— ¡Córum! ¡Córum! ¡Vas mal camino!
—Vuelvo a donde encontraré a mis enemigos —dijo Córum—. Este no es el camino equivocado.
—Mi amo dice te lleve por allí —Serwde señaló hacia el oeste.
—Sólo hay mar por ese camino, Serwde. Pero yo voy por este para encontrar a los Mabdén y vengarme.
—Tú ir por ahí —Serwde señaló de nuevo y puso su garra sobre el brazo de Córum—. Por ahí.
Córum apartó la garra.
—No. Por aquí.
Continuó caminando hacia el oeste, subiendo.
Entonces, de repente, algo le golpeó en la parte posterior de la cabeza. Titubeó y se volvió para ver lo que le había golpeado. Serwde estaba allí, con otra piedra dispuesta.
Córum maldijo y estaba a punto de increpar a Serwde cuando sus sentidos le abandonaron de nuevo y cayó sobre la hierba cuan largo era.
Le despertó el sonido del mar.
Al principio no pudo decidir lo que le pasaba y sólo después se dio cuenta de que le estaban llevando, boca abajo, y que iba sobre el hombro de Serwde. Se retorció, pero el Hombre Oscuro de Laahr era mucho más fuerte de lo que parecía. Sujetó a Córum con firmeza.
Córum miró a un lado. Allí estaba el mar, verde y espumeante bañando un playa de guijarros. Miró al otro lado, su lado ciego, consiguiendo girar la cabeza lo suficiente para ver lo que había allí.
También era el mar. Le estaban llevando a lo largo de un estrecho sendero de tierra que sobresalía del agua. Al cabo de algún tiempo, aunque su cabeza subía y bajaba con el trotar de Serwde, vio que habían dejado el continente y se movían por alguna especie de camino natural que se internaba en el océano.
Las aves marinas graznaban. Córum gritó y se debatió, pero Serwde se mantuvo sordo a sus maldiciones y amenazas, hasta que el Hombre Oscuro se paró por fin y le dejó en el suelo.
Córum se levantó.
—Serwde, yo...
Se detuvo, mirando a su alrededor.
Habían llegado al final del camino se hallaban en una isla que se alzaba en pendiente desde el mar. En la cima de la isla se levantaba un castillo de un estilo arquitectónico que Córum nunca antes había visto.
¿Era aquél el lugar Mabdén de que había hablado Serwde?
Pero Serwde ya volvía trotando por el istmo. Córum le llamó. El Hombre Oscuro se limitó a acelerar el paso. Córum empezó a seguirle, pero no podía mantener la velocidad de la criatura. Serwde había alcanzado la tierra mucho antes que Córum llegara a la mitad del camino, y ahora éste se veía bloqueado, pues la marea subía para cubrirlo.
Córum se detuvo indeciso, mirando al castillo.
La ayuda equivocada de Serwde le había puesto de nuevo en peligro.
Vio figuras a caballo bajando desde el castillo por el camino inclinado. Eran guerreros. Vio el reflejo del sol en sus lanzas y petos. A diferencia de los otros Mabdén, éstos sabían montar a caballo, y había algo en su porte que les hacía parecer más Vadhagh que Mabdén.
Pero, en cualquier caso, eran enemigos y la única elección de Córum era enfrentarse a ellos desnudo o intentar nadar hacia el continente con sólo una mano.
Se decidió y comenzó a meterse andando en el mar, con el agua fría haciéndole boquear, sin atender a los gritos de los jinetes que le seguían.
Se las arregló para nadar un poco hasta que se encontró en aguas más profundas, y entonces la corriente se apoderó de él. Luchó para librarse de ella, pero era inútil.
Rápidamente, se vio arrastrado hacia alta mar.
La Margravina de Allomglyl
Córum había perdido mucha sangre durante las torturas de los Mabdén y no había recuperado ni mucho menos su fuerza anterior. No pasó mucho tiempo hasta que no pudo ya luchar con la corriente y sus miembros empezaron a sufrir calambres.
