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Authors: Manuel Vicent

Tags: #Histórico, #Relato

El azar de la mujer rubia (10 page)

Un cadáver con mantilla blanca, el féretro de nogal, los pies desnudos para subir a ese podio, después de realizar una larga carrera. La muerte bailó por bulerías durante veintitrés años dentro de sus propios talones. Fue un mes de mayo de 1995. Lola había entrado en la muerte. En 1989 murió la dolorosa Pasionaria. Los fastos del 92 habían comenzado a prepararse unos años antes en medio de una euforia económica que coincidió con el socialismo rampante en el poder. Desde las instituciones se había derramado el cuerno de la abundancia sobre cualquier proyecto que sirviera para exaltar el hecho de que este país se estaba saliendo del cazo. Y todo se hizo disparando innumerables cañonazos de mil millones alegremente mientras la oposición del Partido Popular, que ya había partido la ceja del Gobierno socialista, comenzó a darle golpes más abajo del hígado. ¡Váyase, señor González! En el silencio del AVE se oían las primeras conversaciones de los ejecutivos con el móvil, realizadas en voz alta con todo impudor, de modo que todo el vagón quedaba enterado de las quiebras y de los negocios redondos en dinero negro que estaban sucediendo. Murió Lola, había muerto Pasionaria, iba a morir Carmen la corza de ojos rasgados azul piedra, estaba herida ya de muerte Amparo Illana y su hija Mariam. Desde que Amparo Illana cayó enferma hasta que se fue, Adolfo no se separó de su lado. Aun con la memoria perdida, nunca olvidaba que tenía un papel en el bolsillo que era como un secreto de Estado o mucho más, aunque lo enseñaba a todo el mundo. Adolfo mostraba con orgullo ese papel a Carmen, a Carrillo, a Gutiérrez Mellado, a cualquier político que fuera a verle a su casa, lo enseñaba a todo el que se cruzaba con él en mitad del bosque lácteo. Todo era despilfarro y muerte. No se podía distinguir quién de las dos se movía realmente, si Lola o la Muerte, a qué se debía el redoblado furor de sus puntapiés contra la tarima, si a la gracia o al espanto que sentía al ver la muerte tan junta. Mientras Pasionaria llegaba del frío y Carmen estaba en África ayudando a los negros, Lola había pasado de los brazos de Caracol, de quien aprendió ya a morir siendo todavía una niña caliente, a los brazos de la muerte, que le enseñó a vivir cada día. El baile que mantuvo con la muerte fue muy largo, lo más profundo que ella pudo exhibir. ¿Dónde estaba el misterio de esta mujer? Entonces los progresistas ignoraban que era una loba del Sur absolutamente libre. Su vida estaba por encima de su arte, y lo suplía con salidas y desplantes que en este país tanto gustan a los señoritos, a los gobernadores civiles, a los curas, a los picadores, a los militares chusqueros. Lola Flores se movía, y Franco iba bajo palio. Los marines de la Sexta Flota reventaban los precios de los prostíbulos de los puertos, volvían los embajadores, Lorenzo González cantaba Cabaretera, las cartillas de racionamiento se suprimían, Ava Gardner podía acostarse, si le daba por ahí, con el último que la acompañaba a la salida del flamenco del Corral de la Morería al hotel Castellana Hilton, donde vivía. Eso hicieron una madrugada Paco Rabal y Fernando Fernán Gómez. Probaron suerte. Sabiéndola borracha la siguieron hasta el hotel, entraron en el vestíbulo muy encelados cuando en ese momento bajaba el ascensorista, quien les dijo: «Les advierto que no es para tanto. No es nada del otro mundo». El general Millán-Astray, el descuartizado, mandaba acordonar toda una manzana cuando iba a visitar a su querida, la misma manzana de la calle Montera donde el amo de Marbella se tiraría a las ruedas del coche de otro general, éste del Opus, que llevaba a una puta de Chicote a almorzar. Lola Flores se separaba de Manolo Caracol y la vida seguía. De la autarquía al Biscúter. Los españoles emigraban. Los estudiantes se rebelaban, saltaban por las ventanas de la facultad de Económicas, llovían tazas de retrete sobre los guardias a caballo. Lola Flores seguía cantando, y algunos intelectuales idiotas comenzaron a considerarla un fenómeno sociológico cuando en este país florecían las barbas de los hippies y Mick Jagger de los Rolling se había instalado un guante de boxeo en la entrepierna a modo de genitales de quita y pon.

