Read El monstruo de Florencia Online
Authors: Mario Spezi Douglas Preston
Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo
—Dottore
—dijo, agitado—, venga a la otra habitación. Tengo algo interesante que mostrarle.
El detective sabía que el negocio de Quick House Repair pertenecía a Salvatore Vinci.
E
ste hallazgo indujo finalmente a los investigadores a estudiar más de cerca a Salvatore Vinci. Era el primer hombre a quien Stefano Mele había nombrado como su cómplice en los asesinatos de 1968. Rotella creía que Salvatore era el cuarto cómplice de dicho crimen, que había participado junto con Piero Mucciarini, Giovanni Mele y (quizá) Francesco Vinci. Dado que los tres estaban en prisión cuando el Monstruo cometió los asesinatos de 1984, Salvatore era la única posibilidad que quedaba.
En cuanto los investigadores empezaron a indagar en los antecedentes de Vinci, les llegó el rumor de que había asesinado a su esposa Barbarina en el pueblo de Villacidro. Rotella reabrió la investigación de dicha muerte, pero en esta ocasión la trató como un homicidio en lugar de un suicidio. En 1984, un grupo de investigadores viajó a Cerdeña y allí, entre la belleza salvaje y la miseria absoluta de Villacidro, procedieron a desenterrar el pasado de una persona que parecía muy capaz de ser el Monstruo de Florencia.
Barbarina solo tenía diecisiete años cuando murió en 1961. Había estado saliendo con un muchacho llamado Antonio a quien Salvatore detestaba; este último le tendió una emboscada en un campo y la violó, probablemente para humillar a Antonio. Barbarina se quedó embarazada y Salvatore «se comportó» y se casó con ella. Todo el mundo en el pueblo decía que la maltrataba, que le pegaba y no le daba dinero para comprar comida, solo lo justo para la leche del bebé. El pequeño era la única alegría de Barbarina. Le puso de nombre Antonio, en honor a su gran amor, a quien seguía viendo a escondidas.
Ese nombre y el bebé constituían una espina para el orgullo de Salvatore; la gente incluso dudaba de que fuera el padre. Con el paso de los años, entre padre e hijo, entre Salvatore y Antonio, crecería un odio implacable y absoluto.
El asesinato de Barbarina —si lo fue— comenzó a fraguarse en noviembre de 1960, cuando alguien la sorprendió con su amante Antonio en el campo y les fotografió. Todo el pueblo se enteró de la traición. Salvatore, en esa antigua tierra de Cerdeña regida por el código barbagio, solo tenía dos formas de recuperar su honor: echando de casa a su esposa o matándola.
Al principio pareció que hubiera optado por lo primero. Le dijo a Barbarina que tema que irse y ella se puso a buscar un trabajo que la sacara de allí. A principios de enero de 1961 recibió una carta de una monja de un orfanato. La mujer le ofrecía alojamiento y comida para ella y su hijo a cambio de que sirviera las mesas. Debía presentarse el 21 de enero.
Barbarina nunca llegó.
La noche del 14 de enero de 1961, se hallaba sola con su bebé en la casita que compartía con Salvatore. Él, como de costumbre, estaba en el bar del pueblo bebiendo
vermentino
y jugando al billar.
A la hora de la cena, Barbarina se dio cuenta de que la bombona de propano estaba vacía y por tanto no podía calentar la leche para su pequeño. Preguntó a una vecina si podía utilizar su fogón. Este insignificante episodio adquiriría, horas más tarde, un gran peso para rebatir la que se convertiría en la versión oficial de la muerte de Barbarina: suicidio con gas propano. Si la bombona estaba vacía tres horas antes de su muerte, y era imposible que la hubiese llenado, ¿cómo podía contener suficiente gas para matarla?
Esa noche, justo antes de que dieran las doce, Vinci dejó a su cuñado en el bar y regresó a casa. Más tarde declaró que había encontrado la puerta cerrada con llave por dentro y que la había abierto con un fuerte empujón. Entró en casa, encendió la luz y advirtió que la cuna de Antonio, con el bebé de once meses durmiendo en ella, había sido trasladada del dormitorio, su lugar habitual, a la cocina. La puerta del dormitorio estaba cerrada por dentro, lo que, según dijo, lo inquietó. Sobre todo, añadió, porque por la rendija de la puerta salía luz pese a la hora.
—Aporreé la puerta una vez y llamé a Barbarina —explicó horas después a los carabinieri—, pero no respondió. Inmediatamente pensé que estaba con su amante y salí corriendo de la casa, pues temía que quisiera atacarme.
Si tan pusilánime conducta —huir despavorido de un hombre que le estaba poniendo los cuernos en su propia cama— resulta improbable hoy día, no digamos en 1961 y viniendo de un varón sardo de veinticuatro años. Salvatore corrió hasta la casa de su suegro y fue con él al bar a buscar a su amigo, que, casualmente, era el hermano de Barbarina. Regresaron a la casa los tres juntos.
Años más tarde, un vecino del pueblo expresó en voz alta la opinión general: «Únicamente estaba buscando testigos para el montaje del suicidio».
