El monstruo de Florencia (28 page)

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Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

Confiábamos en hacer tambalear esa autocomplacencia. El artículo de
The New Yorker
presentaba argumentos que indicaban que Pacciani no podía ser el Monstruo. Eso significaba que sus confesos «compañeros de merienda» eran unos embusteros y que la teoría de la secta satánica de Giuttari, elaborada a partir de sus testimonios, carecía de fundamento. Lo cual dejaba, como única vía de investigación, la pista sarda.

Mario sabía que los carabinieri seguían investigando en secreto la pista sarda. Un informador secreto de los carabinieri, alguien cuya identidad hasta yo desconozco, le había contado que estaban esperando el momento idóneo para desvelar los resultados de su investigación.
«II tempo é un galantuomo»,
había dicho el informador a Spezi. «El tiempo es un caballero.» Spezi confiaba en que la publicación del artículo en
The New Yorker
instara a los carabinieri a actuar, pusiera la investigación en el buen camino y condujera a desenmascarar al Monstruo.

—Los italianos —me dijo Mario— son sensibles a la opinión pública norteamericana. Si una revista norteamericana de la importancia de
The New Yorker
declara inocente a Pacciani, se desatará un escándalo, un auténtico escándalo.

Cuando el verano de 2001 tocó a su fin, nuestra familia procedió a prepararse para volar de Boston a Florencia el 14 de septiembre, a fin de que los niños pudieran comenzar el colegio el 17.

El 11 de septiembre todo cambió.

En torno a las dos de la tarde de ese largo y terrible día, apagué el televisor de la cocina de nuestra casa de Maine. Necesitaba que me diera el aire. Acompañado de Isaac, mi hijo de seis años, salí a dar un paseo. Era un soleado día de otoño, el último hurra de la vida antes del invierno, el aire cristalino olía a leña y el cielo lucía su azul más intenso. Cruzamos los campos recién segados que se extendían detrás de la casa, dejamos atrás el huerto de manzanos y nos adentramos en el bosque por una carretera abandonada. Tras kilómetro y medio de marcha, abandonamos la carretera y echamos a andar entre los árboles, buscando una laguna de castores oculta en las profundidades del bosque, donde vivían los alces. Quería alejarme de todo rastro de existencia humana, escapar, perderme, encontrar un lugar no contaminado por el horror de ese día. Nos abrimos paso entre las píceas y los abetos y forcejeamos con ciénagas y alfombras de musgo. Ochocientos metros más adelante, el sol asomó entre los troncos de los árboles y llegamos a la laguna. En la superficie, negra e inmóvil, se reflejaba el bosque que se cernía sobre ella, salpicada aquí y allá por el rojo de las hojas otoñales de los arces. El aire olía a musgo y a agujas de pino húmedas. Era un lugar primigenio; una laguna sin nombre en un arroyo desconocido, más allá del bien y del mal.

Mientras mi hijo recogía palos mordisqueados por los castores, me detuve a reflexionar. Me pregunté si sería prudente salir del país mientras estaba siendo atacado, si era seguro volar con mis hijos. Y me pregunté de qué modo este día afectaría nuestras vidas en Italia, en el caso de que regresáramos. Se me ocurrió entonces que el artículo para
The New Yorker
sobre el Monstruo de Florencia probablemente no se publicaría.

Como la mayoría de los estadounidenses, decidimos seguir adelante con nuestras vidas. Regresamos a Italia el 18 de septiembre, poco después de que se reanudaran los vuelos. Nuestros amigos italianos nos ofrecieron una cena en un piso de la piazza Santo Spirito con vistas a la gran iglesia renacentista construida por Brunelleschi. Entrar en el piso fue como llegar a un velatorio; nuestros amigos italianos se acercaron de uno en uno, algunos con lágrimas en los ojos, para abrazarnos y darnos el pésame. Fue una velada triste; al final, una amiga que enseñaba griego en la Universidad de Florencia recitó el poema de Konstantino Kavafis «Esperando a los bárbaros». Lo leyó primero en griego y luego en italiano. El poema describe cómo los romanos de finales del Imperio esperaban a los bárbaros. Nunca he olvidado los versos que nuestra amiga leyó esa velada:

Porque la noche cae y no llegan los bárbaros.

Y gente venida desde la frontera

afirma que ya no hay bárbaros.

¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?

Quizá ellos fueran una solución después de todo
[2]
.

Tal como esperaba,
The New Yorker
canceló la publicación del artículo sobre el Monstruo, nos pagó generosamente lo acordado y nos devolvió los derechos para que pudiéramos publicarlo en otra parte. Hice algunos intentos desganados de colocarlo en otra revista, pero después del 11-S nadie estaba interesado en la historia de un viejo asesino en serie de otro país.

