El monstruo de Florencia (10 page)

Read El monstruo de Florencia Online

Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

Esto parecía sumamente relevante, pues justamente el 21 de junio era el día en el que Spezi y otros periodistas habían publicado el (falso) informe de que una de las víctimas de los asesinatos de Montespertoli pudo sobrevivir el tiempo suficiente para hablar. Tal vez al Monstruo le asustó la noticia y decidió esconder su coche.

Los carabinieri se llevaron a Vinci al cuartel y le pidieron una explicación. El hombre se puso a contar una historia acerca de una mujer y un marido celoso, pero carecía de sentido y, además, no explicaba por qué había escondido el coche.

Francesco Vinci fue arrestado en agosto de 1982, dos meses después de los asesinatos de Montespertoli. En aquel entonces, el juez de instrucción dijo a la prensa: «El peligro ahora es que podría producirse otro asesinato, más espectacular aún que el anterior. El Monstruo podría sentirse tentado de reafirmar que él es el autor de los asesinatos actuando de nuevo». Era extraño que un juez dijera algo así tras la detención de un sospechoso, pero demostraba lo poco seguros que estaban los investigadores de tener al hombre acertado.

El otoño y el invierno transcurrieron sin que se produjeran nuevos asesinatos. Francesco Vinci seguía detenido. Los florentinos, sin embargo, no estaban tranquilos. Francesco no parecía el Monstruo inteligente y aristocrático que habían imaginado; coincidía demasiado con la imagen de un estafador de tres al cuarto, donjuán y seductor.

Toda Florencia esperaba con temor la llegada del verano, la estación favorita del Monstruo.

11

D
urante el otoño y el invierno del982yl983, Mario Spezi escribió un libro sobre el caso del Monstruo de Florencia. Se titulaba
II Mostro de Firenze,
y se publicó en mayo. Contaba la historia del caso desde los asesinatos de 1968 hasta el doble homicidio de Montespertoli. El público, atemorizado por lo que el incipiente verano pudiera traer, devoró el libro. Pero cuando las agradables noches estivales se aposentaron en las verdes colinas de Florencia, no hubo nuevos asesinatos, por lo cual los florentinos empezaron a creer que, después de todo, la policía había arrestado al hombre acertado.

Además de escribir un libro y publicar artículos sobre el caso del Monstruo, ese verano Spezi escribió un artículo sobre Cinzia Torrini, una cineasta que había producido un encantador documental sobre la vida de Berto, el último barquero del río Arno, hombre anciano y arrugado que obsequiaba a sus pasajeros con historias, leyendas y viejos dichos toscanos. A Torrini le agradó el artículo de Spezi y leyó con sumo interés su libro sobre el Monstruo. Le telefoneó para proponerle hacer una película sobre el Monstruo de Florencia y Spezi la invitó a cenar a su casa. Cenarían tarde, incluso para un italiano, porque Spezi seguía el horario de los periodistas.

Así fue como la noche del 10 de septiembre de 1983, Torrini condujo por la empinada colina que conducía al apartamento de Spezi. Como cabría esperar de una cineasta, Torrini tenía una gran imaginación. Los árboles que flanqueaban la carretera, diría más tarde, parecían manos de esqueletos desgarrando el aire y retorciéndose en el viento. No podía evitar preguntarse si hacía bien en internarse en el corazón de las colinas florentinas una noche de sábado sin luna para hablar con alguien acerca de espantosos crímenes cometidos en las colinas florentinas noches de sábado sin luna. Al salir de una curva, los faros de su viejo Fiat 127 alumbraron una cosa blanquecina que descansaba en medio de la estrecha carretera. La «cosa» se desplegó y se alzó del suelo, en silencio, como una sábana sucia transportada por el viento, hasta adquirir la forma de una gran lechuza blanca. A Torrini se le encogió el estómago, pues los italianos, como antiguamente los romanos, creían que toparse de noche con una lechuza era un mal augurio. Estuvo en un tris de dar la vuelta.

Estacionó el coche en el reducido aparcamiento que había frente a las enormes verjas de hierro de la vieja villa convertida en apartamentos y llamó al timbre. En cuanto Spezi abrió la puerta verde de su piso, el desasosiego de Torrini se desvaneció. El lugar era acogedor, cálido y excéntrico, con una mesa de juego del siglo XVII, llamada
scagliola,
que hacía de mesita de centro, viejas fotografías y dibujos en las paredes y una chimenea en un rincón. La mesa ya estaba puesta en la terraza, bajo un toldo blanco, con vistas a las luces parpadeantes que salpicaban las colinas. Torrini se rió de la absurda ansiedad que había sentido mientras subía y la apartó de su mente.

Pasaron casi toda la velada hablando de la posibilidad de hacer una película sobre el caso del Monstruo de Florencia.

—Yo lo veo difícil —dijo Spezi—. La historia carece de un personaje central: el asesino. No estoy tan seguro de que la policía tenga al hombre acertado. Me refiero al que tienen en la cárcel a la espera de ser juzgado, Francesco Vinci. Sería una película de asesinatos sin un final.

