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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El caballero de las espadas (15 page)

Shool se calmó, se volvió y dijo:

—Eres tonto al demostrar que tanto te importa esta criatura. Ella, como todos los de su especie, teme el conocimiento, teme la sabiduría profunda y oscura que concede poder.

—Hablemos sobre el corazón del Caballero de las Espadas —dijo Córum—. ¿Cómo debo robarlo?

—Ven —dijo Shool.

Estaban en un jardín de flores monstruosas que emitían un aroma casi turbadoramente suave. El sol aparecía rojo en el cielo por encima de sus cabezas. Las hojas de las plantas eran oscuras, casi negras. Crujían.

Shool había vuelto a su primitiva forma de joven vestido con una flotante túnica azul. Condujo a Córum por un sendero.

—He cultivado este jardín durante milenios. Tiene muchas plantas peculiares. Cubre la mayor parte de la isla que no está ocupada por mi castillo, y tiene una utilidad: es un lugar pacífico en el que relajarse, y es muy difícil que encuentre el modo de atravesarlo un visitante no deseado.

—¿Por qué se llama esta isla la Casa del Dios Harto?

—Yo le puse ese nombre, por el ser de quien la heredé. Otro dios vivía aquí, y todos le temían. Buscando un lugar donde pudiera continuar mis estudios a salvo, encontré la isla. Pero había oído que la habitaba algún terrible dios y, naturalmente, me sentía precavido. En aquel tiempo sólo tenía una pequeña parte de mi sabiduría actual, ya que apenas contaba algunos siglos de edad, así Que sabía que no tenía el poder de destruir a un dios.

Una gran orquídea se extendió y golpeó la nueva mano de Córum. El la apartó.

—Entonces, ¿cómo te adueñaste de la isla? —preguntó a Shool.

—Oí que el dios comía niños. Los antepasados de aquéllos a quienes tú llamas Nhadragh le sacrificaban uno al día. Como yo tenía mucho dinero, se me ocurrió comprar una buena cantidad de niños y dárselos a comer todos de golpe, para ver lo que pasaba.

—¿Qué pasó?

—Se los tragó todos y cayó en un sueño de hartura.

—¡Y tú te acercaste y le mataste!

—¡No tal! Le capturé. Aún está en uno de sus propios calabozos en algún sitio, aunque ya no es el ser magnífico que era cuando heredé su palacio. Sólo era un dios menor, desde luego, pero pariente del Caballero de las Espadas. Esa es otra de las razones por las que ni el Caballero, ni ninguno de los otros, me molestan demasiado, pues retengo a Pliproth prisionero.

—Destruir tu isla equivaldría a destruir a su hermano.

—Exactamente.

—Ésa es otra razón que te obliga a utilizarme para cometer este robo. Temes que si dejas la isla puedan eliminarte.

—¿Temer? En absoluto. Pero pongo en práctica un grado razonable de prudencia. Por eso es por lo que aún estoy vivo.

—¿Dónde está el corazón del Caballero de las Espadas?

—Bien, se encuentra más allá del Arrecife de las Mil Leguas del que, sin duda, habrás oído hablar.

—Creo que leí alguna referencia de él en algún antiguo tratado de Geografía. Está al norte, ¿no? — Córum desenredó un zarcillo de vid de su pierna.

—Sí.

—¿Eso es todo lo que puedes decirme?

—Más allá del Arrecife de las Mil Leguas hay un lugar llamado Urde que a veces es tierra y a veces mar. Más allá se encuentra el desierto llamado Dhroonhazat. Más allá del desierto están las Tierras de la Llama, donde vive la Reina Ciega, Ooresé. Y más allá de las Tierras de la Llama están los Hielos Salvajes, donde merodean los Brikling.

Córum se detuvo para apartarse de la cara una hoja pegajosa. Parecía tener pequeños labios rojos que le besaban.

—¿Y más allá? —preguntó sarcásticamente.

—Bien, más allá está el territorio del Caballero de las Espadas.

