—¿Realmente ignoras que es la hija del rey?
—En realidad, no.
—¡Y guardaste silencio!
—El faraón lo exigía.
—¿Están otros al corriente?
—Los miembros del «Círculo de oro». Puesto que el secreto es un aspecto esencial de su regla, lo respetaron.
Iker se sentía abatido.
—Nunca me amará. ¿Habrá sobrevivido al camino de fuego? ¡Estoy impaciente por partir! Qué horrible viaje si, por desgracia…
Sekari intentó reconfortar a su amigo.
—¿Acaso no ha superado Isis, hasta hoy, todas las pruebas, fuera cual fuese su dificultad? Con su lucidez, su inteligencia y su valor, no carece de armas.
—¿Has recorrido tú ese terrorífico camino?
—Las puertas son eternamente idénticas, aun siendo distintas para cada cual.
—Sin ella, la vida no tendría sentido. Pero ¿por qué va a interesarse ella por mí?
Sekari fingió pensarlo.
—Como amigo único e hijo real, careces de experiencia. En cambio, como escriba, eres relativamente competente. Tal vez puedas serle útil, siempre que ella no sea alérgica a los títulos rimbombantes. ¿Hay motivos para asustarla, no?
El alegre humor de Sekari animó a Iker. Unas copas de excelente vino, afrutado y que entraba muy bien, atenuaron un poco sus angustias.
—A tu entender, ¿han salido el Anunciador y sus fieles de Egipto?
—Si se tratara de un hombre normal, habría reconocido su derrota y se habría refugiado en la región sirio-palestina o en Asia —respondió Sekari—. Pero como no es un simple bandido ni un conquistador ordinario, desea la destrucción de nuestro país y sigue manejando las fuerzas de las tinieblas.
—¿Temes, pues, nuevos disturbios?
—El rey y Sobek están igualmente convencidos de que vamos a sufrir otros ataques, en forma de atentados terroristas. De modo que sigue siendo imperativa la vigilancia. Al menos, en Abydos, estarás seguro. Dado el número de militares y policías encargados de proteger el paraje, no correrás riesgo alguno.
Al pronunciar esas palabras, Sekari experimentó una extraña sensación.
De pronto, el viaje de Iker le pareció amenazador. Incómodo e incapaz de explicar sus temores, prefirió callar y no inquietar a su amigo.
Ni una sola vez durante la estancia del Anunciador, el libanés había sido autorizado a hablar con Bina. Cuando volvía a su casa, con la misión cumplida, se velaba y se encerraba en una habitación donde su dueño se reunía a veces con ella. La moral crecía. Gracias a los vendedores ambulantes, a los que la muchacha, una cliente entre otras, daba algunas consignas, los contactos entre las distintas células de Menfis se habían restablecido. Ningún miembro de la organización ignoraba ya que el Anunciador, vivo y en excelente estado de salud, seguía propagando la verdadera fe y proseguía la lucha.
Medes y Gergu proponían, ya, algunos esquemas de acciones concretas, que podían sembrar el terror.
—Tú elegirás las mejores —le dijo el Anunciador al libanés.
—Señor, soy un comerciante y…
—Deseas algo más, y no te lo reprocho, a pesar de ciertas iniciativas desgraciadas. Si quieres convertirte en mi brazo derecho, en el hombre que lo sepa todo sobre cada habitante de este país y separe a los buenos creyentes de los infieles, tienes que progresar. Mañana, mi buen amigo, dirigirás una policía al servicio de la nueva religión y reprimirás la menor desviación.
Por unos instantes, el libanés imaginó la potestad de la que dispondría. A su lado, Sobek parecería un aficionado. Aquel poder casi absoluto, que esperaba desde hacía mucho tiempo, no era un espejismo. Sólo el Anunciador podía concedérselo.
—Bina y yo nos vamos a Abydos.
—¿Cuántos hombres deseáis?
—Nos bastará con el sacerdote permanente Bega.
—Según Gergu, el lugar está muy vigilado y…
—Me ha facilitado todos los detalles. Encárgate de Menfis. Yo esperaré a Iker. Esta vez, nadie lo salvará. Romperé, al mismo tiempo, el corazón de Abydos y el de Sesostris. La frágil Maat se dislocará, el torrente del
isefet
será una riada que ningún dique podrá contener. El árbol de vida se convertirá en el árbol de muerte.
Anubis, el dios con cabeza de chacal, condujo a Isis ante el círculo de llamas.
—¿Aún deseas seguir el camino de fuego?
—Lo deseo.
—Dame tu mano.
Isis confió en el ritualista de voz sorda.
Ningún ser sensato habría osado acercarse a aquellas altas llamas, que desprendían un insoportable calor.
Segura de su guía, la muchacha ni siquiera hizo ademán de retroceder.
Cuando su vestido comenzaba a arder, llegó el apaciguamiento, súbito e inesperado.
Se hallaba en el interior del templo de Osiris.
—Nada queda de tu individuo profano —dijo Anubis—. Hete aquí, desnuda y vulnerable, ante los dos caminos. ¿Cuál eliges?
