Read El caballero de las espadas Online

Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El caballero de las espadas (19 page)

—He matado a tu gente, señora —los labios de Córum estaban secos—. Por eso lloro.

—Estaban condenados a morir —dijo la dama sin que su expresión se alterara—. Es mejor que estén muertos. Te doy las gracias, extranjero, por liberarlos. Quizá no te importe liberarme a mí también. Sólo vivo para que pueda perdurar el recuero de Cira-an-Venl. —Hizo una pausa—. ¿Por qué usas un nombre Vedragh?

—Soy un Vadhagh, un Vedragh, como tú dices... soy de las tierras del sur, de muy lejos.

—Así que los Vedragh se fueron al sur. ¿Y es hermosa su tierra?

—Muy hermosa.

—¿Y es tu gente feliz, Príncipe Córum de la Túnica Escarlata?

—Están muertos, Reina Ooresé. Están muertos.

—¿Todos muertos? ¿Menos tú?

—Y menos tú, mi reina.

—El dijo que moriríamos —dijo ella con una leve sonrisa—, en cualquier lugar que estuviéramos, en cualquier Plano. Pero había otra profecía... que cuando nosotros muriéramos, también moriría él. Prefirió no tenerla en cuenta, según recuerdo.

—¿Quién dijo eso, señora?

—El Caballero de las Espadas. El Duque Arioch, del Caos. El que consiguió estos cinco Planos como su parte del botín, en aquella antigua batalla entre el Orden y el Caos. El que vino aquí y deseó que la roca pulida cubriera nuestras bellas colinas, que la lava hirviente recorriera nuestros suaves arroyos, que las llamas surgieran donde hubo verdes bosques. El Duque Arioch, príncipe, hizo esa profecía. Pero, antes de partir al destierro, el Señor Arkyn hizo otra.

—¿El señor Arkyn?

—El Señor de la Ley, que gobernaba aquí antes que Arioch lo expulsara. Dijo que al destruir a las razas antiguas, destruiría su propio poder sobre los cinco Planos.

—Un deseo agradable —murmuró Hánafax—, pero dudo que se cumpla.

—Quizá nos autoengañemos con mentiras felices, tú, que hablas con acento Mabdén. Pero tú sabes lo que nosotros, ya que tú eres una de las creaciones de Arioch.

—Puede que seamos sus hijos —dijo Hánafax levantándose—, reina Ooresé, pero no somos sus esclavos. Estoy aquí porque desafié la voluntad de Arioch.

—Y algunos dicen que la condena de los Vedragh fue culpa de ellos mismos —sonrió de nuevo ella con tristeza—. Que lucharon contra los Nhadragh y así desafiaron los esquemas del señor Arkyn.

—Los dioses son vengativos —murmuró Hánafax.

—Pero yo también soy vengativa, señor Mabdén —dijo la reina.

—¿Porqué matamos a tus guerreros?

—No. —La reina movió una anciana mano en un gesto vago—. Os atacaron. Vosotros os defendisteis. Las cosas son así. Hablo del Duque Arioch y de su capricho, un capricho que convirtió una tierra maravillosa en este terrible desierto de llamas eternas.

—¿Te vengarás, entonces, del Duque Arioch? —preguntó Córum.

—Antaño mi gente se contaba por centenares. Los he enviado uno tras otro por la Boca del León para destruir al Caballero de las Espadas. Ninguno lo consiguió. Ninguno regresó.

—¿Qué es la Boca del León? —preguntó Hánafax—. Oímos que es la única forma de escapar de las Tierras de la Llama.

—Lo es. Y no es una ruta de escape. Los que sobreviven al paso por la Boca del León no sobreviven a lo que hay más allá... el palacio del propio Duque Arioch.

—¿Nadie puede sobrevivir?

—Sólo un gran héroe, Príncipe de la Túnica Escarlata —dijo la Reina Ciega volviendo el rostro hacia el rosado firmamento—. Sólo un gran héroe.

—Antaño los Vadhagh no creían en héroes y cosas semejantes —dijo Córum amargamente.

