El Camino de las Sombras (40 page)

Había dicho todo eso y más, pero Kylar nunca se lo había creído de verdad. Mama K ya había apuñalado a Durzo por la espalda con sus mentiras; Kylar no podía hacerlo con las manos.

El momento cobró una claridad asombrosa. Se congeló como un diamante y rotó ante sus ojos; todas las facetas refulgían, todos los futuros se desgajaban resplandecientes. Kylar paseó la mirada de Elene a su derecha a Durzo a su izquierda, de Durzo a Elene, de Llene a Durzo. Allí estaba su elección, y los futuros de ellos. Podía matar a Elene, la mujer que amaba, o podía matar a Durzo, que lo había criado como a un hijo. En cada faceta centelleaba la misma verdad implacable: si uno vivía, el otro debía morir.

—No —dijo Kylar—. Maestro, hazlo. Mátame.

Durzo lo miró como si no diera crédito a lo que oía.

—Ella solo me ha visto a mí. No supondrá una amenaza para nadie si estoy muerto. Puedes llevarte el ka'kari y salvar a tu hija.

En los ojos de Blint asomó una expresión que Kylar no había visto nunca. La máscara dura y afilada del rostro de su maestro pareció suavizarse, haciéndole parecer un hombre distinto: no tan mayor ni cansado, sino más joven, con un parecido al propio Kylar que el chico jamás había creído posible en él. Durzo parpadeó para evitar que se desbordaran sus insondables pozos de dolor en forma de lágrimas. Sacudió la cabeza.

—Vete, hijo.

Kylar quería irse. Quería escapar, pero tenía razón. Era el único modo. Se quedó allí, paralizado, pero no por la indecisión. Solo rezaba por que Durzo actuase antes de que le fallara el valor. «¿Qué estoy diciendo? No quiero morir. Quiero vivir. Quiero sacar a Elene de aquí. Quiero...»

La puerta de los aposentos del duque se abrió y por ella salió a trompicones la duquesa, cubierta de sangre, chillando:

—¡Asesino! ¡Asesino! ¡Ha matado al príncipe!

Durzo actuó al instante. Empujó a Kylar al interior de la habitación de Elene. Kylar necesitó toda su presencia de ánimo para no pisotear a la chica inconsciente, pero Durzo seguía avanzando. Agarró a Kylar por la capa y lo lanzó con la sorprendente fuerza y velocidad de su Talento. Kylar atravesó el cristal de la ventana hacia la noche.

Por la gracia del Dios, por Su crueldad, por pura suerte o la habilidad sobrehumana de Durzo, Kylar aterrizó en un seto. Rodó por él y acabó tendido en el suelo. Era ridículo: no tenía nada roto, ni torcido, ni siquiera un arañazo. Alzó la vista y vio que algunos invitados se asomaban por la barandilla del porche en el que hacía tan poco había besado a Serah, pero estaban al otro lado de los fanales y no podían distinguirlo.

Entonces, a los gritos de la duquesa se sumaron otros, voces masculinas y femeninas. Se oían órdenes a viva voz y los hombres armados corrían entre un tintineo de cotas de malla. Kylar miró hacia el primer piso con el corazón en la boca, sin saber si maldecir o reír. La decisión había dejado de estar en sus manos por el momento. Seguía vivo, y era una sensación agradable.

No podía hacer otra cosa. Corrió hasta la puerta de la villa, rompió el cerrojo y desapareció en la noche.

Capítulo 42

El rey dios Garoth Ursuul estaba despierto antes de que el funcionario llamase a la puerta de su dormitorio. Nadie podía acercarse a esa habitación sin despertarlo. Significaba menos sueño del que tal vez sería deseable, pero ya era un anciano y no necesitaba dormir mucho. Además, así los esclavos no se confiaban.

