Read El azar de la mujer rubia Online

Authors: Manuel Vicent

Tags: #Histórico, #Relato

El azar de la mujer rubia (5 page)

Se prepara un gran banquete de boda en la nave principal de la basílica del Valle de los Caídos bajo el canto de la Sibila.

En la memoria de Suárez comenzó a sonar un canto gregoriano que se elevaba sobre el sonido fregado de chicharras y al fondo emergió de nuevo la cruz del Valle de los Caídos. Llegó hasta la base donde seguían aposentados los cuatro evangelistas de granito y desde allí divisó a gente que entraba y salía de la basílica bajo las órdenes de un tipo con uniforme falangista, a la vieja usanza, botas de clavos, pantalón color caqui, camisa azul, boina roja, correajes, hebilla con el yugo y las flechas. Era un hombre viejo, pero sus ademanes aún eran recios, muy autoritarios. Suárez se acercó a la puerta abierta de la basílica en el momento en que este sujeto, chascando los dedos, se hacía obedecer por el conjunto de monjes benedictinos que estaban ordenados en dos filas a disposición de aquel enviado especial. Al parecer los monjes ya sabían cuál era el trabajo que debían realizar. Comenzaron a extender una mesa de banquete a lo largo de toda la nave central de la basílica, desde el pórtico hasta las primeras gradas del presbiterio, armada con tableros sobre caballetes. Mientras unos monjes la cubrían con manteles blancos, otros iban acarreando centros de flores, vajillas de la Real Fábrica, cubiertos de plata para carne, pescado y postre, servilletas de hilo, copas para distintas clases de vino y un tarjetón con el menú grabado con letras de oro, que decían así: «Pincho de langostino, pulpo y vieira con salsa de yogur y mostaza. Envoltini de salmón marinado con queso de cabra. Ensalada de bogavante con bolitas de melón, aguacate y vinagreta de frambuesa. Como plato de fundamento, chuletón de Ávila, con guarnición de chalotas». La música de ambiente a esa hora se componía de cantos gregorianos, sacados tal vez del disco que habían grabado con éxito de ventas los monjes del monasterio de Silos. El viejo falangista dirigía aquellos preparativos que, a simple vista, eran para una boda muy principal, pero a Suárez le parecía extraño que se hubiera elegido aquel lugar tan lúgubre para un acontecimiento feliz. Por mucho que preguntaba a los novicios, ninguno le daba razón. Todo estaba bajo un secreto de Estado. Entre la salmodia del Dies irae, la visión de Suárez se fue muy atrás en el tiempo. Recordó que, siendo un joven de Acción Católica, este panteón se estaba construyendo como un monumento a los caídos por Dios y por España y que los picapedreros que perforaban la montaña, los dinamiteros que hacían saltar las distintas rocas y breñas, los obreros que tiraban de las vagonetas, los albañiles que fijaban los sillares de granito, todos eran presos del bando republicano que trabajaban forzados bajo la severa vigilancia de la Guardia Civil con el mosquetón cargado para redimir penas de cárcel por haber sido rojos. Franco entonces dividía los domingos en visitar las obras y en pescar truchas amaestradas en el embalse de La Granja de San Ildefonso.

