—Muy bien, Vadhagh, baja al istmo —contestó por fin, asintiendo con la cabeza—. Les diré a mis hombres que no intervengan hasta que termine nuestra lucha. Si me matas, mis carros dejarán el campo de batalla y sólo serán los otros...
—No me creo esa parte del trato —contestó Córum—. Además, no me interesa. Voy a bajar.
Córum se tomó un buen rato para bajar los escalones. No quería morir a manos de Glandyth, y sabía que si era Glandyth el que sucumbía, debido a alguna circunstancia de la fortuna, los hombres del Conde de Krae correrían a ayudar a su amo. Todo lo que esperaba ganar eran algunas horas para los defensores.
Rhalina se encontró con él a la puerta de sus habitaciones.
—¿Dónde vas, Córum?
—Voy a combatir con Glandyth, y lo más probable es que muera —dijo—. Moriré queriéndote, Rhalina.
—¡Córum! ¡No! —el rostro de la dama era una máscara horrorizada.
—Es necesario para que este castillo tenga una posibilidad de resistir a esos guerreros.
—¡No, Córum! Puede haber un modo de conseguir ayuda. Mi marido lo cita en su tratado. Un último recurso.
—¿Qué ayuda?
—No lo dice muy concretamente. Es algo que le transmitieron sus antepasados. Una invocación. Brujería, Córum.
—No existe la brujería, Rhalina. —Córum sonrió tristemente—. Lo que llamas brujería es sólo un puñado de virutas medio aprendidas de la sabiduría Vadhagh.
—De lo que te hablo no es de sabiduría Vadhagh, sino de otra cosa. Una invocación.
Córum hizo gesto de alejarse. Ella le sujetó tomándole de un brazo.
—¡Córum, déjame intentar la invocación!
—Muy bien, inténtalo si quieres, Rhalina —dijo Córum, soltando el brazo y bajando los peldaños con la espada en la mano—. Aunque tuvieras razón, necesitarás todo el tiempo que pueda ganar para ti.
La oyó sollozar, gritar sin palabras, y llegó al salón y se dirigió al portón principal del castillo.
Un asustado guerrero le abrió paso y, por fin, alcanzó el istmo. En el otro extremo, alejado de sus carros y caballos, tras haber apartado el cuerpo del Hombre Oscuro, se encontraba el Conde Glandyth-a-Krae. Y, a su lado, sosteniéndole el hacha de guerra, se hallaba la desgarbada figura del joven Rodlik.
Glandyth alargó un brazo para acariciar el caballo de su paje y mostró los dientes con una mueca de lobo. Tomó el hacha de las manos del joven y comenzó a avanzar por el istmo. Córum se adelantó para salirle al encuentro.
El mar golpeaba contra las rocas del malecón. A veces graznaba un ave marina. No se escuchaba ningún sonido de los guerreros de ninguno de los dos bandos. Tanto defensores como atacantes contemplaban tensamente cómo se acercaban entre sí los dos adversarios, hasta que, por fin, se detuvieron en el centro. Los separaban unos diez pies.
Córum vio que Glandyth había adelgazado un poco. Pero sus ojos grises y pálidos aún contenían el mismo brillo extraño e innatural, y el rostro era tan rojo y enfermizo como la última vez que Córum lo viera. Mantenía el hacha de guerra baja ante él, con las dos manos, y la cabeza, cubierta por el yelmo, ladeada.
—Por fin —dijo—. Te has puesto muy feo, Vadhagh.
—Es para que hagamos una buena pareja, Mabdén, porque tú no has cambiado en absoluto.
—Y veo que vas adornado con bonitas conchas —se mofó Glandyth—, como la hermana de algún dios del mar que se fuera a casar con su novio... algún pez. Bien, puedes servirles de banquete nupcial cuando arroje tu cadáver al mar.
Córum se cansaba de aquellos burdos insultos. Se echó hacia adelante y lanzó un tajo de la espada de dos manos hacia Glandyth, que levantó rápidamente el hacha y bloqueó el golpe con el mango guarnecido de metal, tambaleándose un poco. Sostuvo el hacha con la mano derecha y sacó un largo cuchillo con la izquierda, agachándose y dirigiendo el hacha a las rodillas de Córum.
Córum saltó y la hoja del hacha silbó bajo sus pies. Impulsó la espada con la punta dirigida hacia Glandyth y la hoja raspó la hombrera del Mabdén, pero sin dañarle.
Glandyth maldijo e intentó de nuevo el mismo truco. Córum volvió a saltar y el hacha falló de nuevo. Glandyth se echó atrás y lanzó un golpe contra el escudo de concha de cangrejo, que crujió con la fuerza del golpe, pero no se rompió, aunque el brazo de Córum quedó entumecido de la muñeca al hombro. Respondió con un golpe de revés que bloqueó Glandyth.
Córum lanzó una patada a las piernas de Glandyth, esperando que perdiera el equilibrio, pero el Mabdén retrocedió varios pasos antes de volver a plantarle cara.
Córum avanzó con cuidado hacia él.
—Estoy cansado de esto —gritó Glandyth—. Ya le tenemos. Arqueros, ¡disparad!
