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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El caballero de las espadas (21 page)

Pareció levantarse un viento y su túnica escarlata remolineó a su espalda.

Brisas heladas le azotaban y vientos ardientes le chamuscaban la piel. Vio rostros a su alrededor y creyó reconocer muchos de ellos. Algunos eran enormes y otros infinitamente pequeños. Había ojos que le contemplaban. Labios que sonreían. Un gemido de pena iba y venía. Una nube negra le rodeó. Un cascabeleo como el de campanas de cristal tañendo llenó sus oídos. Una voz le llamó por su nombre y produjo ecos, ecos, ecos eternos. Un arco iris le rodeó, le atravesó e hizo brillar en colores todo su cuerpo. Firmemente, continuó su camino a lo largo de la extensa rampa ascendente.

Y al fin vio que se acercaba a una plataforma que se encontraba al extremo de la rampa, pero colgaba sobre el vacío. No había nada más allá.

En la plataforma había un estrado. Y sobre él un pedestal, y sobre éste algo que latía y despedía rayos.

Transfigurados por esos rayos había varios guerreros Mabdén. Sus cuerpos estaban paralizados en la actitud de tender un brazo hacia la fuente de los rayos, pero sus ojos se movieron al ver que Córum se acercaba al estrado. En aquellos ojos había dolor, curiosidad y una advertencia. Córum se detuvo.

El objeto sobre el pedestal era de un color azul profundo y suave, muy pequeño, brillaba y tenía el aspecto de una joya tallada con la forma de un corazón. Con cada latido, surgían de él líneas de luz.

No podía ser más que el Corazón de Arioch.

Pero se protegía a sí mismo, como evidenciaban los guerreros paralizados que lo rodeaban.

Otro paso más cerca, y dos rayos de luz golpearon su cuerpo y le hicieron estremecerse, pero no quedó paralizado. Y estaba más cerca que los guerreros Mabdén. Dos pasos más y los rayos bombardearon todo su cuerpo y su cabeza, pero la sensación era simplemente agradable.

Alargó la mano derecha para coger el corazón, pero la izquierda se movió más rápidamente y la Mano de Kwll aferró el Corazón de Arioch.

—El mundo parece lleno de trozos de dioses —murmuró Córum.

Se volvió y vio que los guerreros Mabdén ya no estaban paralizados. Se frotaban los rostros, envainaban las espadas.

—¿Por qué buscabais el Corazón de Arioch? —preguntó Córum al más cercano.

—No por mi propia voluntad. Me envió un hechicero, ofreciéndome mi vida a cambio de robar el corazón del palacio de Arioch.

—¿Fue Shool?

—Sí... Shool. El Príncipe Shool.

Córum miró a los otros. Todos estaban asintiendo.

—¡Shool me envió!

—¡Y a mí!

—Y Shool me envió a mí —dijo Córum—. Nunca pensé en que ya lo hubiera intentado otras veces.

—Es un juego que Arioch juega con él —murmuró uno de los guerreros Mabdén—. He sabido que Shool tiene muy poco poder propio. Arioch le da a Shool el poder que éste cree suyo, pues Arioch disfruta y se divierte al tener un enemigo al que poder enfrentarse. Toda acción de Arioch es inspirada sólo por el aburrimiento. Y ahora tienes su corazón. Evidentemente, no esperaba que el juego se le escapara de las manos de este modo.

—Sí —asintió Córum—. Fue sólo la falta de precaución de Arioch lo que me ha permitido alcanzar este lugar. Ahora, regreso. Debo encontrar una salida del palacio antes de que se dé cuenta de lo que ha ocurrido.

—¿Podemos ir contigo? —preguntaron los Mabdén.

Córum asintió.

—Pero deprisa.

Bajaron la rampa.

A medio camino, uno de los Mabdén gritó, palmoteo en el aire, se tambaleó hasta el borde de la rampa y se hundió girando en la nada brillante.

Aumentaron su velocidad hasta que alcanzaron la pequeña abertura en la parte inferior de la inmensa puerta y se arrastraron por la hendidura abierta por la Mano de Kwll, uno por uno.

