amor que le tenía y mis escrúpulos de conciencia. Hice todo lo posible para disolver aquella angustia insoportable que me impedía dormir. Yo era hija del pecado, pero gracias a ese pecado, existía. No podía estar sentada a la mesa con mis padres y mis hermanos. Tuve que huir. Me metí monja de clausura en las carmelitas descalzas de Arenas de San Pedro, un convento que regentaba una superiora que era pariente mía. ¿Te imaginas lo que es vivir con siete monjas viejas cubiertas de aquellas lanas infectas en medio de un frío polar, con los pies desnudos dentro de unas sandalias dando vueltas por el claustro? Me sacaron de allí cuando estaba a punto de volverme loca. Vomitaba todo lo que comía. Me fui a París, me sometí a curas de sueño, luego a una clínica de Suiza. Comencé a fumar. A través de una organización de monjas francesas me largué a Costa de Marfil, no de misionera ni de cooperante. Sólo para huir. Estuve tres años en un poblado en África. Todo inútil. De regreso a Madrid todavía estaba muerta, veía los árboles, las calles, los edificios, a los amigos, a la gente como si formaran parte de un bosque lleno de figuras de cera, la mente siempre en blanco, me zumbaban los oídos, pero en estos casos si no mueres del todo y generas los suficientes anticuerpos para seguir respirando, te conviertes en una muerta viviente. No podía soportar a mi madre, ni ella a mí. La amaba, la odiaba. Me ofreció un millón para que me fuera de casa. Lo rechacé. Me fui a vivir sola. Busqué trabajo. Xavier Zubiri me echó una mano y me colocó en la Sociedad de Estudios del banco Urquijo para sobrevivir. Querido Adolfo, estás sentado al lado de una zombi todavía. Puedo vivir sin cabeza, si me la cortan y la tiran al suelo, puedo recogerla, plantarla otra vez en el cuello y seguir viviendo. Pero los que estamos ya en la otra parte tenemos poderes extraordinarios. Hablemos de lo nuestro. Anda, pide otra sangría y más patatas fritas». En la terraza del aguaducho había otras parejas de enamorados, matrimonios jóvenes con niños. Un anuncio escrito en un cartón decía: «Se admiten meriendas». Sonaba una canción: Cuando calienta el sol. Al fondo se veía la sierra de Guadarrama con un color humo bajo unas nubes ensangrentadas y Suárez pensaba en las correrías que en otro tiempo realizaba por aquellos parajes. Carmen dejó que el camarero depositara la pequeña jarra de sangría en la mesa y luego añadió: «Óyeme bien. Ante esta magnífica puesta de sol te voy a confesar un secreto. O tal vez es sólo una apuesta. Me juego lo que quieras a que vas a ser el presidente del primer Gobierno de la democracia. Sé por qué lo digo. Desde el día que entré en tu despacho de televisión lo supe. Se lo dije al rey cuando todavía era príncipe. Tengo al hombre. Entonces eras un falangista, un beato del Opus, una especie de chuleta de billar, un pardillo, con los pelos de la dehesa de Ávila todavía. El príncipe hizo un gesto ambiguo. Me dijo que os habíais conocido comiendo un cochinillo asado en Casa Cándido y que tenías muy buen apetito, en todos los sentidos, buen diente para la política.» Suárez recordó la primera vez que entró aquella chica en su despacho de director general de Televisión, en la calle del General Yagüe, muy segura de sí misma. Tenía veintisiete años. La nariz pequeña, los ojos azules acuáticos, las cejas rectas, los pómulos anchos, una melena rubia natural, la piel transparente, frágil y dura al mismo tiempo. Extraña. Una mujer complicada, pero muy consciente de su belleza. Sabía que todos los hombres la querían enamorar, que bastaba con su sonrisa para abatir cualquier fortaleza. Encima venía amparada por una recomendación inevitable. En aquel despacho rancio, amueblado con una severidad hortera, con un crucifijo en la pared, entre los retratos de Franco y de José Antonio, el ambiente impregnado por el olor a humo frío de tabaco negro, la chica comenzó a desafiarle: «¿Cómo un hombre tan joven puede ser tan fascista? Si quieres que trabaje contigo, mete ese retrato de Franco en el baño». Suárez lo hizo con un gesto automático, como el de un galán dispuesto a todo. La chica parecía una ráfaga rubia, moderna, suelta de ademanes, con el desparpajo aristocrático, aún con falda a la altura de las rodillas, blusa de seda, aunque en su mirada hubiera una veladura de dolor todavía vivo. «Primero te mandé a paseo. ¿Recuerdas? Después, la persona que me recomendó a ti, ya sabes de quién hablo, me dijo que tenía una misión que cumplir. Le obedecí por amor. Me dijiste que pusiera orden en tus cosas, que llevara tu agenda. Nada, se trataba de cubrir las formas porque la jugada venía de muy lejos. Para empezar, te di algunos consejos, ¿recuerdas?, un poco frívolos. “Viste ropa deportiva, te sienta bien el pantalón claro y la camisa oscura. Quítate ese horrible pañuelo blanco que dejas asomar por el bolsillo superior de la chaqueta, tira a la basura el traje marrón, calza siempre zapatos con cordones y sobre todo nunca lleves mocasines por la tarde, ni calcetines