El Maquiavelo de León (5 page)

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Authors: José García Abad

Tags: #Política

Puede observarse una constante en su actuación política que recuerda la estrategia leninista: designar a los incondicionales en las elecciones a puestos públicos, en los ayuntamientos, en la diputación o en la comunidad, aunque sean los peores candidatos. Constan numerosos ejemplos de esa conducta en León, donde los elegidos cosechan muchos menos votos que los sustituidos ante un secretario provincial imperturbable. La constatación de este hecho es lo que movió a Juan Carlos Rodríguez [barra a cuestionar: «¿Cómo va a ganar una vuelta a España cuando no ha ganado una carrera en su pueblo?». Evidentemente, el caudillo extremeño se equivocó. A la larga, pudo verse cómo la estrategia de Zapatero de supeditarlo todo a su triunfo personal, aunque tuviera que renunciar a la optimización de los resultados de su partido, es lo que le dio el triunfo final, la llegada a su objetivo: la conquista de La Moncloa, ante lo que las peripecias locales tenían escasa importancia. Ya en el poder estatal, dio muestras de mantenerse en su táctica; el ejemplo más ilustrativo fue la machada de seleccionar a Miguel Sebastián para la alcaldía de Madrid, a sabiendas de que perdería la ciudad.

No se le entenderá bien si no tenemos en cuenta que él, como jefe del partido en León, ha mantenido una situación de crisis permanente y que es un genio de la reversión de alianzas. La del pacto de la mantecada es la más lograda, pero en realidad todos los pactos están unidos en uno: el de asegurarse la continuidad en el poder, el de la supervivencia a toda costa. En León no delegaba en nadie para que todo pasara por él, pero hacer lo mismo en el gobierno, una vez bien asentado en el mismo, resulta un serio inconveniente, pues nadie, ni siquiera José Luís Rodríguez Zapatero, es capaz de hacerlo todo personalmente. En su provincia nativa sentía la necesidad de seleccionar a sus colaboradores en aras de los equilibrios entre unas facciones y otras, y entre unas localidades y otras, dando juego a la cuenca minera, al campo y a la capital; pero ya en Madrid, seleccionar el gobierno nacional basándose en equilibrios partidarios y no en razón de las capacidades de los ministros es un grave error que resta eficacia en la gestión de la cosa pública. La quintaesencia de la herencia leonesa cabe definirla como la de la confusión entre lo partidario y lo público.

Conviene tener en cuenta que León tiene una sociología sui géneris: mineros y agricultores; dos ciudades que están en perpetua competencia, Ponferrada y León, y otra serie de poblaciones pequeñas, cada una de las cuales ostenta el poso de la historia. La provincia se divide en tres zonas bien diferenciadas: el Bierzo; el norte minero con Villablino, Riaño, etc., y la zona de influencia de la capital, el sur de León, la comarca de Tierra de Campos, Sahagún, y La Bañeza, hasta Astorga.

A Zapatero no se le identificaba por su discurso político ni por su adscripción a una tendencia determinada, de hecho había recorrido todas ellas, sin despeinarse un pelo, desde los inicios de su carrera política: «independentista» leonés, castellanoleonesista, guerrista, renovador… lo que conviniera en cada caso.

El «leonesismo» que adoptó inicialmente procedía de Baldomero Lozano Pérez, ya fallecido, un gran especialista en Derecho Tributario que era de Albacete. Dejó de conducirse como leonesista cuando la Comunidad de Castilla y León fue un hecho irreversible. Cuando en 1985 se desencadenó la primera huelga general contra la política de las pensiones del gobierno de Felipe González, Zapatero se manifestó contra el gobierno. Sin embargo, en la huelga general del 14 de diciembre de 2008, que paralizó a España, apoyó a González. Inicialmente, se situó en posiciones cercanas a Izquierda Socialista y a los guerristas; luego se hizo oficialista, felipista; después volvió a ser guerrista y, tras el golpe de las supuestas acreditaciones falsas, en 1994, de nuevo felipista, alistándose a los renovadores.

El PSOE de León era una máquina de tragarse secretarios generales y José Luís se mantenía en el sillón pegado con cola. Pero llega un momento, en junio de 1987, en el que sus adversarios, en un congreso celebrado en Astorga, se unen para desbancarle. Habían contado sus votos y lo tenían garantizado.

La prensa es unánime en el veredicto. Cada día el
Diario de León
proporcionaba nuevos detalles de la defenestración anunciada: «La Agrupación de X votará contra Zapatero»; «la de Y se une a la nueva mayoría» «nuevas incorporaciones contra Zapatero». Ni una sola agrupación había expresado su apoyo al nieto del capitán Lozano. Nadie daba un duro por él. Parecía que iba a ser machacado sin remisión. Y entonces el dirigente leonés llega al cénit de una habilidad que preconiza su estilo como dirigente nacional. Su primera argucia, idéntica a la que mostraría cuando se constituye la Nueva Vía, la plataforma contra Bono, el candidato oficial del aparato en el XXXV Congreso nacional: las filtraciones a la prensa. «Jaime —dice a su incondicional Jaime González, actualmente vocal en la Comisión Nacional de la Energía— hay que mover a la prensa». Y Jaime habla con Francisco Martínez Carrión, a la sazón director del
Diario de León
y actual jefe de prensa de Caja España, y consigue su apoyo.

