Read El monstruo de Florencia Online
Authors: Mario Spezi Douglas Preston
Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo
Alessandro Traversi.
Uno de los abogados de Mario Spezi.
Niño Filastó.
Uno de los abogados de Mario Spezi.
Winnie Rontini.
Madre de Pia Rontini, una de las víctimas del Monstruo.
Renzo Rontini.
Padre de Pia Rontini.
En
1969,
el año en que el hombre pisó la Luna, pasé un verano inolvidable en Italia. Tenía trece años. Nuestra familia había alquilado una casa de campo en la costa toscana, en lo alto de un promontorio de piedra caliza con vistas al Mediterráneo. Mis dos hermanos y yo nos pasábamos el día merodeando por una excavación arqueológica y nadando en una pequeña playa a la sombra de un castillo del siglo XV llamado la Torre de Puccini, donde el músico compuso su ópera
Turandot.
Cocinábamos pulpo en la playa, buceábamos entre los arrecifes y recogíamos antiguas teselas romanas en la erosionada costa. En un gallinero cercano encontré el borde de un ánfora romana de dos mil años de antigüedad, en la que estaban grabadas las letras
ses
y el dibujo de un tridente. Los arqueólogos me contaron que había sido fabricada por los Sestio, una de las familias de comerciantes más ricas a principios de la República romana. En un bar maloliente, al brillo parpadeante de un viejo televisor en blanco y negro, vimos que Neil Armstrong pisaba la Luna mientras el local estallaba en aplausos. Estibadores y pescadores se daban besos y abrazos, las lágrimas caían por sus curtidos rostros al tiempo que gritaban
«Viva l'America! Viva l'America!».
Ese verano supe que quería vivir en Italia. Con el tiempo me hice periodista y escritor de novelas de misterio. En 1999 la revista
The New Yorker
me envió a Italia para escribir un artículo sobre Masaccio, el enigmático pintor que inició el arte renacentista con sus poderosos frescos de la capilla Brancacci de Florencia y falleció a los veintiséis años, supuestamente envenenado. Una fría noche de febrero, en mi habitación de un hotel de Florencia con vistas al río Arno, telefoneé a Christine, mi esposa, y le pedí su opinión sobre la idea de vivir en Florencia. Dijo que le parecía bien. Al día siguiente llamé a una inmobiliaria y empecé a buscar apartamento. Dos días después ya había alquilado el ático de un palacio del siglo XV y hecho entrega del depósito. Como escritor podía vivir donde me apeteciera. ¿Por qué no en Florencia?
Mientras paseaba por la ciudad esa fría semana de febrero, empecé a pensar en la novela de misterio que escribiría una vez que nos hubiéramos instalado. Transcurriría en Florencia y se centraría en la desaparición de un cuadro de Masaccio.
Nos mudamos a Italia. Llegamos el 1 de agosto de 2000, Christine, nuestros hijos Isaac y Aletheia, de cinco y seis años respectivamente, y yo. Durante un tiempo vivimos en el ático que había alquilado con vistas a la piazza Santo Spirito y seguidamente nos trasladamos al campo, a Giogoli, un pueblo situado en las colinas al sur de Florencia. Alquilamos una casa de piedra rodeada de olivares, que descansaba sobre la ladera de una montaña al final de un camino de tierra.
Empecé a documentarme para mi novela. Dado que iría sobre asesinatos, tenía que informarme en la medida de lo posible sobre el procedimiento y los métodos de investigación criminal de la policía italiana. Un amigo italiano me facilitó el nombre de un conocido periodista de sucesos llamado Mario Spezi, quien llevaba más de veinte años trabajando en la sección de
cronaca ñera
(crónica negra) de
La Nazione,
el periódico de la Toscana y el centro de Italia. «Sabe más sobre la policía que la propia policía», me dijo.
Y así fue como un día me encontré en una sala sin ventanas situada al fondo del Caffé Ricchi de la piazza Santo Spirito, sentado a una mesa frente a Mario Spezi en persona.
Spezi era un periodista de la vieja escuela, agudo, cínico y mordaz, con una comprensión del absurdo muy desarrollada. Nada de lo que un ser humano pudiese hacer, por depravado que fuera, conseguía sorprenderle. Una espesa mata de pelo gris coronaba un rostro atractivo, curtido y sardónico, punteado por dos astutos ojos castaños que acechaban tras unas gafas de montura dorada. Vestía gabardina y un sombrero de fieltro estilo Bogart (parecía salido de una novela de Raymond Chandler), y era un fanático del blues americano, el cine negro y Philip Marlowe.