Eso no era un problema, explicó Torrini.

—El personaje principal no es el asesino, sino la ciudad de Florencia, la ciudad que descubre que entre sus muros se esconde un monstruo.

Spezi le contó por qué creía que Francesco Vinci no era el Monstruo.

—Lo único que tienen contra él es que era el amante de la primera mujer asesinada, que pega a sus novias y que es un sinvergüenza. En mi opinión, estos son elementos a su favor.

—¿Por qué dice eso? —preguntó Torrini.

—Le gustan las mujeres. Tiene mucho éxito con ellas y eso me basta para convencerme de que no es el Monstruo. Las pega pero no las mata. El Monstruo, en cambio,
destruye
a las mujeres. Las odia porque las desea y no puede tenerlas. Esa es su gran frustración, su maldición; de modo que las posee físicamente de la única manera que puede: o sea, robando la parte más representativa de su feminidad.

—Si es cierto —dijo Torrini—, significa que el Monstruo es impotente. ¿Es eso lo que cree?

—Más o menos.

—¿Qué opina de los aspectos rituales de las matanzas, de la cuidadosa colocación del cuerpo? La rama de vid que introdujo en la vagina, por ejemplo, recuerda las palabras de san Juan de que «todo sarmiento que en mí no lleva fruto, mi Padre lo cortará». ¿Estamos hablando de un asesino que castiga a las parejas por tener relaciones sexuales fuera del matrimonio?

Spezi lanzó una columna de humo hacia el techo y rió.

—Todo eso son bobadas. ¿Sabe por qué utilizó una rama de vid? Si observa las fotos de la escena del crimen, verá que la pareja estaba aparcada justo al lado de un viñedo. El asesino simplemente agarró el palo que tenía más a mano. Para mí, que use un palo para violar a una mujer parece confirmar que no se trata precisamente de Supermán. Probablemente, el asesino no violó a sus víctimas porque no puede.

Hacia el final de la noche, Spezi abrió su libro y leyó la última página en voz alta:

—«Muchos investigadores creen que el caso del Monstruo de Florencia está resuelto. No obstante, si al final de una cena en grata compañía me preguntaran qué pienso, les diría la verdad: que los domingos atiendo la primera llamada telefónica del día con sumo nerviosismo. Y más aún si la noche del sábado hubo luna nueva.»

Cuando Mario cerró el libro, se hizo el silencio en la terraza con vistas a las colinas florentinas.

Entonces sonó el teléfono.

Era el teniente de los carabinieri, uno de los contactos de Spezi.

—Mario, acaban de encontrar a dos personas asesinadas en una furgoneta Volkswagen en Giogoli, encima de Galluzzo. ¿El Monstruo? Lo ignoro. Las dos víctimas son hombres. Pero yo que tú me acercaría a echar un vistazo.

12

P
ara llegar a Giogoli, Spezi y Torrini tomaron una carretera que ascendía por una pronunciada colina detrás del gran monasterio de la Certosa. La carretera, construida por los etruscos tres mil años atrás, se llama via Volterrana y es una de las más antiguas de Europa. En lo alto de la colina, la via Volterrana traza una suave curva y avanza paralela a la cresta. Inmediatamente a la derecha se abre una segunda carretera, la via di Giogoli, una pista estrecha que transcurre entre muros de piedra cubiertos de musgo. El muro de la derecha cerca los terrenos de Villa Sfacciata, propiedad de la familia noble Martelli. En italiano,
sfacciata
significa «descarado» o «insolente»; esta misteriosa denominación se remonta quinientos años atrás, por lo menos a la época en la que la finca era el hogar del hombre que dio su nombre a América.

El muro izquierdo de la via di Giogoli rodea un vasto olivar. A unos cincuenta metros del inicio de la carretera, casi delante de la villa, el muro tenía una brecha que permitía la entrada de material agrícola al olivar. Por la brecha se llegaba a una explanada desde la que se disfrutaba de una vista mágica sobre las colinas florentinas del sur, con sus viejos castillos, torres, iglesias y villas. Unos trescientos metros más adelante, en lo alto de la colina más próxima, se alzaba una torre románica conocida como Sant'Alessandro de Giogoli. En la colina contigua había una exquisita villa, I Collazzi, medio oculta detrás de un corrillo de cipreses y pinos reales. Pertenecía a la familia Marchi, una de cuyas herederas se había convertido, mediante matrimonio, en la marquesa Frescobaldi. Amiga personal del príncipe Carlos y lady Diana, había tenido como invitados a la pareja real poco después de su enlace.

Pasada esta impresionante vista, la via di Giogoli descendía tortuosamente a través de pueblos y pequeñas granjas hasta llegar al valle y a los monolíticos barrios obreros de Florencia. Por la noche, estas grises barriadas se convertían en una alfombra de luces rutilantes.

Habría sido difícil encontrar un lugar más bello en toda la Tos cana.

Más tarde —demasiado tarde— la ciudad de Florencia colgaría un letrero en ese lugar que, en alemán, inglés, francés e italiano rezaba:
prohibido aparcar de 19.00 a 07.00. prohibido acampar por razones de seguridad
. Esa noche, la del 10 de septiembre de 1983, no había letrero y alguien había acampado.

