—Los seres humanos pocas veces admiten sus errores y menos aún eligen el camino justo y se mantienen en él, sean cuales sean los obstáculos. El hijo real Iker es uno de ellos.
—No estoy muy dotado para presentar excusas.
—Nadie las exige, y él menos que nadie.
—¿Se quedará en Nubia?
—No, confié la administración de la región a Sehotep. En cuanto haya puesto en su lugar a responsables dignos de confianza, regresará a Menfis. Por lo que a Iker se refiere, le he encargado una nueva misión, especialmente peligrosa.
—¡No lo mimáis mucho, majestad!
—¿Ahora lo defiendes?
—Admiro su valor. ¡Ni Nesmontu ha corrido tantos peligros!
—Así se afirma el destino de este hijo real. Aunque yo lo deseara, nadie podría actuar en su lugar. ¿Cuáles son los resultados de tus investigaciones?
—Vuestra corte se compone de intrigantes, vanidosos, envidiosos, imbéciles, intelectuales pretenciosos y algunos fieles. Investigaciones más profundas desembocan en una afortunada conclusión: entre ellos no hay aliados del Anunciador. Por una parte, os temen demasiado; por la otra, aprecian sus ventajas y su comodidad. Así pues, era preciso buscar en otra parte. Los peluqueros servían de contacto a los terroristas. Algunos se han evaporado, los otros están bajo estrecha vigilancia. Nueva pista: la de los aguadores. Dado su número, es fácil de explotar. El arresto de un aduanero corrupto no da los beneficios deseados. Al menos, espero haberle complicado la existencia al enemigo. Bajar la guardia sería un error. Menfis es una ciudad abierta y cosmopolita, y sigue siendo el blanco principal.
Sesostris recibió en una larga audiencia al visir Khnum-Hotep, cuya gestión, diariamente controlada por la reina, había sido notable. Fatigado y enfermo, el anciano pensaba presentar su dimisión al monarca. Ante él, recordó su juramento. Que decidiera el soberano, no él. Y tampoco le habrían gustado en absoluto las largas jornadas perezosas, apoltronado en un sillón. Un iniciado del «Círculo de oro» de Abydos se debía a su país, a su rey y a su ideal.
Con la espalda rígida y las piernas pesadas, Khnum-Hotep tomó el camino de regreso a su despacho. Seguiría cumpliendo una función amarga como la hiel, pero útil para el pueblo de las Dos Tierras.
Khauy tenía los pies firmes y la lengua afilada. Había nacido en Coptos y no se tomaba por un cualquiera. Militar de carrera, había dirigido varios cuerpos expedicionarios por el desierto, hasta el uadi Hammamat, y presumía de haber devuelto sus tropas con buena salud.
A Khauy no se la jugaban. Por muy hijo real que fuese, Iker escucharía lo que debía escuchar.
—¡Las canteras son las canteras! Y cuando se trata del uadi Hammamat, no se bromea. Yo he proporcionado siempre a mis hombres cerveza y productos frescos, incluso transformé una parte del desierto en fértiles campos y excavé cisternas. Una pandilla de aficionados no te traerá lo que deseas. Necesito una decena de escribas, ochenta carreteros, otros tantos canteros, veinte cazadores, diez zapateros, diez cerveceros, diez panaderos y mil soldados que trabajarán también de peones. No debe faltar ni un odre, ni un capazo, ni una jarra de aceite.
—Concedido —respondió Iker.
Khauy quedó pasmado.
—¡Caramba! ¡Tienes el brazo largo!
—Ejecuto órdenes del faraón.
—¿No eres demasiado joven para ponerte a la cabeza de un equipo tan numeroso?
—Gozaré de tus consejos, así pues, ¿qué debo temer? Además, el inspector principal de los graneros Gergu se pone a tu disposición y te facilitará la tarea.
Khauy se rascó la barbilla.
—Visto así, podríamos arreglarlo. Seguiremos mi camino y adaptaremos mi ritmo de trabajo.
—De acuerdo.
Khauy no tenía más exigencias que formular. Sólo le quedaba reunir a algunos profesionales atrayéndolos con un excelente salario.
Con seiscientos sesenta y cinco metros de altura, el djebel Hammamat formaba un impresionante cerrojo rocoso. Pasando por el centro de una especie de pilón, el uadi Hammamat serpenteaba por un valle más bien llano y de fácil acceso. Desde la primera dinastía se extraía de los macizos montañosos la piedra de Bekhen, que variaba del gres mediano al negro y se parecía al basalto
(19)
.
Pese a su belleza, la montaña pura no atraía tantas miradas como Isis, cuya presencia intrigaba a los miembros de la expedición. Algunos contaban que la muchacha era una protegida del rey y que poseía poderes sobrenaturales, indispensables para apartar a los demonios del desierto.