—Lo recuerdo —asintió ella—. Pero, en aquel tiempo, no necesitaban creencias de ese tipo.

Córum guardó silencio unos momentos. Luego dijo:

—¿Dónde está la Boca del León, Reina?

—Te conduciré a ella, Príncipe Córum.

Quinto capítulo

En la boca del león

La Reina les dio agua del recipiente que llevaba en la silla de montar y llamó a dos de las monturas desperdigadas para que las utilizaran Córum y Hánafax. Éstos subieron a los animales, tomaron las riendas y comenzaron a seguir a la reina por los senderos de obsidiana negra y verde, entre los ríos de llamas.

Aunque ciega, guiaba su montura con habilidad, y habló durante todo el camino de lo que había existido allí, lo que había germinado, como si recordase cada árbol y cada flor que antaño creciera en su tierra arruinada.

Al cabo de un tiempo, bastante largo, se detuvo y señaló directamente al frente.

—¿Qué veis allí?

—Parece una gran roca —dijo Córum atisbando entre el humo que remolineaba.

—Nos acercaremos más —dijo ella.

Y, al acercarse, Córum empezó a distinguir lo que era. Se trataba, ciertamente, de una roca gigantesca. Una roca de piedra suave y lisa que brillaba como el oro fundido. Y estaba tallada con todo detalle para parecer la cabeza de un gran león con una boca llena de agudos colmillos abierta para rugir.

—¡Dioses! ¿Quién construyó eso? —murmuró Hánafax.

—Lo creó Arioch —dijo la reina Ooresé—. Antiguamente, nuestra pacífica ciudad se levantaba ahí. Ahora vivimos —vivíamos— en cavernas bajo el suelo donde corre el agua y la temperatura es algo más fresca.

—¿Cuántos años tienes, reina? —preguntó Córum mirando a la enorme cabeza de león y luego a la reina Ooresé.

—No lo sé. El tiempo no existe en las Tierras de la Llama. Quizá diez mil años.

Muy lejos, danzaba otro muro de llamas. Córum se lo señaló a la reina.

—Estamos rodeados de llamas por todas partes. Cuando Arioch las creó por primera vez, muchos se arrojaron a ellas antes de contemplar lo que había sido de su tierra. Mi marido murió así, igual que mis hermanas y hermanos.

Córum observó que Hánafax no estaba tan hablador como de costumbre. Inclinaba la cabeza y se llevaba la mano a ella, de vez en cuando, como desconcertado.

—¿Qué ocurre, amigo Hánafax?

—Nada, Príncipe Córum. Me duele la cabeza. Sin duda, por el calor.

De pronto, llegó a sus sonidos un extraño quejido. Hánafax alzó el rostro, abriendo los ojos sin comprender.

—¿Qué es eso?

—El León canta —dijo la reina—. Sabe que nos acercamos.

Brotó un sonido similar de la garganta de Hánafax, tan parecido al original como el aullido de un perro que imita a otro.

—¡Hánafax, amigo mío! —Córum acercó su montura a la de su compañero—. ¿Te duele algo?

Hánafax le miró vagamente.

—No. Ya te lo dije... el calor... —Su rostro se retorció en una mueca—. ¡Ah! ¡El dolor! ¡No lo haré! ¡No lo haré!

—¿Has visto esto alguna vez antes? —preguntó Córum, a la reina Ooresé.

Ella se estremeció, meditando en vez de preocuparse por Hánafax.

—No —dijo al fin—. A menos que...

—¡Arioch! ¡No lo haré! —Hánafax empezó a jadear.

Entonces, la mano prestada de Córum saltó de la silla de montar, donde sostenía las riendas.

Córum intentó controlarla, pero se lanzó directamente hacia el rostro de Hánafax, con los dedos extendidos. Los dedos se hundieron en los ojos del Mabdén. Atravesaron la cabeza, hundiéndose profundamente en el cerebro. Hánafax gritó.

—No, Córum, por favor... puedo combatirlo... ¡Aaaah!