Otra visión de Suárez consistía en que el Valle de los Caídos había saltado por los aires. Toda la basílica había sido cebada con dinamita y un 18 de julio, en plena democracia, siendo presidente del Gobierno, se había producido una explosión formidable y la montaña, desde sus raíces, se había desplazado hasta más allá de la Bola del Mundo, en la cima de la sierra de Guadarrama, la cruz, la cripta, el altar, los santos, los huesos de todos los mártires de uno y otro bando, los restos mortales de Franco y de José Antonio, en compañía de todas las ratas, gusanos y serpientes que habitaban en sus entrañas. Cuando le fueron a dar la noticia al palacio de la Moncloa, tal vez Suárez pensó que se quitaba un muerto de encima, nunca mejor dicho. ¿Habría sido la ETA? ¿Habría sido un terremoto natural accionado por la propia mano de Dios? Era un escarnio sacrílego que un dictador que tantas muertes había causado en España, el principal culpable de aquella inmensa tragedia de una guerra entre hermanos, fuera glorificado con un culto perenne a su memoria. Era inimaginable que Hitler tuviera a cincuenta kilómetros de Berlín una tumba faraónica como un lugar de peregrinación ni que Mussolini estuviera enterrado en la plaza de Venecia en Roma, a espaldas del Foro en aquel imponente pastel de mármol. En cambio, Franco no sólo era venerado con misas diarias por una partida de benedictinos a sueldo, sino que encima parecía que se estaba preparando una boda real en la basílica como si fueran los salones del Ritz. «¿Quién se va a casar?», preguntaba Suárez. El enviado respondía: «Nadie». Pero los preparativos para el gran evento continuaban. De hecho, junto a la puerta principal aparcó una furgoneta de catering y varios empleados de un famoso obrador de Madrid desembarcaron una tarta de chocolate, bizcocho y merengue de catorce pisos coronada por una pareja de novios de trapo.

¿Qué se va a hacer con los huesos de uno y otro bando de la guerra civil, que yacen, unos de buen grado, otros traídos a la fuerza, en sus criptas a ambos lados del altar? Suárez tuvo una tercera visión y no quiso darle pábulo sin antes formularle una pregunta solemne al evangelista que escribió el Apocalipsis, como si se tratara de la esfinge. «¿Puede ser cierto que los huesos del poeta Federico García Lorca, asesinado en Granada, estén aquí, después de ser arramblados con pala por un mandato superior en los barrancos de Víznar y de Alfacar donde se encontraba el mayor yacimiento de fusilados de España, miles de esqueletos amontonados sin nombre ni nadie que se atreviera a exhumarlos?» El evangelista respondió: «Esa pregunta sólo la pueden contestar los propios muertos, que están en las criptas de la izquierda del altar». Todos los muertos se reconocen entre ellos. Del techo de la basílica excavada en la raíz de la montaña, el agua filtrada por sucesivas lluvias dejaba caer unas gotas sobre los manteles, que a simple vista parecían de sangre. Y entre el cántico del Dies irae se oyó la voz de la Sibila que decía: «Y cuando se hubo abierto el séptimo sello siguiose un gran silencio en el cielo, cosa de media hora. Y vi a siete ángeles que estaban en pie en presencia de Dios. Y se les dieron siete trompetas. Vino entonces otro ángel y se puso ante el altar con un incensario de oro y diéronle muchos perfumes. Tomó luego el incensario, lo llenó del fuego del altar y, arrojando este fuego a tierra, comenzaron a sentirse truenos y voces, relámpagos y un gran terremoto. Entre tanto, los siete ángeles que tenían las siete trompetas se dispusieron a tocarlas».

Finalmente la partida de novicios benedictinos dejó preparada una mesa de banquete a lo largo de toda la nave central de la basílica y sobre los manteles blancos había copas, vajillas, cubiertos, centros de flores. También había sillas para cientos de invitados.

Una tarde de septiembre el pudridero de El Escorial se llenó de gloria y sonó el Aleluya de Haendel.

En el bosque lácteo por donde Suárez deambulaba apareció otra gran explanada de granito, que al principio confundió con una nueva visión del Valle de los Caídos. En aquel apabullante recinto también se estaba preparando una ceremonia a la que había sido invitado. Dada la solemne gravedad con que se armaba el tinglado, pensó que se trataba de otro insigne funeral. Tardó un tiempo en discernir que se encontraba en el monasterio de El Escorial, no en Cuelgamuros. Llegó a imaginar que ese lugar pudiera deber el nombre a que era un vertedero de residuos fecales antes de que fuera edificado aquel severo y orgulloso edificio por Felipe II, o también porque en sus criptas se enterraban las escorias de todos los monarcas de la historia de España. Suárez ya había asistido al traslado de los restos mortales de don Juan, padre del rey, a este pudridero, con aquella comitiva formada por todos los pavos reales de las casas aristocráticas de media Europa, algunos en busca y captura, en la que no faltaba un príncipe alemán borracho que suele mear el whisky que le sobra en el primer ficus que encuentra durante los grandes boatos.