—Esas tierras extrañas, ¿en qué Plano están situadas?

—En los cinco sobre los que tiene influencia el Caballero.

—Me temo que tu poder de moverte por los Planos no te será muy útil.

—No estoy seguro de tener aún ese poder. Si dices la verdad, el Caballero de las Espadas se lo ha ido quitando a los Vadhagh.

—No te preocupes, tienes poderes igual de buenos —Shool alargó un brazo y palmeó la extraña nueva mano de Córum.

La mano respondía ahora como cualquier mano corriente. Por curiosidad, Córum la utilizó para levantar el parche enjoyado que cubría su ojo también enjoyado. Se atragantó y bajó rápidamente de nuevo el parche.

—¿Qué viste? —preguntó Shool.

—Vi un lugar.

—¿Eso es todo?

—Una tierra sobre la que ardía un sol negro. Se alzaba luz del suelo, pero los rayos del sol negro casi la extinguían. Cuatro figuras estaban ante mí. Apenas vi sus caras y... —Córum se pasó la lengua por los labios—. No pude seguir mirando.

—Estamos en contacto con tantos Planos —murmuró Shool—. Esos horrores existen, aunque sólo los veamos a veces, en sueños, por ejemplo. Sin embargo, debes aprender a enfrentarte con esos rostros y con todas las otras cosas que ves con tu nuevo ojo, si quieres utilizar completamente tus poderes.

—Me abruma, Shool, saber que esos Planos malignos y oscuros existen, y que tantas criaturas monstruosas acechan a mi alrededor, separadas sólo por algún delgado tejido astral.

—Yo he aprendido a vivir sabiendo tales cosas, y utilizándolas. Uno se acostumbra a casi todo a lo largo de los milenios.

—Las plantas de tu jardín parecen demasiado amistosas —dijo Córum, apartando una enredadera de alrededor de su cintura.

—Son afectuosas. Son mis únicos amigos verdaderos. Pero es interesante que les gustes. Suelo juzgar a las personas según reaccionan ante ellas mis plantas. Desde luego, están hambrientas, pobrecillas. Tengo que convencer a un barco o dos para que desembarque la tripulación en la isla pronto. Necesitamos carne. Necesitamos carne. Todos estos preparativos me han hecho olvidar mis deberes rutinarios.

—Aún no has descrito muy concretamente cómo puedo encontrar al Caballero de las Espadas.

—Tienes razón. Bien, el Caballero vive en un palacio en la cima de una montaña que es el verdadero centro tanto de este planeta como de los Cinco Planos. En la torre más alta de ese palacio guarda su corazón. Creo que está bien vigilado.

—¿Y eso es todo lo que sabes? ¿No conoces la naturaleza de sus protecciones?

—Te estoy utilizando, señor Córum, porque tienes un poco más de cerebro, una pizca más de elasticidad y un punto más de imaginación y valor que los Mabdén. Tendrás que ser tú quien descubra la naturaleza de su protección. Sin embargo, puedes confiar en una cosa.

—¿Qué cosa, señor Shool?

—Príncipe
Shool. Puedes confiar en el hecho de que él no esperará ninguna clase de ataque por parte de un mortal como tú. Como los Vadhagh, señor Córum, los Señores de las Espadas se han hecho confiados. Todos subimos. Todos bajamos —cloqueó Shool—. Y los Planos siguen girando, ¿eh?

—Y, cuando tú hayas subido, ¿no bajarás?

—Sin duda, al cabo de algunos bilenios. ¿Quién sabe? Podría subir tan alto que quizá controlase el movimiento de todo el multiverso. Podría ser el primer dios verdaderamente omnisciente y omnipotente. ¡Ah, cómo jugaría!

—Los Vadhagh no estudiábamos mucho la mística —indicó Córum—, pero yo tenía a todos los dioses por omniscientes y omnipotentes.

