Read El monstruo de Florencia Online
Authors: Mario Spezi Douglas Preston
Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo
Esa era la novela que había ido a escribir a Italia. Nunca lo hice. El Monstruo de Florencia me desvió de mi objetivo.
Vivir en Italia iba a convertirse en una auténtica aventura para la que apenas estábamos preparados. Nadie de mi familia hablaba italiano. Yo había pasado unos días en Florencia el año anterior, pero mi esposa Christine no había estado nunca en Italia. Nuestros hijos, en cambio, se hallaban en esa edad deliciosamente flexible que les permitía afrontar los retos más extraordinarios con alegre despreocupación. Nada en la vida les parecía anormal, porque, para empezar, aún no habían aprendido qué era lo normal. Cuando llegó el momento, subieron al avión con total indiferencia. Mi mujer y yo éramos un manojo de nervios.
Llegamos a Florencia en agosto de 2000: Christine, nuestros dos hijos, Aletheia e Isaac, de seis y cinco años respectivamente, y yo. Matriculamos a nuestros hijos en un colegio italiano público: Aletheia en primero de primaria e Isaac en preescolar. Nosotros nos apuntamos a clases de italiano.
El proceso de adaptación no estuvo exento de desafíos. La maestra de Aletheia nos dijo que era un placer tener a una niña a la que se veía tan feliz en clase que cantaba todo el día, pero se preguntaba qué era lo que cantaba. No tardamos en averiguarlo:
No entiendo nada de lo que dice,
se pasa el día hablando,
pero no entiendo una palabra.
Las diferencias culturales enseguida se hicieron patentes. A los pocos días de iniciar el parvulario, Isaac llegó a casa con los ojos como platos y nos explicó que la maestra fumaba cigarrillos a la hora del patio y tiraba las colillas al suelo; además, que había pegado (¡pegado!) a un niño de cuatro años por intentar fumarse una de ellas. Isaac la llamaba la «Lagartija Gritona». Inmediatamente los cambiamos a un colegio privado dirigido por monjas en la otra punta de la ciudad. Supusimos que las monjas no fumaban ni pegaban. Y no nos equivocamos, al menos en lo primero; aunque acabamos aceptando algún que otro cachete como una diferencia cultural con la que teníamos que convivir, junto con los fumadores en los restaurantes, los conductores temerarios y hacer cola en la oficina de correos para pagar las facturas. El colegio ocupaba una magnífica villa del siglo
XVIII
, rodeada de enormes muros de piedra, que las hermanas de la orden de San Juan Bautista habían convertido en convento. Los niños salían de recreo a un jardín de ocho mil metros cuadrados, con cipreses, setos recortados, arriates de flores, fuentes y estatuas de mármol de mujeres desnudas. El jardinero y los niños estaban constantemente en guerra. Nadie en el colegio, incluida la profesora de inglés, hablaba inglés.
La
directrice
del colegio era una monja severa de ojos saltones que solo con clavar su mirada penetrante en alguien, estudiante o progenitor, le aterrorizaba. Un día nos llevó aparte para informarnos de que nuestro hijo era
un monello.
Le agradecimos el cumplido y corrimos a casa para buscar la palabra en el diccionario. Significaba «granuja». A partir de ese día siempre llevábamos un diccionario de bolsillo a las reuniones con los profesores.
Tal como esperábamos, nuestros hijos empezaron a aprender italiano. Un día, Isaac se sentó a cenar, miró el plato de pasta que habíamos preparado, hizo una mueca y dijo:
«Che scbifo!»,
expresión vulgar que significa «¡Qué asco!». Le miramos orgullosos. Para Navidad ya decían frases completas y para cuando terminó el año escolar su italiano era tan bueno que empezaron a burlarse del nuestro. Cuando teníamos invitados italianos a cenar, Aletheia se paseaba por la sala balanceando los brazos y haciendo una imitación de nuestro atroz acento americano: «¿Cómo están, señor y señora Coccolini? ¡Es un placer conocerles! ¡Pasen, se lo ruego, pónganse cómodos y disfruten de una copa de vino con nosotros!». Nuestros invitados se partían de risa.
Poco a poco nos adaptamos a nuestra nueva vida en Italia. Florencia y los pueblos de los alrededores resultaron ser un maravilloso entorno donde todos parecían conocerse. La vida tenía que ver más con el proceso de vivir que con alcanzar un objetivo determinado. En lugar de una práctica compra en el supermercado una vez a la semana, el acto de comprar se convirtió para nosotros en una rutina sorprendentemente ineficaz pero deliciosa que consistía en visitar una docena o más de tiendas y puestos, cada uno de los cuales vendía un solo producto. Eso conllevaba intercambiar novedades, comentar la calidad de las diversas opciones y escuchar cómo la abuela del tendero preparaba y servía el artículo en cuestión, pues no había otra forma de hacerlo por mucho que otros dijeran lo contrario. No podías tocar la comida que estabas comprando; estaba muy mal visto que comprobaras si una ciruela estaba madura o que guardaras tú mismo una cebolla en la bolsa de la compra. Para nosotros, el acto de comprar constituía una excelente clase de italiano, aunque llena de peligros. Christine causó una imborrable impresión al atractivo
fruttivendolo
(frutero) cuando le pidió
pesce
y
fighe
maduros en lugar de
pesche
y
fichi
(pescado y coño en lugar de melocotones e higos). Tardamos muchos meses en sentirnos al menos un poco florentinos, aunque enseguida aprendimos, como todos los buenos florentinos, a mirar con desdén a los turistas que paseaban por la ciudad boquiabiertos, soltando exclamaciones, con sombreros blandos, bermudas de color caqui y deportivas blancas, y una botella enorme atada a la cintura, como si estuvieran cruzando el desierto del Sahara.
