El Príncipe Córum retiró su atención de la música y dirigió a su padre una mirada de educada solicitud.
—¿Padre?
—Córum. Perdona la molestia.
—Desde luego. Además, no estaba satisfecho de la composición —Córum se levantó de los cojines y se envolvió en la túnica escarlata.
—He decidido, Córum, que pronto visitaré la Cámara de los Vapores —dijo el Príncipe Khlonskey— y, al tomar tal decisión he pensado en satisfacer un capricho mío. Sin embargo, necesitaré tu ayuda.
El Príncipe Córum amaba a su padre y respetaba su voluntad, así que dijo con gravedad:
—Cuenta con ella, padre. ¿Qué puedo hacer?
—Me gustaría saber algo del destino de mi raza. Del Príncipe Opash, que vive en el castillo Sarn, al este. De la princesa Lorim, que está en el castillo Córumachah, al sur. Y del Príncipe Faguin, del castillo Gal, al norte.
El Príncipe Córum se estremeció.
—Muy bien, padre, si...
—Sé, hijo, lo que piensas: que yo podría descubrir lo que deseo por medios ocultos. Pero no es así. Por algún motivo, resulta difícil establecer comunicación con los otros Planos. Incluso mi percepción de ellos es más débil de lo que debiera, por más que intento penetrarlos con mis sentidos. Y entrar en ellos físicamente es casi imposible. Quizá se trata de mi edad...
—No, padre —dijo el Príncipe Córum—, pues yo también lo he encontrado difícil. Hace tiempo, era fácil moverse por los Cinco Planos a voluntad. Con un poco más de esfuerzo podía entrarse en contacto con los Diez Planos, aunque, como sabes, pocos podían visitarlos físicamente. Ahora soy incapaz de todo, excepto de ver y ocasionalmente oír esos otros Cuatro Planos que, con el nuestro, forman el espectro por el cual viaja nuestro planeta en su ciclo astral. No comprendo por qué ha sobrevenido esta pérdida de sensibilidad.
—Ni yo tampoco —convino su padre—. Pero siento que debe ser algo portentoso. Indica un cambio de gran magnitud en la naturaleza de nuestra Tierra. Éste es el motivo principal por el que quisiera saber algo de mis parientes y, quizá, averiguar si han descubierto por qué nuestros sentidos se ven limitados a un solo plano. Es antinatural. Es más: es castrante para nosotros. ¿Llegaremos a vernos reducidos a ser como los animales de este plano, que sólo son conscientes de una dimensión y no comprenden en absoluto que existen otras? ¿Está en marcha algún proceso de involución? ¿No sabrán nuestros hijos nada de nuestras experiencias, y volverán poco a poco al remoto estado de los mamíferos acuáticos de los que evolucionó nuestra raza? Admito, hijo, que en mi mente hay rastros de miedo.
El Príncipe Córum no intentó confortar a su padre.
—Una vez leí sobre los Blandhagna —dijo pensativamente—. Era una raza que vivía en el Tercer Plano. Gente muy sofisticada. Pero algo se adueñó de sus genes y sus cerebros y, en cinco generaciones, revirtieron a una especie de reptiles voladores con vestigios de su anterior inteligencia: la suficiente para enloquecerlos y, por fin, destruirlos por completo. ¿Qué es, me pregunto, lo que produce estas regresiones?
—Sólo los Señores de las Espadas lo saben —dijo su padre.
Córum sonrió.
—Y los Señores de las Espadas no existen. Comprendo tu preocupación, padre. Quieres que visite a tus familiares y les lleve nuestros saludos. Debo descubrir si les va bien y si han percibido lo mismo que nosotros en nuestro castillo Erórn.
Su padre asintió.
—Si nuestra percepción decae hasta el nivel de un Mabdén, poco objeto tiene la supervivencia de nuestra raza. Averigua, si puedes, cómo les va a los Nhadragh, si este embotamiento de los sentidos también los afecta.
—Nuestras razas tienen más o menos la misma edad— murmuró Córum—. Quizá sufren de la misma afección. Pero ¿no dijo nada al respecto tu pariente Shefanhowulag cuando te visitó hace algunos siglos?
—Sí. Shefanhowulag contó que los Mabdén habían llegado en barcos desde el Oeste y habían subyugado a los Nhadragh, matando a la mayoría y esclavizando a los restantes. Pero encuentro difícil de creer que los Mabdén, que no son más que medio animales, por muchos que sean, hayan tenido el talento de vencer a los Nhadragh en su propio terreno.
El Príncipe Córum frunció los labios reflexivamente.
—Posiblemente se debilitaron —dijo.
Su padre se volvió para abandonar la habitación, con el bastón de rubí y platino golpeando suavemente el tejido ricamente bordado que cubría las losas, y la mano delicada asiéndolo más fuerte que de costumbre.
—Una cosa es la debilidad —replicó—, y otra el miedo a una derrota imposible. Ambos, desde luego, son finalmente destructivos. Pero no hagamos más especulaciones, ya que a tu vuelta nos puedes traer respuestas a esas preguntas. Respuestas que podamos entender. ¿Cuándo partes?