Y Córum vio que los carros habían avanzado lentamente hasta ocupar la primera fila de la tropa y que sus conductores le estaban apuntando con flechas. Alzó el escudo para protegerse contra ellas.
Glandyth corría por el istmo dirigiéndose a sus tropas.
Córum había sido traicionado. Aún faltaba una hora para la subida de la marea. Parecía que iba a morir para nada.
De pronto se oyó un grito procedente de las almenas del castillo, y una ola de flechas se lanzó hacia abajo. Los arqueros de Beldan habían disparado primero.
Las flechas Denledhyssi repicaron en escudo de Córum y en sus canilleras. Sintió una mordedura en la pierna, por encima de la rodilla, donde su protección era escasa. Miró hacia abajo. Era una flecha. Había atravesado completamente la pierna y la punta sobresalía por la parte posterior. Intentó retroceder cojeando, pero era difícil correr con la flecha clavada. Sacarla con su única mano le obligaría a dejar caer la espada. Miró hacia la playa.
Como se había imaginado, los primeros jinetes empezaban a cruzar.
Volvió a retroceder por el istmo arrastrándose durante algunas yardas más, y comprendió que nunca alcanzaría las puertas a tiempo. Se arrodilló velozmente apoyándose en la rodilla sana, dejó la espada en el suelo, rompió la flecha por la punta y se arrancó de la pierna el resto, arrojándolo a un lado.
Volvió a coger la espada y se preparó para resistir allí mismo.
Los guerreros con metálicas máscaras de guerra galopaban de dos en fondo por el istmo, empuñando las nuevas espadas.
Córum lanzó un golpe al primer jinete y tuvo suerte, pues arrancó al hombre de la silla. El otro intentó herir a Córum, pero falló y pasó de largo.
Córum se izó sobre la primitiva silla de montar del Pony. Sólo tenía por estribos dos lazos de cuero que colgaban de las cinchas. Con dificultad, Córum se las arregló para meter los pies en los estribos y bloquear el tajo que le dirigió el jinete al retornar sobre él. Otro jinete llegó en aquel momento y su espada se estrelló en el escudo de Córum. Los caballos resoplaban e intentaban retroceder, pero el istmo era tan estrecho que apenas había espacio para maniobrar, y ni Córum ni los otros dos podían usar con eficacia las espadas, pues intentaban controlar los caballos aterrorizados.
El resto de los enmascarados jinetes se vieron obligados a refrenar sus monturas por miedo de caer al mar, y aquello dio a los arqueros de Beldan la oportunidad que necesitaban. Oscuras capas de nubes descendieron desde las almenas y cayeron sobre las filas de los Mabdén, lo que aumentó la confusión.
Lentamente, Córum se retiró por el istmo hasta que llegó casi a las puertas del Castillo Moidel. El brazo del escudo se encontraba completamente paralizado, y el que llevaba la espada le dolía horrorosamente, pero se las compuso para continuar defendiéndose de los jinetes.
Glandyth les gritaba a los bárbaros de los ponies, para que se retirasen y reagrupasen. Evidentemente, sus planes de ataque no habían sido respetados. Córum sonrió. Por lo menos, algo había ganado.
Las puertas del castillo se abrieron tras él súbitamente. Beldan, con cincuenta arqueros dispuestos a disparar se encontraba en ellas.
—¡Entra deprisa, Córum! —gritó Beldan.
Comprendiendo las intenciones de Beldan, corrió hacia la puerta mientras la primera andanada de flechas volaba por encima de su cabeza. Se encontró en breves momentos al otro lado de las puertas cerradas.
Córum se apoyó jadeante contra una columna. Sentía que había fallado en su intentona. Pero Beldan le palmeaba el hombro.
—¡La marea está subiendo, Córum! ¡Tuvimos éxito!
La palmada fue suficiente para derribar a Córum. Vio la sorprendida expresión de Beldan mientras caía sobre las losas del patio y, por un momento, le divirtió la situación. Se desmayó.
Al despertarse, en su propia cama y con Rhalina sentada a la mesa cercana, leyendo todavía los manuscritos, Córum se dio cuenta de que por mucho que se entrenara para luchar, por muy bien que se las hubiera arreglado para sobrevivir durante la batalla del istmo, no viviría mucho tiempo en un mundo Mabdén si le faltaban la mano y el ojo.
—Debo conseguir una mano nueva —dijo, sentándose en la cama—. Debo conseguir un ojo nuevo, Rhalina.
Al principio, Rhalina pareció no oírle. Luego, levantó la vista. Su rostro parecía cansado y estaba surcado por líneas que indicaban su intensa concentración. Ausentemente, dijo:
—Descansa —y volvió a su lectura.
Llamaron a la puerta. Beldan entró con presteza. Córum comenzó a salir de la cama. Respingó al moverse. La pierna herida se había paralizado y tenía todo el cuerpo cubierto de heridas menores.
—Perdieron unos treinta hombres en el combate —informó Beldan—. La marea bajará de nuevo justo antes de la puesta de sol. No estoy muy seguro de si entonces intentaran un nuevo ataque. Yo diría que van a esperar a mañana.
