—Algunas leyendas Vadhagh dicen que en tiempos fue esférico.
—Sí. Bien, los Vadhagh empezaron a desarrollarse justo antes de que el Orden desapareciera. Por eso los Señores de las Espadas odian tanto a las Antiguas Razas. No son creación suya en absoluto. Pero los Grandes Dioses no pueden interferir demasiado directamente en los asuntos de los mortales, así que han trabajado principalmente a través de los Mabdén...
—¿Es verdad eso?
—Es «una» verdad. —Hánafax se estremeció—. Conozco otras versiones del mismo relato. Pero me inclino a creer en ésta.
—Esos Grandes Dioses... ¿te refieres a los Señores de las Espadas?
—Sí, a los Señores de las Espadas y a otros. También están los Grandes Dioses Antiguos, para los que los miles de Planos de la Tierra no son más que un pequeño fragmento en un mosaico mayor —se estremeció Hánafax—. Ésta es la cosmología que me enseñaron cuando era sacerdote. No puedo asegurar que sea cierta.
Córum frunció el ceño. Miró hacia abajo y vio que estaban cruzando un desierto helado, amarillo y castaño. Era el desierto llamado Dhoornhazat y parecía carecer por completo de agua. Por un accidente del destino, se encontraba conducido hacia el Caballero de las Espadas más deprisa de lo que había esperado.
Pero ¿era un accidente del destino?
Bajo ellos, aumentaba el calor y la arena brillaba y bailaba. Hánafax se pasó la lengua por los labios.
—Nos estamos acercando peligrosamente a las Tierras de la Llama, Príncipe Córum. Mira.
Sobre el horizonte, Córum vio una delgada y oscilante línea de luz roja. El firmamento sobre ella también parecía teñido de rojo.
La cometa se acercó más y el calor aumentó. Para su asombro, Córum vio que se acercaban a un muro de llamas que se extendía en ambas direcciones tan lejos como alcanzaba la vista.
—Hánafax, nos vamos a quemar vivos —dijo suavemente.
—Sí, parece probable.
—¿No hay ningún medio de darle la vuelta a esta cometa tuya?
—Lo he intentado, en el pasado. No es la primera vez que me saca de un peligro para llevarme a otro peor...
La pared de fuego estaba ya tan cerca que Córum podía sentir directamente su calor quemándole la cara. La oyó crepitar y crujir, y no parecía alimentarse de nada excepto del aire.
—¡Algo como esto desafía a la naturaleza! —dijo asombrado.
—¿Acaso no es eso una buena definición de toda brujería? —dijo Hánafax—. Esto es obra del Caos. La perturbación de la armonía de la Naturaleza es su satisfacción al fin y al cabo.
—Ah, la brujería. Me agota la mente. No puedo captar su lógica.
—Porque no la tiene. Es arbitraria. Los Señores del Caos son enemigos de la Lógica, ocultadores de la Verdad, constructores de la Belleza. Me sorprendería que no hubieran creado estas Tierras de la Llama por algún impulso estético. Sólo viven para la Belleza, para una belleza siempre cambiante.
—Una belleza maligna.
—Creo que nociones tales como las de «bueno» y «malo» no existen para los Señores del Caos.
—Me gustaría conseguir que sí existieran para ellos —Córum se secó el sudor de la frente con la punta de la túnica.
—¿Y destruir toda su belleza?
—Hay otras clases de belleza más tranquilas, señor Hánafax.
—Cierto.
Ahora la llama rugía y se alzaba por todas partes bajo ellos. La cometa empezó a aumentar su altura, y la seda a humear. Córum estaba seguro de que pronto sería destruida por el fuego y que ellos mismos se verían arrojados a las profundidades de la pared de fuego.
Pero estaban ya sobre ella y, a pesar de que las sedas comenzaron a arder de repente con pequeñas llamas y de que Córum se sentía cocido dentro de la armadura como una tortuga dentro del caparazón, vieron el otro extremo de la pared.
