Córum había aprendido a matar.
Desclavó la punta de la lanza y golpeó al compañero del cadáver, atravesándole la nuca cuando empezaba a levantarse. Giró la lanza.
Córum había aprendido a ser cruel.
Pero su caballo no le respondía. Le había obligado a cabalgar hasta la extenuación y ahora apenas reaccionaba a sus órdenes. Ya los conductores de los carros más lejanos levantaban a sus caballos y giraban sus carros grandes y rechinantes para dirigirse contra el Príncipe de la Túnica Escarlata.
Una flecha pasó a su lado. Córum buscó al arquero y espoleó a su cansado caballo para acercarse lo suficiente y hundir su lanza en el ojo derecho, sin protección, del arquero y sacarla a tiempo de bloquear la estocada de su compañero.
La punta metálica desvió el arma y, con ambas manos, Córum echó atrás la lanza para golpear con el extremo el rostro del espadachín y derribarle del carro.
Pero ya los otros carros se lanzaban contra él entre las movedizas sombras que formaban las rugientes llamas que devoraban el castillo Erórn.
Iban dirigidos por alguien a quien Córum reconoció. Se reía, gritaba y hacía girar su gran hacha de guerra alrededor de la cabeza.
—¡Por el Perro! ¿Acaso se trata de un Vadhagh que sabe luchar como un Mabdén? Has aprendido demasiado tarde, amigo mío. ¡Eres el último de tu raza!
Era Glandyth-a-Krae, con sus ojos grises relampagueando, la boca cruel retorcida mostrando unos dientes amarillos.
Córum lanzó la jabalina.
El hacha, al girar, la desvió a un lado y el carro de Glandyth no se desvió.
Córum descolgó su propia hacha de guerra, esperó y, en aquel momento, las patas de su caballo se doblaron y el animal cayó a tierra.
Desesperadamente, Córum liberó los pies de los estribos, aferró el hacha con ambas manos y saltó hacia atrás y a un lado cuando el carro le alcanzó. Lanzó un golpe a Glandyth-a-Krae, pero se estrelló contra el borde de acero del carro. El choque embotó de tal modo sus manos que casi perdió el hacha. Respiraba ásperamente y se tambaleaba. Otros carros pasaron corriendo a su lado y una espada le golpeó en el yelmo. Atontado, cayó sobre una rodilla. Una lanza le golpeó un hombro y cayó al barro turbulento.
Entonces Córum, aprendió a fingir. En vez de intentar levantarse, se quedó donde había caído hasta que todos los carros hubieron pasado. Antes de que pudieran empezar a dar la vuelta, se puso en pie. Su hombro tenía un rasguño, pero la lanza no lo había atravesado. Se tambaleo en la oscuridad, intentando escapar de los bárbaros.
Entonces tropezó con algo blando, miró al suelo y vio el cuerpo de su madre, y lo que le habían hecho antes de morir; un gran gemido se le escapó de la garganta, las lágrimas le cegaron y aferró más fuertemente el hacha con la mano izquierda, sacando dificultosamente la espada y chillando:
—¡Glandyth-a-Krae!
Y Córum aprendió lo que era la sed de venganza.
El suelo se estremecía bajo los cascos de los caballos que llevaban de vuelta los carros contra él. La torre más alta del castillo se rompió de repente y estalló en llamas que se alzaron e iluminaron la noche, mostrando al Conde Glandyth azuzando a los caballos para lanzarse de nuevo contra Córum.
Córum se mantuvo en pie junto al cuerpo de su madre, la dulce princesa Colatalarna. Su primer golpe abrió la cabeza del primer caballo y éste cayó, haciendo tropezar a los que le seguían.
El Conde Glandyth se vio lanzado hacia delante, casi por encima del borde del carro, y maldijo. Tras él, otros dos conductores de carro intentaron frenar rápidamente a sus caballos para evitar estrellarse contra su jefe. Los demás, sin comprender por qué se detenían, también tiraron de las riendas.