El
Diario de León
empieza a proporcionar datos «de buena fuente» de que José Luís ganará la batalla. Llega un momento en que ya sólo aparecen noticias de que Zapatero será el triunfador indiscutible. La prensa cambia el ambiente, pero el éxito lo amarra cuando pacta con el guerrista Conrado Alonso, su compañero de escaño en el Congreso de los Diputados, al que hace su segundo en el gobierno del partido leonés; llega a un acuerdo con sus más temibles adversarios, con aquellos que habían promovido el movimiento contra él. A partir de Astorga Zapatero afianza su poder y se mantiene al frente del partido durante cuatro mandatos consecutivos.

Jaime González juega un papel importante en condimentar los pactos. José Luís le encarga la difícil misión de reconciliarse con una facción de El Bierzo, reconciliarse, no pactar, que lo tenía complicado. Finalmente llega a un acuerdo con Antonio Canedo, alcalde vitalicio de Camponaraya, donde se mantiene elección tras elección con un 70 por ciento de los votos, con el regidor de Monteserín y con el de Alboa, que eran los cabezas visibles de una parte de El Bierzo, adversario permanente del leonés de la capital. Sólo quedan fuera Villablino y el norte, con dos enemigos irreductibles: Pedro Fernández, alcalde de esta ciudad, y Nieves Fernández, ambos guerristas.

El pacto más controvertido fue el llamado «cívico» por su propaganda y «cínico» por sus adversarios. El objetivo del mismo, pergeñado en junio de 1987, era expulsar al alcalde Juan Morano, procedente del PP, pero que se presenta como leonesista independiente. Para ello se conjura con los de Alianza Popular y con los del CDS. Hace un pan con unas tortas, pues el alcalde resultante es el aliancista José Luís Díaz-Villarig, cuando Alianza Popular sólo cuenta con cuatro concejales y el PSOE con nueve. Y porque en sólo dos años, en octubre de 1989, integrado Morano en el Partido Popular, es investido de nuevo como alcalde de la ciudad cuyo cargo ostenta hasta 1995. Le sucede Mario Amilivia, el que pasaba los gastos para comprar gomina al Ayuntamiento, compañero de facultad con quien siempre ha mantenido sincera amistad.

Los episodios de pactos, contra-pactos e intrigas son tantos que aburrirían al lector más paciente. Me referiré finalmente al asunto de las «acreditaciones falsas», según el etiquetado de los zapateristas, o al de la sustracción del derecho al voto a quinientos compañeros, según la versión de los guerristas que intentaron descabalgar a Zapatero definitivamente.

El conflicto se desencadena en 1994 en una asamblea que debe elegir a los delegados que enviará el PSOE de León al XXXIII Congreso Federal. En los días previos al congreso, se produce una inusitada avalancha de afiliaciones, casi todas ellas procedentes del sindicato hermano, la Unión del Campo Leonés (UCL), promovidas, al parecer, por Pedro Fernández, el eterno enemigo de Zapatero. Éste se niega a acreditarlos, asegurando que se han utilizado sus nombres sin permiso de los alistados, pero interviene Alfonso Guerra, que envía a sus hombres de confianza Javier Sáenz de Cosculluela y Txiki Benegas a realizar una investigación. Ambos concluyen que las acreditaciones son correctas. Finalmente, Zapatero impone su criterio. Seis años después recibirá el apoyo de Guerra frente a Bono, como si nada hubiera pasado. León es esencial para Zapatero como base territorial. Los políticos tienen poco recorrido si no consiguen un feudo con poder propio, que no les haga depender absolutamente del dirigente nacional. Ocurre en el PSOE y en los demás partidos. No hay más que recordar las luchas de Eduardo Zaplana para no perder Valencia, o de Francisco Álvarez Cascos para mantener su influencia en Asturias.

Sin embargo, para nuestro leonés, como para otros dirigentes, el territorio tiene un carácter instrumental. A Zapatero la política leonesa o castellano-leonesa le importa sólo en la medida en que puede facilitarle su carrera nacional. Se niega a postularse como candidato a la alcaldía de León, a la Diputación o a la presidencia de Castilla y León, para no mancharse con una derrota, aunque sacrificara al partido al ser el mejor candidato disponible. Sus ojos están puestos siempre en Madrid. Para él es un paso decisivo alcanzar el acta de diputado nacional, lo que consigue en 1986, convirtiéndose en el diputado más joven, con 26 años de edad. Y aún más importante: conseguir entrar en el Comité Federal. Esto último lo logra gracias a Jesús Quijano, «Chuchi» para los correligionarios, en 1997. Este, que era vocal de la Ejecutiva Federal en su condición de secretario general del partido en Castilla y León, habla con Joaquín Almunia y le dice:

—Joaquín, yo sigo en mi puesto hasta el próximo congreso regional, pero después quiero dejarlo para dedicarme a la universidad; creo que Zapatero podría hacer un buen papel en la Ejecutiva. Algunos compañeros de Castilla y León no se lo han perdonado a Quijano.

