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Authors: Manuel Vicent

Tags: #Histórico, #Relato

El azar de la mujer rubia (2 page)

Antes de penetrar en el bosque lácteo de su cerebro, el rey, con el brazo en el hombro de Suárez, pudo decirle: «Te elegí a ti, ¿no recuerdas? Si fuiste presidente del Gobierno, se lo debes al empeño personal de aquella chica rubia que te recomendé. Los grandes cambios de la historia se escriben a veces en un ala de mariposa. Haz memoria. Tú has sido presidente del Gobierno de España. Un día tuve que prescindir de ti, aunque te jugaste el pellejo como un héroe ante los militares golpistas, pero te hice duque, no te puedes quejar». Suárez no se acordaba, aunque en la niebla de su memoria, si el rey pronunció estas palabras, esta vez también sonaría aquella lejana canción superpuesta al rostro de una chica rubia con una toca de monja que caminaba por el claustro del convento de clausura de las carmelitas descalzas de Arenas de San Pedro. A menudo esa imagen le abrasaba el cerebro. A esa chica rubia, unas veces la veía de misionera o de cooperante en un poblado del África negra y otras estaba tendida con un bañador de flores amarillas en una tumbona en la piscina El Lago de Madrid o en la cubierta de un velero en aguas de Mallorca. Suárez comenzó a tararear para sí: «Cuando calienta el sol aquí en la playa, siento mi cuerpo vibrar cerca de ti». Siempre lo hacía de forma inconsciente cuando pensaba en ella. Era su canción. La canturreaba también ahora mientras el rey de España lo conducía hacia el bosque. De pronto dejó de cantar. «Veo que cojeas un poco, amigo», dijo Suárez. «He hecho tantas animaladas en mi vida, querido Adolfo, que tengo los huesos hechos polvo», le contestó el rey.

Durante el paseo por el jardín, Adolfo Suárez, en todo caso, sólo tuvo impresiones sensoriales, que después de atravesar su mente se diluían al instante fragmentadas en la niebla de su memoria perdida: este señor que camina a mi lado me quiere, pone la mano en mi hombro, lleva un anillo de oro en el dedo meñique, cojea un poco, me gustan sus zapatos, huele a colonia lavanda, me habla de un cochinillo asado, de una chica rubia, de sus huesos rotos, de una partida de mus, no para de hablar, me aturden tantas palabras. Este señor tan amable me acaba de regalar un collar con varias chapas de oro.

Ambos, el rey y Suárez, se detuvieron en el límite del jardín de la mansión bajo un abeto, que recogía el último sol de aquella tarde; el monarca le dio un abrazo pero antes de que lo empujara suavemente hacia el interior del bosque, Suárez se sacó del bolsillo interior de la chaqueta un papel con un mensaje escrito. Se lo mostró al rey, quien lo leyó con una sonrisa. A continuación quiso comparar la calidad de los zapatos que llevaba aquel desconocido con la de los suyos. Puso los pies junto a los del monarca y exclamó: «Mis zapatos son más bonitos que los tuyos». Luego comenzó a caminar solo por un sendero que se bifurcaba sucesivamente en los vericuetos de su mente perdida. De pronto volvió el rostro hacia el monarca y le dijo: «No te conozco, no sé quién eres, pero creo que te quiero». Y continuó caminando. No se sabe el tiempo que pasó desde que el rey lo hubiera abandonado.

En el momento en que Suárez fue fusilado al amanecer no dejaron por eso de cantar los pájaros.

Durante un tiempo Adolfo Suárez creyó que había sido fusilado. En mitad de la travesía del bosque lácteo, Suárez un día vio pasar algunos camiones del Ejército cargados de gente de paisano con las manos atadas a la espalda y el terror grabado en los rostros. Sobre el estruendo de los motores emergían lamentos, llantos y blasfemias. Desde el fondo de un barranco, a través del ramaje abrupto le llegó un sonido de descargas de fusil precedidas de últimos alaridos. Los disparos, no muy lejanos, se producían con una cadencia precisa, seguidos de un silencio y poco después sonaban varios tiros separados, tac, tac, tac, y así sucesivamente, que eran tiros opacos de gracia, aunque él no lo sabía. No obstante los pájaros seguían cantando. Cantaban los mirlos, se desgañitaban las urracas, también seguían bullendo todos los bichos e insectos de un bosque cualquiera como si no pasara nada.

