El caballero de las espadas (3 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Sonrió ante su propia imaginación y se acomodó más confortablemente contra el árbol. Dentro de otros tres días llegaría al castillo Crachah, donde su tía, la princesa Lorim, vivía. Contempló cómo su caballo doblaba las patas y se echaba bajo los árboles para dormir; se enrolló en la túnica, se puso la capucha y durmió él también.

Tercer capítulo

La manada Mabdén

Hacia la mitad de la mañana siguiente, el Príncipe Córum fue despertado por sonidos que de algún modo no eran propios del bosque. Su caballo también los había oído, pues estaba en pie y olfateaba el aire, mostrando leves signos de agitación.

Córum se estremeció y se dirigió a las frías aguas del río para lavarse la cara y las manos. Se detuvo, volviendo a escuchar. Un golpe. Un zumbido. Un ruido metálico. Creyó oír una voz gritar en la parte baja del valle y miró en aquella dirección, imaginando que veía moverse algo.

Córum volvió donde había dejado sus armas y tomó el yelmo, se lo puso, se ciñó la vaina de la espada a la cintura y se colgó el hacha a la espalda. Luego comenzó a ensillar el caballo mientras éste bebía en el río.

Los sonidos se hicieron más fuertes y, por algún motivo, Córum se sintió intranquilo. Montó en el caballo, pero continuó vigilando.

Subiendo el valle venía una caravana de animales y carros. Algunas de las criaturas iban guarnecidas de hierro, pieles y cuero. Córum pensó que se trataba de una manada Mabdén. Por lo poco que había leído sobre las costumbres de los Mabdén, sabía que era una especie fundamentalmente migratoria, en constante movimiento; al agotar un territorio emigraban, buscando nuevos aires y cultivos. Se sorprendió al notar cuánto se parecían las espadas, escudos y yelmos que llevaban algunos de los Mabdén a las armas y armaduras de los Vadhagh.

Llegaron más cerca, y Córum los siguió observando con intensa curiosidad, como estudiaría cualquier animal corriente que no hubiera visto antes.

Era un grupo numeroso, conduciendo carros decorados bárbaramente y hechos de madera y bronce batido, tirados por peludos caballos con arneses de cuero pintados de rojo, amarillo y azul oscuro. Tras los carros iban carrozas, algunas abiertas y otras entoldadas. Quizá éstas llevaban hembras, pensó Córum, ya que no se veían hembras por ninguna otra parte.

Los Mabdén tenían barbas espesas y sucias, largos bigotes rizados y cabello desgreñado que se desparramaba desde debajo de sus cascos. Según avanzaban, se gritaban entre sí y se pasaban odres de vino de mano en mano. Asombrado, Córum reconoció el lenguaje como el corriente entre los Vadhagh y los Nhadragh, aunque muy corrompido y más ronco. Así que los Mabdén habían aprendido una forma de lenguaje sofisticada.

De nuevo notó una indefinible sensación de inquietud. Córum ocultó a su caballo entre las sombras de los árboles y continuó observando. Y al fin pudo ver por qué tanto yelmo como armas le resultaban tan familiares.

Eran yelmos Vadhagh y armas Vadhagh.

Córum se estremeció. ¿Habían sido tomados en algún viejo castillo Vadhagh abandonado? ¿Eran regalos? ¿O habían sido robados?

Los Mabdén también llevaban armas y armaduras hechas por ellos mismos, obras burdas, copias evidentes de las obras Vadhagh, así como algunos artefactos Nhadragh. Varios vestían ropas de samita y lino robadas, pero la mayoría llevaban mantos de piel de lobo, capuchas de piel de oso, bonetes de piel de cabra, faldas de piel de conejo, botas de piel de cerdo, camisas de lana o de piel de ciervo. Algunos llevaban cadenas de oro, bronce o hierro colgando del cuello o atadas alrededor de los brazos y piernas, e incluso en el sucio cuello.

Mientras Córum observaba, comenzaron a pasar ante él. Contuvo la tos cuando su olor le llegó a la nariz. Muchos iban tan borrachos que casi se caían de los carros. Las pesadas ruedas rechinaban y golpeteaban los cascos de los caballos. Córum vio que las carrozas no contenían hembras, sino botín. La mayor parte eran tesoros Vadhagh, no había confusión posible.

No se podía interpretar la evidencia de otro modo. Era una expedición guerrera; si se trataba de ataque o saqueo, Córum no podía asegurarlo. Pero encontró difícil aceptar que aquellas criaturas hubieran luchado recientemente con guerreros Vadhagh y prevalecido sobre ellos.

Comenzaron a pasar los últimos carros de la caravana y Córum vio que algunos Mabdén caminaban detrás, sujetos a los carros con cuerdas atadas a las manos. Aquellos Mabdén no llevaban armas y apenas iban vestidos. Eran delgados, sus pies descalzos sangraban, y gemían y gritaban de vez en cuando. A menudo, la respuesta del conductor del carro al que estaban atados era maldecir o reír o tirar de las cuerdas para hacerles tropezar.

