El caballero de las espadas (16 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Córum hizo intención de gritar, de pedir a la gigantesca criatura que se apartara antes de que ésta hundiera la barca, pero lo pensó mejor. Los seres como aquél tenían fama de pensar en los mortales con menos consideración que el Gigante de Laahr.

El gigante, aún rodeado por la niebla, cambió de dirección, sin dejar de pescar. Estaba detrás del bote de Córum y caminaba con dificultad surcando el agua, arrastrando la red a sus espaldas.

Sus movimientos alejaron la barca del Arrecife de las Mil Leguas, casi exactamente en dirección al este, y Córum no pudo hacer nada para impedirlo. Luchó con la vela y el timón, pero no respondían. Era como si se viera arrastrado por un río hacia una catarata. El gigante había provocado una corriente contra la que no podía luchar.

No había nada que hacer más que dejar que el bote le llevara a la deriva. El gigante había desaparecido ya entre la neblina, dirigiéndose hacia el Arrecife de las Mil Leguas donde quizá vivía.

Como un tiburón lanzándose sobre su presa, el pequeño bote avanzó, hasta que, de repente, salió de la neblina a la cálida luz del sol.

Y Córum vio una costa. Los acantilados se abalanzaban sobre él.

Segundo capítulo

Temgol-Lep

Desesperadamente, Córum intentó apartar la barca de los acantilados. La mano izquierda de seis dedos aferró el timón, y la derecha tiró con fuerza de la vela.

Se oyó un sonido rechinante. Un estremecimiento recorrió el borde de metal, y la nave comenzó a escorar. Córum se lanzó sobre las armas y se las arregló para asirlas antes de verse despedido por la borda y ser arrastrado por la corriente. Se atragantó cuando el agua le llenó la boca. Sintió que su cuerpo rozaba contra los guijarros del espolón e intentó ponerse de pie mientras la corriente empezaba a retirarse. Vio una roca y se aferró a ella, soltando el arco y el carcaj de flechas, que fueron arrastrados inmediatamente por las aguas.

El mar se retiró. Miró hacia atrás y vio que su barca, boca abajo, se había ido con él. Soltó la roca a la que se agarraba y se puso en pie, se ató la vaina de la espada y se enderezó el yelmo en la cabeza con una sensación de derrota que le iba embargando poco a poco.

Caminó algunos pasos por la playa y se sentó al pie del alto acantilado negro. Era el náufrago de una playa desconocida, la barca se había perdido y su objetivo se encontraba al otro lado de un océano.

En aquel momento nada le importaba. Desapareció todo pensamiento de amor, de odio, de venganza. Sintió que los había dejado detrás, en aquel mundo de ensueño, en Svi-an-Fanla-Brool. Todo lo que le quedaba de aquel mundo eran una mano de seis dedos y un ojo enjoyado.

Acordándose del ojo y de lo que había presenciado con él, se estremeció. Extendió un brazo y tocó el parche que lo cubría.

Y entonces supo que, junto con los regalos de Shool, había aceptado igualmente la lógica del mundo de un dios. Ya no podía escapar de ella.

Suspirando, se levantó y miró hacia el acantilado. Era inescalable. Comenzó a caminar a lo largo de la playa de grises guijarros, esperando encontrar un lugar por donde poder subir a lo alto de las peñas y contemplar la región en que se encontraba.

Tomó el guantelete que le había dado Shool y se lo encajó en la mano. Recordó lo que Shool, antes de su partida, le había dicho sobre los poderes de la mano. Aún creía sólo a medias en las palabras de Shool, y no tenía deseos de comprobar su veracidad.

Durante más de una hora caminó a lo largo de la playa hasta que, al rodear un saliente, vio una bahía acotada por suaves pendientes que serían fáciles de escalar. La marea comenzaba a subir y pronto cubriría la playa. Echó a correr.

Llegó a la ladera y se detuvo jadeando. Se había puesto a salvo justo a tiempo. El mar ya había cubierto la mayor parte de la playa. Subió a la cima de la pendiente y vio una ciudad.

Era una ciudad de cúpulas y minaretes blancos que brillaban bajo la luz del sol; pero, al mirar con más detenimiento, Córum vio que las torres y las cúpulas no eran completamente de ese color, sino que estaban recubiertas por un mosaico multicolor. No había visto nunca nada semejante.

Dudó entre evitar la ciudad o acercarse a ella. Si sus habitantes eran amistosos, quizá pudiera conseguir su ayuda para encontrar otro bote. Si eran Mabdén, lo más probable es que fueran poco amistosos.

¿Serían los Rhaga-da-Kheta que mencionaban los mapas? Se llevó la mano a la faltriquera, pero los mapas se habían ido junto con la barca, igual que la piedra imantada. La desesperación volvió a embargarle.

Se dirigió a la ciudad.

Había caminado Córum menos de una milla cuando una extraña cabalgata se acercó a toda velocidad hacia él: se trataba de guerreros montados en animales moteados, de largos cuellos, cuernos curvos y escamas como las de los lagartos. Sin embargo, sus delgadas patas se movían rápidamente y pronto pudo ver Córum que los guerreros también eran muy altos y extremadamente delgados, pero con cabezas pequeñas y esféricas y ojos redondos. No eran Mabdén, pero tampoco se parecían a ninguna raza de la que hubiera oído hablar.