A la salida del sol, en un claro, Suárez divisó a un pelotón de soldados sentados alrededor de una fogata que comían sardinas de lata y se pasaban una bota de vino. Eran nueve y cada uno llevaba un mosquetón cruzado sobre las rodillas. Su mente difusa logró discernir que aquellos soldados estaban al mando de un sargento, quien le dio el alto con voz muy autoritaria, llena de aguardiente, puesto que tenía en una mano una pistola y en la otra una botella de anís del Mono. Nadie le pidió que se identificara; todos sabían de sobra quién era. El sargento dijo: «Aquí llega el galán. Por su culpa España se ha cubierto de mierda y a nosotros nos toca limpiarla. Anda, ven para acá, que te vamos a hacer un regalo. Vas a pasar a la historia a cambio de diez gramos de plomo». Uno de los soldados lo agarró del brazo y lo condujo con determinación hacia el tronco de un árbol. Le ató las manos a la espalda y mientras esto hacía, le dijo: «El sargento hoy está de buenas y te concede la gracia de morir con los ojos tapados». Sin esperar respuesta, el soldado le cubrió el rostro con un retal de esparto, que estaba empañado con las lágrimas de cuantos le habían precedido en la suerte, y esa súbita oscuridad hizo que Suárez se acordara de que era el presidente del Gobierno derrocado por unos golpistas.

El sargento mandó formar al pelotón y se dispuso a dar las órdenes de rigor: «¡Preparados!, ¡carguen!, ¡apunten!...», pero antes de pronunciar la palabra «¡fuego!», el presidente Suárez tuvo un pensamiento para ella. Alta, esbelta, rubia, transparente, con los ojos plateados llenos de luz, así vio en ese momento supremo a Carmen Díez de Rivera. Luego le bastó un segundo más para verse a sí mismo como un derrotado al que iban a pasar por las armas.

Pero fuera del enredo de su memoria las cosas habían sucedido de otro modo, que Suárez ya no recordaba sino en tinieblas. Estaba en la cabecera del banco azul en el Congreso de los Diputados la tarde del 23 de febrero de 1981 cuando entró en el hemiciclo un teniente coronel al mando de un centenar de guardias civiles con la guerrera despechugada trasportados por autobuses La Sepulvedana con las cortinillas corridas. Oyó los gritos: «¡Quieto todo el mundo! ¡Al suelo!, ¡Al suelo!», gritos que ya se habían incorporado al subconsciente colectivo de toda España. El teniente coronel Tejero se había encaramado en el estrado de la presidencia con una pistola, que le llenaba toda la mano, y luego comenzaron a sonar tiros, ráfagas de metralletas, «¡Al suelo!, ¡al suelo!», repetían otros guardias, y como presidente del Gobierno, mientras todos los diputados, excepto Santiago Carrillo, ligeramente escorado contra el antebrazo de su asiento, daban con la tripa en la alfombra bajo los escaños, él tuvo que jugarse el pellejo al salir del banco azul a proteger al teniente general Gutiérrez Mellado, zarandeado por el teniente coronel, un acto de heroísmo por el cual la historia le recompensó con un vídeo que después sería todo su patrimonio. «Al suelo, nunca —pensó Suárez en ese momento—, el hombre ha tardado dos millones de años en ponerse de pie para que venga ahora un demente hijo de puta y nos obligue a ir otra vez a cuatro patas. Yo no, por mis cojones». Su arrojo no le sirvió de nada. Lo sacaron del hemiciclo de madrugada y lo encerraron a solas en una estancia del Congreso hasta la salida del sol.

