El Camino de las Sombras (39 page)

—¿Virgen? Sí —respondió Elene, sin avergonzarse—. ¿Y tú?

Kylar apretó la mandíbula.

—Yo... Mira, anda por aquí un asesino.

Elene pareció a punto de insistir en su pregunta, pero entonces se le ensombreció el semblante.

—Dos —dijo con voz queda.

—¿Qué?

—Dos asesinos.

Se refería a él. Kylar asintió, notando de nuevo ese nudo en la garganta, y de repente se avergonzó de lo que era.

—Sí, dos. He visto entrar a Hu, Elene. ¿El Orbe está a salvo?

La estaba mirando a los ojos. Como era de esperar, buscaron rápidamente el lugar donde lo había escondido: el fondo de su armario.

—Sí —respondió ella—. Está... —Se le quebró la voz—. Vas a robarlo.

—Lo siento —dijo Kylar.

—Y ahora sabes dónde lo he escondido. Me has tendido una trampa.

Era inocente, pero no tonta. —Sí.

Se le llenaron los ojos castaños de ira.

—¿Hay por lo menos un asesino, o todo ha sido mentira?

—Lo hay. Te doy mi palabra —aseveró Kylar, apartando la vista.

—Que vale lo que vale.

«Eso ha dolido.»

—Lo siento, Elene, tengo que hacerlo.

—¿Por qué?

—Es difícil de explicar —dijo Kylar.

—Me he pasado el día entero avergonzándome de todo lo que te he escrito estos años. Me he pasado el día entero lamentando todo lo que te he costado. Ni siquiera les he dicho a los guardias que ibas a venir porque he pensado que... he pensado... Estás hecho una buena pieza, «Kylar» —dijo—. Supongo que es cierto que Azoth murió.

«Así no. Así no.»

—De verdad que tengo que llevármelo —dijo Kylar.

—No puedo permitírtelo —replicó ella.

—Elene, si te quedas aquí, pensarán que me has ayudado. Si Hu no te mata, tal vez lo hagan los Jadwin. Te arrojarán a las Fauces. Elene, ven conmigo. No me perdonaría nunca que te hicieran eso.

—Te las apañarás. Ponte un nombre nuevo. Tapa con dinero lo que sea que te haga sentir culpable.

—¡Te matarán!

—No traicionaré a quienes me han acogido.

Kylar se estaba quedando sin tiempo. Tenía que salir de allí. Suspiró. Al parecer esa noche todo tenía que hacerse del modo más difícil.

—Entonces te pido perdón por esto —dijo—, pero es para salvarte.

—¿El qué? —preguntó Elene.

Kylar le dio un puñetazo, y luego otro. El primero en la boca, lo bastante fuerte para hacerla sangrar, y el siguiente en sus preciosos y penetrantes ojos, lo bastante fuerte para amoratarlos y que quedasen cerrados por la hinchazón, ciegos a lo que hacía él. Elene trastabilló hacia atrás; Kylar la hizo girar sobre sus talones y la inmovilizó en una llave. La chica se revolvió en vano, creyendo sin duda que iba a matarla. Sin embargo, solo quería que estuviera quieta mientras le clavaba una aguja en el cuello. Cayó inconsciente en cuestión de segundos.

«Nunca me lo perdonará. Ni yo tampoco.» La tumbó en el suelo y sacó un cuchillo. Se hizo un corte en la mano y vertió algo de sangre en la cara de Elene, como si la hubieran pegado. El contraste entre su belleza y la asquerosa brutalidad de lo que estaba haciendo le despertó unos escrúpulos impropios de él, pero era necesario. Elene debía parecer una víctima. Verla allí, inconsciente, era como probar en sus carnes una cucharadita del oficio amargo. La amargura del oficio era la verdad del oficio. Incluso allí, sin haber matado, sin tener que bañarse en el persistente hedor de la muerte, Kylar había cerrado los únicos ojos que veían la verdad en él, había ennegrecido los ojos de luz que iluminaban su oscuridad, había ensangrentado y cegado los ojos que lo atravesaban. «¿Quién dice que no hay poetas en el oficio amargo?»

