El camino de fuego (37 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

—No, Iker, sólo admirar este río que nos ofrece la prosperidad y que os ha devuelto vivo.

—¿Ha… habéis pensado en mí?

—Mientras combatíais, también yo afrontaba rudas pruebas. Vuestra presencia me ayudó, y vuestro valor ante el peligro me sirvió de ejemplo.

Estaban tan expuestos a las miradas que Iker no se atrevió a tomarla en sus brazos. Además, ¿no estaría interpretando de un modo en exceso favorable esas sorprendentes palabras? Sin duda, ella lo habría rechazado, indignada.

—El faraón nos condujo en todo instante —precisó—. Ninguno de nosotros, ni siquiera el general Nesmontu, habría obtenido la menor victoria sin sus directrices. Antes de llegar a Abydos, el rey me reveló las cuatro acciones del Creador. Comprendí que nunca actuaba de otro modo. Por el espíritu, y no sólo por la fuerza, puso fin al caso y a la revuelta en Nubia, para transformar aquel desheredado paraje en una región feliz. Las fortalezas no son simples edificios, sino una red mágica capaz de bloquear las energías negativas procedentes del gran sur. Lamentablemente, el Anunciador no ha sido capturado. Lo sabéis, Isis, lo sabéis muy bien: desde nuestro encuentro, vos me protegéis. La muerte me rozó a menudo, pero vos la apartasteis.

—Me atribuís demasiados poderes.

—¡No, estoy seguro de que no! Tenía que regresar de Nubia para deciros cómo os amo.

—Hay tantas otras mujeres, Iker.

—Sólo vos, hoy, mañana y siempre.

Ella se apartó, ocultando su emoción.

—El árbol de vida está mejor —indicó—. Pero todavía falta el tercer oro curador.

—¿Habrá que regresar a Nubia?

—No, puesto que se trata del oro verde de Punt.

—Punt… De modo que, como suponía, ese país no es producto de la imaginación de los poetas.

—Los archivos no nos permiten localizarlo. Durante la fiesta del dios Min, tal vez un eventual informador nos proporcione algún dato esencial.

—¿«Nos»…? ¿Habéis dicho «nos»?

—En efecto, el rey nos confía esta misión. Si el personaje que esperamos participa en el ritual que se celebra en Coptos, tendremos que convencerlo para que nos facilite esa valiosa información.

—Isis… ¿Para vos soy sólo un amigo y un aliado?

Cuanto más tardaba ella en responder, más crecía la esperanza del hijo real. ¿No cambiaba su actitud? ¿No albergaba nuevos sentimientos?

—Me gustan nuestros encuentros —reconoció ella—. Durante vuestro largo viaje os he echado en falta.

Petrificado, Iker creyó haber oído mal. Su loco sueño se hacía realidad, pero ¿acaso no corría el riesgo de romperse brutalmente?

—¿Podríamos proseguir esta entrevista mientras cenamos?

—Por desgracia, no, Iker. Mis deberes son exigentes. En verdad, la fiesta de Min será, probablemente, la última ocasión en que nos veamos.

El hijo real sintió su corazón en un puño.

—¿Por qué, Isis?

—La iniciación a los misterios de Osiris es una peligrosa aventura. Debo guardar el secreto, por lo que no tengo derecho a hablaros de ello. Puedo confiaros, sin embargo, que he decidido llegar hasta el fin de esa búsqueda. Muchos no han regresado del camino que deberé tomar.

—¿Es necesario correr tanto riesgo?

Ella lo miró con una sonrisa desarmante.

—¿Existe acaso otra vía? Vos y yo vivimos para la perennidad de Maat y la salvaguarda del árbol de vida. Intentar huir de ese destino sería tan cobarde como ilusorio.

—¿De qué modo puedo ayudaros?

—Cada uno de nosotros sigue su camino, sembrado de pruebas, y debe afrontarlo en soledad. Tal vez, más allá, nos reuniremos.

—¡Os amo aquí y ahora, Isis!

—¿Acaso este mundo no refleja lo invisible? Es nuestro deber descifrar los signos que hacen desaparecer las fronteras y abren las puertas. Si me amáis realmente, aprenderéis a olvidarme.

—¡Nunca! Os suplico que renunciéis…

—Sería un terrible error.

Iker detestó Abydos, a Osiris, los misterios, y deploró en seguida esa reacción pueril. Isis tenía razón. Nada los orientaba hacia una existencia ordinaria y banal, nada los autorizaba a buscar una mínima felicidad tranquila, al abrigo de las vicisitudes. Sólo se reunirían, el uno y el otro, tras haber afrontado lo desconocido.

Sus manos se unieron con ternura.

45

¡Menfis, por fin! Muy pronto Medes volvería a ver al libanés, informado sin duda de la suerte del Anunciador. ¿Por qué el faraón quería celebrar el ritual de la fiesta de Min en Coptos, en vez de dirigirse a la capital, que estaba preparándoles un triunfal recibimiento? Probablemente, la andadura del soberano pretendía curar el árbol de vida.