Y la mano de Kwll se retiró, los dedos goteando sangre y materia gris de Hánafax, mientras el cuerpo sin vida del Mabdén caía de su montura.

—¿Qué ocurre? —preguntó la reina Ooresé.

—No es nada —murmuró Córum, mirando la sucia mano, que volvía a obedecerle—. He matado a mi amigo.

Alzó la vista bruscamente.

Sobre él, en una colina, creyó ver la silueta de una figura que le contemplaba. El humo se interpuso y no vio nada más.

—Así que pensaste lo que yo, Príncipe de la Túnica Escarlata —dijo la reina.

—No pensé nada. He matado a mi amigo, no sé nada más. Me ayudó. Me enseñó... —Córum tragó saliva con dificultad.

—Era sólo un Mabdén, Príncipe Córum. Sólo un Mabdén sirviente de Arioch.

—¡Odiaba a Arioch!

—Pero Arioch le encontró y le poseyó. Hubiera intentado matarnos. Hiciste bien en destruirle. Te habría traicionado, príncipe.

—Quizá tendría que haberle permitido que me matara. —Córum la miró con ojos nublados—. ¿Por qué tengo que vivir?

—Porque eres un Vedragh. El último de los Vedragh, el que puede vengar a nuestra raza.

—¡Qué muera sin venganza! ¡Se han cometido demasiados crímenes para conseguir esa venganza! ¡Demasiados desgraciados han sufrido terribles destinos! ¿Será recordado el nombre Vadhagh con amor... o susurrado con odio?

—Ya es nombrado con odio. Arioch se ha encargado de ello. Ahí está la Boca del León. ¡Buen viaje, Príncipe de la Túnica Escarlata! —Y la reina Ooresé azuzó a su montura hasta el galope, despareciendo tras la gran roca, en dirección a la gran pared de fuego que se extendía más allá.

Córum sabía lo que la reina Ooresé iba a hacer.

Contempló el cuerpo de Hánafax. El animoso compañero no sonreiría más, y su alma estaría ya, sin duda, sufriendo bajo la voluntad de Arioch. De nuevo estaba solo.

Suspiró entrecortadamente.

El extraño sonido gimiente volvió a salir de la Boca del León. Parecía llamarle. Se encogió de hombros. ¿Qué importaba si moría? Sólo significaría que nadie más volvería a morir por causa suya.

Lentamente, se dirigió a la Boca del León. Al acercarse, tomó velocidad y por fin, con un grito, ¡se hundió entre las abiertas mandíbulas y en la aullante oscuridad del interior!

Su montura tropezó, perdió pie, cayó. Córum fue lanzado por encima del cuello del animal; se puso en pie y buscó las riendas a tientas. Pero el animal había dado la vuelta y galopaba hacia la luz del día que brillaba a la entrada, roja y amarilla.

Durante un momento, la mente de Córum se enfrió e hizo gesto de seguirle. Entonces recordó el rostro muerto de Hánafax, se volvió y comenzó a hundirse paso a paso en la oscuridad más profunda.

Caminó así durante largo rato. Hacía frío dentro de la Boca del León y se preguntó si la reina Ooresé no se habría hecho eco de una superstición, ya que el interior parecía no ser más que una gran cueva.

Entonces comenzaron a oírse los crujidos.

Creyó ver ojos que le contemplaban. ¿Ojos acusadores? No. Simplemente malignos. Sacó la espada. Se detuvo, mirando a su alrededor. Avanzó otro paso.

Se encontraba en una superficie llana de cristal e incrustados en ella, a sus pies, había millones de seres: Vadhagh, Nhadragh, Mabdén, Ragha-da-Kheta y muchos otros que no reconoció. Había machos y hembras y todos tenían los ojos abiertos; todos tenían los rostros apretados contra la superficie del cristal; todos alargaban las manos como en petición de ayuda. Intentó romper el cristal con la espada, pero éste no se rompió.

Avanzó.