Córum se encaramó sobre los cuerpos de los caballos y lanzó un tajo de su espada al cuello de Glandyth, pero el golpe fue bloqueado por la gola metálica y la gran cabeza peluda se volvió, mirando a Córum con ojos pálidos y grises. Entonces Glandyth saltó fuera del carro y Córum se dispuso a luchar con el destructor de su familia.
Se plantaron cara a la luz de las llamas, jadeando como zorros agazapados y dispuestos a saltar.
Córum se movió el primero, dirigiendo la espada a Glandyth-a-Krae y girando el hacha al mismo tiempo.
Glandyth se apartó de un salto de la espada y utilizó su propia hacha para desviar el golpe, lanzando una patada a la ingle de Córum y fallando.
Empezaron a rodearse mutuamente, con los ojos negros y dorados de Córum fijos en los del Conde Mabdén, pálidos y grises.
Durante varios minutos se contemplaron, dando vueltas, mientras los otros Mabdén observaban. Los labios de Glandyth se movieron y comenzaron a pronunciar una palabra, pero Córum saltó de nuevo y esta vez el extraño metal de su delgada espada penetró la armadura de Glandyth en la juntura del hombro y se deslizó al interior. Glandyth aulló y su hacha giró para golpear la espada de Córum con tal fuerza que la arrancó de la mano dolorida de éste y cayó al suelo.
—Ahora —murmuró Glandyth como si hablara para sí mismo—. Ahora, Vadhagh. No es mi destino ser muerto por un Shefanhow.
Córum golpeó con el hacha.
De nuevo Glandyth paró el golpe.
De nuevo golpeó el hacha.
Y aquella vez el arma de Córum fue arrancada de su mano y éste se encontró indefenso ante el sonriente Mabdén.
—¡Pero sí es mi destino el matar Shefanhow! —retorció su boca en una mueca de sonrisa.
Córum se lanzó contra Glandyth, intentando desviar el hacha. Pero ya había gastado sus últimas fuerzas. Se encontraba demasiado débil.
Glandyth gritó a sus hombres:
—¡Por el Perro, muchachos, quitadme de encima a este demonio! No le matéis. ¡Nos divertiremos con él! ¡Después de todo, es el último Vadhagh con el que podemos hacerlo!
Córum les oyó reír y se debatió mientras le ataban. Gritaba como enfebrecido y no podía oír sus propias palabras.
Entonces un Mabdén le arrancó el yelmo de plata y otro le golpeó en la parte posterior de la cabeza con el pomo de una espada. El cuerpo de Córum se relajó de repente y se hundió en la bienvenida oscuridad.
La mutilación de Córum
El sol se había levantado y vuelto a ocultar dos veces cuando Córum se despertó para encontrarse atado con cadenas en la caja de una carroza Mabdén. Intentó levantar la cabeza para mirar a través de la abertura del entoldado, pero no vio nada excepto que era de día.
Se preguntó por qué no le habían matado. Y entonces se estremeció y comprendió que esperaban a que despertara para hacer su muerte larga y dolorosa.
Antes de salir para su expedición, antes de ser testigo de lo que había ocurrido en los castillos Vadhagh, antes de ver la plaga que había invadido Bro-an-Vadhagh, podría haber aceptado su destino y haberse preparado para morir como su pueblo, pero las lecciones que había aprendido de los Mabdén permanecían con él. Odiaba a los Mabdén. Lloraba por sus parientes. Los vengaría si podía. Y esto significaba que tenía que vivir.
Cerró los ojos, conservando su fuerza. Había un modo de escapar de los Mabdén, y era desplazar su cuerpo a otro Plano donde no pudieran verle. Pero exigiría mucha energía, y no tenía sentido hacerlo mientras estuviera en la carroza.
Las guturales voces de los Mabdén llegaban a la carroza de vez en cuando, pero no podía entender lo que decían. Durmió.
