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Authors: Manuel Vicent

Tags: #Histórico, #Relato

El azar de la mujer rubia (8 page)

La mujer rubia era amiga íntima del príncipe Juan Carlos por lazos familiares. Una prima estaba casada con el coronel Alfonso Armada, que era su ayudante e instructor. De regreso de África en 1967, la invitaban a cenas y fiestas en la Zarzuela. Su hermana Sonsoles estaba casada con Eduardo Fernández de Araoz, concuñado de la infanta Pilar, hermana de Juan Carlos. Su tío Ramón, marqués de Huétor, fue jefe de la Casa Civil de Franco. La mujer de éste, Pura Huétor, una verdadera arpía, era íntima amiga de doña Carmen, y la que le llevaba todos los chismorreos de la calle. «Yo bromeaba a veces con Juan Carlos y le decía: “Hay que imaginar a millones de óvulos y espermatozoides de oro saltando, bailando, bajando desde la Edad Media por todas las uretras de la historia, desde Fernando I de Castilla, Wifredo el Velloso, los Reyes Católicos, María Estuardo, Luis XIV, María Teresa de Austria, Felipe de Orleáns y también Canuto II el Grande, Iván el Terrible, el emperador alemán Guillermo II, realizando entre ellos infinitas combinaciones hasta concentrarse en ti, querido Juan Carlos, que en el fondo no te distingues de cualquier otro joven en el momento de alargar el brazo hasta la barra para trincar el gin-tonic, mientras cuentas un chiste cuartelero”. El príncipe se reía y por lo visto tampoco le habría importado que nuestros respectivos óvulos y espermatozoides jugaran juntos cualquier tarde en uno de aquellos refugios de la sierra de Gredos.»

En la genealogía de Juan Carlos de Borbón hay reyes que fueron santos y otros que fueron crueles, magnánimos, ceremoniosos, felones, terribles, grandes, locos, hermosos, magníficos, justicieros, melancólicos y breves. El guisante de Mendel tiene dónde escoger. En la monarquía se mezclan el Estado y las hormonas, los avatares de la historia y la aventura ovárico-seminal, que no es menos convulsa. Dado este fondo irracional, mágico y genético en que se sustenta la monarquía, los ciudadanos libres, ante un príncipe heredero, se hacen dos preguntas, sólo dos: cuál es su carácter y con quién se va a casar, ya que los príncipes tienen mucha naturaleza y vienen al mundo para fabricar más príncipes, aparte de bastardos. Por eso la gente llana, que soporta la historia como una losa, está muy interesada en saber de sus soberanos sólo cosas muy sencillas, el carácter, las aficiones, los amores, las taras hereditarias, las veleidades, la identidad de la pareja en la que van a depositar el don de sus genes, porque ese tejido vital tan vulgar, tratándose de príncipes y reyes, está unido a la sustancia del Estado y de ello depende no sólo un sueño de hadas sino también el que uno pueda dormir tranquilo. El príncipe Juan Carlos es muy normal, dicen cuantos lo conocen. Como es lógico, se trata de una normalidad especial.

En aquellos tiempos en que Madrid olía a pellejo de vino que acarreaban los boteros, en el palacio de Oriente los cortesanos, lacayos con librea y otros zánganos de dorado caparazón zumbaban alrededor del monarca disputándose el honor de sacar a la intemperie la bacinilla real. «Cuando yo nací —le decía a Suárez la mujer rubia—, ese mundo ya no existía salvo en la imaginación de unos aristócratas acartonados. El príncipe Juan Carlos no tiene alrededor a nadie que le haga creer que vaya a reinar, salvo nosotros dos: una extraterrestre y un advenedizo jugador de póquer. Tú y yo nos vamos a aliar con él. Hazme caso. Te veo perdido haciendo la pelota a unos políticos pasados de tiempo. El príncipe es el futuro. Tienes que darle cancha en televisión para hacerlo popular. Vive en un chalé de las afueras, como un ejecutivo, juega al mus con un marqués y un gitano, se le ve en la barrera de los toros, habla como un castizo, tiene aspecto de gustarle mucho los huevos con chorizo y se duerme en los conciertos, aunque es probable que le agrade ‘O sole mio. Es simpático, muy galante con las mujeres y tiene desparpajo. Mata perdices, ciervos, marranos, osos y elefantes. Yo soy una muerta viviente y esas cosas las veo desde el otro lado».

Otro día Carmen le dijo a Suárez en el aguaducho del Manzanares donde habían desembarcado con la vespa: «Tenemos que hacer entre los dos un rey que vaya al supermercado en bicicleta, que realice expediciones de arqueología, que restaure incunables, que vacune cerdos y se entretenga en el jardín con la podadera hasta lograr una rosa malva después de cien injertos, como hacen algunos colegas suyos de Escandinavia. Mi padre oficial, el buenazo de Llanzol, de niña me tenía en sus rodillas y me hablaba de aquel palacio real en sus tiempos».

