El monstruo de Florencia (7 page)

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Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

El caso del Monstruo sacudió de tal modo a la ciudad que pareció que resucitara el espíritu de Savonarola, el siniestro monje de San Marcos, y sus acaloradas diatribas contra la decadencia de la sociedad. Hubo quienes utilizaron al Monstruo para despotricar contra Florencia y su supuesta depravación moral y espiritual, contra la codicia y el materialismo de su clase media. «El Monstruo —escribió un redactor— es la expresión viviente de esta ciudad de comerciantes entregados a una orgía de indulgencia narcisista fomentada por sacerdotes, personajes influyentes, profesores engreídos, políticos y escritorzuelos… El Monstruo es un vulgar vindicador de clase media que se oculta tras una careta de respetabilidad burguesa. Es, simplemente, un hombre con mal gusto.»

Otros pensaban que el Monstruo era un monje o un sacerdote. Alguien escribió en una carta a
La Nazione
que los cartuchos encontrados en las escenas de los crímenes estaban viejos y descoloridos «porque en un monasterio es fácil que una vieja pistola y unas balas permanezcan largo tiempo olvidadas en algún rincón oscuro». El autor de la carta señalaba algo que los florentinos llevaban tiempo comentando: el asesino podía ser un sacerdote a lo Savoranola que se dedicaba a descargar la ira de Dios sobre los jóvenes por fornicar y por su depravación. También aventuraba que la rama de vid introducida en la primera víctima podía ser un mensaje bíblico recordando las palabras de Jesús de que «todo sarmiento que en mí no lleva fruto, mi Padre lo cortará».

Los detectives de la policía también se tomaron en serio la teoría de Savonarola, por lo que procedieron a investigar a ciertos sacerdotes conocidos por sus hábitos extraños o inusuales. Varias prostitutas florentinas contaron a la policía que de vez en cuando entretenían a un cura de gustos más bien excéntricos. El hombre les pagaba generosamente no por obtener sexo normal, sino por el privilegio de afeitarles el vello púbico. La policía se interesó por él puesto que disfrutaba manejando una cuchilla en esa zona concreta. Las chicas facilitaron a la policía su nombre y dirección.

Una cristalina mañana de domingo, un reducido grupo de policías y carabinieri vestidos de paisano y encabezados por dos jueces, entraron en una vieja iglesia rural rodeada de cipreses en las encantadoras colinas al sudoeste de Florencia. El sacerdote recibió a la comitiva en la sacristía, ya que se estaba poniendo las vestiduras sagradas para decir misa. Le mostraron una orden judicial, le comunicaron la razón de su visita y expresaron su intención de registrar la iglesia, los terrenos, los confesionarios, los altares, los relicarios y el tabernáculo.

El sacerdote se tambaleó y estuvo a punto de caer desmayado al suelo. No intentó negar su vocación nocturna de barbero de señoritas, pero juró que no era el Monstruo. Dijo que entendía que tuvieran que registrar el lugar, pero les rogó que mantuvieran en secreto la razón de su visita y esperaran a que hubiera terminado el oficio.

El cura pudo celebrar la misa ante sus feligreses, a la que también asistieron los policías e investigadores, que en todo momento se comportaron como tipos de ciudad disfrutando de una misa en el campo. Entretanto, no quitaban ojo al cura para no correr el riesgo de que, durante el oficio, destruyera alguna pista crucial.

El registro se llevó a cabo en cuanto los feligreses se hubieron marchado, pero los investigadores únicamente confiscaron la cuchilla del sacerdote, que enseguida quedó descartado.

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ese al enorme éxito en su carrera periodística cubriendo el caso del Monstruo, no todo era color de rosa para Spezi. El salvajismo de los crímenes estaba haciendo mella en él. Empezó a sufrir pesadillas y a temer por la seguridad de Myriam, su bella esposa flamenca, y Eleonora, su bebé. Los Spezi vivían en una vieja villa convertida en apartamentos sobre una colina con vistas a la ciudad, situada en el corazón de la campiña donde acechaba el Monstruo. El seguimiento del caso le planteaba terribles preguntas, para las que no tenía respuesta, sobre el bien y el mal, sobre Dios y la naturaleza humana.

Myriam insistía en que buscara ayuda y Spezi finalmente cedió. Católico practicante, en lugar de visitar a un psiquiatra acudió a un monje que dirigía una consulta de salud mental en su celda de un monasterio franciscano del siglo XX que se caía a pedazos. El hermano Galileo Babbini era bajo y llevaba unas gafas de culo de botella que agrandaban sus penetrantes ojos negros. Siempre tenía frío, incluso en verano, por lo que llevaba un abrigo gastado debajo de su hábito marrón de monje. Parecía salido de la mismísima Edad Media; sin embargo era un psicoanalista altamente cualificado con un doctorado por la Universidad de Florencia.

El hermano Galileo combinaba el psicoanálisis con el cristianismo místico para aconsejar a personas que se estaban recuperando de algún trauma grave. Sus métodos no eran suaves, y se mostraba implacable en la búsqueda de la verdad. Poseía una capacidad casi sobrenatural para ver el lado oscuro del alma humana. Spezi estuvo visitándolo mientras duró el caso, y me contó que el hermano Galileo le había salvado la cordura y puede que hasta la vida.