Empezaba a ahogarse.
El destino parecía determinado a que él no viviera para vengarse de Glandyth-a-Krae.
El agua le llenó la boca. Luchó para impedir que le entrara en los pulmones mientras se retorcía y braceaba. Oyó un grito encima de él e intentó mirar hacia arriba con su ojo sano para localizar la fuente de la voz.
—No te muevas, Vadhagh. Vas a asustar a mi montura. En sus mejores momentos son monstruos nerviosos.
Córum vio una forma oscura cerniéndose sobre él. Tenía grandes alas que eran cuatro veces más largas que las del águila más grande. Pero no era un pájaro y, aunque sus alas eran de aspecto reptilesco, no era un reptil. Córum reconoció lo que era. La faz fea y simiesca, con colmillos blancos y finos, era la de un murciélago gigante. Y el murciélago llevaba un jinete.
Este era un Mabdén joven y delgado que parecía tener poco en común con los guerreros Mabdén de Glandyth-a-Krae. En aquél momento se inclinaba por un lado de su montura y la hacía volar bajo para poder extender una mano a Córum.
Córum automáticamente alargó el brazo más cercano y se dio cuenta de que era el de la mano cortada. Al Mabdén no le importó. Aferró el miembro cerca del codo y alzó a Córum para que éste pudiera utilizar su única mano para agarrarse a una correa de enganche que aseguraba una alta silla de montar a la lomos del gran murciélago.
Sin ceremonia, el empapado cuerpo de Córum fue izado y situado junto al jinete, que gritó algo con una voz aguda e hizo que el murciélago tomara altura sobre las olas y girara en dirección al castillo de la isla.
El animal era difícil de controlar, ya que el jinete corregía la dirección constantemente y continuaba hablándole en el lenguaje de alto tono al que respondía. Pero al fin alcanzaron la isla y se cernieron sobre el castillo.
Córum apenas podía creer que aquello fuera arquitectura Mabdén. Había torreras y parapetos delicadamente labrados, solanas y balcones cubiertos de hiedra y flores, todos tallados en una piedra blanca y fina que brillaba al sol.
El murciélago aterrizó torpemente y el jinete desmontó con rapidez, tirando de Córum. Casi instantáneamente, el murciélago estaba de nuevo volando, girando en el firmamento y dirigiéndose a su destino en el otro lado de la isla.
—Duermen en cuevas —indicó el jinete—. Los usamos lo menos posible. Como viste, son difíciles de controlar.
Córum no dijo nada.
Por mucho que el Mabdén le hubiera salvado la vida y pareciera cortés y alegre, Córum había aprendido, como aprende un animal, que los Mabdén eran sus enemigos. Le dirigió una mirada al Mabdén.
— ¿«Para qué» me has salvado, Mabdén?
El hombre pareció sorprendido. Le sacudió el polvo de la túnica de terciopelo escarlata y le ajustó el cinturón de la espada a la cintura.
—Te estabas ahogando —dijo— ¿Por qué escapaste corriendo de nuestros hombres cuando fueron a saludarte?
—¿Cómo sabíais que venía?
—Nos lo dijo nuestra Margravina.
—¿Y quién se lo dijo a vuestra Margravina?
—No lo sé. Eres algo maleducado, señor. Creí que los Vadhagh eran gente cortés.
—Y yo pensé que los Mabdén eran viciosos y locos —replicó Córum—. Pero tú...
—¿Ah, hablas de la gente del sur y del este, en? ¿Te has encontrado con ellos, no?
Córum se señaló con el muñón el ojo arruinado.
—Ellos hicieron esto.
El joven asintió con simpatía.
—Supongo que debería haberlo imaginado. La mutilación es una de sus diversiones favoritas. Me extraña que escapases.
—Y a mí.
—Bien, señor —dijo el joven, extendiendo la mano en un elaborado gesto hacia la puerta de una torre—. ¿Te importaría entrar?