Destrozado, dispuso las extremidades de Elene en una posición creíble.

El ka'kari de plata estaba guardado en una zapatilla al fondo del armario. Kylar lo sostuvo en alto para examinarlo a la luz de la luna. Era una esfera lisa y metálica, sin el menor rasgo distintivo. En realidad, decepcionaba un poco. Tenía una pátina metálica y aun así era translúcido, lo que suponía una novedad. Kylar nunca había visto nada parecido, pero había tenido la esperanza de que el ka'kari hiciera algo espectacular.

Guardó la esfera en una bolsa y se acercó a la puerta. Hasta el momento, todo bien. Bueno, en realidad, hasta el momento esa noche venía a ser un desastre absoluto. Sin embargo, salir debería traerle pocos problemas. Si no lograba evitar al guardia de la escalera de servicio, podía acercársele como si tal cosa y explicarle que tenía tanta urgencia que había entrado en el primer baño libre. El guardia le advertiría que el piso de arriba estaba vedado, Kylar le replicaría que si no querían que la gente subiese deberían haber apostado centinelas al pie de las escaleras, el guardia se sentiría mortificado y Kylar se marcharía a casa. No era infalible, pero de todas formas esa noche habría desconfiado de que algo lo fuera.

Miró el pasillo por el ojo de la cerradura y escuchó con atención durante treinta segundos. Ahí fuera no había nada.

Apenas había abierto una rendija de la puerta cuando alguien arreó una patada desde el otro lado con una fuerza sobrehumana. La madera se estampó en la cara de Kylar y en su hombro, y lo lanzó de espaldas hacia el centro de la habitación.

Habría logrado mantener el equilibrio, pero tropezó con el cuerpo inconsciente de Elene y cayó. Se deslizó por el suelo de piedra hasta chocar la cabeza contra la pared.

Los ojos le hicieron chiribitas negras, y luchó para no perder la consciencia. Debía de haber desenfundado las dos dagas de manera instintiva, porque sus manos protestaron doloridas cuando le obligaron a soltarlas de una patada.

—¿Chaval?

Kylar tuvo que parpadear varias veces antes de poder ver. Cuando se le despejó la vista, lo primero que apareció fue la punta de un cuchillo a unos centímetros de su ojo. Subió la mirada por la manga gris hasta el cuerpo encapuchado.

Todavía grogui, se preguntó por qué no estaba muerto. Lo supo, sin embargo, antes incluso de que Hu se retirase la capucha.

Mama K los había traicionado. Lo había mandado a matar al hombre equivocado.

—¿Maestro Blint? —preguntó.

Capítulo 41

—¿Qué estás haciendo? —El maestro Blint le propinó un sonoro bofetón con el dorso de la mano. Se puso en pie, furioso, mientras las facciones ilusorias de Hu Patíbulo se desvanecían como el humo.

Kylar se levantó con esfuerzo; la cabeza todavía le daba vueltas y le pitaban los oídos.

—Tenía que... Tú te habías marchado...

—¡Me había marchado a planear esto! —exclamó Durzo Blint con un susurro ronco—. ¡A planear esto! Ya da igual. Tenemos tres minutos hasta la siguiente ronda del guardia.

Tanteó la forma inerte de Elene con un pie.

—Sigue viva —dijo—. Mátala. Después busca el ka'kari mientras yo me ocupo del cadáver del muriente. Ya hablaremos más tarde de tu castigo.

«Llego demasiado tarde.»

—¿Has matado a la duquesa? —preguntó Kylar mientras se frotaba el hombro donde lo había golpeado la puerta al irrumpir Durzo.

—El muriente era el príncipe. Alguien se me ha adelantado.

Sonaron unas botas pesadas en la escalera. Durzo desenvainó a Sentencia y echó un vistazo al pasillo.

«Dioses, ¿el príncipe?» Kylar observó a la chica inconsciente. Su inocencia era irrelevante. Aunque no la matara, creerían que había ayudado a robar el ka'kari y asesinar al príncipe.

—¡Kylar!