Uno tropezó y cayó, intentando desesperadamente recuperar el equilibrio mientras era arrastrado. Córum estaba aterrorizado. ¿Por qué trataban los Mabdén a su propia especie de aquel modo? Ni siquiera los Nhadragh, que eran considerados más crueles que los Vadhagh, causaban tal dolor a los prisioneros Vadhagh en los antiguos días.

—Ciertamente son unos brutos muy especiales, —murmuró Córum casi en alta voz.

Uno de los Mabdén que encabezaban la caravana empezó a gritar y detuvo su carro junto al río. Los otros carros y carrozas comenzaron a detenerse. Córum vio que su intención era acampar allí mismo.

Fascinado, continuó vigilándolos, inmóvil en su caballo, oculto entre los árboles.

Los Mabdén libraron a los caballos de sus arneses y los condujeron al agua. Sacaron de los carros leña y ollas y comenzaron a encender hogueras.

Al ponerse el sol ya estaban comiendo, aunque los prisioneros, aún atados a los carros, no recibieron nada.

Cuando hubieron terminado de comer, empezaron a beber de nuevo y pronto más de la mitad de la manada estaba inconsciente, dispersa por la hierba y dormida donde había caído. Otros Mabdén rodaban por el suelo enzarzados en peleas simuladas, muchas de las cuales se tornaban serias, de tal modo que aparecían las espadas y hachas y se vertía la sangre.

El Mabdén que había mandado detenerse a la caravana gritó a los que luchaban y comenzó a tambalearse entre ellos, con un odre de vino en la mano, dándoles patadas y ordenándoles claramente que dejaran de luchar. Dos se negaron a obedecerle y sacó la gran hacha de guerra de bronce del cinto y golpeó con ella el cráneo del hombre más cercano, partiéndole el yelmo y la cabeza. El silencio se extendió por el campamento y Córum, haciendo un esfuerzo, alcanzó a oír las palabras del jefe.

—¡Por el Perro! No permitiré más disputas de esta clase. ¿Por qué desperdiciar vuestras energías entre vosotros? ¡Hay diversión en otros sitios! —señaló con su hacha a los prisioneros, que ahora estaban durmiendo.

Algunos de los Mabdén se rieron y se levantaron,  asintiendo y dirigiéndose entre la débil luz del atardecer hasta donde yacían los prisioneros. Los despertaron a patadas, cortaron las cuerdas que los ataban a los carros y los obligaron a ir al campamento principal, donde los guerreros que no habían sucumbido al vino formaron un corro. Los prisioneros fueron empujados al centro de este círculo y se quedaron de pie, mirando con terror a los guerreros.

El jefe penetró entre ellos y se enfrentó a los prisioneros.

—Cuando os trajimos con nosotros desde vuestro pueblo os aseguré que nosotros los Denledhyssi sólo odiamos a una cosa más que a los Shefanhow. ¿Os acordáis de lo que era?

Uno de los prisioneros murmuró algo mirando al suelo. El jefe de los Mabdén se movió rápidamente, presionando la cruz del hacha contra la barbilla del hombre y obligándole a levantarla.

—¡Eh, has aprendido bien la lección, amigo! Dilo otra vez.

La lengua del prisionero estaba hinchada en su boca. Los rotos labios se movieron de nuevo y volvió los ojos hacia el firmamento que se oscurecía; las lágrimas resbalaron por sus mejillas y gritó con una voz salvaje y quebrada:

—¡A los que lamen las meadas de los Shefanhow!

Y un gran gemido se escapó temblando de su boca y chilló.

El jefe de los Mabdén sonrió, echó atrás el hacha y hundió el mango en el estómago del hombre, con lo que su grito fue cortado en seco mientras se dobló agónicamente.

Córum nunca había sido testigo de tal crueldad, y su enfado se hizo más profundo cuando vio que los Mabdén empezaban a atar a los prisioneros, sujetándolos a estacas clavadas en el suelo y acercándoles brasas y cuchillos a los miembros, quemándolos y cortándolos para que no muriesen, pero sí se estremecieran de dolor.

El jefe ser rió mientras lo miraba, sin tomar parte en la tortura directamente.

—¡Ah, vuestros espíritus se acordarán de mí cuando se unan a los demonios Shefanhow en los Pozos del Perro —se reía entre dientes—. ¡Ah, recordarán al Conde de los Denledhyssi, Graldyth-a-Krae, la Perdición de los Shefanhow!

Córum encontró dificultad en comprender lo que significaban esas palabras. «Shefanhow» podía ser una corrupción de la palabra Vadhagh, «Sefano», que más o menos significaba «demonio». Pero ¿por qué se llamaban a sí mismos estos Mabdén «Denledhyssi», que significaba «asesinos»? ¿Y por qué, como parecía evidente, sus enemigos eran otros Mabdén?

Córum sacudió la cabeza, confuso. Comprendía los motivos y la conducta de animales menos desarrollados mejor que la de los Mabdén. Encontraba difícil mantener un interés científico en sus costumbres, pues éstas le turbaban cada vez más. Volvió el caballo hacia las profundidades del bosque y se alejó cabalgando.