Bajaron la rampa de luz. Atravesaron la galería de mármol brillante. Descendieron por la escalera hasta llegar al salón a oscuras.

Córum buscó la puerta de plata por la que había entrado en el palacio. Circunvaló completamente el salón y los pies le dolieron antes de que se diera cuenta de que la puerta había desaparecido.

El salón se iluminó de repente cobrando vida de nuevo, y la figura enorme y gorda que Córum había visto originalmente reía en el suelo, yaciendo en medio de un montón de suciedad, con los parásitos Mabdén atisbando por entre el pelo de debajo de los brazos, desde el ombligo, desde los oídos.

—¡Ja, ja! ¡Ya ves, Córum, lo amable que soy! Te he dejado obtener de mí casi todo lo que querías. ¡Tienes incluso mi corazón! Pero no puedo dejar que te lo lleves, Córum. Sin mi corazón, no gobernaría aquí. Creo que lo voy a devolver a mi cuerpo.

Los hombros de Córum se abatieron.

—Nos ha engañado —dijo a sus aterrorizados compañeros Mabdén.

Pero uno de los Mabdén dijo:

—Te ha utilizado, señor Vadhagh. El nunca podría haber tomado su corazón por sí mismo. ¿No lo sabías?

—¡Cierto! ¡Cierto! —Arioch rió, su vientre se sacudió y cayeron Mabdén al suelo—. Me has hecho un servicio, Príncipe Córum. El corazón de cada Señor de las Espadas se conserva en un lugar que le está vedado, para que los demás tengan la seguridad de que vive sólo en su propio territorio y no puede viajar a ningún otro, y por tanto, no puede usurpar el poder de ningún Señor rival. Pero tú, Córum, con tu antigua sangre, con tus características peculiares, eres capaz de hacer lo que yo no podía. Ahora tengo mi corazón y puedo extender mi señorío por donde decida. O no, desde luego, si decido no hacerlo.

—Entonces te he ayudado —dijo Córum amargamente—, cuando lo que procuraba era ponerte obstáculos...

—Sí. —La risa de Arioch llenó el salón—. Exactamente. Una buena broma, ¿eh? Ahora, dame mi corazón, pequeño Vadhagh.

Córum apoyó la espalda en la pared y sacó la espada. Se mantuvo allí con el Corazón de Arioch en la mano izquierda y la espada en la derecha.

—Creo que moriré primero, Arioch.

—Como quieras.

La monstruosa mano se extendió hacia Córum. La esquivó. Arioch rugió de risa de nuevo y cogió a dos de los guerreros Mabdén del suelo. Chillaban y se retorcían mientras los llevaba hacia su enorme boca húmeda, de dientes ennegrecidos. Los dejó caer en sus fauces y Córum oyó crujir los huesos. Arioch tragó y escupió una espada. Volvió a mirar a Córum.

Córum saltó tras una columna. La mano de Arioch la rodeó, buscándole a tientas. Córum corrió.

Más risa, y el salón se estremeció. La alegría del dios fue secundada por las risas de sus parásitos Mabdén. Una columna se desplomó al golpearla Arioch buscando a Córum.

Córum se lanzó a la carrera por el suelo del salón, saltando sobre los rotos cadáveres de los Mabdén que habían caído del voluminoso cuerpo del dios.

Y entonces Arioch le vio, le agarró, y sus risas se detuvieron.

—Dame mi corazón ahora.

Córum jadeó intentando respirar y liberó sus dos manos de la carne suave que le rodeaba. La gran mano del gigante era cálida y sucia. Las uñas estaban rotas.

—Dame mi corazón, pequeño ser.

—¡No! —Córum hundió profundamente su espada en el pulgar, pero el dios no lo notó. Unos Mabdén, colgados del pelo del pecho, miraban sin expresión.

Las costillas de Córum estaban a punto de romperse, pero no soltaba el corazón de Arioch que aún sostenía en la mano izquierda.