La alcoba no era lo que cabría esperar de un rey dios. Era abierta, luminosa y aireada, adornada con hermosos vitrales planganos y espejos de marfil, con encaje sethí en la cama, alfombras de oso gigante de los Hielos en el suelo y flores recién cortadas en la mesa y la chimenea, todo escogido y dispuesto por un esclavo con sensibilidades artísticas. A Garoth le traía todo sin cuidado menos los cuadros. Cubrían las paredes retratos de sus esposas. Había tenido mujeres de casi todas las naciones de Midcyru y, salvo escasas excepciones, habían sido hermosas. Menudas o esbeltas, exuberantes o aniñadas, pálidas o morenas, todas las imágenes complacían a Garoth Ursuul. Era un entendido en la belleza femenina, y no reparaba en gastos para concederse su vicio. Al fin y al cabo, debía hacer a su familia y al mundo el servicio de engendrar a los mejores hijos posibles. Ahí era donde entraban en juego las mujeres poco atractivas. Había hecho experimentos secuestrando a mujeres de familias reales con la esperanza de que alumbraran hijos más aceptables. Dos de sus nueve posibles herederos habían nacido de esas mujeres, por lo que Garoth suponía que las nobles podían producir una tasa de hijos aceptables algo más elevada que la chusma, pero era muchísimo más tedioso procrear con una mujer fea.

Pensando en parte en sus hijos y en parte en su propia diversión, hasta se había dado el capricho de hacer que algunas de las mujeres lo amasen. Había resultado sorprendentemente fácil; no había tenido que mentirles tanto como esperaba. Las mujeres estaban más que dispuestas a mentirse ellas solas. Había oído que el amor mejoraba el sexo, pero a él no le convenció. Mediante la magia podía hacer que el cuerpo de una mujer respondiera a sus acciones como le viniera en gana, y era una delicia verlas intentar contener la furia y el odio mientras su magia las complacía de modos que jamás habían sentido. Por desgracia, tales placeres tenían un precio y a esas esposas había que vigilarlas de cerca: se le habían suicidado dos.

El funcionario aporreó la puerta con la mano y Garoth la hizo abrirse con un gesto. El hombre entró de rodillas y avanzó con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Mi dios, mi rey majestuoso...

Garoth se incorporó.

—Desembucha. Traes un mensaje de esa zorra de Jadwin.

—Nos comunica que ha matado al príncipe, pero ha perdido la posesión del ka'kari. Lo lamento, santidad.

—Sin duda sería otra falsificación —dijo Garoth, más para sí que para el funcionario—. ¿Han llegado los barcos para la invasión de Modai?

De Cenaria podía encargarse cuando le apeteciera, pero una marcha directa al sur entretendría a sus ejércitos durante semanas o meses. Ese maldito duque de Gyre había convertido las defensas de Aullavientos en un obstáculo serio. Podía tomarlo, por supuesto. Probablemente podía derrotar a cualquier ejército del mundo salvo el alitaerano, pero un rey dios no desperdiciaba hombres o meisters en asaltos frontales. No cuando tenía otras opciones.

Además, ¿qué conquistador querría un avispero como Cenaria? Casi le valdría más exterminar a todos sus habitantes y colonizar la ciudad con sus propios súbditos.

A Garoth Ursuul no le interesaba el poder temporal. Sus maniobras para hacerse con Cenaria eran un mero pasatiempo. Fuentes mucho más fiables le indicaban que el ka'kari rojo se hallaba en Modai. Una vez allí, tendría Cenaria rodeada. Lo más probable era que pudiese tomar el país sin combatir siquiera. Después, Ceura y un mazazo en el corazón de los magos, Sho'cendi. No tendría que vérselas con Alitaera hasta estar seguro de la victoria.

—Todavía hay dos barcos de camino, en aguas cenarianas.

—Bien, entonces...

—Santidad... —Al hombre se le escapó un gallo al caer en la cuenta de a quién acababa de interrumpir.

—¿Saltamontes?

—¿Sí, santidad? —Su voz era apenas un susurro.

—No vuelvas a interrumpirme nunca.

Saltamontes asintió, con los ojos desorbitados.

