El camino de fuego (39 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

Dos centinelas sucumbieron, mortalmente heridos por los puntiagudos sílex que lanzaban las ondas. Fiel a su método, Shab
el Retorcido
clavó su cuchillo en la nuca del tercero.

Evidentemente, los soldados egipcios no resistirían mucho tiempo.

—¡Todos al barco —ordenó Sekari—, y levemos anclas!

Los artesanos sufrían ya el ataque de una jauría de beduinos. Iker deseaba permanecer a su lado, pero primero había que salvar a Isis. En cuanto hubo subido a bordo con ella, el viejo negro,
Sanguíneo
,
Viento del Norte
y una decena de hombres, Sekari quitó la pasarela y desplegó la vela.

—Vuelvo al combate —protestó el hijo real.

Sekari lo retuvo.

—Nada de locuras. Nuestra misión está en Punt. Zarpemos inmediatamente, de lo contrario moriremos todos. Mira: casi no hay resistencia.

Cuando el barco salía del puerto, un pesado navío le cerró el paso.

—Piratas —advirtió Sekari—. No tenemos ninguna posibilidad de pasar.

Iker se volvió hacia el Negro de Punt.

—¿Cómo podemos escapar?

—Tomad los caminos del cielo y las rutas de arriba. Allí, el niño de oro, nacido de la diosa Hator, erigió su morada. Volaréis con las alas del halcón, si el insaciable mar recibe la ofrenda que exige.

Iker pensó en el espantoso episodio de
El Rápido
. ¿Tenía que perecer ahogado para salvar a la tripulación?

—Esta vez no debes sacrificarte —dijo el viejo negro.

Cuando se arrojó al agua, el hijo real creyó reconocer el rostro de su maestro, el escriba de Medamud que le había enseñado los jeroglíficos y la regla de Maat.

Y, de pronto, una violenta ráfaga de viento derribó a los ocupantes del navío, que se inclinó sobre su flanco y derivó a una velocidad de vértigo antes de levantarse de nuevo.

—¿Hay heridos? —preguntó Sekari.

La tripulación sólo sufría algunos cardenales y arañazos que la piedra venerable haría desaparecer.

Los piratas, por su parte, se habían hundido con armas y bagajes.

En la proa del «Ojo de Ra», Isis manejaba los sistros cadenciosamente, y la música se mezclaba con la voz del mar. Iker llevaba el gobernalle y Sekari regulaba la vela.

Y el barco se dirigió por sí solo hacia la tierra divina.

Loco de rabia, Shab
el Retorcido
remataba a los heridos. Había sido una amarga victoria, dadas las considerables pérdidas sufridas por los merodeadores de las arenas.

¡Y la embarcación de los piratas se había dislocado por el golpe de una ola monstruosa!

—Los egipcios no irán muy lejos —predijo un beduino—. Su embarcación forzosamente ha sufrido averías, y no tardará en hundirse.

El Retorcido
compartía esta opinión, pero temía la resistencia de Iker, capaz de sobrevivir a las trampas mejor tendidas.

—¡Arrasemos este puerto, quemémoslo todo!

Los desvalijadores se lo pasaron en grande.

Luego se dispersaron, esperando descubrir una caravana mal protegida. Desgraciadamente para ellos, la policía de Sesostris estaba cada vez más alerta. A la larga, asesinos y ladrones se acantonarían en la península arábiga.

El Retorcido
tenía que llegar a Menfis e informar al Anunciador, sin ocultarle ningún detalle de su fracaso a medias.

—Por lo que se refiere a la navegación, mi experiencia es más bien limitada —deploró Sekari—. ¿Es mejor la tuya?

—Me limito a llevar el gobernalle —reconoció Iker—. En realidad, es él quien dirige. Él e Isis.

—El mar por delante, el mar por detrás, el mar a estribor y el mar a babor… No hay Punt a la vista. Toda esa agua me deprime, y ya no tenemos ninguna jarra de vino.

—Observa a
Sanguíneo
y a Viento del Norte: se pasan el día durmiendo, como si ningún peligro nos amenazara.

—Morir de sed o hundirnos a causa de la próxima tormenta… Es tranquilizador, en efecto.

Isis permanecía con los ojos fijos en el horizonte, y no abandonaba en ningún momento la proa. Con frecuencia, apuntaba hacia allí el pequeño cetro de marfil que el rey le había dado.

Al amanecer de una soleada jornada, el asno y el perro se levantaron y lo rodearon.

Iker sacudió a Sekari.

—¡Despierta!

—¿Para ver agua de nuevo…? Prefiero soñar con una bodega llena de grandes caldos.

—¿No te atrae una isla cubierta de palmeras?

—¡Un espejismo!

—Por el comportamiento de
Viento del Norte
y de
Sanguíneo
, no lo creo.

Sekari consintió en abrir los ojos.

En efecto, se trataba de una isla con largas playas de arena blanca. Echaron el ancla a buena distancia, y dos marinos se zambulleron. Al llegar a su destino, agitaron los brazos indicando que no había peligro.