—No importa —dijo Arioch, relajando la presión un poco—, puedo tragaros a ti y al corazón al mismo tiempo.

Arioch comenzó a mover su gran mano hacia la abierta boca. Su aliento salía en oleadas apestosas y Córum tosió, pero siguió pinchando y pinchando con la espada. Una sonrisa se extendió por los labios gigantescos. Córum no podía ver más que aquella boca, las escabrosas ventanas de la nariz, los grandes ojos. La boca se abrió más para tragarle. Golpeó el labio superior, viendo la roja oscuridad de la garganta del dios.

Su mano izquierda se contrajo. Estrujó el Corazón de Arioch. La fuerza del propio Córum no podría haberlo conseguido, pero de nuevo la Mano de Kwll se encontraba poseída por un poder únicamente suyo. Apretó.

La risa de Arioch se desvaneció. Los enormes ojos se abrieron aún más y una nueva luz los embargó. Un rugido salió de su garganta.

La Mano de Kwll apretó aún más. Y Arioch chilló.

El corazón empezó a desmoronarse en la mano. Rayos de una luz color azul rojizo saltaron de entre los dedos de Córum. El dolor le recorrió el brazo.

Se oyó un fuerte sonido silbante.

Arioch empezó a sollozar. Su presión sobre Córum se debilitó. Retrocedió tambaleándose.

—No, mortal. No... —la voz era patética—. Por favor, mortal, podemos...

Córum vio cómo la enorme forma del dios comenzaba a fundirse en el aire. La mano que le sujetaba empezó a perder su forma.

Y entonces Córum se encontró cayendo hacia el suelo del salón, con los rotos pedazos del corazón de Arioch esparciéndose según caía. Aterrizó con un fuerte golpe, intentó levantarse, vio lo que quedaba del cuerpo de Arioch retorciéndose en el aire, oyó una queja y, por fin, perdió el sentido, oyendo, poco antes, las últimas palabras susurradas por Arioch.

—Córum de los Vadhagh. Te has ganado la maldición eterna de los Señores de las Espadas...

Octavo capítulo

Una pausa en la contienda

Córum vio pasar una procesión.

Seres de cien razas diferentes caminaban, montaban en animales que eran conducidos en la procesión, y él sabia que contemplaba todas las razas mortales que habían existido desde que la Ley y el Caos comenzaban su batalla por el dominio de la multitud de Planos de la Tierra.

En la distancia, vio alzadas las banderas de la Ley y del Caos, una junto a otra, la primera con las ocho flechas radiantes, la otra mostrando la única flecha recta de la Ley. Y por encima de todo aquello gravitaba una enorme balanza en perfecto equilibrio. En cada uno de los platillos de la balanza se reunían otros seres que no eran mortales. Córum vio a Arioch y a los Señores del Caos en uno y a los Señores de la Ley en el otro.

Y Córum oyó una voz que decía:

«Así es como debe ser. Ni la Ley ni el Caos deben dominar los destinos de los Planos de los mortales. Debe haber equilibrio.»

Córum gritó:

«¡Pero no hay equilibrio! ¡El Caos lo domina todo!»

La voz contestó, diciendo:

«La balanza se inclina a veces. Debe ser corregida. Y ése es el poder de los mortales, ajustar la balanza».

«¿Cómo puedo hacerlo?»

«Ya has comenzado el trabajo. Ahora debes continuar hasta que esté acabado. Puedes morir antes de que se haya completado, pero algún otro te seguirá.»

Córum gritó:

«Yo no deseo esto. No puedo soportar tal carga.»

«DEBES HACERLO.»

La procesión continuó, sin ver a Córum, sin ver las dos banderas al viento, sin ver la Balanza Cósmica que colgaba sobre ellos.

Córum flotaba en el espacio nebuloso y su corazón estaba en paz. Empezaron a aparecer formas y vio que estaba una vez más en el salón de Arioch. Buscó su espada, pero no estaba.

—Te devolveré la espada antes que te vayas, Príncipe Córum de los Vadhagh.