El rey desarrollaba el enorme trabajo de cambiarse de traje o de uniforme diecisiete veces al día con sus correspondientes polainas de caña de antílope, medallas, charreteras y todo eso, lo que equivale a abrocharse mil botones cada jornada. Hacía bastardos en invierno y primavera. Pasaba el verano en San Sebastián con cuello de porcelana, traje color hueso semientallado y sombrero duro con cintilla blanca. Los aristócratas seguían a la Familia Real en su veraneo, se fotografiaban en bombachos con una pantorrilla de rombos en el estribo del Hispano-Suiza y jugaban al polo. Los reyes también visitaban a los apestados en cualquier epidemia o a los descalabrados de una guerra colonial y consagraban a sus súbditos al Corazón de Jesús. Como una gran aventura, Alfonso XIII había recorrido en mula Las Hurdes en compañía de Marañón y algún cirujano sangrador, para ver de cerca a aquella pobre gente enferma de bocio. A pesar de todo, la vieja monarquía era un poco paisana. Mojaba las galletas en la taza de té, parecía fascinada por un casticismo de Ribera de Curtidores y celebraba los lances de Lagartijo. Los aristócratas palaciegos servían de enlace con el mundo exterior. En los saraos de palacio formulaban cuitas o maledicencias agitando los polleros a la sombra de los tapices entre un laberinto de espejos, y durante las cacerías y otras merendolas campestres las camarillas ejercían su presión en torno a los íntimos aposentos.

Adolfo Suárez preguntó a la gacela: «¿El príncipe sabe que me he enamorado de ti?». «No seas idiota —contestó ella—. ¿Cómo puedes decir eso? Si lo supiera, se pondría muy celoso. Tenemos que fabricar entre los dos un rey que no tenga que huir de nuevo en un destructor de la Armada por Cartagena. Tú vienes del fascismo. Yo te presentaré gente de la oposición. Abriré las ventanas para que en tu despacho tan rancio entre aire de la calle. Al príncipe le pondré en contacto con gente normal, intelectuales, escritores, artistas. Soy una aristócrata nacida del adulterio, hija de un político conspirador. Estoy más allá del bien y del mal. Muerta. Llena de vida. ¿Me entiendes? Entrégate. Anda, atrévete a darme un beso, falangista, santurrón. Aquí no nos ve nadie salvo esa abubilla que nos contempla desde esa zarza».

Los fusilados y las muertas vivientes tienen el pasmo de ver el pasado y el futuro dentro de un vaso de sangría, como aquella tarde Carmen y Adolfo veían la historia de España. «Si en este país lloviera de forma suave y oblicua sobre los lomos de vacas húmedas de ojos azules y hubiera ríos navegables —dijo la corza herida por un doble amor—, no habría problema. Pero Juan Carlos, rey, tendrá al menos una ventaja. Ya no existe la historia. Juan Carlos se salvará por su simpatía, su desparpajo y la necesidad que tiene de que le quieran porque viene de una larga humillación, de un silencio impuesto por un dictador, por el lance de haber traicionado la línea sucesoria contra su padre, por una saga de desgracias personales que se manifiesta en una mirada desvalida, el accidente aciago de haber matado a su hermano jugando con una pistola, de que le salgan hijos bastardos de debajo de las piedras. Pero es alto, rubio y campechano. Tiene a favor que los viejos monárquicos no le quieren; en cambio, los pintores abstractos compondrán serigrafías en su honor, escritores republicanos de barba contracultural se vestirán alborozadamente de gris marengo antes de darle la mano, algunos rebeldes de imperdible dejarán de picarse la vena para ir a la recepción y las chicas del grupo roquero ensayarán la media reverencia frente al armario de luna. La cosa va a funcionar, ya lo verás».