El joven alzó la vista, desconcertado. Era todo como una pesadilla. No podía estar pasando.

—Ya he... —Tendió la bolsita con la mano flácida.

Con el ceño fruncido, Durzo se la arrebató y le dio la vuelta. El Orbe de los Filos cayó en su mano.

—Maldición. Justo lo que me imaginaba —dijo.

—¿Qué? —preguntó Kylar.

Sin embargo, Durzo no estaba de humor para responder preguntas.

—¿La chica te ha visto la cara?

El silencio de Kylar fue suficiente respuesta.

—Ocúpate de ello. No es una petición, Kylar, es una orden. Mátala.

Unas gruesas cicatrices blancas surcaban lo que había sido una cara preciosa. Los ojos se le estaban hinchando y amoratando, y eso era tan culpa de Kylar como las marcas de diez años de antigüedad.

«El amor es un nudo corredizo», le había dicho Blint al poco de acogerlo como aprendiz una década atrás.

—No —dijo Kylar.

Durzo volvió la vista.

—¿Qué has dicho? —De Sentencia goteaba sangre negra que formaba un charco en el suelo.

Aún había tiempo para rectificar. Tiempo para obedecer, y vivir. Si dejaba que Elene muriera, en cambio, Kylar se perdería en la sombra para siempre.

—No la mataré. Y no te dejaré matarla. Lo siento, maestro.

—¿Tienes idea de lo que significa eso? —le espetó Durzo—. ¿Quién es esta chica para que valga la pena que te den caza durante el resto de tu corta...? —Dejó la frase en el aire—. Es Muñeca.

—Sí, maestro. Lo siento.

—¡Por los Ángeles de la Noche! ¡No quiero disculpas! Quiero obedien... —Durzo alzó un dedo para imponer silencio. Los pasos estaban ya cerca. Abrió la puerta y salió al pasillo como un borrón de movimiento, a una velocidad inhumana; la tenue luz arrancaba destellos plateados de Sentencia.

El guardia cayó de dos golpes. Era Retaco, el centinela entrado en años que había cacheado a Kylar con tantos remilgos esa mañana, cuando había venido a reconocer el terreno.

El fanal del pasillo que Durzo tenía detrás envolvía en sombras al hijo favorito de la oscuridad, proyectaba su forma sobre Kylar y volvía invisible su cara. De la punta de Sentencia goteaba sangre negra. Plic, plic. Durzo habló con la voz tensa como acero doblado.

—Kylar, es tu última oportunidad.

—Sí —dijo Kylar al tiempo que su daga testicular siseaba contra su funda y él se volvía para enfrentarse al hombre que lo había criado, que había sido más que un padre para él—. Lo es.

Se oyó rodar algo metálico sobre el mármol. El sonido se acercaba a Kylar. Extendió un brazo y sintió que el ka'kari se le pegaba a la palma abierta.

Giró la mano y vio que el ka'kari brillaba de un color azul incandescente. Lo tenía enganchado a la palma. Ante sus ojos empezaron a formarse runas en la superficie de la esfera. Se desplazaron y cambiaron, como si intentaran hablarle. Una luz azulada le bañó la cara y pudo ver a través del ka'kari. Estaba absorbiendo sangre del corte que tenía en la palma. Alzó la vista y vio el rostro desesperado del maestro Blint.

—¡No! ¡No, es mío! —gritó Blint.

En un instante, el ka'kari se deshizo en un charquito como si fuera aceite negro.

La luz azulada explotó como una supernova. Entonces llegó el dolor. El frío que Kylar sentía en la mano se convirtió en presión. Parecía que su mano estuviese despedazándose. Al contemplar con horror el charquito de su palma, que ardía de manera uniforme, vio que estaba encogiéndose. Se estaba colando dentro de su mano. Sintió que el ka'kari le entraba en la sangre. Todas sus venas se inflaron y contorsionaron, helándose al paso del ka'kari.

Nunca supo cuánto tiempo había durado el proceso. Sudaba, un sudor frío acompañado de temblores. Poco a poco el frío se desvaneció de sus extremidades. Más despacio todavía, empezó a reemplazarlo una calidez. Quizá segundos, quizá media hora después, Kylar se descubrió en el suelo.