Cuando Lola Flores desarrolló un cáncer de mama comenzó a bailar con la hondura que le faltaba, y ella ya no tuvo amante más fiel que esa Dama que la había seguido desde 1972, durante veintitrés años, hasta que la poseyó un día de mayo. Fue un baile muy largo, lleno de desgarro, que atravesó toda la democracia. Al final, resultó ser un magnífico cadáver paseado entre lágrimas por las calles de Madrid. ¿Cáncer de mama? Carmen Díez de Rivera había sido operada de cáncer de mama el 19 de marzo de 1997, nada, un T1 de 0,9 centímetros, controlado, cogido a tiempo, según los médicos. Unos meses después, en una revisión rutinaria, en Bruselas, se le detectó una metástasis en el peritoneo, en la zona donde diez años atrás le fue extraído un ovario cuando se enteró de que el amor de su vida con el que iba a casarse era su hermanastro. Desde ese instante su útero fue su propio féretro. Comenzó entonces el martirio de la beata Carmen, el flagelo radiactivo, el veneno de la quimioterapia. «No quiero morir.» Pese a su coraje, el mal se iba extendiendo hasta ocupar el hígado y los pulmones. El dolor la hizo volver a Dios. Había muerto su madre por la complicación de una caída en el cuarto de baño, aquella hembra postinera del Madrid de Pepe Blanco el del cocidito madrileño, también se había ido su padre Llanzol, pero su progenitor genuino, Serrano Suñer, aún vivía y tenía noventa y seis años. Alguien tuvo que darle la noticia. «Pobre Carmencita, entre todos mis hijos era la que más se parecía a mí», dijo al enterarse de que había muerto. Fue el 29 de noviembre de 1999. Su tía, la reverenda madre Soledad de Jesús Izaguirre y Díez de Rivera, la priora del convento de las carmelitas descalzas de Arenas de San Pedro, que la había cobijado durante los días aciagos, dijo: «Desde el cielo, donde Carmen está ahora, y es feliz, ella lo ve todo, según Dios». El 29 de cada mes las dieciséis monjas que componen la comunidad mandan decir una misa por su alma. Por un permiso especial del obispo de Ávila, su cuerpo está enterrado bajo un olivo en el huerto del convento. En sus raíces está el cadáver de Carmen alimentando sus frutos, el aceite del color de aquellos ojos.

Uno detrás de otro, Adolfo Suárez veía pasar todos los féretros. Recordaba a Carmen cuando le decía: «Traigo un mensaje para ti: “Dile que se atreva a legalizar al Partido Comunista”». Oía cantar La Zarzamora y después enjugaba las lágrimas de su mujer Amparo Illana cuando tuvo que aprobar la Ley del Divorcio siendo presidente del Gobierno.