Un pedazo de la cometa cayó al suelo ardiendo.
Hánafax, con la cara de color rojo brillante, con el cuerpo anegado en sudor, se agarró a una de las varillas y jadeó:
—¡Agárrate a una de las varillas, Príncipe Córum! ¡Agárrate a una de las varillas!
Córum se aferró a una de las que había bajo él, mientras la seda, ardiendo, se separaba del armazón y se hundía, abajo, en las llamas. La cometa se sacudió y amenazó con seguir a la seda. Perdía altura rápidamente. Córum tosió al entrar en sus pulmones el aire ardiente. Aparecieron ampollas en su mano derecha, aunque la izquierda parecía indemne.
La cometa dio un bandazo y empezó a caer.
Córum se vio sacudido a uno y otro lado durante el loco descenso, pero se las arregló para mantenerse asido a la varilla. Se oyó un sonido de rotura, un gran golpe, y se encontró entre los restos de la cometa sobre una superficie de obsidiana pulida, con la pared de llamas tras él.
Puso en pie su magullado cuerpo. Aún hacía un calor insoportable, y las llamas crepitaban cerca de su espalda, alzándose cien pies o más en el aire. La roca fundida en la que se encontraba era verde y brillaba reflejando las llamas, mientras parecía retorcerse bajo sus pies. A corta distancia, a su izquierda, corría un denso río de lava fundida, con algunas llamas alzándose de su superficie. Por cualquier parte a la que Córum dirigiera la vista se encontraba la misma roca brillante, los mismos ríos rojos de fuego. Contempló la cometa. Era totalmente inútil. Hánafax se encontraba entre sus varillas, maldiciéndolas. Se levantó.
—Bien —le dio una patada al armazón roto y ennegrecido—, ¡nunca me llevarás a otro peligro!
—Creo que nos basta con este peligro —dijo Córum—. Podrá ser el último con el que nos enfrentemos.
Hánafax recogió la vaina de la espada de entre los restos y se la colocó alrededor de la cintura. Encontró una capa chamuscada y se la echó encima para protegerse los hombros.
—Sí, creo que tienes razón, Príncipe Córum. Mal sitio para acabar, ¿en?
—Según ciertas leyendas Mabdén —dijo Córum—, podríamos haber encontrado ya nuestro fin y haber sido enviados aquí. ¿No se dice que el infierno para algunos Mabdén está hecho de llamas que arden eternamente?
—En el este, quizá —bufó Hánafax—. Bien, no podemos volver atrás, así que me imagino que tenemos que ir hacia adelante.
—Me han dicho que hacia el norte se encuentran los Hielos Salvajes —dijo Córum—. Aunque no sé por qué no se funden, estando tan cerca de las Tierras de la Llama.
—Sin duda, otra sutileza de los Señores del Caos.
—Sin duda.
Comenzaron a caminar sobre la roca resbaladiza, que les quemaba los pies a cada paso, dejando tras ellos el muro de fuego, saltando sobre arroyuelos de lava, moviéndose tan lentamente y dando tantos rodeos que pronto se agotaron y se detuvieron a descansar; miraron atrás a la lejana pared de llamas, se secaron la frente e intercambiaron miradas de temor. La sed les abrumaba y sus voces sonaban ásperas.
—Creo que estamos condenados, Príncipe Córum.
Córum asintió con cansancio. Miró hacia arriba. Nubes rojas se movían sobre él, como una cúpula de fuego. Parecía que todo el mundo estuviera ardiendo.
—¿No tienes hechizos para atraer la lluvia, Hánafax?
—Me temo que no. Los sacerdotes despreciamos tales trucos primitivos.
—Trucos útiles. Los hechiceros parecéis disfrutar sólo con lo espectacular.
—Me temo que sí —suspiró Hánafax—. ¿Y tus propios poderes? ¿No puedes —tembló— invocar alguna clase de ayuda del infierno del que vinieron tus horribles aliados?