Gutiérrez Mellado era el único general en la historia a quien la buena estrella había concedido el privilegio de exhibir en directo ante las cámaras su gallardía. A los generales no se les exige arrojo personal, sino talento táctico que deben demostrar sobre los mapas desplegados en los tableros del Alto Estado Mayor cuando traman la estrategia de una batalla. El heroísmo militar se produce en las trincheras, en las campas, en los barrancos donde no llegan los corresponsales de guerra. Pero Gutiérrez Mellado tuvo la suerte de demostrar su coraje en directo ante las cámaras de televisión, hasta el punto de que su gesto de valor se convertiría en un bien de consumo el día de mañana. En un tiempo de pollinos electrónicos, cuya filosofía existencial se reduce a un cúmulo de imágenes, dígitos, marbetes, diseños, envases y marcas, los telespectadores podrían contemplar en la pantalla, entre una catarata de perfumes, licores, refrescos y jabones activos, un bello gesto de arrojo personal, apto para el consumo.

Aquel vídeo del 23 de febrero era ya un pliego de cordel o un cantar de ciego, que se repetía en todas las ferias, pero Suárez lo ignoraba. A partir del momento en que un milico lo sacó del hemiciclo del Congreso, había perdido la memoria. Pero si ahora lo iban a fusilar, no había duda, es que el golpe había triunfado. En el bosque donde se había perdido creyó recordar que, a una hora incierta de la madrugada, irrumpió en la carrera de San Jerónimo una compañía de la División Acorazada al frente de varios carros de combate para detener al loco de Tejero, un guardia civil descerebrado que había puesto el Estado patas arriba. Se trataba de restablecer el orden, como así fue. El teniente coronel Antonio Tejero, el causante de la asonada, había sido detenido y encarcelado en un castillo militar. El Ejército había acudido al Congreso a salvar a la democracia y se había quedado en el poder, como el bombero que después de apagar el fuego se autoinvita a cenar, luego exige dormir en la cama del amo de casa, pide el desayuno por la mañana y así sucesivamente hasta cuarenta años más. De esta forma se había establecido una nueva dictadura, con la promesa de convocar elecciones en un tiempo indeterminado. Los telediarios y boletines informativos de la radio no hacían sino repetir cada hora un bando copiado del que pronunciaron los conjurados el 17 de julio de 1936, que también se levantaron con el pretexto de defender a la República frente al desorden. En aquella ocasión el asesinato de Calvo Sotelo les fue servido en bandeja. Esta vez la estratagema militar del golpe también había funcionado. Tejero sólo era un patriota demente que había sido lanzado como cebo en medio de la pista de un circo para ser devorado por las fieras, por los propios militares, una excusa para levantarse y apoderarse del Estado. ¿Quién le había impulsado desde la sombra a cometer esa locura? Ése sería un tema para grandes tesis doctorales el día de mañana. Mientras Tejero estuvo preso, sus partidarios acudieron a la cárcel a ofrecerle dádivas, vino de Rioja, empanadas, jamones, enseñas de la patria, vírgenes del Pilar, Quijotes de madera, banderillas y estoques de torero. Después de un juicio somero lo mandaron a un exilio de lujo a Argentina, donde regentaba un restaurante de asados.

En la mente de Suárez siguió un periodo de confusión y poco después oyó gritar: «¡Fuego!», en medio del bosque. El pelotón descargó el plomo de sus mosquetones y en lugar de caer acribillado, Suárez se sintió liberado de las ataduras; el sargento le dio una palmada en la espalda y le mandó que siguiera camino. «Adelante, amigo, a partir de ahora arréglatelas como puedas, tuya es la historia», le dijo. Cuando le cayó la venda de los ojos al suelo, se sorprendió al no ver a nadie a su alrededor; comenzó a caminar, cosa que hizo con catorce agujeros en el cuerpo como medallas chorreando sangre, que diría un mal poeta, aunque el impacto de los catorce proyectiles, después de atravesar su carne, había formado el escudo heráldico del Toisón en el tronco de aquel alcornoque contra el que había sido pasado por las armas y donde sólo había un perro lobo ahorcado. Hubo un hecho extraño. Con la descarga, los pájaros ni siquiera enmudecieron, como suele suceder siempre ante las descargas de los fusileros, y Suárez caminó atravesando la algarabía de todas las aves que habían enloquecido en el bosque.