Adolfo Suárez, presidente del Gobierno, en su desmemoria tenía imágenes desvaídas de un Juan Carlos que se permitía la modernidad de romperse la cadera esquiando. El deporte es una ascética para gente de sangre azul y en este sentido la parte visible de su figura, la que el pueblo llano consumía sentimentalmente por medio de las revistas del corazón, era el yate en Mallorca, el rey desnudo duchándose en cubierta después de una regata, habladurías de una cala secreta con el Fortuna lleno de chicas rutilantes, carne fresca siempre renovada que le proporcionaban los amigos, un poco de squash, imágenes de Baqueira Beret, aquel resbalón en la piscina cuando se dio contra un cristal, las escapadas en motocicleta bajo el anonimato del casco, las cenas en el restaurante Landó o en Casa Lucio con los compañeros de promoción en las armas, los chismes sobre amantes mallorquinas, las fotografías hieráticas en las audiencias o en maniobras militares con la guerrera abierta, la boina ladeada y el bocadillo de campaña. «¿Dónde está el Rey?», preguntaban desde el Ministerio del Exterior. «No se sabe. Ha desaparecido», respondía desde la Zarzuela el general Sabino Fernández Campos. «Su majestad debe firmar un decreto para que aparezca mañana en el Boletín Oficial del Estado.» A veces hubo que mandar un avión Mystere a Suiza a altas horas de la noche, llamar a una determinada suite de cualquier hotel para recabar la firma real. Juan Carlos se hallaba todavía en estado de gracia, y todo se le perdonaba. En España había una monarquía sin corte. El palacio de la Zarzuela era una mansión somera, con hábitos de alta burguesía de familia desestructurada, cuyo lujo en un país industrial estaba al alcance de cualquier mediano magnate del pollo frito. Pero ¿existían cortesanos? Sin duda alguna. Algún manco, algún árabe con un grifo de oro en la entrepierna bajo la chilaba. Sólo que no se parecían a los de antes. Los palaciegos son seres que tratan, con suerte o sin ella, de influir en la voluntad del rey, de llevar la presión de sus intereses hasta el pie de la firma. En la antigüedad se les reconocía al instante por el plumero. No en sentido figurado. Ellos se adornaban con penacho y casaca con grecas de oro, botines de paño y bigote engomado. Iban en carroza por la calle del Arenal entre afiladores, boteros, buhoneros y perros sin collar en dirección al palacio de Oriente, donde tenían un despacho de damasco y conspiraban detrás de los cortinajes. Los cortesanos de hoy estaban muy lejos y Suárez los conocía. Como en otras cortes europeas, el palaciego podría ser el embajador influyente de un país que tiene la sartén por el mango, o el ejecutivo de una multinacional que llama por persona interpuesta desde un rascacielos de Nueva York, o el jefe de la CIA, o el dictador suramericano que es capaz de comprar quinientos camiones Pegaso a cambio de una visita de adorno en nombre de la Madre Patria, o el jeque árabe que te besa la mejilla y estampa en ella un cheque de cien millones de dólares, o el banquero en apuros o el industrial boyante que quieren pedir favores o regalarle un Biscúter, como a Franco, o un yate, como en este caso. También estaban los pelmazos por cuenta propia, esos que el guardia detiene junto a la verja con unas cartas de tarot.

En la memoria de Suárez un buen día cesaron los chascarrillos. La gente sabía que Juan Carlos era capaz de partir dos ladrillos con un golpe seco de kárate con el filo de la mano. Poseía una carcajada muy borbónica pero nunca hablaba de política, el general Franco se lo había sacado de la manga como un rey de naipe y lo estaba vaciando a su imagen y semejanza. Algo pudo aprender a su sombra. Franco tenía las virtudes menores del ser humano muy desarrolladas. Habilidad, constancia, picardía, desconfianza y un instinto de reptil para cambiar de piel y adaptarse al medio. En cambio, carecía de los dones mayores que la naturaleza concede a los grandes y magnánimos estadistas. Dentro de esta escuela, este joven de piernas largas nunca opinaba nada, pero el público se dividía en dos: unos decían que era listo y se hacía el tonto como el emperador Claudio, otros creían que Dios no le había regalado demasiadas luces pero que era simpático; unos juraban después de haberlo tratado que un día podría dar la sorpresa, otros pensaban que el invento no tenía ninguna posibilidad de funcionar. Los jerarcas del régimen le pasaban la mano, lo veneraban como a una alargadera del dictador. La oposición se limitaba a hacer chistes acerca del caso, que es la forma con que la impotencia política se lame la llaga del costado. Hablaban de su próstata, de sus testículos. En algunas redacciones y tertulias se decía que el testículo que le habían extirpado lo recuperó una reportera de Interviú de un contenedor de desechos quirúrgicos con ayuda de un celador compinche. Parece ser que lo conservaba como una presea desde entonces y solía mostrarlo a los amigos en algunas fiestas en casa dentro de un frasco de formol recamado con grecas doradas y la silueta de un elefante con la trompa alzada. A pesar de todo, a los gerifaltes de antaño les silbaba detrás de la oreja la consabida mosca a causa de su padre, don Juan, que había tomado una postura pública contra el régimen de Franco desde el Manifiesto de Lausana, en 1945, y no podía variarla sin menoscabo de su autoridad. Juan Carlos había venido a España y no dijo nada, de modo que podía jurar todas las leyes que le ponían delante sabiendo en la intimidad que eran reformables dentro de un contorno. Se calló, pero lo pensó. Luego lo hizo. Los liberales, los del contubernio de Múnich, los democristianos, la oposición moderada se había subido en lo alto del tobogán con don Juan en Estoril, la historia se deslizó suavemente y el cúmulo de demócratas cayó en brazos de Juan Carlos. Fue un lance político entre grandes maestros, uno de ellos, el principal, aquel gordito Pedro Sainz, que urdió esta trama desde aquel bar de carretera entre gritos de parroquianos, que pedían una de calamares.