Lo extraño era que se sentía bien. Incluso boca abajo sobre la piedra, se sentía bien. Completo. Como si se hubiese tendido un puente sobre un abismo o se hubiera colmado un agujero. «Soy un ka'karifer. Nací para esto.»

Entonces se acordó. Alzó la vista. A juzgar por la expresión de horror helado en el rostro de Durzo, debían de haber pasado meros segundos. Kylar se puso en pie de un salto, sintiéndose más fuerte, más sano y más lleno de energía de lo que recordaba haberse sentido nunca.

La expresión en la cara de Durzo no era de ira. Era de pena. Desconsuelo.

Kylar giró despacio la mano. La piel de la palma seguía cortada, pero había dejado de sangrar. Le había parecido que el ka'kari se hundía en...

«No.» No podía ser.

Por todos los poros de su mano brotó como sudor un fluido negro que luego se solidificó. Al cabo de un momento, el ka'kari reposaba sobre su palma.

Invadió a Kylar un extraño júbilo, que luego dio paso al miedo. No estaba seguro de que la alegría fuera solo suya. Era como si el ka'kari se alegrara de haberlo encontrado. Volvió a mirar a Durzo, sintiéndose tonto, tan perdido que no sabía cómo actuar.

Fue entonces cuando reparó con qué claridad veía el rostro de Durzo. Su maestro estaba en el pasillo, con el candil a sus espaldas. Un momento antes, antes del ka'kari, su cara había resultado poco menos que invisible. Kylar seguía distinguiendo la sombra del cuerpo de Durzo en el suelo, pero veía a través de ella. Era como mirar por un cristal: sabías que el cristal estaba en medio, pero no impedía la visión. Miró a su alrededor y constató que sucedía lo mismo allí donde posara la vista. Ahora la oscuridad recibía a sus ojos con los brazos abiertos. Tenía la vista más nítida, más clara. Veía más lejos: distinguía el castillo al otro lado del río como si fuera mediodía.

—Tengo que quedarme el ka'kari —dijo Durzo—. Si no se lo doy, matará a mi hija. Que los Ángeles de la Noche se apiaden de nosotros, Kylar, ¿qué has hecho?

—¡Nada! ¡No he hecho nada! —exclamó Kylar. Le tendió el ka'kari—. Toma. Puedes quedártelo. Recupera a tu hija.

Durzo lo cogió. Miró a Kylar a los ojos y su voz se llenó de tristeza.

—Lo has enlazado a ti. Es un vínculo de por vida, Kylar. Ahora tu Talento funcionará, lo lleves o no, pero el resto de sus poderes no le servirán a nadie más hasta que estés muerto.

Se oyeron unos pasos a la carrera en la escalinata. Alguien debía de haber oído gritar a Durzo. Kylar tenía que irse de inmediato. Apenas empezaba a asimilar lo que acababa de oír.

Su maestro se volvió para hacer frente a quien estuviera subiendo, y las palabras del profeta resonaron en los oídos de Kylar: «Si no matas a Durzo Blint mañana, Khalidor tomará Cenaria. Si no lo haces pasado mañana, todo aquel al que amas morirá. Si haces lo correcto una vez, te costará años de remordimientos. Si haces lo correcto dos veces, te costará la vida».

Tenía la daga testicular en la mano. Durzo estaba de espaldas. Podía solucionarlo en ese mismo momento. Ni siquiera los reflejos de Durzo lo detendrían estando tan cerca. Supondría impedir una invasión, salvar a sus seres queridos... Eso tenía que significar que en ese instante tenía en sus manos la vida de Elene. La de Logan. Quizá la de los Drake. A lo mejor la invasión entera dependía de eso. A lo mejor cientos de miles de vidas pendían en ese momento de la punta de su daga. Una puñalada rápida e indolora, y Durzo moriría. ¿No decía él que la vida era vacía, sin valor ni sentido, barata? No perdería nada valioso al perder su vida, eso lo había jurado.

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