Se estremeció. Algo frío golpeaba su rostro. Parpadeó. Era agua. Abrió los ojos y vio a los Mabdén en pie a su lado. Le habían sacado de la carroza y ahora yacía en el suelo. Las hogueras de la cocina ardían cerca. Era de noche.
—El Shefanhow está con nosotros otra vez, señor —dijo el Mabdén que había arrojado el agua—. Está preparado, creo.
Córum respingó al mover su herido cuerpo, intentando mantenerse erguido en las cadenas. Aunque pudiera escapar a otro Plano, las cadenas irían con él. No se encontraría en mucha mejor situación. Como prueba, intentó ver el Plano más cercano, pero sus ojos empezaron a dolerle y renunció.
El Conde Glandyth-a-Krae llegaba en ese momento, abriéndose camino por entre sus hombres. Sus ojos pálidos miraron triunfalmente a Córum. Se llevó una mano a la barba, que había sido dividida en varios cuerpos y atada con anillos de oro robado, y sonrió. Casi con ternura, se inclinó e hizo enderezarse a Córum. Las cadenas y el escaso espacio de la carroza habían cortado la circulación de la sangre en sus piernas. Comenzaron a doblarse.
—¡Rodlik! ¡Aquí, muchacho! —llamó el Conde Glandyth tras él.
—¡Voy, señor! —se adelantó un muchacho pelirrojo de unos catorce años. Iba vestido de suave samita Vadhagh, verde y blanca, y llevaba una gorra de armiño y botas de fina piel de ciervo. Su rostro era pálido, marcado por el acné, pero por lo demás era atractivo para ser un Mabdén. Se arrodilló ante el Conde Glandyth—. ¿Señor?
—Ayuda al Shefanhow a tenerse en pie, muchacho—. La voz baja y áspera de Glandyth contenía algo parecido a una nota de afecto cuando se dirigía al muchacho.— Ayúdale a tenerse en pie, Rodlik.
Rodlik se incorporó de un salto y sujetó a Córum por los codos, levantándole. El tacto del muchacho era frío y nervioso.
Todos los guerreros Mabdén miraban expectantes a Glandyth. Con tranquilidad, éste se quitó el pesado yelmo y se sacudió el cabello rizado y lleno de grasa.
También Córum miraba a Glandyth. Estudió la roja cara del hombre, y decidió que aquellos ojos grises no mostraban verdadera inteligencia, sino malicia y orgullo.
—¿Por qué habéis destruido a todos los Vadhagh? —preguntó Córum suavemente. Movía la boca dolorosamente—. ¿Por qué, Conde de Krae?
Glandyth le miró con sorpresa y tardó en contestar.
—Deberías saberlo. Odiamos vuestra brujería. Aborrecemos vuestros aires de superioridad. Deseamos vuestras tierras y aquellos de vuestros bienes que nos son útiles. Por eso os matamos —sonrió—. Además, no hemos destruido a «todos» los Vadhagh. Todavía no. Queda uno.
—Sí —prometió Córum—. Y uno que vengará a su pueblo si se le da la oportunidad.
—No —Glandyth se llevó las manos a las caderas—. No se le dará.
—Dices que odiáis nuestra brujería. Pero no practicamos la brujería. Sólo algunos conocimientos, un poco de Segunda Visión...
—¡Ja! Hemos visto vuestros castillos y las malvadas aberraciones que contienen. Vimos aquél, el que conquistamos hace un par de noches. ¡Lleno de brujería!
Córum se humedeció los labios.
—Pero aunque practicáramos la brujería, no sería motivo para destruirnos. No os hemos hecho ningún daño. Os dejamos llegar a nuestra tierra sin resistencia. Creo que nos odiáis porque odiáis algo de vosotros mismos. Sois criaturas incompletas.
—Lo sé. Nos llamáis medio-animales. No me importa lo que pienses ahora, Vadhagh. Ahora que tu raza se ha terminado no me importa—. Escupió al suelo y movió una mano hacia el muchacho—. Suéltale.
El joven saltó hacia atrás.