Esta vez se trataba, al parecer, de una boda, puesto que había flores rojas, chaqués, pamelas, lazos blancos por todas partes y una nube de perfume estancada sobre la explanada de granito que se había evaporado de las pechugas de las señoras. Cruzaban los invitados ante las cámaras, Berlusconi restaurado, solo, sin ninguna golfa en un flanco; Tony Blair con su esposa, un tipo de señora que siempre daba la sensación de que acababa de fregar los platos; cruzaban personajes de aluvión enjaezados, señoras con imposibles sombreros y trajes largos, caballeros engallados, gordos y flacos. Entre todo aquel elenco a Suárez le llamó la atención un tipo con bigote, que exhibía un puro Montecristo entre los dedos anillados y zapatos color sobrasada, acompañado de una pareja, él con coleta y cara de cuchillo, ella rubia aleonada con todo el orgullo entre la nariz y las ancas y que olía a Chanel grueso a un kilómetro a la redonda. Adolfo Suárez ya no conocía a nadie por su nombre y menos a uno llamado Correa y a otro, un tal Pérez, apodado el Bigotes, ambos testigos de la boda. Pasaban por la explanada camino del templo escritores famosos, banqueros, cantantes de boleros, artistas de segunda mano, payasos y caricatos, todos los políticos de la derecha, el clásico sindicalista amaestrado, algún socialista resabiado que, como las pelotas de rugby, nunca se sabe hacia qué lado va a botar, y al final de los mil doscientos invitados, los reyes de España.

Cuando todo este perfumado rebaño ya se hallaba estabulado en la doble bancada del templo, incluido Suárez con la memoria perdida, en medio de la explanada se detuvo un todoterreno de gran cilindrada, uno de esos cochazos que si lo arrancas un domingo se va solo a misa de doce a la iglesia de la Asunción del barrio de Salamanca y que suele llevar todavía un cochino ensangrentado con olor a jara brava en el maletero. Dentro de ese féretro monovolumen, conducido por él mismo en persona, llegaba un cazador, que en este caso hacía el papel de novio, Alejandro Agag, de estirpe libanesa. Después de apearse se presentó muy sobrado de maneras ante la barra de periodistas, con corbata oscura, chaleco amarillo y mangas de camisa, sacó el chaqué de los asientos traseros y se lo enfundó públicamente con admirable desparpajo, mientras las cámaras se volvían locas de alegría.

La novia tuvo los arrestos necesarios para hacer esperar un cuarto de hora a los reyes de España. Tal vez su papá le había dicho que era el momento de marcar territorio, que el rey se entere de una vez de quién cojones manda aquí, pero finalmente, cuando algunos invitados ya tenían la vejiga a punto de reventar, llegó ella en un automóvil largo como su progenitor imaginaba que tenía el propio miembro viril. Salió la novia Ana con una diadema de flores blancas, y del brazo José María Aznar, que miraba de soslayo a las cámaras con una sonrisita desafiante colgada del bigote, y que la llevó adentro de las descomunales piedras neoclásicas, como si la introdujera en la historia. ¿Dónde estaba la madre? ¿Había desfilado ya del brazo del padre del novio José Tarik Agag? Adolfo Suárez buscaba con los ojos a la madre de la novia y la encontró a un lado del presbiterio, contra todo protocolo, en un catafalco a la misma altura que el de los reyes de España, secándose las lágrimas con la punta de un pañuelo bordado, mientras el órgano hacía sonar la marcha nupcial. Suárez pensó que conocía a aquella mujer recia, de mandíbula voluntariosa, aunque no recordaba ni su nombre ni los méritos que había hecho para llegar tan arriba, pero sin duda debía de tener talento si había conseguido casar a su niña en El Escorial ante los reyes de España. «Yo nunca me hubiera atrevido a hacer lo mismo con mi hija —pensó Suárez en medio de las tinieblas—. Mi hija, Dios mío, ¿qué habrá pasado con mi hija, que hace mucho tiempo que no la veo? ¿Y Amparo, mi mujer, por qué no está aquí a mi lado oliendo a Chanel? ¿Y qué habrá sido de aquella chica rubia de los ojos rasgados?». Puesto que estaba en un panteón, es lógico que en su subconsciente afloraran todas las muertes. «¿Y Lola Flores, seguirá viva cantando todavía La niña de fuego? ¿Y Pasionaria?» Las mujeres muertas fermentaban en su memoria cuando Ana atravesó la nave central adornada con guirnaldas, arrastrando por la alfombra roja una cola de cinco metros del vestido de novia creado por Aby Güemes, hasta el altar donde la esperaba el cazador furtivo junto al cardenal Rouco Varela, a sueldo del Estado. Ana Botella estuvo a punto de reventar de orgullo durante la Misa de Schubert, mientras sonaba el Aleluya de Haendel, el Gloria, gloria de Bordese y el Ave María de Gounod. Sólo algunos invitados, que conocían la historia, pudieron recordar cómo empezó todo.

