Read El monstruo de Florencia Online
Authors: Mario Spezi Douglas Preston
Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo
La ciudad fue fundada por Julio César en el año 59 después de Cristo como un asentamiento para los soldados que participaban en sus campañas. La llamó Florentia, o «Florecimiento». En torno al año 250, un príncipe armenio llamado Miniato, tras un peregrinaje a Roma, se estableció en una colina próxima a Florencia, donde vivió como ermitaño en una cueva de la que salía para predicar entre los paganos de la ciudad. Durante las persecuciones contra los cristianos del emperador Decio, Miniato fue arrestado y decapitado en la plaza mayor, tras lo cual (cuenta la leyenda) recogió su cabeza, se la colocó de nuevo sobre los hombros y se alejó colina arriba para perecer dignamente en su cueva. Hoy día se alza en ese lugar una de las iglesias románicas más bellas de toda Italia, San Miniato al Monte, dominando la ciudad y las colinas a su espalda.
En 1302, Florencia expulsó a Dante, acto que este nunca perdonaría. En respuesta, Dante pobló el infierno de florentinos prominentes y les reservó algunas de sus torturas más exquisitas.
A lo largo del siglo XIV, en Florencia prosperaron la banca y el comercio de paños; a finales de siglo se hallaba entre las cinco ciudades más grandes de Europa. En los albores del siglo XV Florencia fue testigo de una de esas inexplicables proliferaciones de genios de las que ha habido no más de media docena en toda la historia de la humanidad. Más tarde, recibiría el nombre de Renacimiento, un nuevo despertar tras la larga oscuridad de la Edad Media. Entre el nacimiento de Masaccio en 1401 y la muerte de Galileo en 1642, los florentinos inventaron, en buena parte, el mundo moderno. Revolucionaron el arte, la arquitectura, la música, la astronomía, las matemáticas y la navegación. Crearon el nuevo sistema bancario con la invención de la carta de crédito. El florín de oro, con la flor de lis florentina en una cara y Juan Bautista con cilicio en la otra, se convirtió en la moneda de Europa. Esta ciudad sin salida al mar y con un río innavegable produjo grandes navegantes que exploraron y trazaron el mapa del Nuevo Mundo, uno de los cuales incluso dio su nombre a América.
Pero eso no fue todo. Florencia inventó la «idea» del mundo moderno. Con el Renacimiento, los florentinos se desprendieron del yugo del medievalismo, según el cual Dios se hallaba en el centro del universo y la existencia humana en la tierra no era más que una travesía oscura y fugaz hacia una vida gloriosa. El Renacimiento puso a la humanidad en el centro del universo y declaró que esta vida era el acontecimiento principal. Con ello el curso de la civilización occidental cambió para siempre.
El Renacimiento florentino fue financiado, en buena parte, por una única familia, los Médici. Comenzaron a destacar en 1434 bajo la dirección de Giovanni di Bicci de Médici, un acaudalado banquero florentino. Los Médici gobernaban la ciudad entre bastidores con un inteligente sistema de mecenazgos, alianzas e influencias. Aunque era una familia de comerciantes, desde el principio invirtieron dinero en las artes. Lorenzo el Magnífico, bisnieto de Giovanni, era el arquetipo del «hombre renacentista». Niño superdotado, recibió la mejor educación que el dinero podía comprar y se convirtió en consumado justador, halconero, cazador y criador de caballos. Los primeros retratos de Lorenzo el Magnífico muestran un joven intenso, de entrecejo fruncido, nariz prominente y pelo liso. Asumió el mando de la ciudad en 1469, tras la muerte de su padre, con tan solo veinte años. Se rodeó de hombres como Leonardo da Vinci, Sandro Botticelli, Filippino Lippi, Miguel Ángel y el filósofo Pico della Mirandola.
Lorenzo condujo Florencia hacia una edad dorada. No obstante, incluso en pleno apogeo del Renacimiento, en esta ciudad paradójica y contradictoria la belleza se mezclaba con la sangre, la civilización con el salvajismo. En 1478, una familia de banqueros rival, los Pazzi, intentó un golpe de Estado contra el dominio de los Médici. El apellido Pazzi significa, literalmente, «locos», y fue otorgado a uno de sus antepasados en reconocimiento a su insensato coraje como uno de los primeros soldados que trepó por las murallas de Jerusalén durante la primera cruzada. Los Pazzi tuvieron el honor de ver a dos de sus miembros arrojados al infierno de Dante, que dio a uno de ellos una «sonrisa canina».