—Y ahora, ¿qué tenías que decirme?

—La duquesa de Jadwin afirma haber visto que alguien enlazaba el ka'kari delante de su habitación. Su descripción es... certera.

—Por la sangre de Khali —dijo el rey dios en voz baja. Un ka'kari, después de tanto tiempo. Un ka'kari que alguien había enlazado a su persona. Eso casi facilitaba las cosas. Un ka'kari sin dueño era lo bastante pequeño para permanecer oculto o perdido para siempre, pero si alguien había enlazado uno lo mantendría cerca de él—. Que esos barcos cambien de rumbo. Y ordénale a Roth que tire adelante con los asesinatos. Los Gyre, el shinga, todos ellos. Dile que tiene veinticuatro horas.

Algo iba terriblemente mal. Regnus de Gyre lo supo en cuanto llegó a las puertas de su casa. No había centinelas apostados fuera. Aun teniendo en cuenta todos los sirvientes y guardias que el rey había ahuyentado o les había obligado a despedir en la última década, la ausencia era alarmante. Las lámparas seguían encendidas dentro de la mansión, lo cual era extraño cuando pasaba una hora de la medianoche.

—¿Doy una voz, mi señor? —preguntó Gurden Fray, su guardia.

—No. —Regnus desmontó y buscó en sus alforjas hasta encontrar la llave. Abrió la puerta y desenvainó.

A cada lado de la puerta, donde no llegaba la luz, había un cuerpo. Los dos tenían la garganta cortada.

—No —dijo Regnus—. No. —Y arrancó a correr hacia la mansión.

Irrumpió por la puerta delantera y vio rojo por todas partes. Al principio su mente se negó a aceptarlo. En todas las habitaciones encontró muertos. A todos parecían haberlos pillado desprevenidos. No había nada roto. No había el menor indicio de violencia, salvo los cuerpos. Ni siquiera los guardias habían luchado. A casi todos los habían degollado. Después habían vuelto los cuerpos de modo que sangrasen lo máximo posible. Allí estaba el viejo Dunnel, sentado boca abajo en una silla. Más allá Marianne, que había sido el ama de cría de Logan, yacía en las escaleras con la cabeza en el escalón más bajo. Era como si la Muerte en persona se hubiese dado un paseo por la casa y nadie hubiera intentado siquiera detenerla. Por todas partes Regnus vio sirvientes y amigos de confianza, muertos.

Se descubrió corriendo escalera arriba, por delante de la estatua de los Gemelos Grasq, hacia la habitación de Catrinna. En el pasillo vio los primeros indicios de pelea. Una espada perdida había destrozado una vitrina. A un retrato de su abuelo le faltaba un pedazo de marco. Allí los centinelas habían muerto luchando, pues tenían las heridas mortales en el pecho o la cara. Sin embargo, el ganador estaba claro, porque todos los cuerpos tenían la garganta cortada y las piernas levantadas contra las paredes. Los charcos procedentes de una docena de hombres confluían y cubrían el suelo como si fuese un lago de sangre.

Gurden se arrodilló y tocó con los dedos el cuello de un amigo.

—Todavía están calientes —dijo.

Regnus abrió de una patada la puerta de su habitación, que se estrelló con estruendo contra la pared. Si en algún momento de la noche había estado cerrada con llave, ya no lo estaba.

Dentro había cuatro hombres y dos mujeres, sin ropa, tumbados boca abajo en un círculo abierto. Por encima de ellos, desnuda, colgada del revés por un pie atado a la lámpara del techo mientras la otra pierna pendía suelta en una postura grotesca, estaba Catrinna. Grabada a cuchillo en los cadáveres, una palabra en cada espalda, estaba la frase: con mucho cariño, hu patíbulo. El cuchillo clavado en su mayordomo Wendel North hacía las veces de punto.

Regnus corrió. Corrió de habitación en habitación, buscando el pulso a los muertos, llamándolos por su nombre, volviéndolos para mirarlos a la cara. De pronto fue consciente de que Gurden lo zarandeaba.