Córum dudó.
—No somos tus Mabdén del este, señor, te lo aseguro.
—Es posible —dijo Córum ásperamente—, pero sois Mabdén. Hay tantos de vosotros... Y ahora encuentro que hay incluso variedades. Sospecho que, sin embargo, tenéis rasgos comunes...
El joven mostró señales de impaciencia.
—Como quieras, señor Vadhagh. Yo sí voy a entrar. Confío en que me sigas por tu propia voluntad.
Córum le vio atravesar la puerta y desaparecer. Se quedó en la entrada, viendo a las aves marinas desplomarse, entrar en el agua y volverse a elevar. Con su mano sana, golpeó el muñón de la izquierda y tembló. Empezaba a soplar un fuerte viento, hacía frío y estaba desnudo. Miró hacia el umbral.
Allí se encontraba una mujer. Parecía tranquila y satisfecha consigo misma y la rodeaba un aura de gentileza. Su largo y negro cabello era suave y caía hasta más abajo de sus hombros. Llevaba una túnica de samita bordada en una multitud de ricos colores. Le sonrió.
—Bienvenido —dijo—. Soy Rhalina. ¿Quién eres, señor?
—Soy Córum Jhaelen Irsei —respondió él. La belleza de la dama no era la de una Vadhagh, pero no le atrajo menos por ello—. El Príncipe de la...
—¿Túnica Escarlata? —dijo claramente divertida—. Hablo tanto el antiguo idioma Vadhagh como el lenguaje común—. No te va bien el nombre, Príncipe Córum. No veo ninguna túnica. De hecho, no veo...
Córum se dio la vuelta.
—No te burles de mí, Mabdén. Estoy decidido a no sufrir más por culpa de los de tu clase.
Ella se acercó.
—Perdóname. Los que hicieron esto no son de nuestra especie, aunque pueden ser de la misma raza. ¿Nunca has oído hablar de Lywm-an-Esh?
Córum frunció el ceño. El nombre de la tierra le resultaba familiar, pero no le decía nada.
—Lywm-an-Esh —continuó ella— es el nombre del país de donde vino mi gente. Es de una raza antigua que ha vivido en Lywm-an-Esh desde mucho antes que las Grandes Batallas entre los Vadhagh y los Nhadragh sacudieran los Cinco Planos...
—¿Conoces los Cinco Planos?
—Antaño tuvimos videntes que podían ver en ellos. Aunque sus habitantes nunca fueron comparables a los de la Antigua Gente: tu gente.
—¿Cómo sabéis tanto de los Vadhagh?
—Aunque el sentido de la curiosidad se atrofió en los Vadhagh hace muchos siglos, no ocurrió lo mismo en nosotros —dijo ella—. De vez en cuando naufragaban ante nuestras costas barcos Nhadragh, y aunque los propios Nhadragh desaparecían, dejaban tras de sí libros y tapices y otros artefactos. Aprendimos a leer esos libros y a interpretar aquellos tapices. En aquellos días, teníamos muchos sabios.
—¿Y ahora?
—Ahora, no lo sé. Recibimos pocas noticias del continente.
—¿Cómo? Estando tan cerca?
—No me refiero a ese continente, Príncipe Córum —dijo ella con un gesto en dirección a la costa. Luego señaló al mar—. Nuestro continente, Lywm-an-Esh o, más específicamente, el Ducado de Berwilral-nan-Rywm, en cuyas orillas estuvo antaño este Margraviato.
El Príncipe Córum contempló el mar que espumaba contra las rocas del borde de la isla.
—Cuán grande era nuestra ignorancia —murmuró— cuando pensamos que teníamos tanta sabiduría.
—¿Por qué se iba a interesar una raza como la Vadhagh en los asuntos de una tierra Mabdén? —dijo ella—. Nuestra historia era breve y sin color comparada con la vuestra.
—Pero ¿por qué un Margraviato aquí? —continuó él—. ¿Contra qué defendéis vuestra tierra?