Iker estaba viviendo momentos maravillosos. Cuando la sacerdotisa le había anunciado que partía con él, el cielo se había vuelto más luminoso y el aire más perfumado. ¡Qué acogedor le parecía el desierto y amable el calor! Dejando a Khauy y a Gergu la tarea de ocuparse de la intendencia, el hijo real contó detalladamente sus aventuras a Isis. Luego hablaron de literatura y de los mil y un aspectos de lo cotidiano, y advirtieron así que compartían los mismos gustos y las mismas aversiones. Iker no se atrevía a preguntarle sobre Abydos, y el viaje le pareció atrozmente corto.
Viento del Norte
y
Sanguíneo
se mostraban discretos, y el asno se limitaba a aportar la tan necesaria agua.
—Ya llegamos —dijo Khauy—. Mis muchachos se pondrán manos a la obra.
A Sekari no le gustaba en absoluto el lugar, pues todo lo que pareciera una mina le traía malos recuerdos.
—¿Nada anormal? —preguntó Iker.
—¿Qué puedes haber visto tú? Cuando estás enamorado hasta ese punto, ni siquiera ves una víbora cornuda pasando junto a tu pie. Tranquilízate, todo va bien. Pese a ser un bocazas, ese tal Khauy me parece fuerte y competente.
—Sekari, dime la verdad. ¿Crees que Isis…?
—Hacéis una pareja estupenda. Ahora, busquemos la piedra venerable.
Los responsables de la expedición comenzaron contemplando «la mesa de los arquitectos» grabada en una pared rocosa. El primer citado era Kanefer, «el poder creador consumado»; el segundo, Imhotep, el creador de la primera pirámide de piedra. Su genio pasaba de maestro de obra a maestro de obra, y la tradición lo consideraba el constructor del conjunto de los templos egipcios de todos los siglos.
Isis ofreció a Min agua, vino, pan y flores, y le pidió que sacralizara la labor de los artesanos.
La explotación no ofrecía especiales dificultades. Correctamente alojados y alimentados, los equipos no tardaron en extraer unos soberbios bloques de reflejos rojizos y otros casi negros.
—¿Te parecen adecuados? —le preguntó Khauy al hijo real.
—Son espléndidos, pero ¿se trata de la piedra venerable?
—¡Eso es una simple leyenda! Al parecer, hace mucho tiempo, un cantero descubrió una piedra roja, capaz de curar todos los males. Pero aquel tipo tenía, sobre todo, mucha imaginación. ¿No habrás venido a buscar eso? —Sí.
—Mi especialidad son las estatuas y los sarcófagos, no fábulas para niños.
—Exploremos la montaña.
—Recorre una a una las galerías, si te apetece.
Iker se aventuró sin éxito alguno.
Isis, por su parte, celebraba el ritual y hacía ofrendas.
Cuando apareció una gacela, tan preñada de su futura progenie que ya no podía correr, las miradas convergieron en el animal.
—¡La derribaré con una sola flecha! —prometió un cazador.
—¡No! —ordenó la joven—. Min nos envía un milagro.
La hembra parió. En cuanto el pequeñuelo fue capaz de moverse, juntos se dirigieron al desierto.
En el lugar del nacimiento, una piedra roja lanzaba fulgores dorados.
Sekari, con la ayuda de un mazo y un cincel, la desprendió de su ganga.
—Ayer me corté la pierna —se quejó un cantero—. Si es la piedra venerable, sanará mi herida.
Isis la colocó durante largo rato sobre la pierna de aquel hombre.
Cuando la retiró sólo quedaba una cicatriz.
Los artesanos contemplaron a la sacerdotisa con ojos sorprendidos.
¿Quién tenía más poderes, la piedra o ella? Incluso Khauy se quedó boquiabierto.
El hijo real le entregó un papiro enrollado marcado con su sello.
—Acompaña esta expedición a Coptos y entrega este documento al alcalde de la ciudad. Él te pagará los salarios y las primas. Yo seguiré mi ruta con los carpinteros y algunos soldados.
Gergu no participaba en el viaje. ¿Con qué pretexto podría haberse impuesto? Al tomar el camino de regreso, echaba sapos y culebras.
En el primer alto se aisló para satisfacer una necesidad natural. Pero un hombre que estaba tendido en la arena lo llamó y le quitó las ganas.
—¡De modo que has sobrevivido! —se extrañó Gergu.
—Como puedes ver, el Anunciador protege a los verdaderos creyentes —respondió Shab el Retorcido—. Ellos no temen la muerte porque irán al paraíso.
—¡Y, sin embargo, lo de Nubia no fue muy divertido!
—Los guerreros negros fueron demasiado indisciplinados. Antes o después, el Anunciador impondrá la verdadera fe en esta región. ¿Qué ha pasado en las canteras del uadi Hammamat?
—La sacerdotisa Isis ha descubierto una piedra curativa. Iker, a la cabeza de un grupo de carpinteros y soldados, ha decidido separarse del resto de la expedición. Yo he recibido orden de regresar a Coptos y, luego, de retomar mis funciones en Menfis.
—¿Carpinteros, dices…? ¿Acaso el hijo real tiene la intención de construir un barco?
—Lo siento mucho, pero lo ignoro.
—El Anunciador te observa, Gergu. Hazle tu informe a Medes y que se ponga en contacto con el libanés. Yo no perderé de vista a Iker y le impediré actuar.