La vida en Italia era una extraña mezcla de lo cotidiano y lo sublime. Cuando por la mañana, con cara de sueño, llevaba a los niños al colegio en pleno invierno, subía hasta lo alto de la colina de Giogoli para contemplar, asomando mágicamente sobre la bruma del alba, los claustros y torres del gran monasterio medieval de La Certosa. A veces, paseando por las calles empedradas de Florencia, me asaltaba el antojo de entrar en la capilla Brancacci, donde pasaba cinco minutos admirando los frescos que iniciaron el Renacimiento, o giraba hacia la Abadía Florentina a la hora de las vísperas para escuchar canto gregoriano en la misma iglesia donde Dante había contemplado a su amor, Beatriz.
No tardamos en conocer el concepto italiano de
fregatura
, indispensable para cualquier persona que viva en Italia. Una
fregatura
es hacer algo de forma no del todo legal, no del todo honrada, encubiertamente. En Italia es un estilo de vida. Tuvimos nuestra primera lección en el arte de la
fregatura
cuando reservamos entradas para
II trovatore
de Verdi en el teatro de la ópera. Cuando llegamos a la taquilla, pese a presentarles el número de reserva, nos dijeron que no tenían constancia de que hubiéramos reservado entrada alguna. No podían hacer nada por nosotros; las entradas para la ópera estaban agotadas. El enorme gentío congregado frente a la taquilla así lo atestiguaba.
Cuando nos íbamos nos topamos con una tendera de nuestro barrio ataviada con un abrigo de visón y un collar de brillantes. Parecía más una condesa que la dueña de II Cantuccio, la tiendecita donde comprábamos los
biscotti.
—¿Agotadas? —gritó.
Le contamos lo sucedido.
—Bah —dijo—, han dado sus entradas a otra persona, a alguien importante. Se van a enterar.
—¿Conoce a alguien?
—No, pero sé cómo funcionan las cosas en esta ciudad. Esperen aquí, vuelvo enseguida.
Se marchó y esperamos. Cinco minutos más tarde regresó seguida de un hombre de aspecto aturullado, el gerente del teatro en persona. Se acercó rápidamente y me estrechó la mano.
—¡No sabe cuánto lo lamento, señor Harris! —exclamó—. Ignorábamos que estuviera en el teatro. ¡Nadie nos lo dijo! Se lo ruego, acepte mis disculpas por el malentendido con las entradas.
¿Señor Harris?
—El señor Harris —dijo pomposamente la tendera— prefiere viajar de incógnito, sin demasiado séquito.
—¡Claro, claro! —exclamó el director.
Yo les miraba anonadado. La tendera me lanzó una mirada de advertencia que decía: «No lo estropee ahora».
—Teníamos algunas entradas de reserva —prosiguió el gerente—. Confío en que las acepte a modo de compensación. ¡Gentileza del Maggio Musicale Florentino! —Sacó dos entradas del bolsillo.
Christine recuperó el aplomo antes que yo.
—Es usted muy amable. —Arrebató las entradas al hombre, enlazó firmemente su brazo al mío y dijo—: Vamos, Tom.
—Sí, sí, vamos… —farfullé, avergonzado por el engaño—. Muchas gracias. ¿Cuánto le…?
—Niente, niente!
Es un placer tenerle aquí, señor Harris. Y permítame decirle que
El silencio de los corderos
es una de las mejores, repito: una de las mejores películas que he visto en mi vida. Toda Florencia espera impaciente el estreno de
Hannibal.
Los asientos estaban delante y centrados; los mejores del teatro.
En bicicleta o en coche, solo había un corto trayecto desde nuestra casa de Giogoli hasta Florencia por la Porta Romana, la entrada sur a la ciudad vieja. La Porta Romana se abre a un laberinto de callejuelas y casas medievales que forman el Oltrarno, la parte mejor conservada de la ciudad vieja. A menudo, en mis incursiones, reparaba en una curiosa figura que daba su
passeggiata
de la tarde por las callejuelas medievales. Se trataba de una anciana flaca y menuda que lucía pieles y brillantes, colorete en el rostro, labios rojo coral y un anticuado sombrerito con rejilla de perlas encasquetado en la diminuta cabeza. La mujer caminaba con paso seguro por el traicionero empedrado sobre zapatos de tacón, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, saludando a sus conocidos con un movimiento de ojos apenas perceptible. Me contaron que era la
marchesa
Frescobaldi, miembro de una antigua familia florentina dueña de medio Oltrarno, y de buena parte de la Toscana; una familia que había financiado las Cruzadas y dado al mundo un gran compositor.