—Depende de Glandyth —dijo Córum, frunciendo el ceño—. Si pensase que no esperamos un ataque nocturno, quizá lo hiciese. Pero si esos guerreros pony son tan supersticiosos como creemos, podrían resistirse a luchar de noche. Más vale que nos preparemos para un ataque con la próxima marea baja. Hay que vigilar los alrededores del castillo. ¿Cómo encaja eso con el tratado del Margrave, Rhalina?
—Bastante bien —asintió ella, levantando vagamente la vista.
Córum comenzó con dificultad a abrocharse la armadura. Beldan le ayudó. Salieron hacia las almenas.
Los Denledhyssi se habían reagrupado en la playa. Los muertos y sus caballos, así como el cuerpo del Hombre Oscuro de Laahr, habían sido engullidos por el mar. Algunos cuerpos flotaban entre las rocas al pie del castillo.
Los guerreros habían formado las filas en el mismo orden que antes. Los jinetes enmascarados se agrupaban en diez filas, y Glandyth y los carros detrás de ellas.
Calderos de plomo hervían sobre hogueras encendidas en las murallas; se habían construido pequeñas catapultas, y a su lado había montones de piedras para ser usadas como munición; flechas y jabalinas de repuesto se apilaban en una muralla.
De nuevo bajaba la marea.
El tambor de tono metálico volvió a batir. Se oyó el sonido distante de las armas. Glandyth hablaba con algunos de los jinetes.
—Creo que van a atacar —dijo Córum.
El sol estaba bajo y el mundo parecía haberse teñido de un helado color gris oscuro. Vieron cómo el istmo salía gradualmente a la superficie, hasta que sólo quedó cubierto por uno o dos pies de agua.
El batir del tambor se hizo más rápido. Se oyó un aullido de los jinetes. Empezaron a avanzar, chapoteando, sobre el istmo.
Había comenzado la verdadera batalla por el Castillo Moidel.
No todos los jinetes entraron en el istmo. Unos dos tercios de la tropa se quedaron en la playa. Córum se preguntó lo que significaba.
—¿Están guardados todos los puntos del castillo, Beldan?
—Lo están, príncipe Córum.
—Bien. Creo que van a intentar llegar a nado con sus caballos, rodeando el castillo, hasta las rocas, para mantenerse allí y poder atacar por todas partes. Al caer la noche, ordena lanzar flechas encendidas regularmente por todo el recinto.
En aquel momento se abalanzaron los jinetes contra el castillo. Se vaciaron los calderos de plomo por encima de las almenas y jinetes y animales chillaron de dolor cuando el metal al rojo blanco cayó sobre ellos. El agua silbó y se evaporó al contacto con el plomo. Algunos de los jinetes habían acercado arietes de asalto, colgados entre varias monturas. Empezaron a cargar contra la puerta. Los jinetes fueron arrancados a flechazos de las sillas, pero los caballos siguieron corriendo, desbocados. Uno de los arietes golpeó la puerta y la atravesó, quedándose empotrado en ella. Los jinetes intentaron arrancarlo, pero no pudieron. Fueron alcanzados por una ola de plomo hirviente; pero el ariete permaneció.
—Llevad arqueros a la puerta —ordenó Córum—. Y tened caballos listos por si consiguieran entrar en el patio.
Era casi de noche, pero la lucha continuaba. Algunos de los bárbaros cabalgaban alrededor de la zona inferior de la colina. Córum vio que la siguiente fila dejaba la playa y comenzaba a vadear con sus caballos las aguas poco profundas.
Pero Glandyth y sus carros se quedaron en la playa, sin tomar parte en la batalla. Sin duda Glandyth esperaría a que las defensas del castillo fueran sobrepasadas para cruzar el istmo.
El odio de Córum hacia el Conde de Krae se había incrementado desde la traición sufrida en su lucha personal, y, al verle utilizar a los supersticiosos bárbaros para sus propios propósitos, Córum supo que su opinión de Glandyth era acertada. Aquel hombre corrompería cualquier cosa con la que entrase en contacto.
Por todo el entorno del castillo, los defensores morían a causa de heridas de lanza y de flecha. Por lo menos, cincuenta habían muerto o estaban gravemente heridos, y los cien restantes estaban muy desperdigados.
Córum inspeccionó rápidamente las defensas, animando a los guerreros a mayores esfuerzos, pero ya se había terminado el plomo fundido y se estaban acabando igualmente las flechas y jabalinas. Pronto empezaría la lucha cuerpo a cuerpo.
Cayó la noche. Las flechas incendiadas mostraban grupos de bárbaros alrededor de todo el castillo. Brillaban antorchas en las murallas. La lucha continuaba.
Los bárbaros se reagruparon ante la puerta principal. Acercaron más arietes. La puerta empezó a crujir y estaba a punto de ceder.
Córum llevó consigo a todos los hombres que no eran imprescindibles en otros sitios y los reunió en el patio central. Montaron en sus caballos y formaron un semicírculo tras los arqueros, esperando a que los bárbaros penetraran en la fortaleza.