En presencia de su suegro y su cuñado, Salvatore propinó un suave empujón a la puerta, que se abrió sin ofrecer resistencia. Nada más entrar, gritó que notaba olor a gas, aunque nadie más lo percibía. La bombona estaba junto a la cama con la válvula abierta y el tubo en el interior de la almohada sobre la que descansaba la cabeza de Barbarina. Al parecer, Barbarina se había suicidado con la bombona de propano que, unas horas antes, ni siquiera contenía gas suficiente para calentar leche. Aunque nadie en su día reparó en esa discrepancia, ni los carabinieri, ni el médico forense ni los amigos de Barbarina. Tampoco el forense calificó de relevantes las visibles marcas alrededor del cuello y los leves arañazos en la cara, como si Barbarina hubiera luchado antes de sucumbir a la asfixia.
Al reabrir el caso, los investigadores desenterraron esas y otras pistas que les convencieron de que Salvatore había asesinado a su mujer.
Rotella intentó determinar si Salvatore se había llevado una Beretta calibre 22 de Villacidro cuando emigró a la Toscana. En Villa cidro, los investigadores fueron capaces de establecer que en 1961 había once Berettas calibre 22 en el pueblo y que, casualmente, una de ellas había sido robada justo antes de que Salvatore Vinci partiera hacia la Toscana. Pertenecía a un viejo pariente de Vinci, que se la había traído de Holanda después de trabajar allí una temporada. La Interpol llevó a cabo una investigación en Amsterdam pero no logró dar con la fuente original del arma.
Entretanto, en el continente, los investigadores indagaron en la vida de Salvatore Vinci después de su llegada a la Toscana en 1961. Encontraron otros indicios que hacían pensar que podía ser el Monstruo. Por lo visto, Salvatore Vinci era un hombre que, en cuanto a gustos y prácticas sexuales, habría despertado la envidia del mismísimo marqués de Sade.
—Acabábamos de casarnos —explicó Rosina, su segunda esposa, a los carabinieri—, cuando una noche Salvatore llegó a casa con una pareja de amigos y dijo que iban a quedarse a dormir. De acuerdo. Por la noche, cuando me levanté para ir al cuarto de baño, oí susurros en la habitación donde la pareja dormía y reconocí la voz de mi marido. Entré y ¿qué me encontré? ¡A Salvatore en la cama con esos dos! Como es lógico, me puse furiosa. Dije a la mujer y a su marido (si es que era su marido) que salieran inmediatamente de mi casa. ¿Saben qué hizo Salvatore? Se puso como un energúmeno, me agarró por el pelo y me obligó a arrodillarme delante de esos dos y pedirles perdón.
»Pero eso no es todo —prosiguió—. Otro día me presentó a una pareja de recién casados y empezamos a salir con ellos. Una noche, nos quedamos a dormir en su casa. Mientras dormía, noté una mano fría y oí un ruido extraño, como si se hubiera caído algo. Fui a encender la lámpara pero mi marido me dijo que no lo hiciera, que no pasaba nada. Al cabo de una hora volví a sentir el mismo roce, en la pierna, y estaba vez me levanté de un salto y encendí la luz. ¡Resultó que en mi cama, además de mi marido, estaba su amigo Saverio! Aturdida, huí a la cocina mientras trataba de entender qué estaba pasando. Entonces, Salvatore vino a buscarme. Intentó calmarme, dijo que no era nada raro, nada extraño, y me pidió que regresara a la cama. Al día siguiente empezó a hablar de ello. Me dijo que ya había hecho un trío con Gina, la esposa de su amigo, y que yo podía hacer lo mismo, que sería divertido, que en el continente todo el mundo lo hacía.
»En fin, el caso es que al final me encontré en la cama con Saverio y Salvatore, que primero hizo el amor conmigo y luego con su amigo. Así estuvimos un tiempo. Si protestaba, me pegaba. Me obligaba a tener sexo con Saverio mientras él miraba; luego hicimos un cuarteto. En los cuartetos, Salvatore y Saverio se acariciaban y se turnaban el papel del hombre y de la mujer delante de Gina y de mí. Poco después, Salvatore empezó a llevarme a casa de sus amigos, a veces de simples conocidos, y me obligaba a estar con ellos. O me llevaba a ver películas porno, le echaba el ojo a alguien, me lo presentaba y luego tenía que tener sexo con ellos en el coche, pero sobre todo en casa. La situación empeoró cuando, en esa época, su hijo Antonio llegó de Cerdeña con apenas cuatro años. Entonces le llamaban Antonello. Yo temía que pudiera presenciar esas actividades perversas con otras parejas, mis peleas con Salvatore y cómo me maltrataba.
Finalmente, Rosina se hartó y huyó a Trieste con otro hombre.
«Solo puedo decirle —declaró otra novia de Salvatore a la policía— que Salvatore era el único, el único hombre capaz de satisfacerme plenamente en la cama. Sí, tenía gustos extraños,
¿y
qué?… Le gustaba hacerme el amor mientras un hombre le daba por detrás…»
Salvatore Vinci sacaba a los actores para sus orgías de donde podía, con la ayuda de sus novias, que los engatusaban en bares de carretera, en el barrio chino y en el parque Cascine de las afueras de Florencia. Su sexualidad, según quienes lo conocían, no tenía límites. Practicaba el sexo casi con cualquiera, hombre o mujer, y empleaba una amplia gama de accesorios, entre ellos vibradores, calabacines y berenjenas. Si una mujer se resistía, le propinaba unos cuantos guantazos para convencerla.