Córum osciló, pero no cayó.
Siguió mirando con desprecio a Glandyth-a-Krae.
—Tú y tu raza estáis locos, Conde. Sois como un cáncer. Sois una enfermedad de este mundo.
El Conde Glandyth volvió a escupir. Esta vez directamente al rostro de Córum.
—Te he dicho que ya sé lo que los Vadhagh piensan de nosotros. Sé lo que pensaban los Nhadragh antes de que los hiciéramos nuestros perros de caza. Es vuestro orgullo lo que os ha destruido, Vadhagh. Los Nhadragh aprendieron a dejar a un lado la soberbia, y sobrevivieron algunos de ellos. Así nos aceptaron como sus amos. Pero los Vadhagh no podíais hacerlo. Cuando llegamos a vuestros castillos, nos ignorasteis. Cuando reclamamos tributos, no contestasteis. Cuando os dijimos que erais nuestros servidores, fingisteis no comprender. Así que nos dedicamos a castigaros. Y no ofrecisteis resistencia. Os toruramos y, en vuestro orgullo, no quisisteis jurar que seríais nuestros esclavos, como los Nhadragh. Perdimos la paciencia, Vadhagh. Decidimos que no merecíais vivir en la misma tierra que el gran rey Lyr-a-Brode, ya que no admitíais ser sus vasallos. Por eso es por lo que nos dedicamos a mataros a todos. Merecíais esta Condena.
Córum miró al suelo. Así que era el orgullo lo que había acabado con la raza Vadhagh.
Levantó de nuevo la cabeza y le devolvió la mirada a Glandyth.
—Sin embargo, espero —dijo Córum— que podré mostraros que el último de los Vadhagh puede comportarse de otro modo.
Glandyth se encogió de hombros y se volvió para dirigirse a sus hombres.
—No tiene ni idea de lo que nos mostrará muy pronto, ¿verdad, muchachos?
Los Mabdén rieron.
—¡Traed el tablero! —ordenó el Conde Glandyth—. Creo que vamos a empezar.
Córum les vio traer una gran plancha de madera. Era gruesa, sucia y con agujeros. Junto a cada una de sus cuatro esquinas habían sido fijados trozos de cadena. Córum empezó a preguntarse cuál sería el objeto del tablero.
Dos Mabdén le tomaron de los brazos y le llevaron hacia el tablero. Otro trajo un cincel y un martillo de hierro. Empujaron a Córum de espaldas contra el tablero, que ahora estaba apoyado en el tronco de un árbol. Utilizando el cincel, un Mabdén apartó de él las cadenas; entonces le agarraron por los brazos y las piernas fueron agarrados y le extendieron sobre el tablero mientras le sujetaban a las cadenas con remaches nuevos. Córum podía oler la sangre seca. Podía ver que el tablero estaba acribillado de marcas de cuchillos, espadas y hachas, y que habían sido disparadas flechas contra él.
Estaba en la tabla de un carnicero.
La sed de sangre de los Mabdén se incrementaba. Los ojos les brillaban con el fuego, su respiración emitía vapor y las aletas de sus narices se abrían. Lenguas rojas lamían labios gruesos, y leves sonrisas de anticipación aparecieron en varios de los rostros.
El Conde Glandyth supervisó la fijación de Córum al tablero. Se acercó y se puso frente al Vadhagh, sacando un puñal fino y agudo de la cintura.
Córum contempló cómo la hoja se acercaba a su pecho. Se oyó un sonido de desgarramiento cuando el cuchillo arrancó de su cuerpo la camisa de samita.
Lentamente, con una sonrisa cada vez más amplia, Glandyth-a-Krae trabajó sobre el resto de las vestiduras de Córum, dibujando con el cuchillo sólo de vez en cuando una fina línea de sangre sobre su cuerpo, hasta que por fin Córum se encontró completamente desnudo.
Glandyth dio un paso atrás.
—Ahora —dijo jadeando— sin duda te preguntarás qué te vamos a hacer.