Ana y José María eran compañeros de curso en la facultad de Derecho de la Complutense. Se licenciaron en 1975, año en que Franco estiró la pata y se enterró a sí mismo con todos los honores, como podía asegurar Suárez por haber sido testigo. Ana y José María hicieron juntos el viaje de fin de carrera a Roma, a Atenas y a Estambul, casualmente sentados uno al lado del otro en el avión. Tal vez los unió la señal de la cruz que trazaron ambos sobre sus pechos al despegar, pero, de hecho, antes de aterrizar de nuevo en Madrid ya eran novios y enseguida emprendieron cada uno su respectiva oposición. Perdido entre mil invitados, en un lugar secundario, pensaba Suárez: «Hay que imaginar a la pareja de tortolitos en aquellos días duros, agrios, libertarios de la Transición, ellos tan felices en barrera, mientras yo tenía que quebrar con mi cintura a los morlacos franquistas, como hacía de joven en los encierros de Cebreros arriesgando el paquete intestinal, para hacerme aplaudir en aquella plaza de carros que era el hemiciclo de las Cortes Orgánicas, con el discurso de la Reforma Política, lleno de palabras ambivalentes, pactadas con el rey y con la mujer rubia hasta la última coma. Cuando los estudiantes y obreros soñaban la libertad bajo los cascos de los caballos, esta chica le tomaría a su novio José María los temas de Hacienda Tributaria ante un café con leche en una cafetería las tardes de domingo. Ellos se labraban el porvenir sin meterse en política. Puede que José María fuera zascandileando con panfletos de la Falange Auténtica, pero Ana Botella sería ya entonces una joven muy entera, con los pies en el suelo, sin plantearse problemas de ideología; derecha de carril, la que luego sería Alianza Popular, con varios ministros franquistas que empezaron a volcar todo el odio contra mí porque me consideraban un traidor, ya que después de ser ministro secretario general del Movimiento me puse por orden del rey al frente de la democracia».

La madre de la novia estaba allí bajo la mirada de los invitados a la boda, orgullosa y feliz. Suárez no recordaba su nombre, lo tenía en la punta de la lengua, pero su historia, leída en alguna parte, danzaba entre las aguas del claroscuro de su memoria. Esta mujer habrá pasado por todas las portadas de revistas convertida en el ideal de la esposa Telva, la caridad perfumada, los consejos del director espiritual, pequeños pecados de clase media volcados en el confesonario, sueños de casar a los hijos con familias establecidas, de buen apellido. Esta boda en El Escorial era la forma de pasar de una clase media, que sirve el caldo de fideos en sopera de alpaca, a un mundo de oligarquía financiera aristocrática.

Other books

The Staff of Serapis by Rick Riordan
Make Me Stay by Ella Jade
Noble Pursuits by Chautona Havig
Never Broken by Hannah Campbell
The Lavender Garden by Lucinda Riley
Halfback Attack by Matt Christopher
Strange is the Night by Sebastian, Justine
Tortured by Caragh M. O'Brien