—Pienso terminar la sinfonía —dijo el Príncipe Córum—. Me llevará un día más. Saldré a la mañana siguiente.
El Príncipe Khlonskey lo aprobó, satisfecho, con un gesto de su anciana cabeza.
—Gracias, hijo mío.
Cuando se hubo ido, el Príncipe Córum devolvió su atención a la música, pero encontró que le resultaba difícil concentrarse. Su imaginación empezó a centrarse en la misión que había aceptado cumplir. Una cierta emoción se apoderó de él. Pensó que debía ser excitación. Cuando partiera, sería la primera vez en su vida que dejara los alrededores del castillo Erórn.
Intentó calmarse, ya que iba contra las costumbres de su gente permitirse un exceso de emoción.
—Será instructivo —murmuró para sí— ver el resto del continente. Me gustaría que me hubiera interesado más la geografía. Apenas conozco la forma general de Bro-an-Vadhagh, por no hablar del resto de mundo. Quizá deba estudiar algunos mapas y relatos de viajes de la biblioteca. Sí, lo haré mañana, o quizá pasado mañana.
Ni siquiera entonces notó el Príncipe Córum ninguna sensación de apremio. Siendo los Vadhagh gente de larga vida, estaban acostumbrados a actuar con tranquilidad, calculando sus acciones antes de llevarlas a cabo, gastando semanas o meses en meditación antes de emprender cualquier estudio o trabajo creativo.
El Príncipe Córum decidió entonces abandonar su sinfonía, en la que había trabajado los últimos cuatro años. Quizá la continuara a su vuelta, quizá no. No tenía mucha importancia.
El Príncipe Córum se pone en camino
Y de aquel modo, con los cascos de su caballo ocultos por la blanca niebla de la mañana, el Príncipe Córum salió cabalgando del castillo Erórn para comenzar su misión.
La luz pálida suavizaba las líneas del castillo de tal modo que parecía, más que nunca, mezclarse con la enorme roca en la que se apoyaba, y los árboles que crecían junto al camino por el que cabalgaba Córum parecían del mismo modo fundirse y aunarse con la niebla, con lo que el paisaje era una silenciosa visión de suaves tonos dorados, verdes y grises teñidos con los rayos rosados de un sol distante y oculto. Y, desde más allá de la roca, se podía oír retirarse del acantilado al mar cubierto por la niebla
Según alcanzaba Córum los pinos y abedules de olor dulce del bosque, comenzó a cantar un reyezuelo, le contestó el graznido de una corneja, y ambos callaron como asombrados por el sonido de sus propias gargantas.
Córum cabalgó a través del bosque hasta que el murmullo del mar se desvaneció tras él y la niebla empezó a ceder ante la cálida luz del sol que se alzaba. Aquel antiguo bosque le resultaba familiar, y lo amaba, pues allí había cabalgado en su infancia y aprendido el antiguo arte de la guerra, cosa que fue considerada por su padre un modo tan bueno como cualquier otro de fortalecer y agilizar su cuerpo. Allí, también, había estado días enteros observando a los pequeños animales que habitaban el bosque: la delgada bestezuela de forma de caballo, gris y amarilla, con un cuerno en la frente y que no superaba el tamaño de un perro; el ave de gloriosos colores y alas en abanico que podía remontarse más alto de lo que alcanzaba la vista y sin embargo construía su nido en madrigueras subterráneas, abandonadas, de zorras y tejones; el ágil y gran cerdo de pelo grueso negro y rizado que se alimentaba de musgo, y muchos otros.
El Príncipe Córum observó que casi había olvidado los placeres del bosque por haber pasado tanto tiempo en el interior del castillo. Una ligera sonrisa se posó en sus labios al mirar a su alrededor. El bosque, pensó, perduraría siempre. Algo tan hermoso no podía morir.
Pero aquellos pensamientos le sumieron, por alguna desconocida razón, en una sombría melancolía y apremió al caballo para que acelerase el paso.
El caballo galopaba de buena gana tan rápido como Córum quería, ya que también conocía el bosque y disfrutaba con el ejercicio. Era un caballo de color rojo Vadhagh, de crines y cola negro-azuladas, fuerte, alto y gracioso, al contrario que los salvajes ponies de pelo largo que habitaban el bosque. Iba aderezado con terciopelo amarillo y cargado con dos serones, dos lanzas, un sencillo escudo redondo hecho con capas de diferente grosor de madera, latón, cuero y plata, un largo arco de hueso y un carcaj que contenía una buena cantidad de flechas. En uno de los serones iban las provisiones para el viaje, y en el otro libros y mapas para guía y entretenimiento.