Un tranquilo domingo de abril, una banda de sicarios de los Pazzi tendió una trampa a Lorenzo el Magnífico y a su hermano Giuliano en un momento en el que eran sumamente vulnerables: durante la elevación de la Hostia en la catedral. Giuliano pereció, pero Lorenzo, apuñalado varias veces, logró escapar y refugiarse en la sacristía. Los florentinos, indignados por ese ataque a esta familia de mecenas, se abalanzaron en masa sobre los conspiradores. Uno de los cabecillas, Jacopo de Pazzi, fue ahorcado hasta morir desde una ventana del Palacio Viejo; luego su cuerpo desnudo fue arrastrado por las calles de Florencia y arrojado al río Arno. Pese a este revés, la familia Pazzi sobrevivió y poco después dio al mundo la célebre monja María Magdalena de Pazzi, que asombraba a los presentes con sus exclamaciones y gemidos extáticos cuando la embargaba el amor de Dios durante la oración. En el siglo XX apareció un Pazzi ficticio cuando Thomas Harris puso ese apellido a uno de los personajes principales de su novela
Hannibal,
un inspector de policía florentino que adquiere fama y notoriedad por resolver el caso del Monstruo de Florencia.
La muerte de Lorenzo el Magnífico en 1492, en pleno apogeo renacentista, dio inicio a uno de esos períodos sangrientos que marcaron la historia florentina. Girolamo Savonarola, un monje dominico que vivía en el monasterio de San Marcos, ofreció consuelo a Lorenzo en su lecho de muerte para, poco después, dedicarse a predicar en contra de la familia Médici. Savonarola, cubierto con la capucha de su hábito marrón, era un hombre de aspecto extraño, tosco, desgarbado y musculoso, con un gran magnetismo y una nariz aguileña a lo Rasputín. En la iglesia de San Marcos empezó a pronunciar sermones apocalípticos en los que despotricaba contra la decadencia del Renacimiento, proclamaba que los «últimos tiempos» habían llegado y relataba sus visiones y sus conversaciones directas con Dios.
Su mensaje cuajó entre los florentinos corrientes, que observaban con desaprobación el consumo ostentoso y la enorme fortuna de los mecenas del Renacimiento, gran parte de la cual parecía haber pasado por encima de ellos. Su descontento aumentó a causa de una epidemia de sífilis, llegada del Nuevo Mundo, que se extendió como el fuego por toda la ciudad. Era una enfermedad desconocida en Europa y atacaba con una virulencia mucho mayor de la que conocemos hoy día. El cuerpo de la víctima se llenaba de pústulas, la carne se le caía del rostro y el enfermo se sumía en una demencia fulminante antes de que la muerte se lo llevara piadosamente. Además, se acercaba el año 1500, bonita cifra redonda que para algunos marcaba la llegada de los «últimos tiempos». En medio de este clima, Savonarola encontró un público receptivo.
En 1494, Carlos VIII de Francia invadió la Toscana. Piero el Infortunado, que había heredado de su padre, Lorenzo, el gobierno de Florencia, era un dirigente arrogante e incompetente. Entregó la ciudad a Carlos sin apenas condiciones y sin oponer siquiera una digna resistencia, algo que enfureció de tal modo a los florentinos que expulsaron a la familia Médici y saquearon sus palacios. Savonarola, que había reunido un gran número de seguidores, se impuso en ese vacío de poder, declaró Florencia una «república cristiana» y se erigió en su dirigente. Enseguida convirtió la sodomía, práctica popular y más o menos socialmente aceptada entre los florentinos refinados, en un acto castigado con la muerte. Los transgresores eran quemados regularmente en la piazza della Signoria o ahorcados frente a las puertas de la ciudad.
El monje demente de San Marcos atizaba a su antojo el fuego del fervor religioso entre los ciudadanos de a pie. Despotricaba contra la decadencia, los excesos y el espíritu humanista del Renacimiento. A los pocos años promovió las famosas Hogueras de las Vanidades; enviaba a sus adláteres de puerta en puerta para confiscar objetos que consideraba pecaminosos: espejos, libros paganos, cosméticos, música lega e instrumentos musicales, tableros de ajedrez, cartas, ropas de gala y cuadros seculares. Lo confiscado se amontonaba en la piazza della Signoria y se le prendía fuego. El artista Botticelli, que cayó bajo el influjo de Savonarola, arrojó muchos de sus cuadros a la hoguera, donde es posible que también ardieran algunas pinturas de Miguel Ángel, junto con otras obras maestras del Renacimiento.
Bajo Savonarola, Florencia cayó en un grave declive económico. Los últimos tiempos de los que hablaba constantemente no acababan de llegar. En lugar de bendecir a la ciudad por su recuperada religiosidad, se diría que Dios la había abandonado. La gente corriente, sobre todo los jóvenes y los haraganes, empezaron a desafiar abiertamente los edictos de Savonarola. En 1497, una turba de jóvenes causó disturbios durante uno de sus sermones; los disturbios se propagaron y derivaron en una revuelta general. Se reabrieron las tabernas, se reanudó el juego, y la música y el baile pudieron oírse de nuevo en las sinuosas calles de Florencia.
Savonarola, al ver que perdía el control de la situación, empezó a pronunciar sermones cada vez más delirantes y condenatorios, hasta que cometió el error fatal de dirigir sus críticas a la Iglesia. El Papa lo excomulgó y lo mandó arrestar y ejecutar. La multitud penetró en el monasterio de San Marcos derribando las puertas, mató a algunos monjes y sacó a rastras a Savonarola, que fue acusado de innumerables delitos, entre ellos el de «error religioso». Tras varias semanas de tortura en el potro, fue crucificado con cadenas en la piazza della Signoria, en el mismo lugar donde había levantado las Hogueras de las Vanidades, y quemado. Tras arder durante horas, se trocearon sus restos y se mezclaron varias veces con maleza en llamas para que no quedara un solo pedazo de su persona que pudiera convertirse en una reliquia. Por último, sus cenizas fueron arrojadas a las aguas del Arno.