—Sólo a unos niveles muy limitados. Algunos dioses —los de los Mabdén, tales como el Perro y el Oso Astado— son más o menos omniscientes en lo que se refiere a los asuntos de los Mabdén y pueden, si quieren, controlar en grado sumo esas cuestiones. Pero no saben nada de los míos, y aún menos de los del Caballero de las Espadas, que conoce la mayoría de las cosas, excepto las que ocurren en mi bien protegida isla. Me temo que ésta es la Era de los Dioses, señor Córum. Hay muchos, grandes y pequeños, y pueblan el universo. Antaño no era así. ¡Sospecho que a veces el Universo se las arregla sin ninguno en absoluto!

—Eso había pensado yo.

—Podría ocurrir. Es el pensamiento —Shool se palmeó la cabeza —quien crea a los dioses, y los dioses crean el pensamiento. Debe haber períodos en los que el pensamiento, al que yo a veces considero sobreestimado, no exista. Al fin y al cabo, su existencia o su falta no afecta al Universo. Pero si yo tuviera el poder... ¡
haría
que afectara al Universo! —Los ojos del Shool resplandecían—. ¡Alteraría su misma naturaleza! ¡Cambiaría todas las condiciones! Te comportas sabiamente al ayudarme, señor Córum.

Córum echó la cabeza atrás cuando algo muy parecido a un gigantesco tulipán color malva, pero con dientes, le lanzó un mordisco.

—Lo dudo, Shool. Pero no tengo elección.

—No, la verdad es que no la tienes. O, por lo menos, tus alternativas son muy limitadas. Es mi ambición por no verme obligado a tomar decisiones, a ninguna escala, lo que me impulsa, señor Córum.

—Sí —asintió con ironía Córum—. Todos somos mortales.

—¡Habla por ti, señor Córum!

Libro tercero

En el que el Príncipe Córum consigue lo que era imposible y poco deseado

Primer capítulo

El dios andante

La separación de Córum y Rhalina no fue fácil. Estuvo llena de tensión. No se vio amor en los ojos de ella cuando él la abrazó, sólo preocupación por él y miedo por ambos.

Aquello le turbó, pero no había nada que él pudiera hacer.

Shool le proporcionó una barca de extraña forma, y Córum zarpó. El mar se extendía en todas direcciones. Guiándose por una piedra imantada, Córum navegó hacia el norte, hacia el Arrecife de las Mil Leguas.

Córum sabía que, en términos Vadhagh, estaba loco. Pero suponía que, en términos Mabdén, estaba bastante cuerdo. Y, al fin y al cabo, aquél mundo era Mabdén. Debía aprender a aceptar sus raros desórdenes como normales si quería sobrevivir. Había muchas razones por las que quería sobrevivir, y, entre ellas, Rhalina no era la menor. Era el último de los Vadhaghs, y aún no podía creerlo. Los poderes de que disfrutaban los hechiceros como Shool podían ser controlados por otros. La naturaleza del tiempo podía ser manipulada. Los Planos giratorios podían ser detenidos en su trayectoria, quizá hacerlos retroceder. Los acontecimientos del pasado reciente podían ser cambiados, quizá totalmente eliminados. Córum tenía la intención de vivir y, viviendo, aprender.

Y, si aprendía lo suficiente, quizá conseguiría bastante poder para cumplir sus ambiciones y devolver un mundo a los Vadhagh y a los Vadhagh al mundo.

Sería lo justo, pensó.

La barca era de metal forjado sobre el que se veían multitud de dibujos asimétricos en relieve. Emitía un brillo débil que le daba a Córum tanto luz como calor por la noche, ya que el camino era largo. Su único mástil llevaba una sola vela cuadrada de samita, embadurnada con una extraña sustancia que también brillaba, y se orientaba sin que Córum la dirigiera para captar cualquier viento. Córum estaba sentado en la barca, envuelto en la túnica escarlata, con las manos colgando al costado, el yelmo de plata en la cabeza, la doble cota de malla cubriéndole desde la garganta hasta las rodillas. De vez en cuando, alzaba la piedra imantada, colgada de una cadena. La piedra estaba tallada con forma de flecha y la punta señalaba siempre al norte.