Christine, que salía a correr a menudo por las callejuelas medievales, se detuvo un día a admirar uno de los palacios más espléndidos de Florencia, el Palazzo Capponi, propiedad de la otra gran familia noble del distrito de Oltrarno, y una de las más importantes de Italia. La fachada neoclásica, de un tono rojo óxido, se extiende un centenar de metros frente a la orilla del Arno, mientras que la parte de atrás, de aspecto lúgubre, transcurre a lo largo de la sumergida via de' Bardi, la calle de los Poetas. Mientras miraba boquiabierta el gran
portone
del palacio, una mujer inglesa salió y se puso a conversar con ella. Trabajaba para la familia Capponi, le contó, y cuando Christine le habló del libro que yo estaba intentando escribir sobre Masaccio, le dio su tarjeta y le dijo que deberíamos llamar al conde Niccoló Capponi, un experto en historia florentina. «Es bastante accesible», dijo.
Christine regresó con la tarjeta y me la entregó. La guardé, pensando que jamás se me ocurriría llamar sin más a la familia noble más famosa e intimidadora de Florencia, por muy accesible que fuera.
La laberíntica finca que habitábamos en Giogoli despuntaba sobre la ladera de una colina sombreada por cipreses y pinos reales. Convertí uno de los dormitorios de atrás en un estudio donde pretendía escribir mi novela. Desde la ventana se divisaban tres cipreses y, detrás, las tejas rojas de la casa del vecino y las verdes colinas de la Toscana.
El corazón del territorio del Monstruo.
Cuatro semanas después de oír la historia del Monstruo de Florencia de boca de Spezi, me descubrí preguntándome sobre la escena del crimen cometido tan cerca de nuestra casa. Un día de otoño, tras una lucha frustrante con la novela de Masaccio, salí de casa y subí por el olivar hasta el prado para ver el lugar con mis propios ojos. Era un prado encantador, con vistas a las colinas florentinas que descendían en dirección sur hasta montes más bajos. El aire, limpio y frío, olía a menta prensada y a hierba quemada. Hay quien asegura que en estos lugares el mal perdura como una suerte de infección malévola, pero yo no sentía nada. Era un lugar más allá del bien y del mal. Merodeé, esperando, en vano, alcanzar algún atisbo de comprensión, y casi contra mi voluntad me descubrí reconstruyendo la escena del crimen, ubicando la furgoneta Volkswagen, imaginando la música de
Blade Runner
sonando incansablemente en aquella horrible escena.
Respiré hondo. Abajo, en los viñedos de nuestro vecino, se había iniciado la vendimia y podía verse a gente desplazándose por las hileras de vides, cargando racimos de uva en una carreta de tres ruedas motorizada. Cerré los ojos y escuché los sonidos del lugar: el cacareo de un gallo, el repique lejano de las campanas de una iglesia, un perro ladrando, la voz de una mujer llamando a sus hijos.
La historia del Monstruo de Florencia se estaba apoderando de mí.
S
pezi y yo nos hicimos amigos. A los tres meses de conocernos, incapaz de liberarme de la historia del Monstruo, le propuse que escribiéramos juntos en un artículo sobre el Monstruo de Florencia para una revista americana. Como colaborador ocasional de
The New Yorker,
llamé al director y le propuse la idea. Nos asignó el proyecto.
Pero antes de ponerme a escribir necesitaba un curso intensivo del «monstruólogo». Así pues, dos días a la semana metía mi ordenador portátil en la mochila, sacaba la bici y pedaleaba los diez kilómetros hasta el apartamento de Spezi. El último kilómetro era una subida mortal a través de campos salpicados de olivos. El apartamento que compartía con su esposa belga, Myriam, y su hija, ocupaba todo el ático de la vieja villa y tenía una sala, un comedor y una terraza con vistas a Florencia. Spezi trabajaba en una buhardilla abarrotada de libros, papeles, dibujos y fotografías.
Cuando llegaba, solía encontrarlo en el comedor con un Gauloises colgando invariablemente de sus labios, capas de humo flotando en el aire y papeles y fotografías esparcidos sobre la mesa. Mientras trabajábamos, Myriam nos proporcionaba un suministro continuo de café expreso servido en tazas diminutas. Spezi siempre escondía las fotografías de las escenas de los crímenes cuando ella entraba.
La primera tarea de Mario Spezi fue ponerme al corriente del caso. Repasaba la historia cronológicamente, sin dejarse detalle, y de vez en cuando extraía un documento o una fotografía del montón a modo de ilustración. Lo hacíamos todo en italiano, pues el inglés de Spezi era rudimentario y yo estaba decidido a aprovechar la oportunidad de mejorar mis conocimientos de ese idioma. Mientras él hablaba, yo no paraba de introducir notas en mi ordenador.