Las paredes de la sala se hallaban cubiertas de estantes incontables que se extendían hacia lo alto, dirigiéndose a la lejana cúpula del techo, cubierta de un humo grasiento. Los estantes estaban ocupados, principalmente, por Mabdén de todas las edades. Córum vio que la mayoría estaban desnudos. En muchos de los estantes estaban copulando, luchando, torturándose entre sí. En otros había otros tipos de seres, sobre todo Shefanhow escamosos algo más pequeños que los dos que luchaban.
La espada del Duque del Caos era de negro azabache y estaba grabada con muchos signos extraños. Algunos Mabdén trabajaban en la espada. Se arrodillaban en la hoja y pulían parte de un dibujo, o se subían a la empuñadura y la limpiaban, o se sentaban a horcajadas sobre el mango y ponían a punto el hilo de oro que lo rodeaba.
Y había otros seres ocupados. Como piojos, corrían y se arrastraban sobre su enorme masa, mordisqueando su piel, alimentándose de su sangre y su carne. De todas estas actividades no parecía darse cuenta Arioch. Su interés continuaba centrado en la lucha a muerte de la galería superior.
¿Era aquél, entonces, el todopoderoso Arioch, viviendo como un granjero borracho en una pocilga? ¿Era ésta la malvada criatura que había destruido naciones enteras, que perseguía a todas las razas que aparecieron en la Tierra antes que él?
La risa de Arioch hizo estremecer el suelo. Unos cuantos parásitos Mabdén cayeron al suelo. Algunos quedaron ilesos, mientras otros yacieron con la espalda o los miembros rotos, incapaces de moverse. Sus compañeros ignoraban las súplicas y volvían a subir, pacientemente, sobre el cuerpo del dios, arrancándole pequeños pedazos con los dientes.
El caballero de Arioch era largo, lacio, y aceitoso. Aquí también rebuscaban los Mabdén y luchaban entre sí por los pedazos de comida que colgaban de los cabellos. En el vello de otras partes de cuerpo del dios entraban y salían Mabdén, buscando migajas, residuos o porciones tiernas de su carne.
Los dos demonios cayeron sobre sus espaldas. Uno de ellos estaba muerto, el otro casi muerto pero aún riendo débilmente. Entonces la risa de detuvo.
Arioch se palmeó el cuerpo, matando una docena o así de Mabdén, y se rascó la tripa. Miró los restos sangrientos de su mano y se los limpió ausentemente en el pelo. Los Mabdén vivos tomaron los residuos y los devoraron.
Un gran suspiro surgió de la boca del dios y comenzó a hurgarse en la nariz con un sucio dedo del tamaño de un álamo ingente.
Córum vio que había aberturas bajo las galerías y escaleras de caracol que ascendían, pero no tenía la menor idea de dónde podría estar la torre más alta del casillo.
Empezó a dar la vuelta a la sala, sin hacer el menor ruido con los pies.
Los oídos de Arioch captaron el sonido y el dios se puso alerta. Inclinó la cabeza y miró al suelo. Los grandes ojos se fijaron en Córum y una mano monstruosamente enorme se tendió para cogerle.
Córum alzó la espada y golpeó la mano, pero Arioch se rió y acercó al príncipe Vadhagh hacia sí.
—¿Qué es esto? —tronó la voz—. No eres uno de los míos. No eres de los míos.
Córum continuó golpeando la mano, mientras Arioch parecía no darse cuenta de los golpes, aunque la espada producía profundos cortes en la carne. Desde encima de los hombros, desde detrás de las orejas y desde los mechones del sucio cabello, ojos Mabdén contemplaban a Córum con curiosidad y terror.
—No eres uno de los míos —volvió a tronar Arioch—. Eres uno de los de él. Sí. Uno de los de él.
—¿De quién? —gritó Córum, aún debatiéndose.
—De aquél cuyo castillo heredé recientemente. El circunspecto. Arkyn. Arkyn de la Ley. Uno de los de él. Creí que, a estas alturas, ya no quedaría ninguno. No puedo estar vigilando a los pequeños seres que no he creado yo mismo. No comprendo sus modos de pensar.