Pensaba mucho en Rhalina y en su amor por ella. Nunca antes había existido tal amor entre un Vadhagh y una Mabdén. Su propia gente quizá hubiera considerado degenerados sus sentimientos hacia Rhalina, del mismo modo que lo harían los Mabdén ante el similar cariño de un hombre hacia su yegua, pero Rhalina le atraía más que ninguna mujer Vadhagh, y sabía que la inteligencia de la dama era comparable a la suya propia. Era su estado de ánimo lo que encontraba difícil de comprender, sus temores de condena, su superstición.

Y, sin embargo, Rhalina conocía aquel mundo mejor que él. Podría tener razón al albergar tales pensamientos. Sus lecciones aún no habían terminado.

La tercera noche Córum durmió, con la nueva mano sobre la caña del timón de la barca, y por la mañana le despertó el brillo del sol en los ojos.

Al frente estaba el Arrecife de las Mil Leguas.

Se extendía de un extremo a otro del horizonte y no parecía haber ninguna abertura entre los agudos espolones de roca que se alzaban del mar espumoso.

Shool le había advertido que muy pocos habían encontrado un paso a través del arrecife, y al verlo comprendía por qué. El arrecife era continuo. No parecía en absoluto de origen natural, sino más bien haber sido colocado allí por alguna entidad como defensa contra los intrusos. Quizá lo hubiera construido el Caballero de las Espadas.

Córum decidió navegar hacia el este a lo largo del arrecife, esperando hallar algún sitio donde desembarcar, y quizá arrastrar la barca sobre el arrecife hasta las aguas del otro lado.

Navegó durante cuatro días, sin dormir, y el arrecife no mostró ni un paso ni un lugar donde desembarcar.

Una leve niebla, teñida de rosa por el sol, cubría el agua por todas partes, y Córum se mantenía apartado del arrecife utilizando la piedra imantada, escuchando el sonido de las olas al golpear contra las rocas. Sacó los mapas, dibujados a punzón sobre un trozo de piel, e intentó apreciar su posición. Los mapas eran poco detallados y probablemente inexactos, pero eran lo mejor que tenía Shool. Se acercaba a un estrecho canal entre el arrecife y una tierra marcada en el mapa como Khoolocrah. Shool había sido incapaz de ampliarle noticias sobre aquella tierra, excepto que vivía en sus alrededores una raza llamada los Ragha-da-Kheta.

Contempló los mapas a la luz de un farol, esperando distinguir alguna brecha en el arrecife marcada en ellos, pero no había ninguna.

La barca empezó a oscilar violentamente, y Córum miró a su alrededor, buscando la causa de aquel repentino movimiento. A lo lejos bramaban las rompientes, pero en aquel preciso momento escuchó otro sonido, al sur, y miró hacia el lugar de donde procedía.

Era un ruido regular de roce y chapoteo, como el de un hombre que vadease una corriente de agua. ¿Acaso se trataba de algún animal marino? Los Mabdén parecían temer mucho a tales monstruos. Córum se aferró desesperadamente a la borda de ambos lados, intentando mantener la barca lejos de las rocas, pero las olas aumentaron su oscilación.

Y el sonido se acercó.

Córum tomó la larga y fuerte espada y se preparó.

Vio algo entre la niebla. Era una forma alta y corpulenta como la silueta de un hombre. Y el hombre arrastraba algo tras él. ¡Una red de pesca! En ese caso, ¿eran las aguas tan poco profundas? Córum se inclinó sobre la borda y metió la espada, con la punta hacia abajo, en el mar. No tocó fondo. Podía distinguirlo muy por debajo suyo. Volvió a mirar a la figura. Y se dio cuenta de que sus ojos y la niebla le habían engañado. La figura aún estaba a alguna distancia y era gigantesca, mucho mayor que el Gigante de Laahr. Aquello era lo que producía olas tan grandes. Por eso se agitaba la barca de tal modo.

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