El adulterio frenético bajo las bombas, el embarazo exquisito en el Madrid de la Victoria.

Al regresar de Costa de Marfil, donde pasó tres años en el poblado de Daloa como cooperante de unas monjas francesas, la mujer rubia quiso enfrentarse de una vez con uno de los fantasmas que la visitaban todas las noches en el sueño. Tenía que hablar cara a cara con Serrano Suñer, dejar de llamarle tío Ramón y atreverse a llamarle padre y saber si él la aceptaba como hija. Cruzó unas palabras formales por teléfono, para concertar una cita en su casa o en cualquier otro lugar. Fue en su casa una tarde en que, según le dijo, estaría solo, sin la mujer ni los hijos. Carmen llegó puntual. Llamó al timbre. Una vez, dos veces, tres veces, sin respuesta. Pensó que el vacío le esperaba de nuevo. Después de cinco minutos oyó unos pasos; a continuación, muy elegante, sin perder todavía su apostura de dandi impecable con fular, él mismo abrió la puerta, le dio un beso y, ante su sorpresa, en lugar de llevarla al salón y ofrecerle un café o algo así, la hizo pasar a un despacho forrado de libros y se atrincheró detrás de su mesa de trabajo y le señaló un sillón alto que había frente a él para que se sentara, como si fuera una clienta que iba a consultarle un problema jurídico. Antes de pronunciar la primera palabra, mientras removía unos papeles para poner cierto orden en una carpeta o para dominar su evidente nerviosismo, puesto que no sabía cuáles eran las intenciones ni las salidas de carácter de la chica, ella tuvo tiempo de contemplar algunas fotografías que adornaban los anaqueles de su biblioteca. Todas eran recuerdos familiares, no había ninguna en que se le viera como gerifalte del franquismo, peinado hacia atrás con brillantina, la chaqueta blanca con el yugo y las flechas en la solapa y la camisa negra que le sentaba igual o mejor que al conde Ciano, el ministro y yerno de Mussolini. En una foto aparecía con su mujer Zita Polo y los hijos, entre ellos el novio de Carmen, todavía niños con sus gorritos blancos en la playa de Benicasim, donde pasaban las vacaciones en la mansión de El Palasiet, encima del hotel Voramar, muy cerca de la Villa Elisa, de su amigo Joaquín Bau. Aunque había nacido en Cartagena, Serrano Suñer, de muy joven, estaba vinculado a Castellón, donde su padre era ingeniero del puerto. De esa raíz le venía a la mujer rubia su amor al Mediterráneo, tal vez. Le gustaba el mar para nadar, no para bañarse. Carmen le comentó lo guapo que estaba en una de aquellas fotos. «¿Guapo? Ja, ja», exclamó. Entonces Serrano Suñer comenzó a hablar sin mirarla directamente a los ojos. «Cuando eras niña —dijo—, tu madre se servía de ti como enlace entre los dos. Si pasaba un tiempo sin verme se ponía muy nerviosa y te mandaba una doncella a la habitación con el recado: “Llama al tío Ramón y dile que tienes muchas ganas de estar con él para que te haga muchos mimos”. Era una contraseña. A veces me hablabas por teléfono a altas horas de la noche y entonces yo sabía que tu madre estaba desesperada. Temía perderme. Estaba loca. Era una joven increíble, fuera de lo común. Me enamoré de ella en Burgos, en plena guerra, cuando yo era todavía ministro del Interior. Tu madre era sin duda la única chica con clase en medio de aquel fragor rancio de aristócratas y gente adinerada que había huido de la zona roja para cobijarse al amparo del bando nacional. Yo estaba construyendo jurídicamente la forma del Estado y cada habitación, incluso cada rincón de aquel palacio de Burgos, era un ministerio. Entraban y salían funcionarios, todos con los partes de guerra dibujados en el rostro. Era una trinchera burocrática y en medio de aquella confusión tu madre aparecía por el despacho, desenvuelta, inteligente, seductora. ¿Cómo no me iba a enamorar, si era el único ser que justificaba estar vivo en medio de aquella carnicería? Burgos era una ciudad pequeña, tomada por los militares en todas sus costuras. Ese ambiente castrense y clerical, el clima de violencia de una guerra fratricida, que lo llenaba todo, cuarteles, iglesias, sacristías, bares y alcobas, favorecía la transgresión erótica, el peligro aún la acrecentaba más, era muy excitante la sensación de que todo podía suceder por última vez. Yo tomaba a tu madre como una batalla que debía ganar. Tenía muchos rivales. Tu madre era cautivadora, muy coqueta».

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