Por el momento, la única explicación que se le ocurría, era que la especie Mabdén había sufrido un proceso de evolución y regresión más rápida que el de la mayoría de las especies. Era posible que éstos fueran los restos enloquecidos de la raza. En aquel caso, quizá por ello se volvían contra su propia especie, como los zorros rabiosos.

Le embargó una mayor sensación de urgencia, y cabalgó tan rápido como pudo su caballo hacia el castillo Crachah. La princesa Lorim, que vivía en la vecindad de los rebaños Mabdén, podría ser capaz de darle respuestas más claras a aquellas preguntas.

Cuarto capítulo

La perdición de la belleza: la condena de la verdad

Excepto hogueras apagadas y algunos restos, el Príncipe Córum no vio más señales de los Mabdén hasta que llegó a las altas colinas verdes que encerraban el valle Crachah, donde buscó con la vista el castillo de la princesa Lorim.

El valle estaba cubierto de álamos, abedules y olmos y ofrecía un aspecto pacífico bajo la suave luz del comienzo de la tarde. Pero, ¿dónde estaba el castillo?

Córum sacó de nuevo el mapa de la alforja y lo consultó. El castillo debía de estar casi en el centro del valle, rodeado por seis círculos de álamos y dos círculos exteriores de olmos. Volvió a mirar.

Sí, estaban los anillos de álamos y olmos. Mas en el centro no había ningún castillo, sólo una neblina.

Pero no podía haber niebla con un día semejante. Sólo podía ser humo.

El Príncipe Córum cabalgó rápidamente bajando la colina.

Avanzó hasta alcanzar el primer círculo de árboles y miró a través de los otros, pero aún no pudo ver nada. Olfateó el humo.

Atravesó más anillos de árboles y el humo se le metió en los ojos y la garganta y pudo ver algunas formas negras en su interior.

Cruzó el último grupo de álamos y comenzó a toser cuando el humo llenó los pulmones y sus lagrimeantes ojos discernieron las formas. Grietas agudas, rocas caídas, metal retorcido, vigas quemadas.

El príncipe Córum vio ruinas. Las ruinas, sin duda, del castillo Crachah. Ruinas ardiendo. El fuego había destruido el castillo Crachah. El fuego había devorado a su gente, pues Córum, al conducir a su jadeante caballo alrededor del perímetro de las ruinas, pudo ver esqueletos ennegrecidos. Y más allá de las ruinas había señales de batalla. Un carro Mabdén destruido. Algunos cadáveres Mabdén. Una anciana mujer Vadhagh, cortada en varios pedazos.

Las cornejas y los cuervos se acercaban ya cautelosamente a pesar del humo.

El Príncipe Córum empezó a comprender lo que podía significar la pena. Pensó que era esa la emoción que sentía.

Llamó una vez, con la esperanza de que algún habitante del castillo Crachah estuviera con vida, pero no hubo respuesta. Lentamente, el Príncipe Córum se volvió.

Cabalgó hacia el este. Hacia el castillo Sarn.

Cabalgó sin pausa durante una semana y la sensación de pena se mantuvo, pero acompañada de otra emoción persistente. El Príncipe Córum comenzó a pensar que debía ser un sentimiento de turbación.

El castillo Sarn se alzaba en el centro de un antiguo y denso bosque y se llegaba a él por un camino a lo largo del cual avanzaban el cansado Príncipe de la Túnica Escarlata y su agotado caballo. Pequeños animales se alejaban saltando de su camino y una suave lluvia caía desde un firmamento amenazador. Allí no había humo, pues cuando Córum llegó al castillo vio que ya no ardía. Las negras piedras estaban frías y las cornejas y cuervos ya habían limpiado los cuerpos y se habían ido en búsqueda de otra carroña.

Y entonces, por primera vez, las lágrimas cubrieron los ojos de Córum. Desmontó de su polvoriento caballo, se encaramó sobre las piedras y los huesos y se sentó, mirando a su alrededor.

Durante varias horas el Príncipe Córum permaneció sentado hasta que un sonido se escapó de su garganta. Era un sonido que nunca antes había oído y para el cual no tenía un nombre. Era un sonido que no podía expresar lo que había en el interior de su mente asombrada. Nunca había conocido al Príncipe Opash, aunque su padre había hablado de él con gran afecto. Nunca conoció a la familia ni a los criados que vivieran en el castillo Sarn. Pero lloró por ellos hasta que, al fin, agotado, se tendió sobre las rotas losas de piedra y se hundió en un sombrío sueño intranquilo.

La lluvia siguió derramándose sobre la capa escarlata de Córum. Cayó sobre las ruinas y lavó los huesos. El rojo caballo buscó la protección de los viejos centenarios árboles y se echó. Durante un rato masticó la hierba y observó a su postrado dueño. Después también durmió.

Cuando Córum por fin se despertó y volvió sobre las ruinas hasta donde aún dormía su caballo, su mente era incapaz de pensar. Sabía que aquella destrucción debía de ser obra de los Mabdén, pues no era costumbre de los Nhadragh quemar los castillos de sus enemigos. Además, los Nhadragh y los Vadhagh habían estado en paz durante siglos. Ambos habían olvidado cómo se hacía la guerra.

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