Cuando Barbara Locci apareció, las cosas fueron más fáciles. Salvatore había encontrado al fin a una mujer que compartía plenamente su apetito y sus gustos. Se le daba tan bien engatusar a hombres y muchachos para las orgías que Salvatore empezó a llamarla la «Abeja Reina».
En medio de todo esto, en la misma casita, el hijo de Salvatore, Antonio Vinci, crecía. El niño escuchó los rumores de que la muerte de su madre no había sido un suicidio sino un asesinato, y que su padre era el culpable. Antonio se había encariñado mucho con Rosina, la segunda esposa de Salvatore. Cuando huyó a Trieste, fue como perder a su madre por segunda vez. Y la culpa volvía a tenerla su padre. Finalmente se marchó de casa y empezó a pasar casi todo el tiempo libre con su tío Francesco, que se convirtió en un segundo padre. Más tarde arrestarían a Antonio por posesión ilícita de armas, con el objetivo de obligar a su tío Francesco a hablar.
La doble investigación llevada a cabo en Villacidro y la Toscana convenció a Mario Rotella y a los carabinieri de que finalmente habían dado con su hombre. Salvatore Vinci era el cuarto cómplice en el asesinato de Barbara Locci. Probablemente tenía una Beretta calibre 22. De los conspiradores, era él quien tenía coche. Llevó la pistola a la escena del crimen, fue el principal tirador y se llevó el arma de vuelta a casa. La investigación dejaba claro que era un asesino despiadado y un maníaco sexual.
Salvatore Vinci era el Monstruo de Florencia.
P
or encima de todo este revuelo sobresalían ciertos datos irrefutables, obtenidos a través de análisis periciales y una concienzuda labor policial.
El primero era el análisis de la pistola. Se efectuaron al menos cinco análisis balísticos y el resultado fue siempre el mismo: el Monstruo utilizó una pistola Beretta calibre 22, «vieja y gastada», con un percutor defectuoso que dejaba una marca inconfundible en la base del cartucho. El segundo dato irrefutable eran las balas. Todas las balas disparadas en los crímenes pertenecían a la clase Winchester serie H. Todas se habían extraído de las mismas dos cajas. Esto último se demostró por medio de una microscopía de barrido electrónico de la «H» grabada en la base de cada cartucho: todas las «H» tenían las mismas microimperfecciones, lo que indicaba que todas se habían estampado con el mismo troquel. El troquel, que se reemplazaba regularmente cuando empezaba a desgastarse, también demostró que las dos cajas fueron puestas a la venta antes de 1968.
Cada caja contenía cincuenta balas. Contando desde el primer crimen, el de 1968, después de que la pistola disparara las cincuenta balas de la primera caja el asesino abrió la segunda. Las primeras cincuenta balas estaban recubiertas de cobre; las segundas, de plomo. Nunca se había encontrado nada que hiciera pensar que en las escenas de los crímenes se había utilizado una segunda pistola o que había más de un asesino. De hecho, los cuerpos de todas las víctimas habían sido arrastrados, lo que indicaba que no había habido una segunda persona para ayudar a levantarlos.
Lo mismo podía decirse del cuchillo empleado por el asesino. En todos los análisis periciales se llegó a la conclusión de que el asesino había empleado un único cuchillo, perfectamente afilado, con una muesca o marca particular y, debajo, tres dientes de unos dos milímetros de profundidad. Algunos expertos sugirieron que podía ser una
pattada,
el cuchillo que habitualmente utilizaban los pastores sardos, pero la mayoría se inclinaba, no sin ciertas dudas, por un cuchillo de submarinismo. Los peritos estaban de acuerdo en que las extirpaciones eran casi idénticas y que, por tanto, tuvo que realizarlas la misma persona: una persona diestra, no zurda.
Por último, el Monstruo evitaba tocar a sus víctimas, a menos que fuera necesario, y las desnudaba rasgando las ropas con el cuchillo. Nunca se hallaron signos de violación o abuso sexual.
Los psicólogos coincidían en la psicopatología del Monstruo. «Siempre trabaja solo —escribió un experto—. La presencia de otras personas impediría al autor disfrutar de sus crímenes, los cuales son, fundamentalmente, crímenes de sadismo sexual. El Monstruo es un asesino en serie y siempre actúa solo… La falta total de interés sexual, salvo el relacionado con la extirpación, hace pensar en un caso de impotencia absoluta o en una marcada inhibición del deseo sexual.»
En septiembre de 1984, Rotella dejó finalmente libres a los «Monstruos» Piero Mucciarini y Giovanni Mele, los cuales estaban en la cárcel durante los asesinatos de Vicchio. Dos meses después, dejó libre a Francesco Vinci, que también estaba en prisión durante los últimos asesinatos del Monstruo.