cortos que te dejan las canillas al aire cuando te sientas. Tienes todavía un aire de maniquí de escaparate de El Corte Inglés, sección de caballeros. Primero voy a modelarte por fuera. Luego veremos qué se puede hacer por dentro. Estoy siguiendo órdenes, créeme.” A poco de conocerte oí contar una historia que demostraba lo santurrón y antiguo que eras. ¿Es cierto? Un día en la cafetería de la televisión en Prado del Rey, como director que eras, recriminaste a un actor porque abrazaba y besaba a las chicas, compañeras suyas de trabajo, con una espontaneidad demasiado libre. Públicamente le reprochaste su ligereza sin saber que entre actores y actrices los besos y abrazos son una expresión natural. “Haz el favor de comportarte”, le dijiste. Te replicó muy engallado: “Eres un hortera”. Hubo entre los dos algunas palabras muy fuertes, os agarrasteis por las solapas, y al final el actor te dijo: “Al fin y al cabo, cuando ya no seas nada yo seguiré siendo actor”. ¿Sucedió así? Pues bien. Él sigue siendo un buen actor, pero tú vas a ser el primer presidente del Gobierno de la democracia. Guarda este secreto o esta apuesta hasta que llegue la hora. Si esto de la política fuera un producto para lanzar al mercado, tal como están los tiempos, yo pondría el siguiente anuncio: “Se necesita joven político aguerrido, con sed de porvenir, sin ideas concretas de nada, que conozca el tinglado franquista por dentro, dispuesto a limpiar el estiércol de las cuadras, con experiencia en ventas, cumplido el servicio militar, permiso de conducir, sueldo fijo más comisiones, con posibilidad de quedarse en la empresa”. ¿Te reconoces, querido Adolfo, en este retrato? Tarde o temprano, Franco morirá. Hay que estar preparado. Lo que pide la computadora es tu retrato robot, querido Adolfo, y, lógicamente, tu cargo de presidente del Gobierno saltará escupido de la máquina cuando Juan Carlos, coronado rey, logre echar a ese cenizo de Arias Navarro —la voz de Carmen adquirió un tono misterioso, como si le hablara desde la otra parte—. ¿Estás dispuesto a realizar este trabajo de Hércules de limpiar las cuadras del franquismo? El rey está muy preocupado porque procedes del fondo del Movimiento, pero yo le he dicho que careces de prejuicios en ese sentido, sólo el poder te deja sin dormir, pero deslumbrado en la oscuridad. Y ahora, un último consejo: no te enamores de mí, por favor, no pidas que sea tu amante, como el otro. Todos quieren llevarme a la cama. Deja que sea yo la que esté enamorada de los dos. Sé perfectamente realizar ese doble juego tan turbio, tan excitante. Cuando me enteré de que mi novio Ramón era mi hermano, nos seguimos viendo en secreto después de la forzada ruptura durante cinco años en medio de todas las turbulencias de la carne, de todas las dudas, con una desazón insufrible. Era imposible olvidar el tacto de su piel. Estoy preparada para cualquier laberinto». La mujer rubia sacó del bolso un cuaderno donde llevaba un diario íntimo y, sin poder evitar la vanidad, se dio un melenazo con la cabeza hacia atrás y a continuación leyó con voz tenue una frase que había anotado: «Nadie me da calabazas como tú me das. I’m a man after all before being what I am. I simply adore you... ¿Sabes quién me ha dicho eso al oído?». Adolfo y Carmen, dos nombres de telenovela, abandonaron el aguaducho del Manzanares aquella primavera de 1976, cuando la libertad era una gata caliente en el tejado de zinc. «Tengo un diseño italiano —pensaba Suárez—, soy un galán de tiempos de la vespa; las señoras hablan de mí bajo el secador de las peluquerías, soy el sueño de esas mujeres con la primera pata de gallo y carrito de supermercado en barrio residencial, que admiran todavía el modelo clásico de omoplato ancho y mandíbula cuadrada, bien bruñida con agua brava; y ven en mí, según me cuenta Carmen, esa mezcla de angustia y audacia del macho en peligro, que he tratado de cultivar. Saldré a la calle en la vespa, llevaré en el trasportín a la libertad, como si fuera una de aquellas chicas de la plaza España de las películas italianas, y Carmen Díez de Rivera e Icaza irá abrazada a mi tronco y como Walter Chiari también sortearé puestos de melones de Villaconejos en pleno verano y los guardias urbanos, con un guiño de complicidad, dejarán libre el paso sólo para mí; los camareros y los tenderos con mandil me saludarán al cruzar y celebrarán con admiración que un chico tan simpático como yo, nacido en Cebreros, se haya ligado a la chica de ojos azules rasgados, la más guapa de la ciudad, amiga del rey, aristócrata de izquierdas, una especie única, con la que todo el mundo se quiere acostar. Mostrando toda mi dentadura abierta contra el aire, mi velocidad irá acompañada, impulsada por nuestra canción cuanto calienta el sol aquí en la playa, con el tubo de escape trucado, y, excitada por mis filigranas de motorista demócrata, Carmen Díez de Rivera pegará su seno enamorado contra mi espinazo de galán latino».

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