Se le había ocurrido a Córum que los Mabdén podían haber sido incitados a la destrucción por los Nhadragh, pero incluso aquello era improbable. Había un antiguo código de guerra al que se habían atenido ambas razas desde siempre, por muy fiera que fuera la lucha. Y con el descenso de su población, los Nhadragh no tenían necesidad de extender sus territorios ni los Vadhagh de defender los suyos.
Con el rostro alterado por el cansancio y la tensión, cubierto de polvo y surcado por las lágrimas, el Príncipe Córum ensilló su caballo y montó en él, conduciéndole hacia el norte, donde se encontraba el castillo Gal. Tenía alguna esperanza. Esperaba que los rebaños Mabdén se movieran sólo por el sur y por el este, que el norte aún estuviera libre de sus abusos, como el oeste.
Un día más tarde, al detenerse para dar de beber a su caballo en un pequeño lago, miró por encima de las altas hierbas de la orilla y vio elevarse una columna de humo. Sacó el mapa y lo consultó. Allí no había ningún castillo marcado.
Dudó. ¿Venía el humo de otro campamento Mabdén? En aquel caso, quizá tuvieran prisioneros Vadhagh a quienes Córum pudiera rescatar. Decidió dirigirse a la fuente del humo.
El humo venía de varios puntos. Era ciertamente un campamento Mabdén, pero un campamento permanente, no muy diferente de las poblaciones menores de los Nhadragh, aunque mucho más vasto. Una agrupación de cabañas de piedra de poca altura, con tejados de paja y chimeneas de pizarra de las que salía el humo.
Alrededor del campamento había campos que evidentemente estaban sembrados, aunque entonces no se vieran plantas, y otros en los que pastaban algunas vacas.
Por algún motivo Córum no se sintió tan cauteloso ante aquel campamento como ante la caravana Mabdén, pero de todas formas se acercó a él cuidadosamente, deteniendo el caballo a cien yardas y estudiándolo en busca de señales de vida. Esperó una hora y no vio ninguna.
Acercó más el caballo, hasta encontrarse a menos de cincuenta yardas del edificio más cercano, que tenía un solo piso.
No salió ningún Mabdén de ninguna de las bajas puertas.
Córum se aclaró la garganta.
Un niño comenzó a chillar y el grito fue ahogado de repente.
—¡Mabdén! —llamó Córum, y su voz sonó áspera por el cansancio y la pena—. Quisiera hablar con vosotros. ¿Por qué no salís de vuestras madrigueras?
Desde la cabaña más cercana contestó una voz con una mezcla de miedo e ira.
—No hemos hecho ningún daño a los Shefanhow. Ellos nos lo han hecho a nosotros. Pero si hablamos contigo, los Denledhyssi regresarán y se volverán a llevar nuestra comida, matarán a nuestros hombres, violarán otra vez a nuestras mujeres. Vete, señor Shefanhow, te lo pedimos. Hemos puesto la comida en el saco junto a la puerta. Tómala y déjanos.
Córum vio el saco. Así que era una ofrenda para él. ¿Acaso no sabían que su fuerte comida no duraría mucho en un estómago Vadhagh?
—No quiero comida, Mabdén —respondió.
—¿Qué quieres, señor Shefanhow? No tenemos más que nuestras almas.
—No sé lo que quieres decir. Busco respuestas a mis preguntas.
—Los Shefanhow lo saben todo. Nosotros no sabemos nada.
—¿Por qué teméis a los Denlfdhyssi? ¿Por qué me llamáis demonio? Nosotros los Vadhagh nunca os hemos hecho daño.
—Los Denledhyssi os llaman Shefanhow. Y nos castigan por vivir en paz con vosotros. Dicen que los Mabdén deben matar a los Shefanhow, a los Vadhagh y a los Nhadragh, que sois malos. Dicen que nuestro delito es permitir que viva el mal. Dicen que los Mabdén han sido puestos en la Tierra para destruir a los Shefanhow. Los Denledhyssi son los siervos del gran Conde Glandyth-a-Krae, cuyo señor es nuestro propio señor, el Rey Lyr-a-Brode, cuya ciudad de piedra, llamada Kalenwyr, se encuentra en las tierras del noreste. ¿No sabes todo esto, señor Shefanhow?