La noche de los asesinatos en los Campos de Bartoline, una pareja que se hallaba en la zona había adelantado a un Alfa Romeo rojo en una de esas carreteras estrechas, con muros a los lados, tan habituales en la campiña florentina. Los coches pasaron casi rozándose y la pareja pudo ver de cerca al ocupante del otro vehículo. Según contaron a la policía, era un hombre, y parecía tan nervioso que tenía la cara contraída. Facilitaron una descripción al equipo forense, que la utilizó para crear un retrato robot de un hombre de rostro duro y rasgos toscos. Una frente marcada por profundos surcos remataba una cara extraña de ojos grandes y torvos, nariz aguileña y labios finos y apretados.

Pero la oficina del fiscal, preocupada por el clima de histeria que se estaba apoderando de Florencia, decidió mantener el retrato en secreto por temor a que desencadenara una caza de brujas.

Un año después de los asesinatos de los Campos de Bartoline la investigación no había avanzado. Cuando llegó el verano de 1982, la angustia se apoderó de la ciudad. Como si lo hubiera programado, el primer sábado sin luna, el 19 de junio de 1982, el Monstruo atacó de nuevo en el corazón de la región de Chianti, al sur de Florencia. Las víctimas, Antonella Migliorini y Paolo Mainardi, tenían veintipocos años y estaban prometidos. Pasaban tanto tiempo juntos que sus amigos les llamaban, en broma, Vinavil, la marca de un conocido pegamento.

La pareja era de Montespertoli, población célebre por sus vinos y trufas blancas, así como por algunos magníficos castillos que coronaban las colinas circundantes. Pasaron la primera parte de la noche con un numeroso grupo de jóvenes en la piazza del Popolo, bebiendo Coca-Cola, comiendo helados y escuchando la música pop que los sábados por la noche tronaba en el puesto que los vendía.

Después, Paolo convenció a Antonella para dar una vuelta en coche por el campo, pese al terror que ella siempre decía que le producía el Monstruo. Se adentraron en la noche aterciopelada de la Toscana, tomando una carretera que transcurría paralela a un caudaloso torrente. Cruzaron las verjas del enorme castillo almenado de Poppiano, propiedad de los condes de Gucciardini desde hacía novecientos años, y giraron por un camino sin salida. Los grillos cantaban en el cálido aire de la noche, las estrellas brillaban en el cielo y un muro de fragante vegetación a uno y otro lado del coche proporcionaban la necesaria intimidad.

En ese momento, Antonella y Paolo se hallaban casi en el centro geográfico de lo que podría llamarse el mapa de los crímenes pasados y futuros del Monstruo.

Una reconstrucción del crimen determinó lo que sucedió después. La pareja había terminado de hacer el amor y Antonella se había trasladado al asiento de atrás para vestirse. Paolo, al parecer, vio al asesino merodeando alrededor del coche, pisó el acelerador y retrocedió a todo gas por el camino sin salida. El Monstruo, pillado por sorpresa, disparó contra el coche y dio a Paolo en el hombro izquierdo. La chica, aterrorizada, se abrazó a la cabeza de su novio con tanta fuerza que, más tarde, el cierre de su reloj apareció enredado en el pelo del muchacho. El coche salió del camino, cruzó como un cohete la carretera principal y se hundió en la zanja opuesta. Paolo puso primera e intentó salir, pero las ruedas traseras habían quedado atrapadas en la zanja y giraban en vano.

El Monstruo, de pie al otro lado de la carretera, envuelto por las luces del coche, apuntó fríamente con su Beretta y disparó contra los dos faros, uno después de otro, con perfecta precisión. Los dos cartuchos cayeron al suelo, junto a la carretera, marcando el lugar exacto desde donde había apuntado. El Monstruo cruzó la carretera, abrió la portezuela y disparó a cada víctima en la cabeza. Sacó al muchacho del vehículo, se deslizó en el asiento del conductor e intentó liberar el coche, pero estaba completamente atascado. Finalmente desistió y, sin realizar la acostumbrada mutilación, huyó colina arriba tras arrojar las llaves del coche a unos cien metros del vehículo. Cerca de las llaves los investigadores encontraron un frasco vacío de Norzetam (piracetam), un suplemento alimenticio que se vende sin receta, del que se decía que mejoraba la memoria y la actividad cerebral. Fue imposible averiguar su procedencia.

El Monstruo había corrido un riesgo enorme al cometer el crimen al lado de la carretera principal en una ajetreada noche de sábado, y si salió airoso fue porque actuó con una sangre fría sobrehumana. Los investigadores determinaron más tarde que al menos seis coches habían pasado por esa carretera a la hora en la que se cometió el crimen. Un kilómetro más arriba había dos personas haciendo jogging, aprovechando el aire fresco de la noche, y cerca del desvío del castillo de Poppiano, en la cuneta, otra pareja había aparcado y estaba charlando con la luz interior encendida.

