En el inconsciente de la izquierda española está grabada a fuego la creencia de que en este país el poder es una finca de exclusiva propiedad de la derecha. Felipe González llegó a la Moncloa con un aparente desparpajo andaluz, bajo el cual se escondía un respeto reverencial a las sagradas escrituras de la oligarquía: cualquier ley que promulgaba su Gobierno siempre iba envuelta con el temor a que los dueños del cortijo se enfadaran y dieran por terminada la broma. Probablemente, Zapatero se despertaba cada mañana, se restregaba los ojos, miraba a su mujer y también le preguntaba: «¿Sigue siendo verdad todo esto? ¿Seguro que no nos han echado todavía? ¿Hasta cuándo permitirán que juegue a ser presidente del Gobierno?».
Cuando era jefe de la oposición desafió a Estados Unidos, metido en la guerra de Irak, al quedarse sentado en la tribuna de autoridades en el desfile militar en Madrid al paso de la bandera de las barras y las estrellas. En cuanto llegó al poder, Zapatero dejó que el ángel de izquierdas que llevaba dentro mostrara la punta del ala: mandó que regresaran las tropas de Irak y paralizó la Ley Orgánica de Calidad de la Enseñanza, dando un revés a Bush y a los curas al mismo tiempo, pero, sintiéndose turbado por la culpa, se fue con una prisa inusitada a Roma para que le riñera el Papa, y después corrió a abrazar al apóstol Santiago y permitió que el arzobispo le plantara cara en medio de la catedral. Trató en vano de aplacar al clero dándole más dinero a la Iglesia. Destituyó a la cúpula militar, nombró a una mujer ministra de Defensa para que pasara revista a las tropas embarazada de ocho meses —una imagen que dio la vuelta al planeta— y permitió que sus ministras se disfrazaran en la puerta de la Moncloa con modelos de alta costura y se repantigaran sobre pieles salvajes, dejando el marbete de su política en manos de diseñadores y peleteros. Esos bandazos sólo indicaban que Zapatero tampoco se había librado del complejo de okupa. Cuando no se está seguro del terreno que se pisa, uno empieza tratando de agradar a todo el mundo y acaba dejándose fusilar metafóricamente sin protesta alguna para no cabrear al jefe del pelotón. Con el deseo de agradar a todo el mundo Zapatero había emprendido la apasionante aventura de la cordialidad política, que fue el sueño revolucionario de aquellos estetas de la República: enterrar para siempre la quijada de burro con una sonrisa.
Al principio salió indemne de los charcos en que se metía, no se sabe si por arrojo de primerizo o por la suerte que corona siempre al jugador novato. Usaba la sonrisa como un arma. Este político amable, sonriente y educado, con un optimismo antropológico, acabó siendo batido por un oleaje imprevisible, en medio de una crisis mundial que se le echó encima. En ese momento había otro gran bombardeo. Eran los tiempos en que no pasabas por la puerta de un banco sin que alguien te cogiera del brazo y te metiera a la fuerza en el establecimiento, donde te recibía muy amable un señor encorbatado que te regalaba apenas sin interés un crédito para un piso, un local, una parcela, los muebles de la casa, un coche todoterreno, en un solo paquete y te añadía unos diez millones como dinero de bolsillo. «Cógelo, no seas tonto. Dentro de un año lo que compres ahora valdrá cinco veces más.» En Bagdad caían bombas de acero, en el país de Rodríguez Zapatero caían bombas de cemento y ladrillo sobre todos los litorales, en los extrarradios de las ciudades, en las montañas, valles y cañadas. De las infinitas grúas se balanceaban los huevos de oro de los especuladores, de cada pluma de la construcción colgaba el famoso saco de la codicia hasta que un día, de la noche a la mañana, todas las grúas de España se convirtieron en cruces del Gólgota donde fueron crucificados los inocentes, pero ninguno de los ladrones.
Adolfo Suárez recordaba difusamente aquel tiempo en que era gobernador de Segovia y un día sucedió aquella tragedia. En Los Ángeles de San Rafael se celebraba una convención de una cadena de supermercados. Más de quinientas personas de esta empresa comían, bebían y cantaban durante el almuerzo y de pronto todo se vino abajo. Cedió el suelo y todos los invitados fueron tragados por los escombros. El comedor había sido inaugurado sin permiso ni garantías, antes de que la argamasa hubiera fraguado. Suárez se recordaba sacando por debajo de los cascotes con sus propias manos a los muertos y heridos entre el arrojo y las lágrimas.