Cuando llegaron, Spezi y Torrini se encontraron con el elenco completo de los personajes de la investigación del Monstruo. Estaba la fiscal Silvia Della Monica y el fiscal jefe Piero Luigi Vigna, con su atractivo rostro tan hundido y sombrío que parecía al borde del colapso. El médico forense, Mauro Maurri, estaba examinando a los dos cadáveres con sus chispeantes ojos azules. El inspector jefe Sandro Federico también estaba allí, tenso y nervioso, paseando de un lado a otro.

Un reflector instalado sobre un coche patrulla proyectaba una luz espectral sobre la escena del crimen, alargando las sombras de las personas congregadas en semicírculo alrededor de la furgoneta Volkswagen azul claro, con matrícula alemana. La cruda luz resaltaba la atrocidad de la escena, los arañazos en el destartalado vehículo, las arrugas en las caras de los investigadores, las ramas retorcidas de los olivos contra el negro cielo. A la izquierda del vehículo, el campo se adentraba en la oscuridad, hacia un puñado de casas de piedra donde, veinte años más tarde, yo viviría temporalmente con mi familia.

Cuando llegaron, la puerta izquierda de la caravana estaba abierta y podía oírse el final de la banda sonora de
Blade Runner.
La música llevaba todo el día sonando, pues el casete reproducía automáticamente la cinta una y otra vez. El inspector Sandro Federico se acercó y abrió una mano para desvelar dos cartuchos del calibre 22. La base mostraba la marca inconfundible de la pistola del Monstruo.

El Monstruo había atacado de nuevo y sus víctimas ya sumaban diez. Francesco Vinci, todavía en la cárcel, no había podido cometer el crimen.

—¿Por qué esta vez ha elegido a dos hombres? —preguntó Spezi.

—Mire dentro de la furgoneta —dijo Federico con un movimiento de cabeza.

Al acercarse al vehículo, Spezi advirtió que en la parte superior de las ventanillas, en una estrecha franja donde el cristal era transparente, había agujeros de bala. Si quería ver el interior, tenía que ponerse de puntillas. Para poder apuntar bien, el asesino tenía que ser más alto que Spezi, de un metro setenta y cinco como mínimo. Spezi también observó agujeros de bala en la carrocería.

Alrededor de la puerta abierta de la caravana había algunas personas: policías de paisano, carabinieri e investigadores; sus pisadas cubrían la hierba empapada de rocío, borrando las huellas que hubiera podido dejar el asesino. Un ejemplo más, pensó Spezi, de la escena de un crimen echada a perder.

Pero antes de introducir la cabeza en el vehículo, algo desparramado en el suelo atrajo su atención: las páginas arrancadas de una revista pornográfica a todo color llamada
Golden Gay.

Una luz tenue se colaba en el interior. Los dos asientos delanteros se hallaban vacíos. Justo detrás, sobre un colchón doble y con los pies apuntando hacia la parte trasera, yacía el cadáver de un hombre joven, de fino bigote y mirada vidriosa. El segundo cuerpo se encontraba en un rincón del fondo de la furgoneta, hecho un ovillo, como si quisiera hacerse diminuto, paralizado por el pánico, con los puños cerrados y una cascada de pelo rubio cubriéndole la cara. El pelo tenía vetas de sangre negra coagulada.

—Parece una chica, ¿verdad? —dijo la voz de Sandro Federico, arrancando a Spezi de su pasmo.

—También a nosotros nos engañó al principio. Pero es un hombre. Por lo visto, nuestro amigo también se equivocó. ¿Te imaginas cómo debió de sentirse cuando lo descubrió?

El lunes, 12 de septiembre, los periódicos anunciaron la noticia con grandes titulares:

TERROR EN FLORENCIA

El Monstruo elige sus víctimas al azar

Las dos víctimas, Horst Meyer y Uwe Rüsch, ambos de veinticuatro años, estaban viajando por Italia y habían aparcado su furgoneta Volkswagen en ese lugar el 8 de septiembre. Sus cuerpos medio desnudos habían sido descubiertos el 10 de septiembre, en torno a las siete de la tarde.

Para entonces, Francesco Vinci llevaba trece meses en la cárcel y la gente había acabado por creer que era el Monstruo de Florencia. Como con Enzo Spalletti, el mismo Monstruo había demostrado una vez más la inocencia del acusado.

El Monstruo de Florencia se había convertido en noticia internacional.
The Times
de Londres dedicó toda una sección del dominical al caso. Empezaron a llegar equipos de televisión de lugares tan lejanos como Australia.

Other books

Declan by Kate Allenton
David by Ray Robertson
His To Keep by Stephanie Julian
Dirty Little Murder by Hilton, Traci Tyne
Finish What We Started by Amylynn Bright
Her Warrior for Eternity by Susanna Shore
The Fire Mages' Daughter by Pauline M. Ross
America Behind the Color Line by Henry Louis Gates