Read El monstruo de Florencia Online
Authors: Mario Spezi Douglas Preston
Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo
—Via dell'Arrigo, donde puñetas caiga eso… Por Scandicci, creo.
Spezi bajó la escalera como una bala y telefoneó a su director desde la cabina telefónica de la planta baja. Casualmente, sabía dónde estaba via dell'Arrigo: un amigo suyo era el propietario de la Villa dell'Arrigo, una espectacular finca situada en lo alto de la estrecha y tortuosa carretera rural del mismo nombre.
—Ve allí ahora mismo —dijo el director—. Te enviaremos un fotógrafo.
Spezi salió de la jefatura de policía y condujo a toda pastilla por las desiertas calles medievales de la ciudad en dirección a las colinas. A la una de la tarde de un domingo, la gente se hallaba en sus casas después de asistir a misa, preparándose para la comida más reverenciada de la semana en un país donde comer
in famiglia
es una actividad sagrada. Via dell'Arrigo ascendía por una empinada cuesta, atravesando viñedos, cipreses y olivares centenarios. A medida que la carretera se aproximaba a las pronunciadas y arboladas cimas de las colinas de Valicaia, las vistas se extendían hasta abarcar la ciudad de Florencia con los grandes Apeninos detrás.
Spezi divisó el coche patrulla del jefe de los carabinieri locales y aparcó al lado. Reinaba el silencio. Cimmino y su brigada no habían llegado aún, y tampoco el médico forense. El agente de los carabinieri que vigilaba el lugar conocía bien a Spezi, por lo que no lo detuvo cuando pasó por su lado saludándolo con un movimiento de cabeza. Spezi prosiguió por un sendero de tierra que atravesaba un olivar, hasta el pie de un ciprés solitario. Desde ahí podía ver la escena del crimen, que no estaba protegida ni acordonada.
Aquella imagen, me contó Spezi, se le quedaría grabada en la mente para siempre. La campiña toscana se extendía bajo un cielo azul cobalto. Un castillo medieval rodeado de cipreses coronaba un monte cercano. A lo lejos, en la calima de principios de verano, la cúpula de ladrillos del Duomo se elevaba sobre la ciudad de Florencia, la encarnación física del Renacimiento. El joven parecía dormir en el asiento del conductor. Tenía la cabeza apoyada en la ventanilla, los ojos cerrados, el semblante terso y tranquilo. Solo una pequeña marca negra en la sien, a la misma altura que un agujero en la resquebrajada ventanilla, indicaba que se había producido un crimen.
En el suelo, volcado sobre la hierba, había un bolso de paja, abierto, como si alguien hubiera hurgado en él antes de desecharlo.
Spezi oyó un rumor de pasos en la hierba. El agente de los carabinieri se detuvo a su espalda.
—¿Y la mujer? —preguntó Spezi.
El agente apuntó con el mentón hacia la parte trasera del coche. Algo alejado del vehículo, el cuerpo de la chica yacía boca arriba al pie de un pequeño terraplén, rodeado de flores silvestres. También le habían disparado y estaba desnuda salvo por una cadena de oro alrededor del cuello, que había quedado entre sus labios entreabiertos. Los ojos, azules, estaban abiertos y parecían mirar a Spezi con asombro. La imagen era extrañamente tranquila, serena, sin signos de lucha o desconcierto, como un diorama. Pero había un detalle escalofriante: la zona púbica bajo el abdomen de la víctima sencillamente no estaba.
Spezi se volvió y tropezó con el agente, que pareció entender la pregunta reflejada en sus ojos.
—Durante la noche… vinieron los animales… El fuerte sol hizo el resto.
Spezi sacó un Gauloises del bolsillo y lo encendió bajo la sombra del ciprés. Fumó en silencio, a medio camino entre las dos víctimas, reconstruyendo el crimen en su cabeza. Era obvio que la pareja había sido atacada mientras hacía el amor en el coche; probablemente habían subido hasta allí después de pasar la noche bailando en Disco Anastasia, un local situado en la base de la colina y frecuentado por adolescentes. (La policía confirmaría más tarde que así fue.) Aquella noche había habido luna nueva. El asesino debió de acercarse con sigilo en la oscuridad; tal vez estuvo un rato viendo cómo hacían el amor y atacó en el momento en el que la pareja era más vulnerable. Había sido un crimen de bajo riesgo —un crimen cobarde— disparar a bocajarro a dos personas atrapadas en el reducido espacio de un coche, cuando eran completamente ajenas a lo que sucedía a su alrededor.
El primer disparo fue para el muchacho, a través de la ventanilla del coche, y lo más probable es que no llegara a enterarse de lo que sucedía. La chica tuvo un final más cruel; ella sí debió de enterarse. Después de matarla, el asesino la sacó a rastras del coche —Spezi podía ver las marcas en la hierba— y la dejó en la base del terraplén. El lugar estaba sorprendentemente desprotegido. Se hallaba al lado de un sendero que transcurría paralelo a la carretera, abierto y visible desde múltiples ángulos.