Ese mismo comedor que se derrumbó en medio de la fiesta de Los Ángeles de San Rafael, impulsado por la codicia de aquel promotor gordo que Suárez se encontró en el bosque, era el mismo que se hundió bajo los pies de Rodríguez Zapatero en medio del festín del ladrillo, sólo que ahora aquel comedor donde los especuladores saciaban su estómago se llama Lehman Brothers, radicado en Wall Street de Nueva York, cuyo desplome tuvo un efecto multiplicador en todo nuestro país. En la tarde del 17 de julio de 2008 en que el rey acudió a la colonia de La Florida a imponerle el Toisón a Adolfo Suárez, el primer presidente del Gobierno de la democracia, en cualquier ciudad de España había cientos de restaurantes repletos de comensales felices cantando, celebrando bautizos, comuniones, bodas y cumpleaños. Sonaban las orquestas de metal. A los postres los comensales bailaban el vals, se repartían ganancias, se firmaban contratos, se doblaban los precios, se descuartizaban montañas enteras sobre planos en los cocederos de mariscos. De pronto, todos los restaurantes se hundieron a la vez. La crisis sorprendió a este presidente con el pie cambiado y a partir de ese momento los muertos y heridos empezaron a exigirle responsabilidad por no prever que el edificio no tenía cimientos y se les iba a caer encima, como así sucedió. Perdió las elecciones y en el bosque comenzaron a sonar tiros de fusilamiento, aunque esta vez no eran pelotones de soldados los que pasaban por las armas a los políticos de la democracia. Suárez recordaba que había sido fusilado. Pero ahora estaba asistiendo a otra matanza. Eran los banqueros, los ejecutivos de las altas finanzas los que detenían a los ciudadanos corrientes y les obligaban a ponerse de espaldas contra la pared brazos en alto, los cacheaban y les robaban la cartera e incluso las monedas que llevaban en los bolsillos. A algunos más reticentes los conducían esposados al centro del bosque, les ponían una venda en los ojos y los llenaban de plomo. Los fusilamientos de gente anónima no sólo sucedían en el bosque. También se realizaban en plena calle, en las puertas de los bancos, en las colas del paro, en las plazas donde estaban sentados los jubilados tomando el sol. Después de ser fusilados todos seguían vivos, aunque obligados a alimentarse con cuellos hormonados de pollo, condenados de por vida a pagar las deudas al banco desde la intemperie en medio de las tinieblas.
Aquella tarde del 17 de julio de 2008 el paseo por el jardín de La Florida duró sólo unos minutos, el tiempo protocolario de ir hasta el abeto, rodear los pinos y volver con los zapatos embarrados a la terraza, donde permanecían las copas vacías en la mesa de cristal frente a los sillones y poltronas de mimbre. Antes de tomar asiento de nuevo, Adolfo Suárez se detuvo un momento, miró con insistencia a aquel señor que lo acompañaba y le preguntó: «¿Tú quién eres?». El rey le contestó: «Soy uno de tus mejores amigos». Entonces Suárez pudo sacarse del bolsillo, como otras veces, el papel con un escrito para mostrarlo con orgullo a ese señor que decía ser su amigo. Se lo dio a leer y el rey leyó: «Me has hecho la mujer más feliz todos los días de mi vida». Suárez enseñaba con orgullo ese papel a cualquier persona que sintiera próxima y amable. Era el último mensaje, escrito de puño y letra con temblor, que Amparo Illana le había entregado en el lecho de muerte. Adolfo había estado muy enamorado de su mujer y durante su larga agonía había permanecido al pie de la cama, los dos cogidos de la mano, hasta que expiró. También adoraba a su hija Mariam, pero en ese momento ignoraba que su hija también había muerto de cáncer. Alguien un día trató de comunicarle esa trágica noticia y Suárez le contestó que no toleraba en absoluto esa clase de bromas.
Sentados en las poltronas del jardín entre los familiares e invitados que poco antes habían asistido a la ceremonia íntima de la entrega del Toisón de Oro, se cruzaron las palabras informales que preceden a la despedida y, antes de ponerse en pie, Adolfo Suárez, que había permanecido con la mirada perdida en la copa de los pinos, pareció regresar al presente después de una prolongada ausencia durante la cual se había extraviado en un bosque. Primero comenzó a hablar en voz baja consigo mismo y luego para los demás cuando guardaron silencio. «¿Sabíais que yo un día conocí a un príncipe que partía ladrillos con un golpe de kárate? Ese príncipe un día fue rey de un país lejano adonde yo arribé cuando era marinero de fortuna. Me había enrolado en un barco que no llevaba ningún rumbo conocido. Un día en medio de una tempestad hubo un motín a bordo y yo, que no sabía nada del arte de navegar, me encontré con el timón en las manos y logré llevar el barco a un puerto desolado, donde no había naves atracadas ni mercancías en los tinglados ni oficinas de consignatarios de buques. En el muelle sólo había unos hombres vestidos con chilaba blanca y turbante negro, puestos en círculo, que echaban los dados árabes a quien quisiera saber su destino por un módico precio. Esos dados estaban fabricados con hueso de colmillos de tigre y carecían de números. Cada una de sus caras tenía una imagen. Un elefante, un alfanje, un perro, una palmera, un león, una flor. Eché unas monedas en medio del corro para probar suerte. Mientras uno de ellos agitaba el cubilete de ébano, otro me dijo: “Hermano, si sale la flor, que es el azahar, serás muy afortunado”. En el suelo había arena que el viento había traído del desierto de alrededor y en ella al caer quedó el dado enterrado. Suavemente uno de aquellos árabes, que parecía ser el maestro de ceremonias, fue apartando la arena con la mano y descubrió la cara del dado, que representaba una flor de lis. “¿Cuál es el augurio?”, pregunté. “Llegarás a conocer a una dama muy hermosa, de piel dorada, de ojos azules y cabellera resplandeciente, que te guiará a un palacio donde habita un príncipe que parte ladrillos con un golpe de kárate.”»