Se detuvo y esperó. No podía hacer otra cosa hasta descubrir si eran enemigos o no.

Le rodearon rápidamente, contemplándole con sus grandes ojos de mirada fija. Sus narices y bocas eran también redondas y sus rostros mantenían una expresión de permanente sorpresa.

—¿Olanja Ko? —preguntó uno de ellos, que llevaba una capa muy elaborada de plumas brillantes, con capucha, y una maza tallada con la forma de la garra de un ave gigante—. ¿Olanja Ko, drajer?

Utilizando la Lengua Baja de los Vadhagh y los Nhadragh, que era el idioma común de los Mabdén, Córum contestó:

—No comprendo ese lenguaje.

La criatura de la capa de plumas inclinó la cabeza a un lado y cerró la boca. Los otros guerreros, todos vestidos y armados de forma parecida, aunque no tan ricamente, murmuraron entre sí.

Córum señaló al sur vagamente.

—Vengo del otro lado del mar —dijo, utilizando la Lengua Media que hablaban los Vadhagh y los Nhadragh, pero no los Mabdén.

El jinete se inclinó hacia adelante como si aquellos sonidos le resultaran más familiares; pero también en aquella ocasión sacudió la cabeza, sin comprender ninguna de las palabras.

—¿Olanja Ko?

Córum también negó con la cabeza. El guerrero pareció confuso e hizo un cuidadoso ademán de rascarse la mejilla. Córum no pudo interpretar el gesto.

El jefe señaló a uno de los que le seguían. —¡Mor naffa! —el hombre desmontó y agitó uno de sus delgados brazos hacia Córum, haciéndole gestos de que montara en el animal de largo cuello.

Con alguna dificultad, Córum se las arregló para izarse hasta la estrecha silla de montar y sentarse en ella, sintiéndose muy incómodo.

—¡Hoj! —el jefe movió una mano en dirección a sus hombres y dirigió su montura hacia la ciudad—. ¡Hoj... ala!

Los animales se pusieron en marcha, dejando que el guerrero que quedaba detrás llegara a la ciudad a pie.

La ciudad estaba rodeada por un alto muro cubierto de dibujos geométricos de mil colores. Penetraron en ella por una puerta alta y estrecha, avanzaron por entre una serie de paredes diseñadas probablemente como un laberinto, y comenzaron a recorrer una amplia avenida de árboles floridos, hacia un palacio que se encontraba en el centro de la ciudad.

Al llegar a las puertas del palacio, desmontaron todos y unos criados tan altos y delgados como los guerreros, con las mismas caras redondas de asombro, se llevaron las monturas. Condujeron a Córum a través de las puertas, subiendo una escalera de más de cien escalones, hasta llegar a un rellano. Los dibujos de las paredes del palacio eran menos vistosos, pero más complicados que los de las paredes exteriores de la ciudad. Estos eran principalmente dorados, blancos y de un azul pálido. Aunque ligeramente toscos, eran hermosos y Córum los admiró. Cruzaron el rellano y entraron en un patio rodeado por un corredor cerrado con una fuente en el centro.

Bajo una marquesina había una gran silla cuyo respaldo terminaba en punta. La silla era de oro, con un dibujo de rubíes incrustado. Los guerreros que escoltaban a Córum se detuvieron y, casi inmediatamente, salió al patio una figura masculina. Llevaba un gran sombrero de plumas de pavo real, una blusa amplia, también hecha de plumas brillantes, y una falda de suave tejido dorado. Tomó asiento en el trono. Así que éste era el dirigente de la ciudad.

El jefe de los guerreros y su monarca conversaron brevemente en su propia lengua y Córum esperó pacientemente, no queriendo comportarse de ningún modo que esta gente pudiera considerar poco amistoso.

Al cabo, las dos criaturas dejaron de hablar. El monarca se dirigió a Córum. Pareció probar varios lenguajes hasta que por fin Córum le oyó decir, con un extraño acento:

—¿Eres de la raza Mabdén?

Era la antigua lengua de los Nhadragh, que Córum había aprendido de niño.

—No lo soy —contestó con dificultad.

—Pero no eres Nhedregh.

—No, no soy «Nhedregh». ¿Sabes algo de esa gente?

—Dos de ellos vivieron entre nosotros hace algunos siglos. ¿De qué raza eres tú?

—De los Vadhagh.

El rey apretó los labios hacia dentro e hizo el ruido de un beso.

—Los enemigos de los Nhedregh, ¿no?

—Ya no.

—¿Ya no? —frunció el ceño el rey.

—Todos los Vadhagh menos yo están muertos —explicó Córum—. Y los que quedan de esos a los que llamas Nhedregh se han convertido en esclavos degenerados de los Mabdén.

—¡Pero los Mabdén son bárbaros!

—Ahora son bárbaros muy poderosos.

El rey asintió.