La llegada del inspector jefe Sandro Federico y el fiscal Adolfo Izzo, junto con el equipo forense, interrumpió las cavilaciones de Spezi. Federico mostraba la actitud relajada de un romano, un aire de divertida despreocupación. Para Izzo, en cambio, este era su primer destino y estaba hecho un manojo de nervios. Salió disparado del coche patrulla y fue directo a Spezi.
—¿Qué está haciendo aquí, señor? —preguntó indignado.
—Trabajar.
—Tiene que abandonar el lugar ahora mismo. No puede estar aquí.
—Vale, vale… —Spezi había visto cuanto necesitaba ver.
Se guardó el bolígrafo y la libreta, subió al coche y regresó a la jefatura de policía. En el pasillo, frente al despacho de Cimmino, tropezó con un sargento al que conocía bien; de cuando en cuando se habían echado una mano. El sargento sacó una fotografía del bolsillo y se la enseñó.
—¿La quieres?
Era una foto de las dos víctimas sentadas sobre un muro de piedra, abrazándose.
Spezi la cogió.
—Te la devolveré esta tarde, cuando hayamos sacado una copia.
Cimmino facilitó a Spezi los nombres de las víctimas: Carmela De Nuccio, veintiún años, trabajaba para la casa de modas Gucci de Florencia. El hombre era Giovanni Foggi, de treinta años, empleado de la compañía eléctrica local. Estaban prometidos. Un agente de policía fuera de servicio que estaba disfrutando de un paseo dominical por el campo había encontrado los dos cadáveres a las diez y media de la mañana. El crimen se había producido poco antes de medianoche, pero había una suerte de testigo: un agricultor que vivía al otro lado de la carretera. Había oído la canción «Imagine», de John Lenon, que procedía de un coche estacionado en el prado. De repente la canción se había interrumpido. No escuchó ningún disparo de la que era claramente una pistola de calibre 22, a juzgar por los cartuchos encontrados en la escena del crimen: balas Winchester serie H. Cimmino dijo que ninguna de las dos víctimas tenía antecedentes penales ni enemigos, excepto el hombre al que Carmela había dejado cuando empezó a salir con Giovanni.
—Es espantoso —dijo Spezi a Cimmino—. Nunca había visto nada igual en esta zona… Y qué horror lo que hicieron esos animales…
—¿Qué animales? —le interrumpió Cimmino.
—Los animales que llegaron durante la noche y le hicieron eso a la chica… entre las piernas.
Cimmino le miró sorprendido.
—¡Qué coño los animales! Fue el asesino quien lo hizo.
Spezi sintió que se le helaba la sangre.
—¿El asesino? Pero ¿qué hizo? ¿Acuchillarla?
El inspector Cimmino respondió con naturalidad, quizá en un esfuerzo por mantener el horror a raya.
—No, no la acuchilló. Simplemente le cortó la vagina… y se la llevó.
Spezi no lo entendió enseguida.
—¿Que se llevó la vagina? ¿Adónde? —En cuanto formuló la pregunta se dio cuenta de lo estúpida que sonaba.
—El caso es que no está. El asesino se la llevó.
A
las once de la mañana del día siguiente, lunes, Spezi fue en coche hasta el distrito de Careggi, situado en las afueras de Florencia. La temperatura era de cuarenta grados a la sombra y la humedad rozaba la de una ducha caliente; una neblina de contaminación cubría como un manto la ciudad. Descendió por una carretera llena de baches hasta un gran edificio de color amarillo, una villa deteriorada, con desconchados del tamaño de un plato en las paredes, que en ese momento formaba parte de un complejo hospitalario.
La recepción de la oficina del forense era una sala oscura dominada por una enorme mesa de mármol donde descansaba un ordenador cubierto, como un cadáver; con una sábana blanca. El resto de la mesa estaba vacío. Detrás, en un nicho abierto en la pared, el busto de bronce de alguna lumbrera en el campo de la anatomía miraba con expresión severa a Spezi.
De la recepción partía una escalera de mármol que subía y bajaba. Spezi la bajó.
La escalera conducía a un pasadizo subterráneo con puertas a ambos lados e iluminado con tubos fluorescentes que emitían un constante zumbido. Las paredes eran de azulejos. La puerta del fondo estaba abierta y por ella escapaba el chirrido estridente de una sierra para huesos. Un reguero de líquido oscuro salía hasta el pasillo y desaparecía por un desagüe.
Spezi entró.
—¡Mira quién está aquí! —exclamó Fosco, el ayudante del médico forense. Cerró los ojos, estiró los brazos y citó a Dante—: «No son muchos los que me buscan aquí…».
—Ciao
, Fosco —saludó Spezi—. ¿Quién es? —Señaló con el mentón un cadáver tumbado en una camilla de cinc sobre el que estaba trabajando un empleado del depósito. Acababa de abrirle el cráneo con la sierra circular. Sobre la camilla, junto al pálido rostro del cadáver, descansaban una taza de café vacía y las migajas de un brioche recién engullido.