En el entierro de la madre ibérica, Dolores Ibárruri, diosa de luto, un gran cadáver de noviembre, en Madrid no había milicianos ni barricadas sino una batalla de nubes, aunque la tarde se puso muy dulce en su honor después del aguacero. Fue acompañada a la tumba por gente muy curtida, campesinos cuyo rostro ha labrado la vida, obreros de antigua crin que lloraban y otros hijos de la escarcha. El féretro, tan austero como la verdad, iba cubierto con la bandera roja, atravesando una plantación de flores y puños por la bajada de Génova hacia la plaza de Colón, y desde los balcones de algunos bancos acorazados muchos financieros, habiendo interrumpido por un momento el consejo de administración, lo contemplaron con cierta curiosidad no exenta de respeto, con una copa en la mano y el pensamiento en Brunete. Lejos del cortejo se oía un clamor de bocinas airadas que estaban fuera de la Historia. ¡No hay derecho a que corten el tráfico! ¿Qué pasa? ¿Por qué hay semejante atasco? Están enterrando a Pasionaria. Hoy en la ciudad el cadáver de los héroes sólo produce atascos, pero a Pasionaria la llevaba el río hasta más allá del sueño que es la inmortalidad. Esta vez no había travestis tirados en las aceras con el rímel corrido por el llanto, ni plañideras de clase media con el carrito del supermercado, ni carrozas de oro con guarnición de ediles y maceros vestidos de sota, como en el entierro del alcalde Tierno Galván. El duelo de Dolores Ibárruri lo formaba el macizo central de la raza con zamarras de oveja, cazadoras de plásticos y paños rudimentarios que albergaban corazones sencillos. Con lágrimas en los ojos la multitud gritaba: «¡No pasarán!», aquel alarido de resistencia que ya se ha hecho romántico, el cual ahora subía hacia los altos despachos y se perdía por el horizonte de los automóviles atascados, y mientras cada día un pedazo de la Historia se derrumba, el cadáver de Dolores Ibárruri esta tarde pasaba entre tantos escombros como una sombra de nostalgia. Adolfo Suárez vio cruzar el entierro de Pasionaria en medio del bosque lácteo de su memoria. El nombre de aquella madre ibérica iba unido a un acto de valor, en el que tuvo que desarrollar más coraje que en aquel 23 de febrero frente a los golpistas. Fue un Sábado Santo, abril de 1977, cuando se atrevió a cumplir la súplica de Carmen, la de los ojos rasgados, que le decía: «Si no legalizas el Partido Comunista, la democracia no será nada».

Fragmentos de un diario íntimo escrito en un cuaderno amarillento de tapas verdes con anillas.

Durante aquella travesía por aguas de Mallorca, mientras la mujer rubia dormitaba tendida en cubierta, Adolfo Suárez bajó al camarote y sin un propósito premeditado descubrió en la maleta abierta de su compañera un cuaderno de tapas verdes con anillas. No pudo resistir la tentación de echarle un vistazo. Parecía un diario íntimo escrito con bolígrafo nervioso. Al ver su nombre garabateado varias veces, con una avidez insaciable lo fue devorando a escondidas en los tres días de escapada que duró la travesía. El diario se refería a los días tormentosos, insomnes, que precedieron a su nombramiento como presidente del Gobierno. Nunca le habló a Carmen de aquella violación de su intimidad. Tampoco Carmen le había insinuado nunca que llevaba un diario íntimo. Los dos guardaron este mutuo secreto, pero Suárez lo recordó por mucho tiempo, aun cuando la mujer rubia ya se había ido de su lado. Ahora caminaba por el bosque lácteo y sus pisadas hacían crepitar las hojas de otoño, hojas color cobre caídas de los robles que formaban un humus donde se hundían los zapatos. Cada pisada despedía cierto vapor vegetal. Aquellas hojas cobrizas o amarillas, todas fermentadas, llegó un momento en que en la memoria perdida de Suárez se confundieron con las hojas de aquel cuaderno de tapas verdes con anillas. Recordaba haberlas leído de forma clandestina mientras fuera del camarote se oían los golpes de mar contra las amuras del barco.

20 de noviembre de 1975. Me llama Suárez a las cinco de la madrugada para decirme que Franco ha muerto. Dos días después en las Cortes Juan Carlos es proclamado rey de España. Le temblaban las piernas. El presidente de las Cortes, Darío de Valcárcel, le gastó una putada. Lo proclamó rey y al final de la elocución gritó que lo hacía desde el recuerdo de Franco. Una afrenta. El gesto de Juan Carlos lo decía todo: eres un cabrón. Suárez está nervioso. Sabe que ha empezado para él la cuenta atrás pero sigue sin ser llamado. Parece que ha sido descartado. No figura en el Gobierno. Se le considera demasiado hablador y no demasiado de fiar. Le digo que no se ponga nervioso. Un poco de calma. Que no se le note la ambición ni la duda.

