Córum volvió a mirar al rey muerto y se estremeció. Alzó la espada. Se cortaría la Mano de Kwll. ¡Era mejor ser un lisiado que el esclavo de una cosa maligna!
Y entonces el suelo se hundió bajo él y cayó con un fuerte choque sobre el lomo de un animal que bufó y le mostró las garras.
La llegada de las Cosas Oscuras
Córum vio sobre él la luz del día, y de golpe la losa volvió a caer en su posición normal y el Vadhagh se encontró en la oscuridad con el animal que vivía en el pozo bajo el patio. La bestia gruñía en algún rincón. Se preparó a defenderse contra ella.
Cesaron súbitamente los gruñidos y cayó el silencio por un momento.
Córum esperó.
Oyó un roce. Vio una chispa. La chispa se convirtió en llama. La llama venía de una mecha que ardía en una vasija de arcilla llena de aceite.
El vaso de arcilla era sostenido por una mano sucia. Y la mano pertenecía a una criatura peluda cuyos ojos relampagueaban de ira.
—¿Quién eres? —dijo Córum.
La criatura volvió a arrastrar los pies y colocó la basta lámpara en un nicho de la pared. Córum vio que el suelo estaba cubierto de paja sucia. Había un plato y una jarra y, en el otro extremo, una pesada puerta de hierro. El lugar apestaba a excrementos humanos.
—¿Puedes entenderme? —Córum aún hablaba en la lengua Nhadragh.
—Deja de parlotear —la criatura habló distantemente, como si no esperara que Córum supiera lo que estaba diciendo. Hablaba en la Baja Lengua—. Pronto serás como yo.
Córum no contestó. Envainó la espada y recorrió la celda, inspeccionándola. No parecía haber ningún medio visible de escape. Por encima de él oyó pasos sobre las losas del patio. Oyó muy claramente las voces de los Rhaga-da-Kheta. Estaban agitados, casi histéricos.
La criatura inclinó la cabeza y escuchó.
—Así que eso es lo que pasó —musitó, mirando a Córum y sonriendo para sí—. Mataste al pequeño y débil cobarde, ¿eh? Hum, bien, no me molesta tanto tu compañía. Aunque me temo que tu estancia será corta. Me pregunto cómo te destruirán...
Córum escuchaba en silencio, aún sin revelar que comprendía las palabras de la criatura. Oyó el sonido de los cadáveres al ser retirados a rastras, por encima de él. Más voces iban y venían.
—Ahora están en apuros —cloqueó la criatura—. Sólo sirven para matar a traición. ¿Qué intentaron hacerte, amigo, envenenarte? Es el modo que suelen utilizar para desembarazarse de aquéllos a quienes temen.
¿Veneno? Córum se estremeció. ¿Habían envenenado el vino? Miró a la mano. ¿Lo había... «sabido»? ¿Era inteligente de algún modo?
Decidió romper su silencio.
—¿Quién eres? —preguntó en la Baja Lengua.
—¡Así que me puedes entender! —la criatura empezó a reír—. Bien, ya que eres mi invitado, creo que deberías contestar a mis preguntas primero. Pareces un Vadhagh, y sin embargo, yo creía que los Vadhagh habían muerto hace mucho. Dime tu nombre y el de tu raza, amigo.
—Soy Córum Jhaelen Irsei, el Príncipe de la Túnica Escarlata —dijo Córum—. Y soy el último de los Vadhagh.
—Y yo soy Hánafax de Pendrade, un poco soldado, un poco sacerdote, un poco explorador... y un poco desgraciado, como ves. Soy natural de una tierra llamada Lywm-an-Esh... una tierra muy lejana hacia el oeste donde...
—Conozco Lywm-an-Esh. He sido invitado de la Margravina del este.
—¿Qué? ¿Existe aún ese Margraviato? ¡Oí que había sido tragado por el mar hace bastante tiempo!
—Quizá esté destruido en este momento. Las tribus Pony...
—¡Por Urleh! ¡Tribus Pony! ¡Eso ya pasó a la historia!
