El Maquiavelo de León (10 page)

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Authors: José García Abad

Tags: #Política

Todos los ministros y ex ministros con los que he hablado han respetado el secreto en las deliberaciones del Consejo que juraron guardar, pero ese juramento no afecta ni al cruasán ni a la tortilla. Pues bien, gracias a estas revelaciones sabemos que Zapatero escucha más y habla menos que Felipe González. No obstante, se permite explayarse de vez en cuando. Cuando ya no pudo evitar el reconocimiento de la crisis estalló: «A los directivos les vamos a quitar sus bonus». Lo más habitual, no obstante, es que comente, dolido, la incomprensión o la maldad de la prensa: «No entienden que…», «no tienen ni idea», «niegan la evidencia». O dice: «Estos de Televisión Española todos los días nos meten los cayucos en casa. Como si no hubiera cosas más importantes en el país». Sin embargo, cuando más se indigna es cuando quien le critica es el diario
El País
o la cadena SER. Entonces, un editorial de
El País
o los comentarios de un tertuliano en la SER se convierten en intolerables. En un momento determinado dijo, como hablando para sí mismo: «Voy a ir a por ellos. Voy a cargarme a Prisa». Pero estamos hablando del sentido especia] que atribuye a la posesión del poder y en referencia a ello tiene interés uno de los comentarios del presidente, esta vez sin enfado alguno, con enorme satisfacción; una frase que se le escapara un día, una expansión rara en un hombre frío como un témpano de hielo: «La gente no se puede imaginar el poder que se tiene desde aquí, desde Moncloa. Es inmenso». Los consejos de ministros propiamente dichos son más formales, pero mucho menos de lo que eran en tiempos de los anteriores presidentes de la democracia, desde Suárez hasta González. En los consejos de este último, los ministros se llamaban de usted. Jamás se le ocurría a nadie decir: «Como ha dicho Alfredo» o «no estoy de acuerdo con lo que propone Carlos». La fórmula empleada era «como ha dicho el ministro de Educación» o «no estoy de acuerdo con lo que sostiene el ministro de Economía». Con Zapatero el consejo transcurre como una reunión de amigos, con un trato de «coleguillas». Sin embargo, los cruasanes y las tortillas que se alternan en las bandejas con unas tiritas de jamón y lomo siguen siendo como siempre.

Zapatero está siempre vigilante respecto a las personas, a los compañeros que él estima que le pueden restar algo de poder o que creen que pueden compartirlo aunque sea en tramos muy concretos. Una de las técnicas que aplica con notable habilidad es enfrentar a los unos con los otros. Un ex ministro interpretaba el sentir del jefe de la siguiente forma:

—Zapatero actúa como si pensara: «Si éstos están juntos conspirarán contra mí, así que más vale que no se junten. Lo mejor es que se peleen. Es una de sus técnicas para destacar su poder».

Una ministra del actual equipo me lo confirma: —A José Luís le divierte que nos peguemos y que él sea reclamado para poner orden y concierto, una costumbre peligrosa—.

José Bono también había oído este comentario y lo lamenta: «Lo he oído, pero no me atrevo a certificarlo».

Así, en la primera reunión de la Ejecutiva tras su elección como secretario general, fomenta los enfrentamientos entre Jesús Caldera, portavoz del grupo parlamentario y José Blanco, secretario de organización del partido y entre éste y José Andrés Torres Mora, su primer jefe de gabinete. Y en el primer Consejo de Ministros, cuando se habló del incremento del Salario Mínimo Interprofesional, al que se opuso Pedro Solbes, Zapatero apoyó a Caldera, a la sazón ministro de Trabajo, desairando al vicepresidente económico. Pasados los años, Caldera se mostró partidario de situar el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) en 800 euros al final de 2012, mientras Solbes, con cierta sorna le dijo que, «primero hay que hacer las cuentas».

Después practicará este deporte de salón disfrutando con las tensiones que se producen entre Pedro Solbes y Miguel Sebastián; entre este último y Jordi Sevilla y Jesús Caldera, primero, y después con Cristina Garmendia, la ministra promovida por Sebastián; y entre Teresa Fernández de la Vega y casi todos los demás, especialmente Blanco, Rubalcaba, Chacón, Calvo y Trujillo, así como con Fernando Moraleda, el que fuera secretario de Estado de Comunicación.

Carlos Solchaga sostiene que ésta es una técnica típica de partido, que es lo que Zapatero sabe hacer muy bien:

—No es la técnica de gobierno, al contrario, en un gobierno, si tú quieres de verdad trabajar en equipo, cada vez que surgen conflictos, como le pasaba a Felipe cuando se producía un enfrentamiento entre Guerra y yo o de los guerristas con Boyer, le dolía en el alma. A un dirigente que quiere coordinar y motivar a un gabinete para sacar el máximo rendimiento en la gestión, ese tipo de cosas le molestan; no puede evitarlas porque comprende que hay veces que las cosas son así, pero le molestan.