—¡Señor! ¡Señor! No está. Logan no está. Tenemos que irnos. Acompañadme.

Dejó que Gurden lo sacara a rastras de la casa y el olor del aire limpio de sangre fue una delicia para sus sentidos. Alguien repetía una y otra vez:

—Dios mío Dios mío Dios mío...

Era él mismo. Estaba balbuciendo. Gurden tiraba de él, dando traspiés, sin prestarle atención.

Alcanzaron la entrada al mismo tiempo que seis de los lanceros de élite del rey llegaban a caballo con las armas en ristre.

—¡Alto! —ordenó el teniente de lanceros. Sus hombres rodearon en abanico a Regnus y Gurden—. ¡Alto! ¿Sois Regnus de Gyre?

Algo en el acero desnudo y el sonido de su propio nombre lo despertó.

—Sí —dijo, mirándose la ropa ensangrentada. Después, con más fuerza—: Sí, ese soy yo.

—Señor de Gyre, tengo órdenes de arrestaros. Lo siento, señor. —El teniente era joven. Tenía los ojos muy abiertos, como si no pudiera creerse a quién estaba prendiendo.

—¿Arrestarme? —Su pensamiento volvía poco a poco a su control, como un caballo que se hubiese desbocado y al cabo de un rato de galope estuviera dispuesto a someterse de nuevo.

—Sí, mi señor. Por el asesinato de Catrinna de Gyre.

Una ola de frío se abatió sobre Regnus. Podía afianzar los pies o dejarse llevar por ella. Apretó la mandíbula, y las lágrimas que asomaron a sus ojos ofrecieron un extraño contraste con su voz de mando.

—¿Cuándo te han dado esas órdenes, hijo?

—Hace una hora, señor —respondió el teniente, y acto seguido pareció contrariado por haber respondido sin pensar a un hombre al que en teoría debía prender.

—No lleva muerta ni quince minutos. Así que cuéntame: ¿qué dice eso de tus órdenes?

El teniente se quedó blanco. Al cabo de un momento, las lanzas vacilaron.

—Nuestro capitán dijo que os habían visto mat... hacerlo, señor. Hace una hora lo dijo. —El teniente miró a Gurden—. ¿Es cierto?

—Id a comprobarlo vos mismo —dijo Gurden.

El teniente entró, dejando encargado a sus hombres, nerviosos, que vigilaran al duque y a Gurden. Algunos de los soldados se asomaron a las ventanas y se apartaron enseguida. Regnus se consumía de impaciencia; si pudiera disponer de algo más de tiempo, podría reflexionar, distanciarse. Volvían a correrle lágrimas por las mejillas, y no sabía por qué. Tenía que pensar. Podía averiguar el nombre del capitán, pero ese también estaría obedeciendo órdenes. Procediesen del Sa'kagé, o del rey.

Al cabo de unos minutos, el teniente regresó. Tenía la barba manchada de vómito y se estremecía violentamente.

—Podéis iros, duque de Gyre. Y lo siento... Dejadle marchar.

Los hombres se retiraron y Regnus montó, pero no se fue todavía.

—¿Serviréis a los hombres que han masacrado a mi familia entera? —preguntó—. Pienso encontrar a mi hijo, y pienso encontrar a quien... —Le falló la voz, y tuvo que aclararse la garganta—. Venid conmigo, y os juro que serviréis con honor. —Se le quebró la voz en la última palabra, y supo que no podía decir nada más.

El teniente asintió.

—Estamos con vos, señor. —Los hombres asintieron, y Regnus tuvo su primer escuadrón—. Mi señor —prosiguió el teniente—. La he... La he bajado, señor. No podía dejarla así.

Regnus no podía hablar. Dio un golpe feroz a sus riendas y salió al galope hacia las puertas de la villa. «¿Por qué no he hecho yo eso? Era mi esposa. ¿Qué clase de hombre soy?»

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