El primer coche que pasó después del crimen se detuvo creyendo que se había producido un accidente. Cuando los médicos llegaron, la chica estaba muerta pero el muchacho aún respiraba. Murió en el hospital sin haber recuperado el conocimiento.

Al día siguiente, uno de los fiscales al frente del caso, Silvia Della Monica, convocó a Mario Spezi y a otros periodistas en su despacho.

—Tenéis que echarme una mano con esto —dijo—. Quiero que escribáis que el muchacho fue trasladado con vida al hospital y que podría haber dicho algo importante. Tal vez no sirva de nada, pero podría asustar a alguien y hacer que dé un paso en falso. Nunca se sabe.

Los periodistas así lo hicieron. Aunque no sirvió de nada, o por lo menos eso pareció al principio.

Ese mismo día, después de una larga y polémica reunión, los jueces encargados del caso decidieron hacer público el retrato robot del sospechoso conseguido tras el doble homicidio en los Campos de Bartoline. El 30 de junio, el rostro del sospechoso desconocido apareció en las portadas de toda Italia junto con la descripción del Alfa Romeo rojo.

La respuesta dejó atónitos a los investigadores. Sacos de correspondencia e incontables llamadas colapsaron las oficinas de la policía, los carabinieri, los fiscales y los periódicos locales. Muchas personas vieron en esa cara tosca y feroz a algún rival en los negocios o en el amor, un vecino, un médico o un carnicero local. «El Monstruo es un profesor de obstetricia, ex director del Departamento de Ginecología del hospital de…», decía una acusación.

Otro individuo aseguraba que se trataba de un vecino «a quien lo abandonó su esposa, luego una novia, y otra novia, y ahora vive con su madre». La policía y los carabinieri no daban abasto con tanta pista.

Decenas de personas se descubrieron siendo el blanco de escrutinios y sospechas. El día que se publicó el retrato robot, una multitud amenazadora se congregó frente a una carnicería próxima a la Porta Romana de Florencia, muchos con el retrato del periódico en la mano. Cada persona que llegaba, entraba en la carnicería para verlo con sus propios ojos y luego se unía a la multitud. La carnicería tuvo que cerrar durante una semana.

Ese mismo día, un pizzero de la pizzería Red Pony también se convirtió en blanco de las sospechas porque guardaba un parecido asombroso con el retrato robot. Una pandilla de niños empezó a burlarse de él: entraban en la pizzería con el retrato, hacían la comparación con grandes aspavientos y huían despavoridos. Al día siguiente, después de comer, el hombre se rebanó la garganta.

La policía recibió treinta y dos llamadas que identificaban a un taxista del viejo barrio de San Frediano de Florencia como el Monstruo. Un inspector de policía decidió comprobarlo; llamó a la compañía de taxis y se las ingenió para que el taxista fuera a recogerlo y lo llevara a la jefatura, donde sus hombres rodearon el vehículo y ordenaron al taxista que bajara. Cuando salió, los agentes se quedaron de piedra: el hombre guardaba tal parecido con el retrato robot que podría haberse tratado de una foto suya. El inspector pidió que lo llevaran a su despacho donde, para su sorpresa, el taxista soltó un gran suspiro de alivio.

—Si no me hubieran traído ustedes —dijo—, habría venido yo mismo en cuanto hubiera terminado mi turno. Desde que se publicó esa foto mi vida ha sido un infierno. Solo he tenido clientes que de repente querían bajar del coche a media carrera.

Una investigación determinó enseguida que el taxista no pudo cometer los crímenes. El parecido era mera coincidencia.

Una gran multitud asistió al funeral de Paolo y Antonella, las dos víctimas. El cardenal Benelli, arzobispo de Florencia, hizo la homilía, que se convirtió en una crítica contra el mundo moderno.

—Mucho se ha dicho en estos trágicos tiempos —entonó— sobre monstruos, locura y crímenes de inimaginable brutalidad, pero todos sabemos que la locura no nace de la nada; la locura es la explosión irracional y violenta de un mundo, una sociedad, que ha perdido sus valores, que se aleja cada vez más del espíritu humano. Esta tarde —terminó el cardenal—, nos hemos congregado aquí como testigos mudos de una de las peores derrotas de todo aquello que es bueno en el género humano.

Los prometidos fueron enterrados el uno al lado del otro, con la única foto en la que aparecían juntos colocada entre las dos tumbas.

Entre la avalancha de acusaciones, cartas y llamadas telefónicas que llegaban a las oficinas de los carabinieri de Florencia destacó una extraña misiva. El sobre solo contenía el recorte, amarillento y desgastado, de un viejo artículo publicado en
La Nazione
que hablaba del asesinato, casi ya olvidado, de una pareja que estaba haciendo el amor en un coche aparcado en la campiña florentina. Les habían disparado con una Beretta cargada con balas Winchester serie H; la policía había recuperado los cartuchos en la escena. Alguien había escrito en el recorte: «Echad otro vistazo a este crimen». Lo más escalofriante de todo era la fecha de su publicación: el 23 de agosto de 1968.

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