Al mando de una pandilla de merodeadores de las arenas especialmente temibles, Shab
el Retorcido
disponía de una buena fuerza de intervención. Antes de atacar al hijo real y a sus compañeros, quería conocer sus proyectos.
—¿A quién esperamos? —preguntó Sekari.
—Al Negro de Punt —respondió Iker, sentado junto a Isis en un lecho de basalto, junto al desierto.
—¿Y si no llega?
—Llegará.
Dada la aceptable comodidad de las instalaciones y la abundancia de comida, nadie protestaba por aquel tiempo de descanso. La presencia de la sacerdotisa tranquilizaba a los inquietos.
Al ocaso apareció, y con su paso tranquilo, el Negro de Punt se dirigió hacia Iker.
—¿Has descubierto la piedra venerable?
Isis se la mostró.
De su taparrabos, el cantor sacó un cuchillo. De inmediato, Sekari se interpuso entre ambos.
—Debo comprobarlo. Que el hijo real me ofrezca su brazo izquierdo.
—No hagas locuras… de lo contrario…
—Debo comprobarlo.
Iker asintió. El Negro le cortó el bíceps y luego puso la piedra sobre la herida.
Cuando la retiró, la piel estaba intacta.
—Perfecto —asintió—. ¿Quiénes son esos hombres?
—Carpinteros y soldados, acostumbrados a luchar contra los merodeadores de las arenas. El visir Khnum-Hotep me ha indicado el emplazamiento de un puerto, Sauu, donde encontraremos la madera necesaria para la construcción de un barco.
—Pese a tu juventud, pareces previsor. Sauu es el mejor lugar de partida hacia el país de Punt.
El profundo valle excavado por el uadi Gasus desembocaba en una bahía abierta en la costa del mar Rojo. Allí, un pequeño puerto albergaba un número considerable de piezas de madera, cuya calidad apreciaron los carpinteros.
—Construid un navío de casco largo, con la popa levantada, dos puestos de observación, el primero a proa y el segundo a popa —exigió el Negro de Punt—. Bastará un solo mástil. Haced remos fuertes y un gobernalle axial. Por lo que a la vela se refiere, que sea más ancha que alta.
Sekari no ocultaba su ansiedad.
—Este lugar es peligroso.
—Si está infestado de bandidos, ¿por qué no han robado toda esta madera? —objetó Iker.
—Los merodeadores de las arenas son cobardes y perezosos. Por una parte, es demasiado peso para transportarlo; por la otra, no sabrían qué hacer con ella. Según mi instinto, nos han seguido. Pondré soldados alrededor del paraje.
En la futura proa, Isis dibujó un ojo de Horus completo. Así, el navío descubriría por sí mismo el camino que debía seguir.
El Negro de Punt supervisaba el trabajo de los carpinteros.
—¿Dónde se encuentra tu país y qué dirección deberemos tomar? —le preguntó Iker.
—Unos hablan de Somalia, otros de Sudán, otros de Etiopía o de Djibuti, incluso de la isla de Dahlak Kebin, en el mar Rojo. Dejemos que hablen. Punt es una tierra divina, y nunca figurará en un mapa.
—¿Cómo llegaremos, entonces?
—Eso dependerá de las circunstancias.
—¿Te consideras capaz de hacerlo?
—Ya lo veremos. ¡Hace tanto tiempo que no he regresado a Punt!
—¿Acaso te burlas de mí y del destino de Egipto?
—¿Por qué crees que ningún texto precisa la situación de esa tierra bendita, salvo porque varía sin cesar para escapar a la avidez de los humanos? Antaño, lo supe. Hoy, no lo sé. Tú descubriste la isla del
ka
. Y la joven sacerdotisa posee la piedra venerable. Os ayudaré en la medida de mis posibilidades. Pero vosotros, y sólo vosotros, poseéis el secreto del viaje.
Por un lado, Shab
el Retorcido
lamentaba haber esperado tanto, pues Sekari acababa de apostar soldados alrededor del puerto y lo había privado así del efecto sorpresa. Pero, por el otro, se felicitaba por su paciencia, puesto que ahora sabía a qué atenerse: Iker pensaba llegar a Punt gracias a las indicaciones del viejo negro.
El equipo de carpinteros trabajaba de prisa. En uno o dos días, el barco estaría a punto para navegar.
¡Por fin llegó la noticia que
el Retorcido
esperaba!
—Los piratas están de acuerdo —le anunció el jefe de los merodeadores de las arenas—, siempre que obtengan la mitad del botín.
—Entendido.
—¿Me garantizas una prima suplementaria?
—El Anunciador será generoso.
El beduino se golpeó el pecho con el puño cerrado.
—¡No escapará ni uno, puedes creerme! Salvo la mujer… La capturaremos viva y le demostraremos cómo son los verdaderos hombres.
Al Retorcido la suerte de Isis le importaba un pimiento.
Unos minutos antes del ataque de los merodeadores de las arenas,
Sanguíneo
dio la alarma. Sekari se despertó sobresaltado y movilizó a los soldados.