—Contra otros Mabdén, Príncipe Córum.
—¿Glandyth y los de su clase?
—No conozco a ningún Glandyth. Hablo de las Tribus Pony. Ocupan las selvas de esa costa. Son bárbaros que siempre representaron una amenaza para Lywm-an-Esh. El Margraviato se construyó como una defensa entre esas tribus y nuestra tierra.
—¿No es el mar suficiente defensa?
—El mar no estaba aquí cuando se estableció el Margraviato. Antiguamente, este castillo se encontraba en un bosque y el mar se extendía a muchas millas al norte y al sur. Pero el mar comenzó a devorar nuestra tierra. Cada año cubre mayor parte de nuestros acantilados. Ciudades, pueblos y castillos se han desvanecido en cuestión de semanas. La gente del continente se retira cada vez más al interior...
—¿Y os dejan a vosotros detrás? ¿No ha cumplido ya su función este castillo? ¿Por qué no os vais y os unís a vuestra gente?
Ella sonrió y se encogió de hombros, caminando hacia las almenas y asomándose para ver cómo los pájaros marinos se reunían en las rocas.
—Este es mi hogar —dijo—. Aquí es donde están mis recuerdos. El Margrave dejó tantas memorias. No podría irme.
—¿El Margrave?
—El Conde Moidel de Allomglyl. Mi marido.
—Ah —Córum sintió una extraña punzada de contrariedad.
La Margravina Rhalina continuó mirando al mar.
—Murió —dijo—. En un naufragio. Tomó nuestro último barco y se dirigió hacia el continente para buscar noticias de la suerte de nuestra gente. Una tormenta se alzó poco después de su partida. El barco era poco marinero. Se hundió.
Córum no dijo nada.
Como si las palabras de la Margravina le hubieran recordado su fuerza, el viento se hizo más fuerte de repente, agitando la túnica de ella y haciéndola ondear alrededor de su cuerpo. Se volvió hacia él. Fue una mirada larga y pensativa.
—Y ahora, Príncipe —dijo—, ¿querrías ser mi invitado?
—Dime otra cosa, Lady Rhalina. ¿Cómo sabías de mi llegada? ¿Por qué me trajo aquí el Hombre Oscuro?
—Te trajo por orden de su amo.
—¿Y su amo?
—Me dijo que te esperara y te dejara reposar aquí hasta que sanaran tu mente y tu cuerpo. Acepté muy a gusto. Normalmente no tenemos visitantes, y ciertamente ninguno de la raza Vadhagh.
—Pero ¿quién es ese extraño ser, el amo del Hombre Oscuro? Le vi sólo brevemente. No pude distinguir su forma demasiado bien, aunque me di cuenta de que tenía dos veces mi tamaño y un rostro infinitamente triste.
—Así es él. Viene al castillo de noche, trayendo animales caseros enfermos que se escapan de nuestros corrales de vez en cuando. Creemos que es un ser de otro Plano, o quizá de otra Época, incluso anterior a la Edad de los Vadhagh y los Nhadragh. No podemos pronunciar su nombre, así que le llamamos simplemente el Gigante de Laahr.
Córum sonrió por primera vez.
—Ahora comprendo mejor. Para él, quizá, yo era otro animal enfermo. Aquí es donde él siempre trae a los animales enfermos.
—Quizá tengas razón, Príncipe Córum —ella indicó la puerta—. Y, si estás enfermo, seríamos felices de ayudarte a sanar...
Una sombra cruzó la cara de Córum, mientras la seguía al interior.
—Temo que nada puede curar ahora mi enfermedad, milady. Es una enfermedad de los Mabdén y no hay cura que conozcan los Vadhagh.
—Bien —dijo ella con fingida ligereza—, quizá los Mabdén podamos inventar alguna.
La amargura le embargó. Según descendían los escalones hacia la parte principal del castillo, levantó el muñón y se tocó la cuenca vacía.