El leonés entra de vocal en la nueva Ejecutiva, donde es costumbre adscribirse a una secretaría (cartera), y Zapatero se apunta a la de prensa que dirige Alfredo Pérez Rubalcaba. Ello le permite establecer una relación que le será muy útil con periodistas, especialmente con Luís R. Aizpeolea y Anabel Diez, del diario
El País
; con Marta Redondo y Ester Jaén, de la SER, y con Julián Lacalle, cronista parlamentario de
Diario16
.

Tanto en Ferraz, la sede socialista, como en la Carrera de San Jerónimo, donde reside el Congreso de los Diputados, pasa desapercibido, lo que él atribuye a «lo difícil que es aportar algo nuevo al Parlamento por lo que limita el aparato del partido». Las pocas entrevistas que le hacen tienen como motivo que es el diputado más joven de la cámara. En la que con este motivo le hace Feliciano Fidalgo el 16 de septiembre de 1986, cuando Zapatero tenía 26 años, informa que su mensaje en el hemiciclo será: «Este país es joven, y la política está despegada de la realidad». Y añade lo que, pasados 14 años, resume sus ideas: «El PSOE tendrá que elaborar un proyecto político diferente, más audaz, para construir una nueva izquierda con sectores más dinámicos como los ecologistas, los jóvenes, etc.». Poco ha trascendido de sus intervenciones parlamentarias de entonces, más allá de alguna propuesta a favor de la minería de León. En 1997 Joaquín Almunia es elegido secretario general del PSOE, pero en las elecciones primarias de abril de 1998 es derrotado como candidato socialista a las elecciones generales que se celebrarían dos años después por José Borrell. Zapatero opta por Joaquín Almunia, al que apoya el aparato del partido, y acierta, pues Borrell tira la toalla ante el boicot de Ferraz.

José Luís Rodríguez Zapatero formaba parte del núcleo de colaboradores que Joaquín Almunia había seleccionado para apoyarle en la candidatura a la presidencia del Gobierno, pero no formaba parte del grupo de vanguardia, como demuestra el siguiente episodio: José Antonio Sánchez, director de Radio España, una emisora de poca audiencia muy escorada a la derecha, hizo llegar a Almunia por medio de un amigo común la petición de que se la incluyera en la campaña de publicidad del PSOE, aunque fuera gratis, pues sólo contrató anuncios el Partido Popular y le parecía que aquello era un cante. Almunia accedió a poner un poco de publicidad en la emisora, aunque se negó a la gratuidad, no fuera a ser que se utilizara de mala manera, pero le dijo al amigo común que, como contrapartida, entrevistaran a algún socialista. Sánchez no puso ninguna pega sugiriendo que le hicieran la entrevista a Alfredo Pérez Rubalcaba. Cuando el intermediario hizo esta propuesta, Almunia se cerró en banda:

—Mira, dile a Sánchez lo más finamente que puedas, que Alfredo está para medios más importantes, que se conforme con Rodríguez Zapatero.

Y así se hizo.

Estamos en el año 2000 de nuestra era. José Luís Rodríguez Zapatero era a la sazón un perfecto desconocido. Como se recordará, tras la derrota de Joaquín Almunia en las elecciones generales del 12 de marzo, José María Aznar se alza con la mayoría absoluta: 183 escaños frente a los 125 obtenidos por su adversario. Almunia dimite y el gobierno del partido se confía a una gestora que convoca un congreso. Tras el batacazo de Almunia el vacío de poder en el PSOE es evidente y algunos socialistas se organizan con la intención de buscar un candidato idóneo que produzca una renovación generacional, como la que encabezó Felipe González frente a la vieja dirección del PSOE encabezada por Rodolfo Llopis.

Trinidad Jiménez organiza un desayuno con cruasanes en su casa, para montar esa alternativa con un grupo de diputados. Jiménez llama a Jordi Sevilla, que había publicado en mayo de 2000 un artículo en
El País
en el que sostenía la necesidad de un cambio generacional, de un nuevo Suresnes:

—Jordi, estoy muy de acuerdo contigo. Tenemos que hacer algo. Felipe lo vería bien y he hablado con otra gente del partido que lo considera imprescindible.

El propio González había dicho que había que hacer un nuevo Suresnes. La gente no interpretó lo que quería decir, pero algunos lo vieron con meridiana claridad: Suresnes había sido una escabechina generacional, un genocidio político.

Jiménez le dice a Sevilla que va a convocar un desayuno en su casa al que le gustaría que acudiese y pasan revista a la gente que podría acompañarles en la empresa. Y casi al final de la conversación le consulta:

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