A su izquierda, un camino de agua, flanqueado por capillas custodiadas por genios con cabeza de llamas. A su derecha, un camino de tierra negra, una especie de dique que serpenteaba entre extensiones líquidas. Y, entre ambos, un canal de lava infranqueable.
—¿No deben recorrerse los dos?
—El de agua aniquila, el de tierra devora. ¿Persistes?
—¿Por qué temerlos, si me conduces al lugar adonde debo ir?
—Esta noche tomaremos el camino de agua. Cuando llegue el día, el de tierra.
Se levantó la luna, y Anubis entregó a la sacerdotisa el cuchillo de Tot. Ella tocó con su hoja cada uno de los genios al tiempo que pronunciaba su nombre. La identificación duró hasta el amanecer. Luego, gracias a la claridad nacida de la barca del levante, tomó por el camino de tierra.
Los dos caminos se cruzaban sin confundirse nunca. En su extremo, un canal de lava los fusionaba en el umbral de un porche monumental enmarcado por dos columnas.
—He aquí la boca del más allá —indicó Anubis—, la confluencia de oriente y occidente.
Dos guardianes en cuclillas blandían unas serpientes.
—Soy el señor de la sangre. Despejadme el acceso.
El portal se entreabrió.
En el templo de la luna, una suave luz azul envolvió el cuerpo de Isis. La barca de Maat se desveló.
—Se te ha mostrado, así pues, prosigamos.
Siete puertas, cuatro sucesivas seguidas de otras tres, de frente, cerraban el paso.
—Cuatro antorchas corresponden a los cuatro orientes. Empúñalas, una a una, y preséntaselas.
La sacerdotisa llevó a cabo el rito.
—Así, el alma viviente recorre este camino; así, la gran llama brotada del océano anima tus pasos.
Las puertas se abrieron una tras otra, y las tinieblas se disiparon.
Isis vio la luz de la primera mañana, cuyos ojos eran el sol y la luna. Un segundo círculo de fuego hacía inaccesible la isla de Osiris, presidida por una colina de arena donde descansaba el recipiente sellado que contenía las linfas del dios.
—He aquí el último camino, Isis. Yo no puedo ayudarte ya. Tú debes superar el obstáculo.
La muchacha se acercó al brasero.
Una llamita le rozó la boca. En su corazón se grabó una estrella, en su ombligo un sol.
—Que Isis se convierta en seguidora de Osiris, que su corazón no se aleje de él, que su marcha sea libre, día y noche, que esta claridad se introduzca en sus ojos y que atraviese el fuego.
—El camino se traza para Isis, la luz guía sus pasos.
Por un instante, la muchacha permaneció inmóvil en medio del círculo, como prisionera. Luego llegó a la isla de Osiris, indemne y recogida.
Isis se arrodilló ante el recipiente sellado, fuente de todas las energías.
Cuando la cubierta se levantó, ella contempló la vida en su fuente.
El templo entero se iluminó.
—Tu perfume se mezcla con el de Punt —dijo el ritualista—. Tu cuerpo se cubre de oro, brillas en el seno de las estrellas que iluminan la sala de los misterios, tú, que eres justa de voz.
Anubis vistió a la muchacha con una larga túnica amarilla, la tocó con una diadema de oro adornada con flores de loto hechas de cornalina y rosetas de lapislázuli, la adornó con un ancho collar de oro y turquesas con un cierre en forma de cabeza de halcón, ciñó sus muñecas y sus tobillos con brazaletes de cornalina roja que estimulaban el fluido vital, y la calzó con sandalias blancas.
Ya no había rastro de los caminos de agua, de tierra y de fuego.
En el santuario del templo de Osiris aparecieron el faraón y la gran esposa real.
Alrededor de Isis se situaron el visir Khnum-Hotep, Sekari, el gran tesorero Senankh, el Calvo, el general Nesmontu y el Portador del sello real Sehotep.
En el dedo pulgar de la mano derecha de su hija, Sesostris puso un anillo de loza azul, cuyo engaste oval estaba adornado por un motivo hueco que representaba el signo ankh, «la vida».
—Ahora perteneces al «Círculo de oro» de Abydos. Que se selle nuestra unión con Osiris y los antepasados.
Las manos se unieron, se formó el círculo y un momento de intensa comunión marcó la última etapa de aquella iniciación.
Isis depositó las siete bolsas que contenían el oro verde de Punt en los siete agujeros que el Calvo había cavado al pie de la acacia de Osiris.
Ante la mirada del rey, esperó la aparición del sol naciente. Aquella mañana, atravesó la oscuridad de un modo especialmente vigoroso.
En muy poco tiempo, todo el paraje de Abydos, desde las tumbas de los primeros faraones hasta el embarcadero, estuvo bañado por una intensa luz.
Apenas el soberano hubo pronunciado la antigua fórmula «Despierta en paz» cuando unos dorados rayos brotaron de las siete bolsas y penetraron en el tronco del gran árbol.
Acto seguido, ramas y ramitas volvieron a florecer.