Durante los días posteriores al 11-S, muchos comentaristas de prensa y televisión se dedicaron a pontificar sobre la naturaleza del mal. Invitaban a figuras de la literatura y la cultura para que expresaran sus graves y reflexivas opiniones. Políticos, líderes religiosos y expertos en psicología hablaban grandilocuentemente sobre ello. A mí me llamaba la atención su total incapacidad para explicar este misterioso fenómeno, y empecé a pensar que quizá la incomprensibilidad misma del mal fuera, en realidad, una de sus características fundamentales. No podemos mirar al mal a la cara, porque no tiene. Tampoco tiene cuerpo, ni huesos, ni sangre. Cualquier intento de describirlo termina en palabrería y autoengaño. Tal vez por eso, pensé, los cristianos inventaron el diablo y los investigadores del Monstruo inventaron una secta satánica. En cierto modo, ambos eran, como dice el poema, «una solución».

Durante esa época empecé a comprender mi obsesión con el caso del Monstruo. A lo largo de veinte años dedicados a escribir novelas de misterio con violencia y asesinatos, había intentado, en vano, comprender la esencia del mal. El Monstruo de Florencia me atraía porque era un camino en el laberinto. Este caso era, en muchos aspectos, la síntesis más pura del mal con la que había tropezado en mi vida. Era, en primer lugar, el mal expresado en los asesinatos depravados de un ser humano sumamente trastornado. Pero el caso también era un reflejo de otros tipos de mal. Algunos de los principales investigadores, fiscales y jueces a cargo de la sagrada misión de encontrar la verdad parecían más interesados en utilizar el caso para su gloria personal. Tras decantarse por una teoría defectuosa, se negaban a reconsiderarla pese a la presencia de pruebas abrumadoramente contradictorias. Les preocupaba más salvar su prestigio que salvar vidas, ascender en su profesión que meter al Monstruo entre rejas. En torno a la incomprensible maldad del Monstruo se habían ido formando capas de falsedad, vanidad, ambición, arrogancia, incompetencia e irresponsabilidad. Los actos del Monstruo eran como una célula cancerígena que corría por la sangre y se alojaba en rincones mullidos y oscuros, dividiéndose, multiplicándose, construyendo su propia red de vasos sanguíneos y capilares para alimentarse, hincharse, expandirse y finalmente matar.

Yo sabía que Mario Spezi ya había luchado contra el mal inherente al caso del Monstruo. Un día le pregunté cómo había hecho frente a los horrores del caso —al mal—, porque yo notaba que estaban empezando a afectarme.

—Nadie comprendía el mal como que el hermano Galileo —me dijo, refiriéndose al monje franciscano convertido en psicoanalista al que había pedido ayuda cuando los horrores del caso del Monstruo empezaron a hacer mella en él. El hermano Galileo había fallecido, pero Mario aseguraba que le había salvado la vida durante la época de los asesinatos del Monstruo—. Me ayudó a entender lo que escapa al entendimiento.

—¿Recuerdas qué te decía?

—Puedo repetirlo con exactitud, Doug. Lo tengo anotado.

Rescató sus apuntes de la sesión en la que el hermano Galileo le habló del mal y me los leyó. El viejo monje empezaba haciendo un poderoso juego de palabras partiendo de que la palabra italiana para «mal» y «enfermedad» es la misma,
male,
y la palabra para «discurso» y «estudio» también es la misma,
discorso.

—El término «patología» puede definirse como
discorso sul male
[estudio de la enfermedad (o del mal)], dijo el hermano Galileo. Pero yo prefiero definirlo como
male che parla
[mal (o enfermedad) que habla]. Y lo mismo ocurre con la psicología, que se define como el «estudio de la psique». Sin embargo, yo prefiero «el estudio de la psique que intenta hablar a través de sus alteraciones neuróticas».

»Ya no existe verdadera comunicación entre nosotros, porque nuestro lenguaje está enfermo, y la enfermedad de nuestro discurso conduce inevitablemente a la enfermedad de nuestro cuerpo, a la neurosis y, finalmente, en algunos casos, a las enfermedades mentales.

»Cuando ya no puedo comunicarme con el discurso, hablo con la enfermedad. Mis síntomas adquieren vida. Estos síntomas expresan la necesidad de mi alma de hacerse oír y también de que no pueda hacerlo, porque no tengo las palabras y porque quienes deberían escuchar no pueden ir más allá del sonido de sus propias voces. El lenguaje de la enfermedad es el más difícil de interpretar. Es una forma extrema de chantaje que desafía todos nuestros esfuerzos por pagar y deshacernos de él. Es un intento último de comunicación.