—¡Arioch! ¡Has destruido a toda mi raza!
—Ah, bien. ¿A todos, dices? Bien. ¿Es ése el mensaje que me traes? ¿Cómo no me lo dijo antes ninguna de mis propias criaturas?
—¡Déjame! —chilló Córum.
Arioch abrió la mano y Córum se tambaleó jadeando. No esperaba que Arioch le hiciera caso.
Y entonces toda la injusticia de su destino se le hizo patente. Arioch no tenía malas intenciones contra los Vadhagh. No le preocupaban más ni menos que los Mabdén parásitos que se alimentaban de su cuerpo. Simplemente, estaba limpiando de la paleta los colores extraños, lo mismo que haría un pintor antes de empezar un nuevo lienzo. Todo el dolor y las miserias que él y los suyos habían sufrido se debían al capricho de un dios indiferente que sólo de vez en cuando volvía su atención al mundo que había recibido para gobernar.
Y, entonces, Arioch se desvaneció.
Otra figura muy hermosa miraba a Córum con una especie de afecto orgulloso. Iba totalmente vestido de negro, con una copia en miniatura de la espada negra a un lado. Su expresión era burlona. Sonrió. Era la quintaesencia del mal.
—¿Quién eres? —jadeó Córum.
—Soy el Duque Arioch, tu señor. Soy el Señor del Infierno, un Noble del reino del Caos, el Caballero de las Espadas. Soy tu enemigo.
—Así que eres mi enemigo. ¡La otra forma no era la verdadera!
—Soy la que prefieras, Príncipe Córum. ¿Qué quiere decir «verdadera» en este contexto? Puedo ser cualquier cosa que elija... o cualquier cosa que elijas tú, si lo prefieres. Considérame maligno y adoptaré la apariencia del mal. Considérame benevolente... y tomaré una forma que corresponda a esa idea. No me importa. Mi único deseo es existir en paz, ya lo ves. Pasar el tiempo. Y si quieres desarrollar un drama, algún juego que tú mismo inventes, lo jugaré hasta que empiece a cansarme de él.
—¿Siempre fueron ésas tus ambiciones?
—¿Qué? ¿Qué? ¿Siempre? No, creo que no. No lo eran cuando estaba luchando con esos Señores de la Ley que gobernaban este Plano antes. Pero ahora que he vencido, merezco aquello por lo que luché. ¿No piden lo mismo todos los seres?
—Supongo que sí —asintió Córum.
—Bien —sonrió Arioch—. ¿Y ahora qué, pequeño Córum de los Vadhagh? Debes ser destruido pronto, me temo que ya lo sabes. Por la tranquilidad de mi mente, eso es todo, ¿entiendes? Te las has arreglado bien para llegar a mi corte. Te daré hospitalidad como recompensa y luego, en algún momento, te eliminaré. Ya sabes por qué.
—No seré «eliminado», Duque Arioch —enrojeció Córum—. ¿Por qué lo iba a ser?
—¿Por qué no lo ibas a ser? —Arioch se llevó una mano al hermoso rostro y bostezó—. Bien. ¿Qué puedo hacer por ti?
Córum dudó. Luego dijo:
—¿Puedes enseñarme todo tu castillo? Nunca he visto nada tan grande.
—Si eso es todo... —Arioch alzó una ceja.
—Por el momento, todo.
—Muy bien —sonrió Arioch—. Por otra parte, yo mismo no lo he visto todo. Ven. —Apoyó una mano suave en el hombro de Córum y le condujo por una puerta.
Según caminaban a lo largo de una magnífica galería con paredes de mármol brillante, Arioch le habló a Córum de un modo considerado, en voz baja e hipnótica.
—Ya ves, amigo Córum, estos Quince Planos se estaban estancando. ¿Qué hacíais los Vadhagh y los demás? Nada. Apenas os movíais de vuestras ciudades y castillos. La naturaleza creaba amapolas y margaritas. Los Señores de la Ley se aseguraban de que todo estuviera convenientemente ordenado. No ocurría nada en absoluto. Hemos traído mucho más a tu mundo mi hermano Mabelode, mi hermana Xiombarg y yo.