Cuando el astro del día llegó al cenit, el árbol de vida, de un verde radiante, recuperó toda su majestad.
Por primera vez en su vida, el Calvo lloró.
La impaciencia y el nerviosismo dominaban a Iker. Estando el faraón y la reina de viaje, fuera el visir, Senankh en una gira de inspección, Sehotep supervisando los trabajos de irrigación y el general Nesmontu de maniobras, el hijo real se multiplicaba. Aquella abundancia de trabajo no le molestaba en absoluto, pero una pregunta lo torturaba: ¿cuándo recibiría la orden de dirigirse a Abydos?
Sekari había desaparecido. Sin duda, llevaba a cabo una nueva misión secreta. La tranquilidad era sólo aparente, pues.
Confiado ya, Sobek el Protector hablaba todos los días con Iker. A pesar de los ininterrumpidos esfuerzos de sus hombres, sus informes sonaban vacíos. El jefe de la policía no dejaba de maldecir, convencido de que los restos de la organización terrorista se encogían para golpear con más fuerza. Finalmente regresó Sesostris.
Su primera audiencia la reservó a Iker. Numerosos cortesanos lo consideraban ya como su sucesor, pues al asociarlo así al trono, el monarca lo formaba para la función real y garantizaba además la estabilidad de las Dos Tierras.
Iker se prosternó ante el gigante.
—Isis ha recorrido el camino de fuego, y el árbol de vida resucita —reveló el faraón.
El joven contuvo la alegría.
—¿Realmente está indemne, majestad?
—Así es.
—¡La felicidad reina de nuevo en Abydos!
—No, pues la salvaguarda de la acacia de Osiris era sólo una etapa. Su enfermedad y la degradación de los símbolos, privados de energía durante tan largo tiempo, han dejado profundas huellas en el árbol de vida. Tu misión consiste en hacerlas desaparecer.
Iker quedó estupefacto.
—¡Majestad, no conozco Abydos!
—Isis te guiará. Tú eres la mirada nueva.
—¿Lo aceptará?
—Sean cuales sean vuestros sentimientos, sea cual sea la dificultad de la tarea, debes conseguirlo. Por decreto, quedas nombrado príncipe, guardián del sello real y superior de la Doble Casa del oro y de la plata. En adelante, Sehotep y Senankh trabajarán bajo tu dirección. En Abydos serás mi representante y pondrán a tu disposición los artesanos que necesites. Hay que modelar una nueva estatua de Osiris y una nueva barca sagrada. Además de sus cualidades curativas, el oro traído de Nubia servirá para la creación de esas obras. Desde la enfermedad del árbol, la jerarquía de los sacerdotes está trastornada. Y, a pesar de las apariencias, no todo es justo y perfecto. De ese modo, nuestra victoria podría convertirse en un simple espejismo. Tienes plenos poderes para investigar, revocar a los incompetentes y nombrar a seres que estén a la altura de sus tareas.
—¿Me creéis capaz de hacerlo?
—Mientras Isis superaba las etapas de la iniciación que llevaba al camino de fuego, tú seguías tu propia andadura, que conducía a Abydos, el corazón espiritual de nuestro país. Tal vez el Anunciador lo haya gangrenado. Incluso algunos servidores fieles de Osiris pueden ser ciegos. Tú, en cambio, no serás esclavo de ninguna costumbre ni de ningún prejuicio.
—¡Puedo molestar!
—Si tus investigaciones se limitan a apacibles entrevistas, fracasarás. Devuelve al dominio de Osiris su pureza y su coherencia, reconforta la acacia, rechaza la debilidad y el compromiso.
Iker presentía que su título de amigo único sería acompañado por pesados deberes, pero no hasta ese punto.
—Majestad, ¿se abrirá algún día el «Círculo de oro» de Abydos?
—Ve, hijo mío, y muéstrate digno de tu función.
Medes estaba satisfecho de sí mismo. En plena forma, recuperaba el conjunto de sus actividades con un gran vigor que agotaba a sus subordinados, incluido el topo de Sobek. El secretario de la Casa del Rey se guardaba mucho de eliminarlo. Disfrazado de escriba, el policía seguiría tranquilizando al Protector. ¿Acaso no se comportaba Medes como un dignatario celoso, al servicio del faraón?
Su esposa se beneficiaba de los cuidados del doctor Gua, y lo importunaba menos. Potentes somníferos ponían fin a sus crisis de histeria. En una noche sin luna, Medes acudió a casa del libanés.
—El Anunciador va de camino a Abydos —le dijo el comerciante.
—Iker no ha salido todavía de Menfis. ¿Cómo puede imaginar que va a meterse en las fauces de su peor enemigo?
—El Anunciador siempre se adelanta a su adversario. ¿Tienes alguna idea para desestabilizar la capital?
—Incendios, agresiones a civiles, robos en los mercados y en casa de los particulares. Las intervenciones rápidas y violentas mantendrán un clima de inseguridad, y el jefe de la policía temerá una acción de envergadura. Además, me parece oportuno saquear algunos despachos de escribas mal protegidos. Anota su emplazamiento.