—Me reuniré con ellos —decidió Sekari—. Isis y tú permaneceréis aquí, mientras construimos una barca.

El asno y el perro, por su parte, disfrutaron del agua tibia y, luego, brincaron en tierra firme.

El lugar parecía idílico. Atenuando el ardor del sol, un viento constante mantenía una temperatura agradable.

Sekari fue a buscar al hijo real y a la sacerdotisa. Reunida y alegre, la tripulación degustó pescados asados, muy fáciles de capturar.

—Exploremos el lugar —propuso Sekari.

Isis se situó a la cabeza del grupito.

Al rato se detuvo ante una esfinge de piedra, del tamaño de un león. Sin duda, era obra de un escultor egipcio, conocedor de las mejores técnicas.

Adornando el zócalo, una inscripción jeroglífica: «Soy el dueño de Punt.»

—Lo hemos conseguido —exclamó Sekari—, ¡ya hemos llegado! Y sus habitantes han elegido uno de nuestros símbolos principales como protector de su paraje.

Con cabeza de hombre y cuerpo de león, la esfinge representaba al faraón como atento custodio de los espacios sagrados. ¿Convertía su presencia a los puntitas en fieles servidores de Sesostris?

Iker atemperó aquel entusiasmo.

—Podría tratarse de un botín de guerra.

—Los jeroglíficos son magníficos y están intactos. La inscripción no tiene ambigüedad alguna. ¿Acaso el Negro de Punt no se comportó como un amigo?

Los argumentos de Sekari inducían al optimismo. Con aprensión, sin embargo, los viajeros se introdujeron en el palmeral. Iker pensaba en la isla del
ka
, pero ésta era mucho más vasta.

A la exuberante vegetación siguió una zona árida y montañosa. Pendientes secas y rocosas hicieron penosa la marcha, y siguieron a
Viento del Norte
, que elegía el camino adecuado. Aquí y allá había algunas plantas aromáticas.

Desde lo alto de una colina, Sekari descubrió una extraña aldea, a orillas de un lago rodeado de árboles de incienso y ébano. Los puntitas utilizaban escaleras para acceder a sus viviendas, chozas sobre pilotes. Gatos, perros, bueyes, vacas y una jirafa circulaban libremente por el poblado.

—¡Qué extraño, no hay ni un solo ser humano! ¿Habrán huido cuando nos hemos acercado o tal vez han sido exterminados?

—Si el Anunciador ha llegado hasta aquí, debemos temer lo peor —señaló Iker.

—Bajemos hasta la aldea —decidió Isis—. Yo iré delante.

A Sekari no le gustaba en absoluto que corriera ese riesgo, pero la joven no le dio tiempo para protestar.

Cuando cruzaron la entrada, señalada por dos grandes palmeras, varias decenas de hombres, mujeres y niños salieron de su casa, bajaron por la escalera y los rodearon.

Con el pelo largo o corto, pequeños taparrabos de rayas o topos, los puntitas eran elegantes y apuestos. Parecían bien alimentados y en excelente estado de salud. Un detalle impresionó a Isis: la barba de los hombres parecía la de Osiris. Ninguno blandía armas.

Un cuarentón se dirigió a la sacerdotisa.

—¿Quiénes sois y de dónde venís?

—Soy una ritualista de Abydos, y éste es el hijo real, Iker, que viene acompañado por Sekari. Venimos de Egipto.

—¿Sigue reinando el faraón?

—Somos enviados del rey Sesostris.

El jefe de los puntitas dio unas vueltas en torno a la muchacha, admirado y suspicaz a la vez. Iker y Sekari estaban dispuestos a intervenir en cualquier momento.

—Cuando el faraón aparece, su nariz es de mirra, sus labios de incienso, el perfume de su boca semejante al de un ungüento valioso, su olor el de un loto de estío, pues nuestro país, la tierra del dios, le ofrece sus tesoros —declaró el jefe—. Lamentablemente, la enfermedad nos ha afectado, nuestro país se deseca. Si la naturaleza no reverdece, Punt desaparecerá. El fénix no sobrevuela ya nuestro territorio. Sólo una mujer que posea la piedra venerable y maneje los sistros podrá salvarnos.

—Yo poseo esa piedra y he venido a ofrecérosla y a hacer sonar la música de los sistros para disipar el maleficio.

Mientras el jefe de los puntitas tocaba a cada uno de sus compatriotas con el mineral salvador, Isis hacía cantar los instrumentos de la diosa Hator.

A ojos vistas, los árboles recuperaban su brillo y la vegetación floreció de nuevo.

Todos levantaron la cabeza: una garza azul, de brillante plumaje, daba vueltas por encima de la aldea.

—El alma de Ra reaparece —advirtió el jefe, sonriendo—. Los perfumes renacen, el árbol de vida se yergue en lo alto del cerro de los orígenes. Osiris gobierna lo que existe, tanto el día como la noche.

—¿Has hablado del árbol de vida? —se extrañó Iker.

—El fénix nace en las ramas del sauce, en Heliópolis. Su misterio se revela en la acacia de Abydos.