El Renacimiento resucitó. La violencia y la belleza de Florencia continuaron. Sin embargo, nada dura eternamente y, con el paso de los siglos, Florencia fue perdiendo su lugar entre las ciudades destacadas de Europa. Poco a poco se redujo a un páramo, célebre por su pasado pero invisible en el presente, mientras otras ciudades de Italia ganaban preponderancia, particularmente Roma, Nápoles y Milán.
Hoy día los florentinos son gente cerrada y, en opinión de otros italianos, rígida, altiva, clasista, excesivamente formal, retrógrada y estancada en la tradición. Son sobrios, puntuales y trabajadores. En el fondo, los florentinos se saben más civilizados que el resto de sus compatriotas. Dieron al mundo cuanto es elegante y bello, y con eso hicieron suficiente. Ahora pueden cerrar sus puertas a cal y canto y vivir sus vidas.
Cuando apareció el Monstruo de Florencia, los florentinos recibieron los asesinatos con incredulidad, angustia, terror y cierta fascinación morbosa. Sencillamente, no podían aceptar que su bellísima ciudad, la expresión física del Renacimiento, la cuna de la civilización occidental, pudiera esconder semejante monstruo.
Ante todo, no aceptaban la idea de que el asesino pudiera ser uno de ellos.
L
a noche del jueves 22 de octubre de 1981 llovía y hacía un frío impropio de esa época del año. Al día siguiente estaba programada una huelga general: todos los comercios, negocios y escuelas cerrarían para protestar por las medidas económicas del gobierno. Por consiguiente, era una noche de fiesta. Stefano Baldi había ido a casa de su novia, Susanna Cambi, para cenar con ella y sus padres, y después la había llevado al cine. Luego la pareja aparcó el coche en los Campos de Bartoline, al oeste de Florencia. Stefano, que había crecido en la zona y jugado en los campos de niño, conocía bien el lugar.
De día frecuentaban los Campos de Bartoline viejos pensionistas que cuidaban allí sus pequeños huertos, tomaban el aire y mataban el rato con chismorreos. Por la noche había un trasiego constante de coches con parejas jóvenes en busca de soledad e intimidad. Y, por supuesto, de mirones.
Stefano y Susanna aparcaron en un camino sin salida rodeado de viñedos. Frente a ellos se alzaban las siluetas oscuras e imponentes de los montes de la Calvana y a su espalda se oía el vago rumor del tráfico de la autopista. Esa noche, las nubes eclipsaban las estrellas y la luna creciente, y proyectaba una densa oscuridad sobre el paisaje.
A la mañana siguiente, a las once, un matrimonio anciano que se había acercado a regar su huerto descubrió el crimen. El Volkswagen Golf negro bloqueaba el camino, la puerta del lado izquierdo estaba cerrada, la ventanilla era una telaraña de grietas y la puerta derecha estaba abierta de par en par. La disposición era idéntica a la hallada en los dos homicidios dobles anteriores.
Spezi llegó a la escena del crimen poco después que la policía. Una vez más, policía y carabinieri no se habían molestado en acordonar el lugar. Todo el mundo —periodistas, agentes, fiscales, el médico forense— se paseaba a sus anchas, haciendo chistes malos en un intento vano de mantener a raya el horror de la escena.
Al poco de llegar, Spezi divisó a un coronel de los carabinieri al que conocía. Vestía una elegante americana de cuero gris, abotonada hasta el cuello para mitigar el frío otoñal, y fumaba un cigarrillo americano detrás de otro. El coronel sostenía en la mano una piedra que había encontrado a veinte metros de la escena del crimen. Era de granito, tenía forma de pirámide truncada y cada lado medía unos cinco centímetros de ancho. Spezi reconoció el objeto: se utilizaba en las viejas casas rurales de la Toscana durante los calurosos veranos para mantener las puertas de las habitaciones abiertas y de ese modo crear corrientes de aire.
Girando la piedra en la mano, el coronel se acercó a Spezi.
—Este tope para puertas es lo único potencialmente relevante que he encontrado en la escena. Me lo llevaré como prueba, puesto que es lo único que tengo. Puede que el asesino lo usara para romper la ventanilla del coche.
Veinte años más tarde, el trivial tope para puertas, recogido casualmente en un campo, se convertiría en la pieza central de una nueva y extraña investigación.
—¿Nada más, coronel? —preguntó Spezi—. ¿Ningún rastro? El suelo está empapado y blando.
—Hemos encontrado la huella de una bota de goma, de las de montar, en el suelo, junto a la hilera de vides que transcurre perpendicular al camino de tierra, justo al lado del Golf. La hemos registrado. Pero sabes tan bien como yo que cualquiera podría haber dejado esa huella… y también la piedra.