27 de noviembre. Juan Carlos, rey en la ceremonia de su consagración. Iglesia de los Jerónimos. Allí brilla el cardenal Tarancón con una homilía digna de un Tomás Moro. Le advierte de que tiene que ser rey de todos los españoles. Al final de cada párrafo le mira muy serio por encima de la montura de las gafas. Este clérigo había demostrado que tenía los redaños bien puestos. Después del entierro y los funerales de Carrero Blanco, cuando tuvo que huir en coche, protegido por la policía, perseguido por vociferantes reaccionarios que querían llevarlo al paredón, pasó por mi lado y a través de la ventanilla vi que se estaba fumando un puro. Un día le plantó cara al mismo Franco y a Arias Navarro y les amenazó con excomulgarlos si mandaban al exilio al obispo navarro Añoveros, por una homilía contestataria. Tuvo la excomunión guardada en el bolsillo durante tres días, como un jugador de póquer dispuesto a envidar el resto. Franco excomulgado, qué gracioso final. Al infierno bajo palio. La homilía de la consagración del rey llegó a emocionarme. Algunos creen que el cardenal Tarancón es un político florentino que se mueve bien por el laberinto sutil de las altas sacristías o por los pasillos vaticanos. Creo que hay una explicación más sencilla. La vida ha llevado a Tarancón al centro de la borrasca política. No tiene ninguna doctrina especial, sino las hormonas en su sitio. Se limita a aportar a esta locura el sentido común de una tierra, una democracia de Tribunal de las Aguas. Todo se puede hablar. Nada es del todo bueno ni malo. La vida hay que vivirla. Después del invierno viene la primavera, y si mucho le apuran incluso llega el verano. Dios es un elemento natural y el resto queda en papeles. ¿Dónde tiene uno que firmar? Yo veo al cardenal Tarancón liándose un cigarrillo de picadura selecta, sentado entre naranjos, con la sotana arremangada y el alzacuello desabrochado, mientras las libélulas zumban en un huerto del Mediterráneo. Basta con levantar la mano para tocar los pies del Creador.

13 de diciembre. Por fin tenemos una buena nueva. Las aguas comienzan a moverse por debajo. Adolfo ha sido nombrado ministro secretario general del Movimiento. Me lleva con él, ante las suspicacias que levanta mi situación. Pero hay otras noticias de Zarzuela que me inquietan. La reina se ha ido a la India. Inesperadamente. Como un arrebato. Sus motivos tendrá. Contra todo protocolo, se ha llevado consigo a sus tres hijos, incluido al heredero. Se dice que ha ido a ver a su madre la reina Federica, que está recibiendo doctrina de un maestro venerable de Calcuta. Juan Carlos haría bien en no humillarla y tener más cuidado con sus líos de faldas. Anda disparado. A estos Borbones no hay quien los pare. Aquí te pillo, aquí te mato. Parece que no saben hacer otra cosa.

25 enero de 1976. Kissinger se ha dado una vuelta por Madrid para olfatear de cerca el cotarro. En teoría ha venido a firmar un Tratado de Amistad Hispano-Norteamericana con el ministro Areilza, pero en realidad ha llegado como el propietario de esta pequeña finca del imperio a comprobar qué diablos va a hacer el nuevo capataz. Ha aconsejado a Juan Carlos que vaya con cuidado para consolidar poco a poco la corona, que es lo más importante. Hay que ir a ritmo lento. Tiene mucho miedo a los comunistas. Kissinger invita a Juan Carlos a Washington para presentarlo en sociedad ante el Congreso en el Capitolio. Es la verdadera consagración. Mucho más importante que la que recibió en la iglesia de los Jerónimos. Espero que apruebe con nota el examen.

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