Medes disponía de una baza importante: Gergu. Convertido en amigo de Iker, se había ofrecido como responsable de la intendencia. Dados los excelentes servicios prestados en Nubia, su candidatura había sido aceptada de inmediato. Así podría espiar a los principales protagonistas del acontecimiento y descubrir las razones de sus actos. Bien cuidado por el doctor Gua, Medes recuperaba el vigor y la decisión. Nadie dudaba de que la pacificación de Nubia hubiera sido un lamentable fracaso del Anunciador. ¿Debían desesperar por ello? Sesostris no adoptaba una actitud triunfal, su discurso seguía siendo sobrio y prudente, porque debía de temer al enemigo incluso en Egipto.

Agudo táctico, el Anunciador preparaba forzosamente varios ángulos de ataque. Algunos resultaban satisfactorios, otros decepcionantes. Su voluntad de destruir ese régimen y propagar sus creencias, forzosamente, permanecía intacta.

Coptos estaba de fiesta. Las tabernas servían un número incalculable de cervezas fuertes; los vendedores de amuletos, de sandalias, de taparrabos y perfumes no sabían a quién atender primero. Min, dios de las fecundidades, desde la más material hasta la más abstracta, despertaba un verdadero júbilo. Mujeres por lo general muy estrictas miraban a los hombres con extraños ojos. «Por lo menos —pensaba Sekari, que ya había intimado con una buena pieza—, nuestra espiritualidad no se sumerge en la tristeza y el exceso de pudor.»

Sesostris, por su parte, dirigía un antiquísimo ceremonial. Vistiendo ropas de gala, realzadas con oro, cruzaba la ciudad en dirección al templo. Lo precedían los ritualistas, que llevaban en unas parihuelas las estatuillas de los faraones que habían pasado al oriente eterno. Junto al rey, la efigie de Min, con el sexo eternamente erguido para indicar que el deseo creador, característico de la potencia divina, no se extinguía nunca. Figuraba también un toro blanco, símbolo, a la vez, de la institución faraónica y encarnación animal del dios. Soporte de la luz fulgurante, propagaba su fuerza.

Iker no dejaba de admirar a la sublime sacerdotisa, a la izquierda del rey.

Durante la fiesta, Isis representaba a la reina. La estatua de Min fue depositada en un zócalo, y los sacerdotes soltaron algunos pájaros, que volaron hacia los puntos cardinales, anunciando el mantenimiento de la armonía celestial y terrena gracias a la acción del faraón.

Con una hoz de oro, Sesostris segó una gavilla de espelta y la ofreció al toro blanco, a su padre Min y al
ka
de sus antepasados.

Siete veces giró Isis alrededor del faraón, pronunciando fórmulas de regeneración. Luego apareció un negro de pequeño tamaño, que con voz grave, de cálidos acentos, cantó un himno a Min que hizo estremecer a la concurrencia. El músico saludaba al toro procedente de los desiertos, el del corazón feliz, encargado de dar al rey la esmeralda, la turquesa y el lapislázuli. ¿Acaso no se afirmaba Min como Osiris resucitado, dispensador de la riqueza?

Una vez terminado el rito principal, se iniciaba el episodio más esperado. La erección del mástil de Min, al que trepaban con ardor unos acróbatas, decididos a obtener los cuencos rojos utilizados durante la ceremonia de refundación de la capilla divina.

Un grupo de atentas muchachas observaba a los aventureros.

Isis llevó a Iker aparte.

—El hombre con el que deseo entrar en contacto está presente.

—¿De quién se trata?

—Del cantor de la voz magnífica. Según los antiguos textos, lleva el título de «Negro de Punt». Hace varios años que había desaparecido. Sólo él puede proporcionarnos las indicaciones necesarias.

Gergu habría vaciado, de buena gana, varias copas de cerveza fuerte, pero decidió seguir a la pareja.

El ritualista se había sentado a la sombra de una palmera.

—Soy una sacerdotisa de Abydos —declaró Isis—, y éste es el hijo real Iker. Solicitamos vuestra ayuda.

—¿Qué deseáis saber?

—El emplazamiento de Punt —respondió Iker.

El cantor hizo un rictus despechado.

—¡El camino está cortado desde hace mucho tiempo! Para encontrarlo de nuevo se necesitaría a un navegante que hubiera pasado por la isla del
ka
.

—Yo he estado allí —afirmó Iker.

El artista dio un respingo.

—¡Detesto a los mentirosos!

—No miento.

—¿A quién encontraste en la isla?

—Una inmensa serpiente. No consiguió salvar su mundo y me deseó que preservara el mío.

—¡Dices la verdad, pues!

—¿Aceptaríais conducirnos hasta Punt?

—El capitán del barco debe poseer la venerable piedra. Sin ella, el naufragio es seguro.

—¿Dónde está?

—En las canteras del uadi Hammamat. Cualquier expedición está condenada al fracaso.

—Yo lo conseguiré.