—Me temo que esos aliados sólo son útiles para la batalla. No tengo ninguna idea real de lo que son o de dónde vienen. He llegado a creer que el hechicero que me colocó esta mano y este ojo tampoco sabía de eso más que yo. Al parecer, su trabajo era una especie de experimento.
—Supongo que te habrás dado cuenta de que el sol no parece ponerse en las Tierras de la Llama. No podemos contar con que llegue la noche para aliviarnos.
Córum iba a contestar cuando vio moverse algo sobre una elevación de obsidiana negra a poca distancia.
—Eh, señor Hánafax...
Hánafax oteó a través del aire móvil por el calor.
—¿Qué es eso?
Y entonces se revelaron.
Eran unos veinte, montados en animales cuyos cuerpos estaban cubiertos de piel gruesa y escamosa que parecía armadura de placas. Tenían cuatro cortas patas con cascos, cuernos curvos que sobresalían de sus testas y hocicos y ojos rojos que brillaban hacia ellos. Los jinetes iban cubiertos de pies a cabeza con vestiduras rojas de algún material brillante que ocultaban incluso sus rostros y manos. Como armas, llevaban largas lanzas de hoja aserrada.
Silenciosos, rodearon a Córum y Hánafax.
Durante unos momentos se mantuvo el silencio, y entonces habló uno de los jinetes.
—¿Qué hacéis en nuestras Tierras de la Llama, extranjeros?
— No estamos aquí por nuestra propia voluntad —contestó Córum—. Un accidente nos trajo a vuestro país. Somos gente de paz.
—No sois gente de paz. Lleváis espadas.
—No sabíamos que estas tierras estuvieran habitadas —dijo Hánafax—. Buscamos ayuda. Queremos salir de este territorio.
—Nadie puede dejar las Tierras de la Llama excepto para sufrir una gran condena —la voz era sonora, incluso triste—. Sólo hay una salida y es a través de la Boca del León.
—¿No podemos...?
Los jinetes empezaron a estrechar el cerco. Córum y Hánafax desenvainaron las espadas.
—Bien, Príncipe Córum, parece que vamos a morir.
El rostro de Córum estaba ceñudo. Alzó el parche de su ojo. Durante un momento se oscureció su visión, y entonces vio de nuevo el otro mundo. Se preguntaba si no sería mejor morir a manos de los habitantes de las Tierras de la Llama cuando vio una caverna en la que se encontraban, como congeladas, altas figuras.
Con sorpresa, Córum los reconoció como los muertos guerreros de los Rhaga-da-Kheta, cuyas heridas ya no sangraban, cuyos ojos brillaban, cuyas ropas y armaduras estaban desgarradas, aún con las armas en la mano. Empezaron a avanzar hacia él mientras su mano se tendía para llamarlos.
—¡No! ¡También son mis enemigos! —gritó Córum.
Hánafax, incapaz de ver lo que Córum, volvió la cabeza asombrado.
Los guerreros muertos siguieron avanzando. La escena tras ellos se desvaneció. Se materializaron en la roca de obsidiana de las Tierras de la Llama.
Córum retrocedió, gesticulando salvajemente. Los guerreros de las Tierras de la Llama detuvieron sus monturas, sorprendidos. El rostro de Hánafax era una máscara de terror.
—¡No! Yo...
—Te servimos, señor —salió la voz susurrante de los labios del difunto rey Temgol-Lep—. ¿Tendremos nuestra recompensa?
—Sí —asintió Córum, controlándose—. Podéis tomar vuestra recompensa.
Los guerreros de largos miembros se volvieron para enfrentarse a los montados guerreros de las Tierras de la Llama. Los animales resoplaron e intentaron retroceder, pero sus jinetes los obligaron a quedarse donde estaban. Había unos cincuenta Rhaga-da-Kheta. Dividiéndose en grupos de dos o tres y levantando las mazas engarfiadas, se lanzaron contra los seres montados.