Vio los Cinco Planos, cada un sobreimpreso en el otro, como los había visto de pequeño, como sus antepasados los habían conocido. Se encontraba en una cañada, un bosque, un valle, un campo, otro bosque. Intentó moverse en un Plano particular, pero algo se lo impedía.

Cosas aullantes se lanzaron sobre él y mordisquearon su carne. Los combatió con la espada. Se desvanecieron.

Estaba cruzando un puente de hielo que se fundía. Cosas con colmillos, distorsionadas, le esperaban por debajo. El hielo se rompió. Perdió pie. Cayó.

Se hundió en un remolino de materia hirviente que creaba formas y las destruía instantáneamente. Vio cómo se creaban ciudades enteras que de nuevo eran borradas. Vio criaturas, algunas hermosas, algunas horriblemente feas. Vio cosas que se hacían amar y cosas que le hacían aullar de odio.

Y se encontró de vuelta en la oscuridad de la gran caverna donde las cosas se reían de él y luego escapaban, bajo sus pies.

Y Córum supo que cualquiera que hubiera experimentado los mismos horrores que él, estaría ya totalmente loco. Había recibido del hechicero Shool algo más que el Ojo de Rhynn y la Mano de Kwll. Había recibido la habilidad para enfrentarse con las apariciones malignas y no inmutarse por aquel hecho.

Y pensó que aquello significaba que también había perdido algo...

Avanzó otro paso.

Se encontraba hundido hasta las rodillas en carne deslizante, sin forma pero viva. La carne empezó a absorberle. Golpeó a su alrededor con la espada. Se hundía hasta la cintura. Jadeó y se esforzó en avanzar a través de la materia.

Se hallaba bajo una cúpula de hielo, y con él un millón de Córum. Allí estaba, inocente y alegre antes de la llegada de los Mabdén, allí estaba, ceñudo y del mal humor, con el ojo enjoyado y la mano asesina, allí estaba, muriendo...

Otro paso.

Cayó sangre sobre él. Intentó no perder el equilibrio. Las cabezas de infames criaturas reptilescas se alzaron de la materia y le intentaron mordisquear el rostro.

Su instinto le obligaba a retroceder. Pero nadó hacia ellas.

Se halló de pronto en un túnel de plata y oro. Había una puerta en un extremo y oía movimientos tras ella.

Espada en mano, la atravesó.

Risas extrañas y desesperadas llenaban la inmensa galería en la que se encontraba.

Supo que había alcanzado el palacio del Caballero de las Espadas.

Sexto capítulo

Los devoradores del dios

Córum se sintió empequeñecido por la grandeza de la sala. De repente, sus aventuras pasadas, sus emociones, sus deseos, sus crímenes, le parecieron intrascendentes y poco importantes. Aquel estado de ánimo se vio aumentado por el hecho de que había esperado enfrentarse con Arioch en el momento en que alcanzara su palacio.

Pero Córum había entrado en él completamente inadvertido. Las risas procedían de una galena superior, donde dos demonios escamosos, con largos cuernos y colas aún más largas, luchaban. Mientras lo hacían reían, aunque ambos parecían encontrarse evidentemente al borde de la muerte.

La atención de Arioch parecía fija en la lucha.

El Caballero de las Espadas, el Duque del Caos, yacía entre un montón de suciedad y bebía un líquido maloliente de una sucia copa. Era enormemente gordo y su carne temblaba cuando se reía. Estaba completamente desnudo y formado en todos los detalles como un Mabdén. Parecía tener costras y llagas por todo el cuerpo, especialmente cerca del pubis. Su rostro era rojizo y desagradable y sus dientes, cuando abría la boca, ofrecían un aspecto de decrepitud.

Córum no habría sabido que era el dios, ni mucho menos, de no haber sido por su tamaño, pues Arioch era tan grande como un castillo y su espada, el símbolo de su poder, era tan larga como la torre más alta del castillo Erórn.

Other books

The Horror in the Museum by H. P. Lovecraft
The Skeleton in the Grass by Robert Barnard
Modern Lovers by Emma Straub
The Designated Drivers' Club by Shelley K. Wall
Just Joe by Marley Morgan