La camarera nos sirvió dos cafés solos y dos vasos de agua. Spezi soltó una bocanada de humo, se apartó el cigarrillo de la boca, bebió su café de un trago, pidió otro y devolvió el cigarrillo a sus labios.
Empezamos a hablar; Spezi pausadamente por consideración a mi deplorable italiano. Le conté la trama de mi libro. Uno de los personajes principales era un agente de los carabinieri, por lo que le pedí que me explicara cómo operaba ese cuerpo. Spezi me describió su estructura, sus diferencias con la policía y la forma como dirigían sus investigaciones; mientras, yo tomaba apuntes. Me prometió que me presentaría a un viejo amigo suyo que era coronel de los carabinieri. Acabamos hablando de Italia y me preguntó dónde vivía.
—En un pueblecito llamado Giogoli —respondí.
Las cejas de Spezi salieron disparadas hacia arriba.
—¿Giogoli? Lo conozco bien. ¿Dónde exactamente?
Le di la dirección.
—Giogoli… un pueblo encantador con mucha historia. Básicamente destaca por tres cosas. Aunque es posible que ya las conozca.
No las conocía.
Con una sonrisa picara, empezó a enumerarlas. La primera era la Villa Sfacciata, donde había vivido Américo Vespucio, quien, casualmente, era antepasado suyo. Vespucio fue el navegante, cartógrafo y explorador florentino que comprendió antes que nadie que su amigo Cristóbal Colón había descubierto un nuevo continente y no una costa inexplorada de la India, y que cedió su nombre, Americus en latín, al Nuevo Mundo. La segunda, prosiguió Spezi, era otra finca, llamada I Collazzi, cuya fachada se dice que diseñó Miguel Ángel, donde el príncipe Carlos se alojó con Diana y pintó muchas de sus célebres acuarelas del paisaje toscano.
—¿Y la tercera?
La sonrisa de Spezi se amplió.
—La más interesante de todas, y la tiene justo delante de su casa.
—Delante de nuestra casa solo hay un olivar.
—Precisamente. Y en ese olivar tuvo lugar uno de los asesinatos más espantosos de la historia de Italia. Un doble homicidio cometido por nuestro Jack el Destripador particular.
Como escritor de historias de asesinatos, estaba más intrigado que consternado.
—Le puse un nombre —continuó Spezi—. Lo bauticé
il Mostro di Firenze,
el Monstruo de Florencia. Cubrí el caso desde el principio. En
La Nazione,
mis compañeros me llamaban el «monstruólogo» del periódico. —Soltó una risa irreverente mientras echaba humo entre los dientes.
—Hábleme del Monstruo de Florencia.
—¿Nunca ha oído hablar de él?
—Nunca.
—¿En Estados Unidos no se conoce esa historia?
—En absoluto.
—Me sorprende. Casi parece… una historia americana. Incluso intervino su FBI con ese grupo que Thomas Harris hizo tan famoso, la Unidad de Ciencias del Comportamiento. Vi a Thomas Harris en uno de los juicios tomando apuntes en una libreta amarilla. Dicen que se inspiró en el Monstruo de Florencia para crear el personaje de Hannibal Lecter.
Ahora estaba realmente intrigado.
—Cuénteme la historia.
Spezi apuró su segundo café, encendió otro Gauloises y empezó a hablar a través del humo. Cuando su relato ganó ímpetu, sacó del bolsillo una libreta y un lápiz gastado y procedió a trazar un esquema de la narración. Raudo, el lápiz recorría el papel dibujando flechas y círculos, recuadros y líneas de puntos que mostraban las intrincadas conexiones entre los sospechosos, los asesinatos, las detenciones, los juicios y las muchas líneas de investigación fallidas. Era un relato largo, y Spezi hablaba con voz queda mientras la hoja en blanco de su libreta se iba llenando.
Yo escuchaba, al principio asombrado; luego estupefacto. Como autor de novelas sobre crímenes, me creía un entendido en historias truculentas. Había escuchado centenares. Pero a medida que el relato sobre el Monstruo de Florencia avanzaba, me di cuenta de que era una historia especial, una historia sin parangón. No exagero cuando digo que el caso del Monstruo de Florencia podría ser —solo podría ser— la historia sobre crimen e investigación más extraordinaria que el mundo ha conocido.