Poco después, indemne y con la memoria perdida, se encontró sentado a la orilla de un río en cuyo remanso se reflejaba el Toisón que llevaba colgado del cuello. Las catorce chapas brillaban sobremanera en el espejo del agua. A su alrededor había desechos podridos de una fiesta campestre que pudo haberse celebrado allí hace muchos años, envases de helados, matasuegras, botellas de Coca-Cola y tetrabriks de vino Don Simón, troncos chamuscados, parrillas oxidadas donde pudieron asarse chorizos y sardinas. Se sorprendió al ver entre otros despojos lo que parecía ser el rabo de un demonio, según lo dibujaban los cuentos de terror religioso: un apéndice peludo de más de medio metro rematado en forma de flecha. Alguien lo había cortado de raíz o se había desprendido por sí mismo de la rabadilla de su propietario. A Suárez le asaltó la imagen de su amigo Santiago Carrillo. Recordó que entonces se decía que Carrillo tenía rabo como el demonio. Puede que lo hubiera perdido en aquella fiesta. Entre otros papeles fermentados también había un periódico, con fecha 2 de marzo de 1981, veintitantos años atrasado, en cuya primera página, en grandes titulares, Suárez a duras penas pudo leer: EL EJÉRCITO SE HACE CON TODOS LOS RESORTES DEL ESTADO. EL ORDEN REINA EN LAS CALLES DE TODO EL PAÍS

El poder no lo ostentaba Milans del Bosch ni el general Armada. Al parecer, en medio de la confusión de última hora, en la noche de la asonada, ambos generales se habían neutralizado mutuamente por la propia ambición y sus espadas se cruzaron. Armada había jugado a dos paños, uno a favor de un golpe de timón con el supuesto consentimiento del rey, y otro calentándole la cabeza a Milans con un pronunciamiento militar en toda regla para controlar un golpe muy duro programado en los cuarteles por una facción de coroneles y comandantes. En ambos paños Armada se ofrecía como solución intermedia, pero a última hora le faltó cintura, su juego quedó al descubierto y un coronel anónimo, que emergió de la oscuridad del cuartel de Campamento unos días después, había aprovechado una coyuntura de vacío de mando, se había apoderado de todos los resortes del Estado y había instalado un régimen autoritario. Era el nuevo dictador. Su rostro estaba en todas las vallas, periódicos y noticieros.

En ese diario enmohecido Adolfo Suárez pudo leer con todo pormenor la forma en que tanto él como Santiago Carrillo y Gutiérrez Mellado habían sido pasados por las armas. En cambio, no se daba noticia de otros políticos encarcelados ni del aluvión de demócratas cazados de madrugada en sus casas o en sus guaridas, que llenaban las gradas del estadio Vicente Calderón a la espera del destino aciago de un juicio sumarísimo, ni de las matanzas que había perpetrado en Valencia, en Barcelona y en el País Vasco un grupo que se autodenominaba Nuevo Amanecer. En el periódico tampoco se daba ninguna noticia del paradero del rey. Se suponía que había volado a Londres con toda la familia.

De todas formas, sucedía algo extraño con la lectura del periódico. La opinión pública parecía estar dividida. Unos creían que el golpe de Estado había triunfado, otros lo negaban, según el criterio con que cada uno leía las noticias y las aplicaba a su vida. A simple vista la democracia seguía como si no hubiera pasado nada, la libertad formal continuaba, la gente seguía yendo a El Corte Inglés y a Benidorm, de hecho el nuevo presidente se llamaba Calvo Sotelo, pero en otro sentido el miedo se había apoderado de la sociedad, los políticos se sentían vigilados y llenos de terror, aunque seguían vivos y ocupaban sus escaños del Congreso como antes. En la mente de Adolfo Suárez a veces aparecían figuras, sombras, sonidos, palabras, sensaciones inmediatas, siluetas lejanas. En el periódico había leído una extraña historia que Suárez creyó que él mismo había vivido. Era un cuento de domingo escrito por un autor de moda.

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