—¿Cómo es que estás tan lejos de tu tierra, señor Hánafax?
—Es un relato largo, Príncipe Córum. Arioch, como le llaman aquí, no favorece a la gente de Lywm-an-Esh. Espera que los Mabdén le hagan el trabajo sucio, sobre todo en lo que se refiere a la reducción de las Antiguas Razas, tales como la tuya. Como sin duda sabes, nuestra gente no tenia interés en destruir esas razas, ya que nunca nos hicieron daño. Pero Urleh es una especie de deidad inferior que sirve al Caballero de las Espadas. Es a Urleh a quien yo servía como sacerdote. Bien, parece que Arioch está impacientándose por razones que sólo él conoce, y le ha ordenado a Urleh que mande a la gente de Lywm-an-Esh que emprenda una cruzada y que viaje al lejano oeste donde vive una raza de gente de mar. Esas gentes son sólo unos cincuenta en total y viven en castillos construidos formando un círculo. Se llaman los Shalafen. Urleh me transmitió la orden de Arioch. Decidí pensar que era una orden falsa, que venía de otra deidad enemiga de Urleh. Mi suerte, que nunca fue buena, cambió radicalmente entonces. Hubo un asesinato. Me acusaron a mí de cometerlo. Huí de mis tierras y robé un barco. Después de varias aventuras más bien tristes, me encontré entre esta gente gorjeante que espera pacientemente la destrucción ordenada por Arioch. Intenté organizarles contra Arioch. Me ofrecieron vino, que rehusé. Me ataron y me metieron aquí, donde llevo no pocos meses.
—¿Qué van a hacer contigo?
—No lo sé. Supongo que esperan que muera más pronto o más tarde. Son gente mal gobernada y un poco estúpida, pero no son crueles por naturaleza. Sin embargo, su miedo a Arioch es tan grande que no se atreven a hacer nada que pueda ofenderle. De ese modo esperan que les deje vivir uno o dos años más.
—¿Y no sabes lo que harán conmigo? Al fin y al cabo, he matado a su rey.
—En eso estaba pensando. El veneno ha fallado. Tendrían muchos reparos en emplear la violencia contigo por sí mismos. Habremos de esperar para saberlo.
—Tengo una misión que cumplir —le dijo Córum—. No puedo permitirme la espera.
—¡Creo que no tendrás más remedio, amigo Córum! —sonrió Hánafax—. Tengo algo de hechicero, como ya te he dicho. Conozco algunos trucos, pero, sin que sepa por qué, ninguno funciona en este lugar. Y, si la brujería no puede ayudarnos, ¿qué puede hacerlo?
Córum alzó su extraña mano y la contempló pensativamente.
Después observó el peludo rostro de su compañero de celda.
—¿Has oído hablar alguna vez de la Mano de Kwll?
—Sí. —Hánafax frunció el ceño —... Creo que sí. El único resto de un dios, que tenía un hermano con el cual sustentaba una especie de vieja disputa... Una leyenda, desde luego, como tantas...
Córum alzó la mano izquierda.
—Esta es la Mano de Kwll. Me la dio un hechicero, junto con este ojo, el ojo de Rhynn, y ambos tienen grandes poderes, según me han dicho.
—¿No lo sabes?
—No he tenido oportunidad de probarlos.
—Sin embargo —Hánafax parecía turbado—, yo diría que tales poderes son demasiado grandes para un mortal. Las consecuencias por utilizarlos serían monstruosas...
—Creo que no tengo elección. Lo he decidido. ¡Utilizaré los poderes de la Mano de Kwll y del Ojo de Rhynn!
—Confío en que les recuerdes que estoy de tu parte, Príncipe Córum.
Córum se quitó el guantelete de la mano de seis dedos. Temblaba de excitación. A continuación se levantó el parche hasta la frente.
Comenzó a vislumbrar los Planos más oscuros. De nuevo vio el paisaje sobre el que brillaba un sol negro. De nuevo vio las cuatro figuras encapuchadas.