—¿Ese? Todo un erudito. Nada menos que un distinguido profesor de la Accademia della Crusca. Pero esta noche, como puedes ver, he sufrido otra decepción. Acabo de abrirle la cabeza y mira lo que encuentro. ¿Dónde está toda esa sabiduría? ¡Ja! Por dentro es igualito que la puta albanesa que abrí ayer. Seguramente el profesor se creía mejor que ella, pero cuando los he abierto he descubierto que son iguales. Y los dos tuvieron el mismo destino: mi camilla de cinc. ¿De qué le sirvió empaparse de tanto libro? ¡Bah! Sigue mi consejo, periodista: come, bebe y diviértete…
Una voz educada habló desde la puerta e interrumpió a Fosco.
—Buenas tardes, señor Spezi. —Era Mauro Maurri, el forense en persona. Parecía un caballero salido de la campiña inglesa: ojos azul claro, pelo gris algo largo, chaqueta beige y pantalones de pana—. ¿Subimos a mi despacho? Conversaremos más tranquilos.
El despacho de Mauro Maurri era una estancia estrecha y alargada, forrada de libros y revistas sobre criminología y patología forense. Tenía la ventana cerrada para mantener el calor a raya y solo había encendido la lamparilla de su mesa; el resto del despacho quedaba a oscuras.
Spezi tomó asiento, sacó un paquete de Gauloises, le ofreció a Maurri, que rechazó con un ligero movimiento de cabeza, y se encendió uno.
Maurri habló pausadamente:
—El asesino utilizó un cuchillo o algún instrumento afilado que tenía una muesca o un diente en el centro. Quizá se trate de un defecto, quizá no. Podría ser un tipo de cuchillo con esa forma. A mí me parece, aunque no podría jurarlo, que se trata de un cuchillo de submarinismo. El asesino realizó tres cortes para extraer el órgano.
El primero en la dirección de las agujas del reloj, de las once a las seis; el segundo en dirección contraria a las agujas del reloj, nuevamente de las once a las seis. El tercer corte iba de arriba abajo, para despegar el órgano. Tres cortes limpios y firmes con una hoja sumamente afilada.
—Como Jack.
—¿Disculpe?
—Jack el Destripador.
—Claro, Jack el Destripador. No… no como él. Nuestro asesino no es cirujano. Ni carnicero. En este caso no se precisaban conocimientos de anatomía. Los investigadores desean saber si se trata de una operación bien hecha. ¿Qué quieren decir con eso de una operación «bien hecha»? ¿Quién ha hecho alguna vez una operación de ese tipo? La persona que lo hizo actuó sin vacilar, de eso no hay duda. Podría tratarse de alguien que utiliza determinadas herramientas en su oficio. ¿No es cierto que la chica trabajaba el cuero para Gucci? ¿No utilizaba ella un cuchillo de zapatero? Y su padre, ¿no trabajaba también el cuero? A lo mejor fue alguien de su entorno… Tuvo que hacerlo alguien diestro con el cuchillo, un cazador o un taxidermista… Y, sobre todo, alguien con determinación y nervios de acero. Aunque estuviera manejando un cadáver, la chica acababa de morir.
—Doctor Maurri —dijo Spezi—, ¿tiene alguna idea de lo que pudo haber hecho con el… fetiche?
—Se lo ruego, no me haga esa pregunta.
Cuando la tarde del lunes languidecía en una indolencia sofocante y no parecía que por el momento fueran a surgir más novedades sobre el caso, se convocó una reunión en el despacho del director de
La Nazione.
El dueño del periódico estaba allí, así como el redactor jefe, el director de noticias, varios periodistas y Spezi.
La Nazione
era el único periódico que poseía información sobre la mutilación del cadáver; los demás diarios no sabían nada. Sería una gran primicia. El director opinaba que los pormenores del crimen debían aparecer en el titular. El redactor no estaba de acuerdo, pues consideraba que eran demasiado importantes. Mientras Spezi leía sus notas en voz alta para ayudar a tomar una decisión, un joven periodista de crónica negra irrumpió bruscamente en el despacho.
—Lamento interrumpirles —dijo—, pero acabo de recordar algo. Si no me equivoco, hace cinco o seis años se produjo un crimen similar.
El director se levantó de un salto.
—¿Ahora nos lo dices, justo antes del cierre? ¿Estabas esperando a que el periódico estuviera en la imprenta para «recordar»?
El periodista se amilanó, ignorando que la cólera del hombre era puro teatro.
—Lo siento, señor, se me acaba de ocurrir ahora. ¿Recuerda aquel doble homicidio cerca de Borgo San Lorenzo? —Guardó silencio, a la espera de una respuesta. Borgo San Lorenzo era un pueblo en las colinas situado a unos treinta kilómetros de Florencia, en dirección norte.
—¡Vamos, continúa! —bramó el director.
—Una joven pareja fue asesinada en Borgo mientras mantenían relaciones sexuales en un coche. ¿Recuerda que el asesino introdujo una rama en la… vagina de la chica?
—Ahora empiezo a recordar. ¿Qué estabas haciendo? ¿Durmiendo? Tráeme el expediente de ese caso. Y ponte a escribir un artículo de inmediato. Ya sabes, las similitudes, las diferencias… ¡Vamos! ¿Qué haces todavía aquí?