El Príncipe Córum, por su parte, llevaba un casco cónico de plata que llevaba su nombre completo grabado en tres caracteres sobre la pequeña visera: Córum Jhaelen Irsei, lo que significaba Córum, el Príncipe de la Túnica Escarlata. Era costumbre de los Vadhagh elegir color para su túnica e identificarse por el mismo, del mismo modo que los Nhadragh utilizaban blasones y banderas más complicados. Córum vestía la túnica: Una gran capa que se extendía sobre la grupa del caballo. Tenía mangas anchas y largas, e iba abierta al frente. Sobre los hombros iba sujeta una capucha lo bastante grande como para cubrir el casco. Estaba hecha con la piel delgada y suave de una criatura que, se creía, vivía en otro Plano, olvidada incluso por los Vadhagh. Bajo la túnica llevaba una doble cota de malla formada por un millón de pequeñísimos eslabones. La capa exterior de la cota era de plata y la interior de hierro.
En cuanto a sus armas, aparte de la lanza y el arco, Córum llevaba un hacha de guerra Vadhagh de largo mango, labrada intrincada y delicadamente, y una espada fuerte y larga de un metal sin nombre fabricada en un Plano diferente del de la Tierra, con el pomo y la guarda labrados en plata y adornados con ónice blanco y rojo. La camisa era de samita azul y las calzas y botas de cuero suave y lustrado, igual que la silla de montar, repujada en plata.
Desde debajo del yelmo escapaba parte del cabello fino y planteado del Príncipe Córum, y su juvenil rostro mostraba una expresión a medias introspectiva, a medias de excitación anticipada ante la idea de ver por primera vez las antiguas tierras de su raza.
Cabalgaba en solitario, pues no se podía prescindir de ninguno de los criados del castillo, y viajaba a caballo en vez de en carroza porque quería conseguir la mayor velocidad posible.
Pasarían días antes de que alcanzara el primero de los diversos castillos que debía visitar, pero intentó imaginarse cuan diferentes serían las viviendas de sus parientes y qué aspecto tendrían ellos mismos. Incluso puede que encontrara una esposa entre ellos. Sabía que, aunque su padre no lo mencionara, ésa había sido una consideración más en la mente del Príncipe Khlonskey cuando el anciano le pidió cumplir aquella misión.
Pronto Córum dejó atrás el bosque y alcanzó la gran llanura llamada Broggrythus donde antaño los Vadhagh y los Nhadragh se enfrentaron en sangrienta y mística batalla.
Fue el último combate entre las dos razas y, en su punto culminante, se desarrolló en los Cinco Planos. Sin producir vencido ni vencedor, destruyó más de los dos tercios de sus razas. Córum había oído que existían muchos castillos vacíos por todo Bro-an-Vadhagh y muchas ciudades deshabitadas en las Islas Nhadragh que se extendían en el mar que bañaba el castillo Erórn.
Hacia el mediodía, Córum se encontraba en el centro de Broggrythus y llegó al mojón que marcaba los límites del territorio que había recorrido en su infancia. Allí estaban las ruinas cubiertas de musgo de la gran ciudad aérea que, durante la batalla librada por sus antepasados que duró un mes, se había deslizado de un Plano a otro, destrozando el delicado tejido que separaba las diferentes dimensiones de la Tierra hasta que, estrellándose por fin contra las filas entremezcladas de los Vadhagh y los Nhadragh, los destruyera. Por ser de un Plano diferente, el metal y la roca de la ciudad aérea aún conservaban aquel peculiar efecto de deslizamiento. Tenía el aspecto de un espejismo, aunque el musgo, los líquenes y los abedules que se entrelazaban a su alrededor le daban aspecto de solidez.
En otras ocasiones, con menos prisa, el Príncipe Córum disfrutó deslizando su percepción de éste a otro Plano para ver diferentes aspectos de la ciudad, pero el esfuerzo exigía demasiada energía en aquellos días y las ruinas diáfanas no representaban más que un obstáculo que le obligaba a dar un gran rodeo, pues se extendía en una circunferencia de más de veinte millas.
Pero, al fin, alcanzó el borde de la llanura llamada Broggrythus al anochecer, y dejó tras él el mundo que conocía para cabalgar al sudoeste, hacia tierras que conocía sólo por los mapas que llevaba.
Cabalgó con determinación durante otros tres días, sin descanso, hasta que el caballo rojo mostró señales de cansancio y, en un pequeño valle atravesado por un fría corriente de agua, acampó y descansó un rato.
Córum tomó una rebanada del pan ligero y nutritivo que comía su gente y se sentó con la espalda apoyada contra el tronco de un viejo roble, mientras su caballo pacía en la hierba de la orilla del río.
El yelmo de plata de Córum yacía a su lado, junto con su hacha y espada. Respiró el aire de aroma vegetal y se relajó contemplando las cimas de las montañas azules, grises y blancas, en la distancia. Era una tierra agradable y pacífica, y él estaba disfrutando del viaje. Antaño, según sabía, hubo en ella varios castillos Vadhagh, pero ya no quedaban rastros de ellos. Era como si se hubieran hundido en el paisaje o fueran engullidos por él. Una o dos veces, creyó ver castillos Vadhagh, pero habían resultado no ser más que rocas. Se le ocurrió que aquellas rocas eran las transformaciones de los restos de las viviendas Vadhagh, pero su intelecto rechazó tal imposibilidad. Tales ideas eran cuestión de poesía, no de la razón.