Y esta vez los miró a la cara con atención.
Chilló.
Pero no pudo decir el motivo de su pánico.
Volvió a mirar.
La Mano de Kwll se tendió hacia las figuras. Sus cabezas se movieron al ver la mano. Le observaban unos ojos terribles que parecían extraerle el calor del cuerpo, la vitalidad del alma.
Pero siguió mirándolos.
La Mano les hizo un gesto para que se acercasen.
Las oscuras figuras avanzaron hacia Córum.
—No veo nada —oyó decir a Hánafax—. ¿A quién estás llamando? ¿Qué ves?
Córum le ignoró. Sudaba, y todos sus miembros se estremecían excepto la Mano de Kwll.
Las cuatro figuras extrajeron grandes guadañas de debajo de las túnicas.
—Aquí —Córum movió los entumecidos labios—. Venid a este Piano. Obedecedme.
Se acercaron y fue como si atravesaran una móvil cortina de niebla.
Entonces Hánafax gritó de miedo y disgusto.
—¡Dioses! ¡Son cosas venidas de los Pozos del Perro! ¡Shefanhow! —se puso de un salto detrás de Córum—. ¡No les dejes que se me acerquen, Vadhagh! ¡Aah!
—Señor —salieron voces huecas de sus bocas extrañamente distorsionadas—. Haremos tu voluntad. Haremos la voluntad de Kwll.
—¡Destruid esa puerta! —ordenó Córum.
—¿Tendremos nuestra recompensa, señor?
—¿Qué recompensa es ésa?
—Una vida para cada uno, señor.
—Sí, muy bien —se estremeció Córum—. Tendréis vuestra recompensa.
Las guadañas se alzaron, la puerta cayó y las cuatro criaturas que eran verdaderos Shefanhow abrieron el camino hacia un estrecho pasaje.
—¡Mi cometa! —le murmuró Hánafax a Córum—. Podemos escapar en ella.
—¿Una cometa?
—Sí. Vuela y puede cargar con los dos.
Los Shefanhow marchaban frente a ellos. De los cuatro irradiaba una fuerza que helaba la piel.
Subieron algunos escalones y otra puerta cayó bajo las guadañas de las criaturas encapuchadas. Vieron la luz del día.
Se encontraron en el patio principal del palacio.
Acudían a él guerreros de todas partes. Aquella vez no parecían tan poco decididos a matar a Córum y a Hánafax, pero se detuvieron cuando vieron a los cuatro seres encapuchados.
—He aquí vuestras recompensas —dijo Córum—. Tomad tantas como queráis y volved al lugar del que vinisteis.
Las guadañas giraron al sol. Los Rhaga-da-Kheta cayeron chillando.
Los alaridos se hicieron más fuertes.
Los cuatro empezaron a sonreír. Después a rugir. Luego corearon los gritos de sus víctimas según giraban sus guadañas y las cabezas saltaban de los cuellos.
Sintiéndose enfermos, Córum y Hánafax corrieron por los pasillos del palacio. Hánafax le guiaba y, al fin, se detuvo frente a una puerta.
Los aullidos se oían por todas partes y los más fuertes eran los del cuarteto.
Hánafax forzó la puerta. El interior estaba oscuro. Comenzó a registrarlo todo.
—Aquí es donde me alojaba cuando era su invitado, antes que decidieran que había ofendido a Arioch. Llegué aquí en la cometa. Ahora...
Córum vio que un grupo de soldados se abalanzaba hacia ellos por el pasillo.
—Date prisa en encontrarla, Hánafax —dijo, y salió al pasillo para bloquearlo con la espada.
Los frágiles seres se detuvieron y miraron la espada. Alzaron sus propias mazas con forma de garra de ave y empezaron a avanzar con precaución.
La espada de Córum saltó y cortó la garganta de un guerrero, que se desplomó hecho un montón de brazos y piernas. Córum golpeó a otro en un ojo.