—No lo sabía —dijo en voz baja el Príncipe Córum, haciendo volver a su caballo—. Y ahora que lo sé, no lo comprendo—. Levantó la voz—. Adiós, Mabdén. No os daré más motivos de miedo... —y entonces se detuvo—. Pero decidme una última cosa.
—¿Qué es, señor? —llegó la voz nerviosa.
—¿Por qué un Mabdén destruye a otro Mabdén?
—No te comprendo, señor.
—He visto miembros de vuestra raza matar a otros miembros de la misma. ¿Hacéis eso a menudo?
—Sí, señor. Lo hacemos como ejemplo para los que pudieran pensar en romper nuestras leyes.
El Príncipe Córum suspiró.
—Gracias, Mabdén. Ahora, me voy.
El caballo rojo trotó hasta los límites del poblado y pronto lo dejó detrás.
El príncipe Córum sabía que el poder de los Mabdén había crecido más de lo que hubiera podido sospechar ningún Vadhagh. Tenían un orden social primitivamente complicado, con jefes de diferentes categorías. Poblados permanentes de diversos tamaños. La mayor parte de Bro-an-Vadhagh parecía gobernada por un solo hombre, el rey Lyr-a-Brode. El nombre significaba, en su corrompido dialecto, aproximadamente, «El Rey de Toda la Tierra».
Córum recordó los rumores. Que los castillos Vadhagh habían sido tomados por aquellos medio animales. Que las islas Nhadragh habían sucumbido a ellos completamente.
Y había Mabdén que dedicaban enteramente sus vidas a la búsqueda y destrucción de los miembros de las razas antiguas. ¿Por qué? Las razas antiguas no amenazaban al Hombre. ¿Qué amenaza podían representar para una especie tan numerosa y salvaje? Todo lo que los Vadhagh y los Nhadragh tenían era conocimiento. ¿Era el conocimiento lo que temían los Mabdén?
Durante diez días, con dos pausas para descansar, el Príncipe Córum cabalgó hacia el norte, pero la idea que tenía del Castillo Gal era distinta a cuando empezase su búsqueda. Pero tenía que ir para asegurarse de ello. Y debía advertir al Príncipe Faguin y a su familia del peligro... si es que aún vivían.
A menudo se veían poblados Mabdén, y el Príncipe Córum los evitaba. Algunos eran del tamaño del primero que había visto, pero muchos eran mayores, construidos alrededor de deformes torres de piedra. A veces veía grupos de guerreros cabalgando, y sólo sus sentidos superagudos de Vadhagh le permitían verlos antes de que le vieran a él.
Una vez, con gran esfuerzo, se vio obligado a trasladarse a sí mismo y a su caballo a la dimensión más cercana para evitar el encuentro con los Mabdén. Los vio pasar de largo, a menos de diez pies, completamente incapaces de verle. Como los otros que había observado, no montaban caballos, sino carros tirados por ponies velludos. Al ver Córum sus rostros picados por la enfermedad, cubiertos de sudor y suciedad, sus cuerpos repletos de bárbaros adornos, se maravilló ante su poder de destrucción. Era difícil creer que unos animales aparentemente insensibles como aquellos, que no parecían tener la menor Segunda Visión, pudieran arruinar los grandes castillos de los Vadhagh.
Y, por fin, el Príncipe de la Túnica Escarlata alcanzó la parte más baja de la colina en la que se erguía el castillo Gal y vio el humo negro rizándose y las rojas llamas chisporroteando, y supo de qué reciente destrucción se alejaban aquellos Mabdén.
Pero allí se había producido un asedio mucho más prolongado que los anteriores, a juzgar por su aspecto. Allí se desarrolló una batalla que duró muchos días. Los Vadhagh estuvieron más preparados en el castillo Gal. Esperando encontrar algún herido de su raza a quien pudiera ayudar, Córum espoleó el caballo para subir la colina al galope.