»La enfermedad mental se halla al final de esta lucha por ser escuchado. Es el refugio último de un alma desesperada que ha comprendido al fin que nadie está escuchando ni escuchará jamás. La locura es la renuncia a todo esfuerzo por ser entendido. Es un interminable grito de dolor y necesidad en medio del silencio y la indiferencia absolutos de la sociedad. Es un grito sin eco.

»Esa es la naturaleza del mal del Monstruo de Florencia. Y esa es la naturaleza del mal que hay en cada uno de nosotros. Todos tenemos un Monstruo dentro; la diferencia reside en el grado, no en el tipo.

Para Spezi fue una terrible decepción que nuestro artículo no viera la luz. Suponía un duro golpe para su largo esfuerzo por desenmascarar al Monstruo. La decepción y la frustración hicieron que su obsesión por el caso se agudizara. Yo pasé a otras cuestiones. Ese año empecé a trabajar en una nueva novela de misterio,
La mano del diablo,
junto con Lincoln Child, compañero de escritura con quien había creado una serie de novelas de éxito protagonizadas por un investigador llamado Pendergast.
La mano del diablo
transcurría parcialmente en la Toscana e iba de un asesino en serie, de rituales satánicos y de un violín Stradivarius desaparecido. El Monstruo de Florencia estaba muerto y yo empecé a diseccionar su cadáver para mi novela.

Un día, mientras paseaba por Florencia, pasé por delante de una pequeña librería en la que se encuadernaban libros artesanal mente y tuve una idea. Regresé a casa e imprimí nuestro artículo del Monstruo en octavo y lo llevé a la librería para que lo encuadernaran. El librero hizo dos volúmenes forrados en cuero florentino y con guardas con motivos marmóreos. En ambas cubiertas, grabado en oro batido, aparecía el título, nuestros nombres y la flor de lis florentina.

EL MONSTRUO

SPEZI

&

PRESTON

Era una edición de dos ejemplares firmada y numerada. Durante la siguiente cena en casa de Spezi, mientras estábamos sentados a la mesa en su terraza con vistas a Florencia, le hice entrega del ejemplar número uno. Spezi se quedó gratamente impresionado. Lo giró en sus manos, admirando las letras doradas y la calidad del cuero. Al rato, levantó la vista y sus ojos castaños titilaron.

—¿Sabes una cosa, Doug? Con todo el trabajo que ya hemos hecho… deberíamos escribir un libro sobre el Monstruo.

La idea me entusiasmó desde el principio. Hablamos sobre ella y decidimos que primero publicaríamos el libro en Italia, en italiano. Luego lo adaptaríamos al público lector americano e intentaríamos editarlo en Estados Unidos.

Sonzogno, una división de RCS Libri, parte de un gran grupo editorial que incluía Rizzoli y el diario
Corriere della Sera,
llevaba años publicando mis novelas en italiano. Llamé a mi editora y la idea le interesó, sobre todo después de que le enviáramos el fallido artículo que habíamos escrito para
The New Yorker.
Nos invitó a Mario y a mí a Milán para hablar sobre ello, de manera que un día tomamos un tren a Milán, presentamos la idea y nos marchamos con un generoso contrato.

RCS Libri estaba particularmente interesado en el proyecto porque no hacía mucho había publicado otro libro sobre el caso del Monstruo que había tenido un gran éxito. ¿Su autor? El inspector jefe Michele Giuttari.

37

E
ntretanto, la investigación de Giuttari, estancada desde el asunto de la «Casa de los Horrores», se había reactivado. En 2002 surgió una nueva línea de investigación en Perugia, antigua y bella ciudad montañosa de la provincia vecina de Umbría, situada a ciento cincuenta kilómetros de Florencia. El primer indicio fue una extraña llamada telefónica que Spezi recibió a principios de año de Gabriella Carlizzi. Como quizá recuerden, era la chiflada que aseguraba que la Orden de la Rosa Roja no solo estaba detrás de los asesinatos del Monstruo, sino también del 11-S.

Carlizzi tenía una historia sorprendente para Spezi, el monstruólogo. Un día, mientras ayudaba a los presos de la cárcel de Rebibbia, cerca de Roma, recibió una confesión alarmante de un recluso que había pertenecido a la infame banda italiana de Magliana. El hombre le dijo que un médico de Perugia que había perecido ahogado en 1985 en el lago Trasimeno, en realidad no encontró la muerte por accidente o suicidio, como la investigación determinó en su día, sino que había sido asesinado. Lo mató la Orden de la Rosa Roja, de la que el médico era miembro. Sus colegas de la orden lo habían eliminado porque ya no era de fiar y estaba a punto de desvelar a la policía sus nefandas actividades. A fin de ocultar las pruebas del crimen, reemplazaron su cuerpo por otro antes de arrojarlo al lago. Por tanto, el que estaba enterrado en la tumba del médico era el cuerpo de otra persona.

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