—Eso estaba predicho —estudió a Córum con atención—. ¿Por qué no estás muerto?

—Elegí no morir.

—No tenías elección si decidió Arioch.

—¿Quién es «Arioch»?

—El dios.

—¿Qué dios?

—El dios que gobierna nuestros destinos. El Duque Arioch de las Espadas.

—¿El Caballero de las Espadas?

—Creo que es conocido por ese título en el distante sur —el rey pareció profundamente turbado. Se pasó la lengua por los labios—. Soy el rey Temgol-Lep. Ésta es mi ciudad, Arke —ondeó la delgada mano—. Esta es mi gente, los Ragha-da-Kheta. Esta tierra se llama Khoolocrah. También nosotros moriremos pronto.

—¿Por qué?

—Es la hora de los Mabdén. Arioch decide. —El rey encogió los estrechos hombros—. Arioch decide. Pronto vendrán los Mabdén y nos destruirán.

—Los combatiréis, desde luego.

—No. Es la hora de los Mabdén. Lo ordena Arioch. Permite que los Ragha-da-Kheta vivan un poco más porque le obedecen, porque no se le resisten. Pero pronto moriremos.

Córum sacudió la cabeza.

—¿No pensáis que Arioch es injusto al destruiros así?

—Arioch decide.

Córum tuvo la impresión de que aquellas gentes antaño no habían sido tan fatalistas. Quizá también se encontraban en proceso de degeneración, provocado por el Caballero de las Espadas.

—¿Por qué tiene que destruir Arioch tanta belleza y conocimientos como tenéis aquí?

—Arioch decide.

El rey Temgol-Lep parecía estar más familiarizado con el Caballero de las Espadas y con sus planes que nadie que hubiera conocido Córum hasta entonces. Quizá, viviendo tan cerca de su territorio, incluso le había visto.

—¿Te lo ha dicho el propio Arioch?

—Ha hablado a través de nuestros sabios.

—Y los sabios... ¿están seguros de la voluntad de Arioch?

—Están seguros.

—Bien, yo tengo la intención de oponerme a sus planes —suspiró Córum—. ¡No los encuentro agradables!

El rey Temgol-Lep entrecerró los ojos y tembló ligeramente. Los guerreros le miraron con nerviosismo. Evidentemente se daban cuenta de que el rey estaba disgustado.

—No voy a hablar más sobre Arioch —dijo el rey Temgol-Lep—. Pero, como nuestro invitado, debemos hacerte los honores. Beberás algo de vino con nosotros.

—Lo haré. Gracias —Córum hubiera preferido algo de comida, pero seguía poniendo cuidado en no ofender a los Ragha-da-Kheta, que aún podían proporcionarle el barco que necesitaba.

El rey habló con algunos criados que esperaban en la sombra, cerca de la puerta de palacio. Entraron en el edificio.

Pronto volvieron a salir al patio con una bandeja en la que llevaban copas altas y estrechas y una jarra de oro. El rey alargó un brazo y tomó la bandeja con sus propias manos, apoyándola en una rodilla. Ceremoniosamente, vertió vino en una de las copas y se la ofreció a Córum.

Córum alargó la mano izquierda para recibir la copa.

La mano tembló.

Córum intentó controlarla, pero la mano apartó la copa de un golpe. El rey pareció asombrado y empezó a hablar.

La mano se lanzó hacia adelante y sus seis dedos aferraron la garganta del rey.

El rey Temgol-Lep gorgoteó y pateó, mientras Córum intentaba retirar la Mano de Kwll. Pero los dedos estaban engarfiados en el cuello del monarca. Córum sentía cómo se escapaba la vida del rey.

Córum pidió ayuda a gritos, hasta que se dio cuenta de que los guerreros pensaban que estaba atacando al rey por su propia voluntad. Sacó la espada y lanzó golpes a su alrededor mientras le amenazaban con las mazas de extraña forma. Evidentemente, no estaban acostumbrados a luchar, ya que sus movimientos eran torpes y les faltaba la coordinación apropiada.

De repente, la mano soltó al rey Temgol-Lep y Córum vio que estaba muerto.

¡Su nueva mano había asesinado a una criatura amable e inocente! Y había echado a perder sus posibilidades de obtener ayuda de los Ragha-da-Kheta. Quizá incluso le matasen, pues los guerreros eran muy numerosos.

En pie sobre el cuerpo del rey, movía la espada a uno y otro lado, arrancando miembros de sus cuerpos, cortando cabezas. La sangre brotaba por todas partes y le cubría, pero él seguía luchando.

Entonces, de, repente, vio que no quedaban más guerreros vivos. Se quedó en pie en el patio, mientras el suave sol brillaba y la fuente susurraba, y él contemplaba los cadáveres. Alzó su extraña mano enguantada y escupió sobre ella.

—¡Ah, cosa maligna! ¡Rhalina tenía razón! ¡Me has convertido en un asesino!

Pero la mano era suya de nuevo, no tenía vida propia. Flexionó los seis dedos. Ahora era como un miembro ordinario.

El patio estaba en silencio, excepto por el salpicar de la fuente.

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