—¿Quiénes son ésos?
—Creo que los conoces como la Reina de las Espadas y el Rey de las Espadas. Cada uno gobierna Cinco de los otros Diez Planos. Los que ganamos al vencer hace poco tiempo a los Señores de la Ley.
—Y empezasteis a destruir todo lo verdadero y sabio.
—Si tú lo dices, mortal...
Córum se detuvo. Sus ideas se debilitaban bajo el influjo de la voz persuasiva de Arioch. Se volvió.
—Creo que me estás mintiendo, Duque Arioch. Debes ambicionar algo más que esto.
—Es una cuestión de puntos de vista, Córum. Seguimos nuestros deseos. Ahora somos poderosos y nada puede dañarnos. ¿Para qué queremos más?
—Seréis destruidos como los Vadhagh. Por los mismos motivos.
—Quizá. —Arioch se encogió de hombros.
—¡Tenéis un poderoso enemigo en Shool, de Svi-an-Fanla-Brool! Creo que deberíais temerle.
—Así que conoces a Shool. —Arioch rió musicalmente—. Pobre Shool. Trama y conspira y nos odia. Es divertido, ¿no?
—¿Sólo divertido? —Córum no podía creerlo.
—Sí... simplemente divertido.
—Dice que le odias porque es casi tan poderoso como tú.
—Nosotros no odiamos a nadie.
—No puedo creer en ti, Arioch.
—¿Qué mortal no desconfiaría de un dios?
Subían por una rampa en espiral que parecía hecha exclusivamente de luz.
Arioch se detuvo.
—Creo que vamos a explorar alguna otra parte del palacio. Esto conduce sólo a una torre.
AI frente, Córum vio una puerta en la que brillaba un símbolo: ocho flechas dispuestas como los radios de un círculo.
—¿Qué signo es ése, Arioch?
—Nada en absoluto. El escudo del Caos.
—Entonces ¿qué hay tras la puerta?
—Sólo una torre. —Arioch se impacientó—. Vamos. Hay sitios más interesantes por otras zonas.
A desgana, Córum le siguió de vuelta, bajando por la rampa. Pensó que había visto el lugar donde Arioch conservaba su corazón.
Durante varias horas más, vagabundearon por el palacio, contemplando sus maravillas. Allí todo era luz y belleza y no había visiones siniestras. Aquel hecho turbaba a Córum. Estaba seguro de que Arioch le estaba engañando.
Volvieron al salón.
Los piojos Mabdén ya no estaban. La suciedad había desaparecido. En su lugar, había una mesa atestada de comida y vino. Arioch la señaló con un gesto.
—¿Cenarás conmigo, Príncipe Córum?
—¿Antes de que me destruyas? —la sonrisa de Córum era sardónica.
—Si quieres vivir un poco más, no me opongo —rió Arioch—. No puedes dejar el palacio, ya lo sabes. Y mientras tu ingenuidad me siga entreteniendo, ¿por qué iba a destruirte?
—¿No me temes en absoluto?
—En lo más mínimo.
—¿No temes a lo que represento?
—¿Qué representas?
—La justicia.
—Oh, tu mente es tan estrecha.
Arioch se rió de nuevo.
—¡No existe tal cosa!
—Existía cuando gobernaban los Señores de la Ley.
—Todo puede existir durante un tiempo... incluso la justicia. Pero el verdadero estado del universo es la anarquía. La tragedia de los mortales es que nunca pueden aceptarlo.
Córum no supo contestar. Se sentó a la mesa y empezó a comer. Arioch no comió con él, pero se sentó al otro lado de la mesa y se sirvió vino. Córum dejó de comer. Arioch sonrió.
—No temas, Córum. No está envenenado. ¿Por qué iba a utilizar elementos tales como el veneno?