Los invitados al jardín de La Florida interpretaron que aquella mujer pudo ser la que todos imaginaban y nadie se atrevía a pronunciar su nombre. Todos permanecieron callados mientras Suárez comenzaba a desvelar la otra parte de su desmemoria. «Tenía delante de mí un desierto y al otro lado del muelle de aquel puerto desolado se estaba organizando una caravana de traficantes que se dirigían a una ciudad donde se decía que había un gran mercado de objetos robados, viejas casonas de hidalgos arruinados, iglesias y juzgados, curas, monjas y militares. Sin ninguna experiencia, me convertí en guía de dromedarios en la travesía de un secarral que parecía no tener fin más allá de unos yesares deslumbrados ante la crueldad del sol, pero un día vislumbramos unos campanarios que sobresalían de unas murallas de color miel sobrevoladas por un anillo de cuervos.» Los invitados al jardín de La Florida se abstuvieron de hacer comentarios. Se miraban unos a otros sonriendo con agrado mientras Suárez describía aquella ciudad, las personas que la habitaban, los sonidos de la lengua extraña que hablaban y el citado bazar. «En aquella ciudad mandaba un tirano. Todo el mundo estaba sometido bajo su bota invisible, pero la gente comerciaba alegremente, cantaba y bailaba, celebraba fiestas, unos comían gallinejas y otros percebes, aunque el poder de aquel sátrapa estaba en el fondo de todas las conciencias. En la plaza principal del gran bazar había un pedestal con un soldado que llevaba en la mano una lata de gasolina. Había una tienda de jades y de ámbar antiguo. Una mujer rubia salió de aquella tienda y me retuvo la mirada. Eran unos ojos azules acuáticos como no había visto nunca. Fue otro azar. De la misma forma que llevé el timón de aquel barco sin conocer las artes de navegar y también llevé a buen término la caravana de traficantes sin conocer la ruta del desierto, de igual manera aquella mujer rubia fijó los ojos en mí entre la multitud que llenaba el mercado y me llevó a un palacio donde vivía un príncipe que partía ladrillos con un golpe de kárate, aunque estaba igualmente sometido a aquel tirano.» Luego Adolfo Suárez calló. Era una historia repetida, que todos daban por sabida e imaginada. El sol ya había doblado la copa de los pinos del jardín de La Florida.
El rey Juan Carlos aprovechó el silencio en que había caído Adolfo Suárez para levantarse de la poltrona del jardín e iniciar la despedida con todos los saludos formales. «Ha sido una tarde muy agradable.» «Gracias por este honor que ha concedido a nuestra familia, señor. Adolfo parece que no se entera, pero percibe la amistad y el cariño de Su Majestad.» Mientras el cuerpo de seguridad se preparaba para ponerse en marcha, el monarca le dio un abrazo a Suárez, quien volvió a repetir lo que le había dicho antes de penetrar en el bosque lácteo: «No te conozco, no sé quién eres, pero creo que te quiero mucho». El rey celebró la frase con una carcajada muy afectuosa y le apretó el brazo a modo de una cálida caricia. A continuación sonaron las voces gangosas de los guardaespaldas reales en las radios de los coches. El monarca de España y su séquito abandonaron la mansión de La Florida y se diluyeron en el rumor del tráfico que fluía por la autopista de La Coruña.
Desde el sillón de la terraza Suárez contempló la espalda de aquel personaje desconocido que se alejaba cojeando un poco y se introducía en un bosque iluminado por una luz cenital, color calabaza, cernida sobre la copa de los pinos y las ramas de los abetos. Recordó que en ese bosque habían sucedido muchas cosas: había presenciado el derrumbe de un restaurante con quinientos comensales que celebraban una fiesta; en un cruce de caminos, en medio de una maraña de helechos, había conocido a un príncipe con el que jugaba al mus de pareja con un gitano; había asistido a un golpe de Estado, había encontrado el rabo de un demonio, había visto navegar muerta a una mujer rubia a flor de la corriente de un río. «¿Qué habrá sido de aquel príncipe? Nada bueno le espera si se pierde como yo en ese bosque. Correrá mucho peligro —pensó—. ¿En qué ribera llena de flores habrá varado el cuerpo de aquella mujer rubia?».
En aquel bosque en el que se había perdido había una feria popular repleta de tiovivos, barracones de tiro al patito, hedor de almendras garrapiñadas, puestos de turroneras, tómbolas con altavoces donde rifaban muñecas y botellas de sidra. Los sacamuelas regalaban peines, otros buhoneros contaban crímenes y hazañas y un ciego a tientas con un puntero explicaba una historia dibujada en múltiples cuadrículas de un gran cartelón colgado de una pared.