Los aullidos se estaban dejando ya de oír. Los infames aliados de Córum volvían a su propio Plano con sus recompensas.
Tras Córum, Hánafax arrastraba una polvorienta estructura de varillas y seda.
—La tengo, Príncipe Córum. Dame un minuto para recordar el hechizo que necesito.
En lugar de aterrorizarse por la muerte de sus camaradas, los Rhaga-da-Kheta parecieron espoleados a luchar con más fiereza. Protegido en parte por el pequeño montón de cadáveres, Córum siguió combatiendo.
Hánafax empezó a pronunciar algo en una extraña lengua. Córum sintió que se alzaba un viento que agitaba su túnica escarlata. Algo le aferró por detrás y se encontró subiendo por el aire, sobre las cabezas de los Rhaga-da-Kheta, acelerando a lo largo del pasillo y saliendo al aire libre.
Miró abajo con nerviosismo.
La ciudad quedaba atrás y bajo él.
Hánafax le arrastró al interior de la caja de seda amarilla y verde. Córum estaba seguro de que caería, pero se sostuvo perfectamente.
La figura andrajosa y desgreñada que iba a su lado, sonreía.
—Así que la voluntad de Arioch puede incumplirse —dijo Córum.
—A menos que seamos sus instrumentos también en esto —dijo Hánafax, desvaneciéndose su sonrisa.
Las tierras de la llama
Córum se iba acostumbrando a volar, aunque aún se sentirse incómodo. Hánafax murmuraba para sí mientras se cortaba el cabello y la barba, hasta que apareció un rostro joven y agradable. Sin que pareciera importarle, se quitó los harapos y sacó un jubón limpio y unos pantalones que había llevado con él en un paquete.
—Me siento mil veces mejor. ¡Te doy las gracias, Príncipe Córum, por visitar la ciudad de Arke antes de que me pudriera completamente! —Córum había descubierto que Hánafax no podía mantener un humor retraído, porque era por naturaleza de ánimo jovial.
—¿Dónde nos lleva este objeto volador, señor Hánafax?
—¡Ah, ése es el problema! —dijo Hánafax—. Por eso me he encontrado en más líos de los que buscaba. No puedo... hum... «dirigir» la cometa. Vuela hacia donde quiere.
Ahora estaban encima del mar.
Córum se agarró al armazón y miró al frente mientras Hánafax comenzaba a cantar una canción que no era indulgente ni con Arioch o el Dios Perro ni con los Mabdén del este.
Córum vio entonces algo bajo ellos y dijo secamente:
—Yo te aconsejaría que olvidases los insultos a Arioch. Parece que volamos sobre el Arrecife de las Mil Leguas. Si no estoy mal informado, su territorio se encuentra en algún lugar al otro lado.
—Pero bastante lejos. Espero que la cometa nos devuelva a tierra pronto.
Alcanzaron la costa. Córum entrecerró los ojos para ver con más claridad. A veces parecía no haber más que agua, una especie de gran mar interior, y a veces el agua se desvanecía completamente y sólo se podía ver tierra. Cambiaba constantemente.
—¿Es esto Urde, señor Hánafax?
—Creo que debe ser el lugar llamado «Urde», por su posición y aspecto. Materia inestable, Príncipe Córum, creada por los Señores del Caos.
—¿Señores del Caos? No he oído nunca hablar de ellos.
—¿No? Bien, es su voluntad la que te controla. Arioch es uno de ellos. Hace mucho tiempo hubo una guerra entre las fuerzas del Orden y las fuerzas del Caos. Vencieron las fuerzas del Caos y dominaron los Quince Planos y, según tengo entendido, gran parte de lo que hay más allá. Algunos dicen que el Orden fue derrotado completamente y que todos sus dioses se desvanecieron. Dicen que la Balanza Cósmica se inclinó demasiado hacia un lado y que por eso ocurren tantos acontecimientos arbitrarios en el mundo. Dicen que antaño el mundo era «esférico» en vez de tener forma de plato. Estoy de acuerdo en que es difícil de creer.