Pero el único ser vivo, que encontró más allá del ardiente castillo, era un gimoteante Mabdén, abandonado por sus compañeros. Córum le ignoró.
Encontró tres cuerpos de su propia raza. Ninguno de los tres había muerto rápidamente ni sin lo que los Mabdén consideraban sin duda humillación. Había dos guerreros a quienes les habían quitado las armas y la armadura. Y había una niña de unos seis años.
Córum se inclinó y levantó los cuerpos uno por uno, llevándolos al fuego para que se consumieran. Volvió a su caballo.
El herido Mabdén le llamó. Córum se detuvo. No era el acento Mabdén acostumbrado.
—¡Ayudadme, señor!
Era el líquido lenguaje de los Vadhagh y los Nhadragh.
¿Se trataba de un Vadhagh que se había disfrazado de Mabdén para escapar de la muerte? Córum volvió sobre sus pasos, conduciendo a su caballo por el humo remolineante.
Miró desde arriba al Mabdén. Llevaba una abultada chaqueta de piel de lobo cubierta con una media cota de malla de eslabones de hierro y un yelmo que le cubría la mayor parte del rostro y que se había deslizado, cegándole. Córum tiró del yelmo hasta soltarlo, lo puso a un lado y entonces boqueó de asombro.
No era un Mabdén, ni un Vadhagh. Era la faz ensangrentada de un Nhadragh, oscura, de rasgos aplastados y cabello que crecía hasta el borde de los ojos.
—Ayudadme, señor —dijo el Nhadragh de nuevo—. No estoy gravemente herido. Aún puedo ser útil.
—¿A quién, Nhadragh! —dijo Córum suavemente.
Arrancó un trozo de la manga del hombre y le limpió los ojos de sangre. El Nhadragh pestañeó, enfocando en él la vista.
—¿A quién servirías, Nhadragh? ¿Me servirías a mí?
Los ojos confusos del Nhadragh se aclararon y se llenaron de una emoción que Córum sólo pudo sospechar que era odio.
—¡VADHAGH! —aulló el ser—. ¡Un Vadhagh vive!
—Sí. Vivo. ¿Por qué me odias?
—Todos los Nhadragh odian a los Vadhagh. ¡Los han odiado por toda la eternidad! ¿Por qué no estás muerto? ¿Te has estado escondiendo?
—No soy del castillo Gal.
—Así que yo tenía razón. Éste no era el último castillo Vadhagh—. El ser intentó revolverse y sacar el cuchillo, pero estaba demasiado débil. Volvió a caer.
—El odio no es lo que sentían antaño los Nhadragh —dijo Córum—. Queríais nuestras tierras, sí. Pero nos combatíais sin este «odio», y nosotros os combatíamos sin él. Habéis aprendido el odio de los Mabdén, Nhadragh, no de vuestros antepasados. Ellos conocían el honor. Vosotros no. ¿Cómo pudo un miembro de las antiguas razas convertirse en un esclavo de los Mabdén?
Los labios del Nhadragh sonrieron levemente.
—Todos los Nhadragh que quedan son esclavos de los Mabdén y lo han sido durante doscientos años. Sólo nos permiten vivir para utilizarnos como a perros, para olfatear a esos seres que ellos llaman Shefanhow. Juramos votos de lealtad a ellos para poder sobrevivir.
—Pero ¿no pudisteis escapar? Hay otros Planos.
—Los otros Planos nos fueron negados. Nuestros historiadores cuentan que la última gran batalla entre los Vadhagh y los Nhadragh perturbó tanto el equilibrio de aquellos Planos que nos fueron cerrados por los Dioses...
—Así que también habéis vuelto a la superstición —murmuró Córum—. ¡Ah!, ¿qué nos están haciendo estos Mabdén?