La voz era uniforme y clara.

Córum se volvió.

Inspiró fuertemente.

—¡El Gigante de Laahr!

—Eso me llamaban cuando estaba exiliado. —El rostro triste y sabio le sonrió—. Pero ahora ya no estoy en el exilio y puedes dirigirte a mí por mi verdadero nombre. Soy el Señor Arkyn y éste mi palacio. Arioch se ha ido. Sin su corazón no puede tomar cuerpo en estos Planos. Sin cuerpo, no puede tener poder. Yo gobierno aquí ahora, como hice anteriormente.

La sustancia del ser era aún brumosa, aunque no tan amorfa como antes.

—Tardaré algún tiempo en recuperar mi antigua forma —sonrió el Señor Arkyn— . Sólo mediante una gran fuerza de voluntad conseguí incluso tan poco como permanecer en este Plano. No sabía cuando te rescaté, Córum, que serías la causa de mi retorno. Te doy las gracias.

—Yo te las doy a ti, mi señor.

—El bien trae bien —dijo el Señor Arkyn— . El mal trae mal.

—A veces, mi señor —sonrió Córum.

—Sí, tienes razón —cloqueó serenamente el Señor Arkyn— ... a veces. Bien, mortal, debo devolverte a tu propio Plano.

—¿Puedes transportarme a un sitio en particular, mi Señor?

—Puedo, Príncipe de la Túnica Escarlata.

—Señor Arkyn, sabes por qué tomé este camino. Busco los restos de la raza Vadhagh, de mi gente. Dime, ¿ya no queda ninguno?

—Ninguno, excepto tú —el Señor Arkyn bajó la cabeza.

—¿Y no puedes traerlos de nuevo?

—Los Vadhagh fueron siempre los mortales a los que yo más amaba, Príncipe Córum. Pero no tengo poder para invertir el mismísimo ciclo del tiempo. Eres el último de los Vadhagh. Y sin embargo... —el Señor Arkyn guardó silencio un momento—. Y sin embargo, puede llegar un momento en que los Vadhagh vuelvan. Pero no lo veo claramente y no debo hablar más de eso.

—Bien, debo darme por contento —suspiró Córum—. ¿Y Shool? ¿Está Rhalina ilesa?

—Eso creo. Mis sentidos no son aún capaces de ver todo lo que ocurre y Shool era un ser del Caos y, por tanto, mucho más difícil de ver para mí. Pero creo que Rhalina está en peligro, aunque el poder de Shool se ha debilitado con la partida de Arioch.

—Entonces envíame, te lo ruego, a Svi-an-Fanla-Brool, ya que amo a la Margravina.

—Es tu capacidad de amar la que te hace fuerte, Príncipe Córum.

—¿Y mi capacidad de odiar?

—Esa dirige tu fuerza.

El Señor Arkyn se estremeció, como si hubiera algo que no pudiera comprender.

—Ésa dirige tu fuerza.

—¿Estás triste en tu triunfo, Señor Arkyn? ¿Siempre estás triste?

—Supongo que aún estoy triste, sí. —El Señor de la Ley miró a Córum, casi con sorpresa—. Me lamento, como tú, por los Vadhagh. Me lamento por el que fue muerto por tu enemigo Glandyth-a-Krae, por el que tú llamabas el Hombre Oscuro.

—Era una criatura buena. ¿Aún lleva la muerte Glandyth por la tierra de Bro-an-Vadhagh?

—Sí. Creo que os volveréis a encontrar.

—Y entonces le mataré.

—Posiblemente.

El Señor Arkyn se desvaneció.

El palacio despareció.

Espada en mano, Córum se encontró ante la puerta baja y torcida que era la entrada a la morada de Shool. Tras él, en el jardín, las plantas se estiraban para beber la lluvia que caía de un firmamento pálido.

Una extraña calma se cernía sobre el edificio oscuro y de extraña forma, pero sin dudarlo, Córum entró en él y comenzó a correr a lo largo de extravagantes pasillos.

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