Decenas de lanzas aserradas se blandieron y cayeron golpeando a los Rhaga-da-Kheta. Muchos de éstos fueron alcanzados, pero no por eso se detuvieron. Empezaron a arrancar a los jinetes que se debatían de las sillas de montar.
Con el rostro pálido, Córum observaba. Sabía que se estaba confinando a los guerreros de las Tierras de la Llama al mismo infierno del que habían venido los Rhaga-da-Kheta. Y sus actos habían enviado a los Rhaga-da-Kheta, en primer lugar, a aquel mismo infierno.
Sobre la roca brillante, a cuyo alrededor corrían ríos de roca al rojo, continuaba la fantasmal batalla. Las mazas en forma de garra desgarraban las capas de los jinetes, revelando rostros familiares.
—¡Alto! —gritó Córum—. ¡Alto! Es suficiente. ¡No matéis más!
Temgol-Lep volvió sus ojos helados hacia Córum. El muerto rey estaba atravesado completamente por una lanza aserrada, pero no parecía darse cuenta de ello. Sus muertos labios se movieron.
—Éstos son nuestra recompensa, señor. No podemos detenernos.
—¡Pero son Vadhagh! ¡Son como yo! ¡Son de mi misma raza!
—Ya están todos muertos, Príncipe Córum —dijo Hánafax, apoyando un brazo en el hombro de Córum.
Sollozando, Córum corrió hacia los cadáveres, contemplando los rostros. Tenían los mismos cráneos alargados, los mismos grandes ojos almendrados, las mismas orejas aplastadas.
—¿Cómo es que hay Vadhagh aquí? —murmuró Hánafax.
Temgol-Lep arrastraba uno de los cuerpos, ayudado por dos de sus esbirros. Los animales escamosos se dispersaron, chapoteando en la lava apenas sin inmutarse.
Por el Ojo de Rhynn, Córum vio a los Rhaga-da-Kheta meter los cadáveres en la cueva. Con un estremecimiento se volvió a poner el parche. Aparte de algunas armas y trozos de armaduras y ropas, y de las monturas que habían huido, nada quedaba de los Vadhagh en las Tierras de la Llama.
—¡He destruido a mi propia gente! —chilló Córum—. ¡Los he enviado a una terrible condena en ese infierno!
—La brujería acostumbra a volverse en contra de quien la utiliza —dijo suavemente Hánafax—. Es un poder arbitrario, como te dije.
—¡Deja de parlotear, Mabdén! —dijo Córum, volviéndose hacia Hánafax—. ¿No te das cuenta de lo que he hecho?
—Sí —asintió tristemente Hánafax—. Pero «está» hecho, ¿no? Nuestras vidas se han salvado.
—Añado ahora el fratricidio a mis crímenes. —Córum cayó de rodillas, soltando la espada. Y lloró.
—¿Quién llora?
Era una voz de mujer. Una voz triste.
—¿Quién llora por Cira-an-Venl, la Tierra que Ahora es Llama? ¿Quién recuerda sus dulces prados y sus limpias colinas?
Córum levantó la cabeza y se puso en pie. Hánafax ya estaba contemplando la aparición en una roca que se erguía por sobre ellos.
—¿Quién llora ahí?
La mujer era vieja. Su rostro era agradable y triste, blanco y arrugado. Su cabello gris ondeaba al viento, e iba vestida con una túnica roja como la que llevaban los guerreros y montaba en un animal provisto de los mismos cuernos. Era una mujer Vadhagh, muy frágil. Donde habían estado sus ojos había blancos charcos membranosos de dolor.
—Soy Córum Jhaelen Irsei, señora. ¿Por qué estás ciega?
—Por mi propia voluntad. Antes de ser testigo de lo que había llegado a ser mi tierra, me arranqué los ojos. Soy Ooresé, Reina de Cira-an-Venl, y tengo veinte vasallos.