Córum siguió comiendo. Cuando terminó, dijo:
—Si soy tu invitado, me gustaría descansar.
—¡Ah! —Arioch parecía asombrado—. Sí... bien, duerme, entonces. —Ondeó una mano y Córum cayó de bruces sobre la mesa.
Y durmió.
La maldición de los Señores de las Espadas
Córum se agitó y obligó a sus ojos a abrirse. La mesa ya no estaba. Tampoco Arioch. La gran sala estaba a oscuras, iluminada sólo por la débil luz que salía de algunos de los pasillos y puertas.
Se levantó. ¿Estaba soñando? ¿O había soñado todo lo ocurrido antes? Desde luego, todos los acontecimientos habían tenido la consistencia de sueños hechos realidad. Pero aquello también era cierto en todo el mundo desde que, tanto tiempo atrás, dejase la cordura del castillo Erórn.
Pero, ¿dónde había ido el Duque Arioch? ¿Había partido para cumplir alguna misión en el mundo? Sin duda había pensado que su hechizo de sueño sobre Córum sería más duradero. A fin de cuentas, por ello deseaba ver destruidos a todos los Vadhagh, porque no podía comprenderlos, ni podía predecir sus actos, ni controlar sus mentes como las de los Mabdén.
Córum se dio cuenta de pronto de que tenía una oportunidad, quizá la única, de intentar alcanzar el lugar donde Arioch guardaba su corazón. Después podría escapar mientras Arioch aún no hubiera vuelto, regresar a Shool y reclamar a Rhalina. La venganza ya no era una motivación para él. Todo lo que quería era que terminasen sus aventuras, vivir en paz con la mujer que amaba, alcanzar la seguridad del viejo castillo junto al mar.
Atravesó corriendo el salón y subió la escalera que llevaba a la galería de paredes de mármol brillante hasta que alcanzó la rampa que parecía hecha sólo de luz. El resplandor se había atenuado hasta convertirse en un simple brillo, pero arriba estaba la puerta con el palpitante símbolo naranja, las ocho flechas que radiaban de un eje central, el Signo del Caos.
Respirando pesadamente, subió corriendo la rampa espiral. Subió cada vez más, hasta que el resto del palacio se encontró bajo él, hasta que alcanzó la puerta que le empequeñecía por su grandeza, hasta que se detuvo mirando y titubeante, hasta que supo que había alcanzado su objetivo.
El gran símbolo latía regularmente, como si fuera un corazón vivo, y bañaba el cuerpo, el rostro y la armadura de Córum en una luz de un color rojo dorado. Córum empujó la puerta, pero era como una mosca intentando abrir un sarcófago. No pudo moverla.
Necesitaba ayuda. Se miró la mano izquierda, la Mano de Kwll. ¿Podría convocar ayuda del universo oscuro? No, sin una «recompensa» que ofrecer.
Pero, entonces, la Mano de Kwll se cerró por sí sola en un puño y comenzó a brillar con una luz que cegó a Córum y le hizo estirar el brazo para apartarlo tanto como podía, doblando el otro sobre los ojos. Sintió que la Mano de Kwll se alzaba en el aire y golpeaba la enorme puerta. Oyó un sonido como el tañir de campanas. Escuchó un crujido como si la propia Tierra se hubiera hendido. Y la Mano de Kwll volvió a colgar inerte a su costado y él abrió los ojos y vio que había una grieta en la puerta. Era una pequeña rotura en la esquina inferior derecha, pero lo suficientemente grande para que Córum se escurriera por ella.
—Ahora me ayudas como yo quiero —le murmuró a la mano. Se puso de rodillas y se deslizó por la abertura.
Otra rampa se extendía hacia arriba sobre un abismo de vacío brillante. Extraños sonidos llenaban el aire, elevándose y decreciendo, acercándose y desvaneciéndose. Había insinuaciones de amenaza, de belleza, de muerte, de vida eterna, de terror, de tranquilidad. Córum hizo ademán de sacar la espada y se dio cuenta de la inutilidad de tal gesto. Puso un pie en la rampa y empezó a subir.