Solchaga llama la atención sobre el hecho de que, produciéndose evidentes muestras de descoordinación o de desautorización de algún ministro, lo cierto es que, públicamente, nadie protesta: —Son pellizcos de monja. Yo no conozco ningún rifirrafe público, ningún ministro que se haya rebotado porque el presidente le haya desautorizado en público—. El ministro de González no tiene nada contra el presidente: —Yo estoy de acuerdo en muchas cosas con él, pero en lo personal a veces me irrita mucho, más de lo habitual. Es que uno es más sensible a los suyos; a mí el señor Rajoy no me irrita lo más mínimo—.

El juego de enfrentar a los subordinados genera relaciones enfermizas, grandes desconfianzas; sus colaboradores nunca están seguros de que si hacen algún comentario sobre un compañero el jefe no se lo revelará al aludido, como acostumbra. Es una fea costumbre que quizás tenga su origen en los tiempos en que necesitaba asentar su autoridad, lo que ahora que la tiene toda no necesita, y se ha convertido en un divertimento. Pero aparte de lo que lo que puede reflejar el análisis psicológico de esta conducta, lo verdaderamente importante es que conduce a la ineficacia.

Como Zapatero no le da demasiado valor al papel del ministro, tampoco se molesta en guardar las formas con ellos: los ningunea, los suplanta, los puentea, se enteran por la prensa de asuntos que afectan a sus departamentos, lo que produce en ellos desconcierto y un sentimiento de humillación. Zapatero procede así sin mala intención, con inocencia, es una conducta que se desprende de forma natural de sus convicciones mesiánicas. El es la fuente de la verdad y del bien. Hay ocasiones, sin embargo, en que decide humillar a alguien para que nadie olvide hasta dónde llega su poder. Es lo que él llama «gimnasia del poder».

Es una técnica o despreocupación que aplicó con Elena Salgado cuando ésta regía el Ministerio de Sanidad, explicando en Baleares que se cargaría la ley del vino, lo que provocó la dimisión de la ministra. Elena, sin poder contener las lágrimas, se lamentaba con los compañeros, un gesto casi inédito pues no es persona que fraternice con los otros ministros; ella va siempre a lo suyo. Pero en esta ocasión no pudo evitar las lágrimas ni la amarga reflexión.

—Estoy hasta las narices —decía una y otra vez—. Yo me voy a Europa. Me voy con mi hija, que vive en Londres, porque aquí no hay ni racionalidad ni europeísmo.

Cuando Elena Salgado se enteró por la prensa de que Zapatero había descalificado su proyecto en público, llamó al presidente, pero éste no se puso al teléfono. En su lugar la llamó la vicepresidente:

—Por favor, Elena, tranquilízate.

—Ni tranquilidad ni gaitas —replicó la ministra, indignada—. Yo dimito.

Fernández de la Vega insistió:

—No creo que sea necesario dimitir. Mira, mañana hablamos con calma antes del Consejo de Ministros.

Aquel consejo lo presidiría Fernández de la Vega, pues Zapatero se encontraba de viaje. En efecto, al día siguiente por la mañana, antes de la reunión, ambas mujeres se reunieron, pero Salgado mantuvo su dimisión aunque aceptó no hacerla pública hasta hablar con José Luís. En aquel consejo no se habló del asunto del vino, aunque todos miraban disimuladamente la expresión demudada de la ministra.

Finalmente, Elena Salgado pudo expresar sus quejas directamente al presidente y algo le diría éste que le hizo reconsiderar su decisión. ¿Le diría que tenía grandes planes para ella, tal como después se ha visto? A la semana siguiente Zapatero comparece en la sesión de control del Senado para contestar, entre otras preguntas, a las que la oposición le hizo sobre la retirada de la polémica ley del vino. La prensa enfocó sus objetivos a la figura de Elena, solitaria y triste.

Los «cortes públicos» o «atajos presidenciales», que es como me los calificó un importante ministro, los han sufrido otros compañeros. Es una técnica, o ligereza, que aplicó con Pedro Solbes, con el ministro de Cultura, César Antonio Molina, con Jesús Caldera, con Jordi Sevilla, con Celestino Corbacho, con Magdalena Álvarez, con Carmen Calvo, y con Miguel Sebastián, entre otros.

Esta es otra de las diferencias con Felipe González. No le viene a la zaga a su sucesor en soberbia, pero elegía mejor los ministros y les trataba con más consideración. Un ministro suyo recuerda:

—Incluso cuando era yo quien le pedía su opinión, me decía: Tú verás, tú eres el ministro… Mientras lo fui no me llamó para nada ni intervino en ningún nombramiento.

De hecho, los enfrentamientos en el gobierno González fueron más evidentes que los que se producen en el de Zapatero. El más flagrante era el de Alfonso Guerra contra Miguel Boyer, Carlos Solchaga y compañía, pero también eran de dominio público las pugnas entre este último con Narcís Serra y Carlos Romero o las de Boyer no sólo contra Guerra, sino también contra Enrique Barón, entre otros. La diferencia entre ambos, González y Zapatero, es que el primero sufría con los choques y el segundo, los disfruta.