El recibimiento en Menfis superaba las previsiones de Medes. Sesostris, héroe legendario, había reunido el norte y el sur, y había pacificado la región sirio-palestina y Nubia. Su popularidad igualaba la de los grandes soberanos del tiempo de las pirámides, se componían poemas a su gloria y los narradores no dejaban de embellecer sus hazañas.

El monarca, por su parte, permanecía igualmente severo, como si sus indiscutibles victorias le parecieran irrisorias.

En cuanto la esposa de Medes, apaciguada por los calmantes del doctor Gua, se quedó dormida, el secretario de la Casa del Rey fue a casa del libanés.

Prudente, examinó los alrededores.

No vio nada insólito, por lo que siguió el procedimiento habitual.

Su anfitrión había engordado mucho.

—¿Estamos seguros? —se inquietó Medes.

—A pesar de los pequeños éxitos de Sobek, no hay ningún problema serio. El aislamiento de mi organización nos pone al abrigo. Lamentablemente, vuestra larga ausencia ha sido muy perjudicial para nuestros negocios.

—El faraón me tomó como rehén, pero mi comportamiento ejemplar me ha convertido en un dignatario estimado e insustituible.

—¡Mejor para nosotros! ¿Qué ocurrió realmente en Nubia?

—Sesostris venció a las tribus, pacificó la región y levantó una serie de fortalezas infranqueables. Los nubios renuncian a invadir Egipto.

—Enojoso. ¿Y el Anunciador?

—Ha desaparecido. Esperaba que se hubiera puesto en contacto con vos.

—¿Lo creéis muerto?

—No, pues el signo grabado en la mano de Gergu le quemó cuando comenzó a dudar. El Anunciador no tardará en hacernos llegar nuevas instrucciones.

—Exacto —dijo una voz dulce y profunda.

Medes se sobresaltó.

Allí estaba, ante él, con su turbante, su barba, su larga túnica de lana y sus ojos rojos.

—De modo, mi valiente amigo, que me has sido fiel.

— ¡Oh, sí, señor!

—Ningún ejército me detendrá, ninguna fuerza superará la mía. Bienaventurado quien lo comprenda. ¿Por qué el faraón hizo escala en Abydos y quiso presidir la fiesta de Min en Coptos.

Medes mostró una cara alegre.

—Puedo explicároslo, gracias a un mensaje de Gergu transmitido por una de mis embarcaciones rápidas. Autora de importantes descubrimientos en la biblioteca de Abydos, la sacerdotisa Isis sustituyó a la reina durante las fiestas de Min. Se la ha visto a menudo en compañía del hijo real Iker, al que yo esperaba muerto y que parece indestructible. ¿Simple amistad o futura boda? No es eso lo esencial. Isis e Iker hablaron con un ritualista de significativo título: el Negro de Punt. ¿Por qué debían hacerlo, si no para apoderarse del oro oculto de esta región? Contrariamente a lo que piensan muchos, yo creo que es real.

—No te equivocas, Medes. ¿Está organizándose una expedición?

—¡Sí, pero no con destino a Punt! Oficialmente, Iker se dirige a las canteras del uadi Hammamat. Su misión consiste en traer un sarcófago y algunas estatuas.

El Anunciador pareció contrariado.

—El Negro le ha pedido, pues, que encuentre la piedra venerable, sin la que el camino de Punt permanece cerrado.

Medes comprendió por qué la tripulación de
El Rápido
había fracasado, aunque ofreciera a Iker al dios del mar.

—¿Tiene ese maldito escriba alguna posibilidad de lograrlo?

—Lo dudo.

—Con todos los respetos, señor, ese aventurero nos ha hecho ya mucho daño.

El Anunciador sonrió.

—Iker es sólo un hombre. Esta vez, su audacia no bastará. Sin embargo, tomaremos las precauciones necesarias para que ningún barco egipcio pueda llegar a Punt.

En ese instante apareció Bina, seductora. Bajo su túnica, gruesos apósitos.

—También ella ha sobrevivido. Sesostris no imagina los golpes que le propinará su odio.

El libanés tomó glotonamente unos granos de uva.

—Sobek el Protector bloquea cualquier iniciativa —reconoció, despechado—. He tenido que remodelar parte de mi organización, recomendar a mis hombres una extrema prudencia y renunciar a corromper al maldito jefe de la policía. ¡Es de una integridad pasmosa! Y sus subordinados se dejarían matar por él. Sólo vos, señor, lograréis quitárnoslo de encima.

—Tus tentativas merecen mi estima, amigo mío. Los medios habituales no bastan, por lo que utilizaremos otros.

Sobek el Protector no perdía el tiempo. Ahora, el palacio real y los principales edificios administrativos, incluidos los despachos del visir, eran zonas del todo seguras. Pasando el personal por el tamiz, el jefe de la policía había transferido a los empleados dudosos. Sólo hombres expertos, a los que conocía desde hacía mucho tiempo, seguían en su lugar. Cada visitante era registrado, nadie se acercaría al rey con un arma.

Las breves felicitaciones de Sesostris, tan escasas, conmovieron profundamente al Protector.

—¿Cómo se ha portado Iker?

—De modo ejemplar.

—Así pues, debo de haberme equivocado con él.

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