El hijo real estaba estupefacto. ¿Cómo podía aquel isleño ser tan sabio?

Éste se prosternó ante Isis.

—Los maravillosos aromas del país de Punt rebrotan gracias al sol femenino, a la emisaria de la diosa de oro, alimentada con cantos y danzas. Sean ofrecidos a tu
ka
, en este feliz momento en el que la tierra del dios reverdece.

Tratándose de festejos, los puntitas, del más anciano al más joven, eran unos expertos, pues estaban dotados de un comunicativo buen humor. Los egipcios, relajados por fin, participaron en un desmelenado corro, acompasado por cantos de bienvenida.

Presa de dos jóvenes bellezas cuyas actitudes presagiaban agradables horas, Sekari no dejaba de observar a su anfitrión por el rabillo del ojo. Sin embargo, el puntita sólo parecía animado por intenciones pacíficas.

Iker no apartaba los ojos de Isis, tan radiante que conquistaba el corazón de los aldeanos.

La esposa del jefe le puso un collar formado por amatistas, malaquita y cornalina, y un cinturón de conchas de oro verde, de excepcional calidad.

El oro de Punt, indispensable para la curación de la acacia.

Su inscripción dejó perplejo a Iker: ¡el nombre de coronación de Sesostris!

—¿Han venido ya por aquí algunos emisarios del rey? —le preguntó al jefe.

—Tú eres el primero.

—Este objeto…

—Procede de nuestro tesoro. ¿Conoces el nombre secreto de Punt? La isla del
ka
. La potencia creadora del universo ignora las fronteras de la especie humana. Ahora, tus compañeros y tú respirad los perfumes de la tierra del dios.

Los puntitas agruparon un gran número de recipientes de vivos colores y los abrieron, y de inmediato se dispersaron los efluvios del olíbano, de la mirra y de distintos tipos de incienso, que perfumaron toda la isla.

—Así se apacigua la Grande de magia, la serpiente de fuego que brilla en la frente del faraón —declaró el jefe—. Bajo la protección de estos perfumes, los justos pueden comparecer ante el señor del más allá. Estos maravillosos aromas son creaciones del ojo de Horus, y se han convertido en las linfas de Osiris. Cuando el preparador de ungüentos cuece los inciensos de Punt, moldea la materia divina, utilizada en el embalsamamiento del resucitado en el templo del oro.

Iker no percibía el sentido de aquellas enigmáticas palabras. Isis, en cambio, sin duda apreciaba su alcance. ¿Acaso no lo había guiado hasta allí para que escuchara aquellas revelaciones?

—Festejemos a nuestros bienhechores como merecen —ordenó su anfitrión—. Llenemos las copas de vino de granada.

Reducido al tercio por ebullición, el zumo de los granos de las granadas maduras proporcionaba, según Sekari, una bebida más bien mediocre, pese a su capacidad de prevenir disenterías y diarreas. Sin embargo, no se hizo el remilgado; era preciso revitalizarse tras aquel movido viaje.

Se celebró luego un banquete al aire libre durante el que todos comieron y bebieron más de lo razonable, a excepción de Isis e Iker, que no olvidaban su misión.

—El oro verde de Puní es indispensable para la supervivencia de Egipto —reveló el hijo real al jefe—. ¿Nos autorizas a llevarnos algunos lingotes?

—Por supuesto, pero ignoro el emplazamiento de la antigua mina.

—¿Alguien la conoce?

—El descortezador.

48

Provisto de una pequeña hacha y un cesto, el descortezador recogía resina con estudiada lentitud. Acostumbrado a hablar con los árboles y a escucharlos, no apreciaba en absoluto la compañía de los humanos. Sekari percibió su hostilidad, por lo que se sentó a unos pasos de él y dejó en el suelo pan fresco, una jarra de vino y un plato de carne seca. Como si estuviera solo en el mundo, el agente especial de Sesostris comenzó a comer.

El descortezador dejó su trabajo y se acercó a él.

Sekari le tendió un pedazo de pan que, tras dudarlo mucho, el puntita cogió.

Menos desconfiado, no rechazó el vino.

—Lo he conocido mejor, pero se deja beber —concedió Sekari—. ¿Satisfecho de tu jornada?

—Podría ser peor.

—Dada la calidad de tus productos, serás generosamente pagado. En Egipto gustan los ungüentos. Los de Punt pertenecen a la categoría de gran lujo. Lamentablemente, nuestro país corre el riesgo de desaparecer.

El descortezador degustó una loncha de carne seca.

—¿Tan grave es la situación?

—Más incluso.

—¿Qué sucede?

—Un maleficio. Nuestra única esperanza eres tú.

El descortezador se atragantó, y Sekari le palmeó la espalda.

—¿Por qué te burlas de mí?

—Hablo en serio. Según las investigaciones llevadas a cabo por una sacerdotisa de Abydos, que está aquí, sólo el oro verde de Punt puede salvarnos. ¿Y quién puede procurárnoslo? Tú.

Sekari dejó que se hiciera un largo silencio.

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