El Nhadragh comenzó a reír; la risa se convirtió en tos, manó sangre de su boca y le corrió por las mejillas. Al limpiar Córum la sangre, dijo:
—Ellos nos reemplazan, Vadhagh. Traen la oscuridad y el terror. Son la perdición de la belleza y la condena de la verdad. Ahora el mundo es Mabdén. No tenemos derecho a continuar existiendo. La Naturaleza nos desprecia. ¡No deberíamos estar aquí!
Córum suspiró.
—¿Eso es lo que tú piensas, o lo que piensan ellos?
—Es un hecho.
Córum se encogió de hombros.
—Quizá.
—Es un hecho, Vadhagh. Estarías loco si lo negaras.
—Dijiste que habías creído que éste era el último de nuestros castillos...
—Yo no. Yo presentía que había otro. Se lo dije.
—¿Y han ido a buscarlo?
—Sí.
Córum aferró los hombros del ser.
—¿Dónde?
El Nhadragh sonrió.
—¿Dónde? ¿Dónde sino al oeste?
Córum corrió a su caballo.
—¡Espera! —gimió el Nhadragh—. ¡Mátame, te lo ruego, Vadhagh! ¡No me dejes agonizar!
—No sé matar —contestó Córum mientras montaba sobre el caballo.
—Entonces debes aprender, Vadhagh. ¡Debes aprender! —gimió el ser agonizante mientras Córum obligaba frenéticamente a su caballo a galopar por la colina abajo.
El aprendizaje de una lección
Y allí estaba el castillo Erórn, con las torres coloreadas cubiertas por un fuego ávido. Y aún golpeaba la marea en las grandes cavernas negras del promontorio en que se alzaba Erórn, y parecía que el mar protestaba, que el viento bramaba su ira, que la batiente espuma luchaba desesperadamente por anegar la llama victoriosa. El castillo Erórn se estremecía al perecer, y los barbudos Mabdén se reían ante su hundimiento, golpeando los adornos de acero y oro de sus carros, dirigiendo miradas de triunfo a la pequeña fila de cadáveres que yacían en un semicírculo ante ellos.
Eran cuerpos Vadhagh.
Cuatro mujeres y ocho hombres.
Desde las sombras del extremo más alejado del puente natural de roca que conducía al promontorio, Córum pudo ver atisbos de los rostros ensangrentados y los reconoció todos: el Príncipe Khlonskey, su padre. Colatalarna, su madre. Sus hermanas gemelas, Ilastru y Pholhinra. Su tío, el Príncipe Rhanan. Sertreda, su prima. Y los cinco criados, todos primos segundos y terceros.
Córum contó tres veces los cuerpos mientras el frío dolor se transformaba en furia y oía a los asesinos gritarse entre sí en su brutal dialecto.
Tres veces los contó, y luego los contempló y su rostro era el de un verdadero Shefanhow.
El Príncipe Córum había descubierto la pena y el miedo.
Entonces descubrió la ira.
Había cabalgado casi sin descanso durante dos semanas, esperando llegar antes que los Denledhyssi y avisar a su familia de la llegada de los bárbaros. Y había llegado tan sólo unas pocas horas tarde.
Los Mabdén habían atacado llevados por un orgullo que nacía de la ignorancia y destruyeron a aquéllos cuyo orgullo nacía de la sabiduría. Así eran las cosas; sin duda, el padre de Córum, el Príncipe Khlonskey, meditó sobre ello incluso mientras recibía el tajo de una robada hacha de guerra Vadhagh. Pero Córum no podía encontrar filosofía semejante en su propio corazón.
Sus ojos se volvieron negros de ira, excepto las pupilas que tomaron un color dorado brillante, y sacó la larga lanza, espoleando al cansado caballo por el terraplén, en la noche iluminada por las llamas, hacia los Denledhyssi.
Estaban acostados en sus carros, vertiendo dulce vino Vadhagh en sus rostros y gargantas. Los sonidos del mar y de las llamas ocultaron el que hacía Córum al acercarse, hasta que su lanza se hundió en el rostro de un guerrero Denledhyssi y el hombre aulló.