Entre 1974 y 1985 siete parejas —catorce personas en total— fueron asesinadas mientras hacían el amor dentro de un coche en las bellas colinas que rodean Florencia. El caso se convirtió en la investigación criminal más larga y cara de la historia de Italia. Se investigó a cerca de cien mil hombres y se detuvo a más de una docena, muchos de los cuales eran puestos en libertad después de que el Monstruo volviera a asesinar. Los rumores y las falsas acusaciones arruinaron innumerables vidas. La generación de florentinos que maduró durante el período en que ocurrieron los asesinatos asegura que este caso transformó la ciudad y también sus vidas. Hubo suicidios, exhumaciones, supuestos envenenamientos, restos humanos enviados por correo, sesiones de espiritismo en cementerios, pleitos, creación de pruebas falsas y despiadadas
vendettas
de los fiscales. La investigación fue como un tumor maligno que se extendió en el tiempo y en el espacio, y se reprodujo en varias ciudades generando nuevas investigaciones con nuevos jueces, policías y fiscales, con más sospechosos, más detenciones y muchas más vidas destrozadas.
Pese a tratarse de la persecución más larga de la historia moderna de Italia, el Monstruo de Florencia todavía no ha sido descubierto. Cuando llegué a Italia en el año 2000, el caso seguía pendiente de resolución y el Monstruo, presumiblemente, continuaba suelto.
Tras nuestro primer encuentro, Spezi y yo nos hicimos amigos y no tardé en compartir su fascinación por el caso. En la primavera de 2001 decidimos ir en busca de la verdad y dar con el auténtico asesino. Este libro narra la historia de esa investigación y de cómo, al final, encontramos al hombre que creemos que podría ser el Monstruo de Florencia.
Durante el proceso, Spezi y yo nos vimos involucrados en la historia. Me acusaron de cómplice de asesinato, de crear pruebas falsas, de perjurio y obstrucción a la justicia, y me amenazaron con arrestarme si volvía a poner los pies en suelo italiano. A Spezi le fue aún peor: le acusaron de ser el Monstruo de Florencia.
Pero empecemos por el principio. Por la historia que Spezi me contó.
La historia de
Mario Spezi
E
l 7 de junio de 1981 amaneció radiante en Florencia, Italia. Era un domingo tranquilo, con el cielo azul y una suave brisa que transportaba desde las colinas la fragancia de cipreses caldeados por el sol. Mario Spezi estaba sentado a su mesa de
La Nazione,
donde llevaba varios años trabajando de periodista, fumando y leyendo el periódico. Se le acercó el compañero que normalmente llevaba la sección de sucesos, una leyenda del diario que había sobrevivido a veinte años cubriendo la mafia.
El hombre se sentó en el borde de la mesa de Spezi.
—Esta mañana tengo una cita —dijo—. No está mal, casada…
—¿A tu edad? —dijo Spezi—. ¿Un domingo por la mañana antes de misa? ¿No te parece excesivo?
—¿Excesivo? Mario, ¡soy siciliano! —Se golpeó el pecho—. Provengo de la tierra que vio nacer a los dioses. Como te decía, confiaba en que esta mañana pudieras cubrir la sección de sucesos por mí y pasarte por la jefatura de policía, por si surge algo. Ya he hecho las llamadas pertinentes y la cosa está tranquila. Como todos sabemos —y en ese momento pronunció una frase que Spezi jamás olvidaría—, en Florencia nunca ocurre nada los domingos por la mañana.
Spezi se inclinó y le cogió la mano.
—Si el Padrino así lo ordena, obedeceré. Beso su mano, don Rosario.
Spezi holgazaneó en el periódico hasta las doce. Era el día más flojo e improductivo de las últimas semanas. Tal vez por ello empezó a apoderarse de él ese recelo que afecta a todos los periodistas de sucesos: la sensación de que algo podría estar sucediendo y otro podría llevarse la primicia. Así pues, se dirigió diligentemente a su Citroën y recorrió los setecientos metros que lo separaban de la jefatura de policía, un edificio vetusto y ruinoso situado en el casco viejo de Florencia, en otros tiempos un monasterio, donde los agentes de policía tenían sus diminutas oficinas en las antiguas celdas de los monjes. Subió los peldaños de la escalera de dos en dos hasta el despacho de Maurizio Cimmino, jefe de la brigada móvil. La puerta estaba abierta y su voz retumbaba, alta y quejumbrosa, en el pasillo.
Algo había sucedido.
Spezi encontró al jefe en mangas de camisa detrás de su mesa, chorreando sudor, con el teléfono encajado entre la barbilla y el hombro. La radio de la policía tronaba en segundo plano y varios agentes hablaban y blasfemaban en dialecto florentino.
Cimmino atisbo a Spezi en la puerta y se volvió furiosamente hacia él.
—Por Dios, Mario, ¿ya estás aquí? No me toques los cojones. Solo sé que son dos.
Spezi hizo ver que estaba al corriente de lo que fuera que estuviese hablando.
—De acuerdo, no le molesto más. Únicamente dígame dónde están.