Con semejantes prácticas, no sorprende que nadie se atreva a llevarle la contraria, a decirle: «Presidente, creo que en esto te equivocas». Tampoco sorprenderá que no hayan sido muchos los socialistas que se arriesguen a que acompañe en este libro su nombre a su comentario. Es evidente que ha hecho caso omiso de los consejos de su profesor que he recogido antes: «Rodéate al menos de una persona que te diga siempre la verdad. Que no te adule».

En plena guerra de Prisa contra el gobierno, el presidente aceptó someterse a una entrevista con Carles Francino, el director del programa
Hoy por hoy
de la SER, el más oído de la cadena y de la radio española. La primera pregunta que le hizo el radiofonista fue la siguiente:

—¿Cuándo le han dicho por última vez en su partido: «José Luís, te equivocas»?

El entrevistado no se tomó la molestia de aportar un solo caso y contestó:

—No es una expresión que se suela utilizar; podemos discutir alguna decisión, debatirla y luego, normalmente adoptarla por acuerdo amplio […] entre los más próximos tengo siempre una voz de ánimo y de apoyo, que es lo que parece lógico en un proyecto que se comparte. Poco antes, Juan Carlos Rodríguez Ibarra había publicado un artículo en
El País
en el que se indignaba —Ibarra se expresa siempre en términos de santa indignación— porque nadie en el partido se atreviera a decir lo que piensa. El dirigente extremeño, que se había pronunciado en parecidos términos en el Comité Federal, no echaba la culpa de la enfermiza situación a Zapatero, sino a sus compañeros. Ibarra es un artista del peloteo envuelto en machadas. Lo cierto es que tampoco él se permite decir lo que piensa en dicho comité.

Zapatero se ha esforzado en mantener siempre un trato deferente con su adversario en el XXXV Congreso. A partir de entonces, al terminar cada mitin llamaba a Pepe Bono para ver qué le parecía y éste le daba una opinión amable o a veces crítica, que siempre quedaba entre ellos dos. Al presidente del Congreso de los Diputados le entristece que las críticas más feroces vengan de ministros cesantes, porque eso no dice mucho de la talla de los que han ocupado tan altas responsabilidades.

—Yo —dice Bono—, no sólo hablo bien de Zapatero, sino que pienso bien de él y le tengo un gran afecto. El problema que tienen algunos ministros es saber lo que piensa Zapatero para no estar en contra sin querer. Para algunos, la mejor forma de satisfacer al jefe no es sólo hacer lo que dice, sino incluso adivinar lo que piensa. Yo creo que la lealtad es otra cosa: decir lo que se piensa aun a costa de no coincidir con el que manda.

Sin embargo, otros jefes son más previsibles, en la medida en que su proyecto está mejor definido y compartido.

Carmen Calvo, la ex ministra cordobesa y actual presidenta de la Comisión de Igualdad en el Congreso de los Diputados, lamenta, como una ausencia dolorosa, que Zapatero no haya incluido en su proyecto un cambio en las formas de gobernar; entiende que la dialéctica izquierda-derecha tiene tanto que ver con las formas como con el fondo. Para Zapatero lo importante es salir del paso. Mañana será otro día, como demuestra la experiencia y asegura el Evangelio: «No anden preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué nos vamos a vestir?… Ya sabe su Padre Celestial que tienen necesidad de todo eso. Busquen primero su Reino y su justicia y todas esas cosas se les darán por añadidura. No se preocupen por el mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su inquietud». Zapatero no es cristiano, pero tiene mucha fe. Demetrio Madrid, el primer presidente y prácticamente el único presidente socialista de Castilla y León, que fue su jefe como secretario regional del partido, lo explica:

—El ha llevado siempre todo de forma muy personal… puede confiar más o menos en alguien, pero de forma limitada. Tiene una nómina de cientos de asesores, pero sólo se fía de su primo y de alguno más. José Luís es poliédrico, tiene virtudes excelentes: se cree lo que está haciendo, tiene claras las líneas de actuación, es hombre de izquierdas, pero no enriquece su programa porque no da el juego suficiente a otras personas que no son dudosas. No es sólo cuestión de vieja o nueva guardia. El tiene una especie de gabinete en la sombra con el que vigila a cada ministerio. Les hace un seguimiento desde Moncloa. Lo que demuestra que la confianza en sus ministros es limitada.

V - Mi reino por un titular o una buena foto

Una de las cualidades del leonés que más envidian sus adversarios es su capacidad para conseguir titulares de la prensa. Un ejemplo: sitúese el lector en el 12 de octubre de 2003, fiesta nacional de España, día de la Hispanidad. Desfile de las Fuerzas Armadas. Zapatero, como dirigente de la oposición, ocupa su asiento en la tribuna instalada en la plaza de Colón. Junto a las tropas españolas desfilan las de otros países, precedidas por sus respectivas banderas. El dirigente socialista se levanta respetuosamente al paso de las enseñas de las distintas naciones. Sin embargo, cuando aparece el estandarte de las barras y estrellas, el líder de la oposición permanece ostentosamente sentado en protesta contra la guerra de Irak.

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