El monstruo de Florencia (9 page)

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Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

Obviamente, se odiaban.

Una vez en la Toscana, Salvatore encontró trabajo de albañil. Francesco pasaba la mayor parte del tiempo en un bar de las afueras de Florencia frecuentado por delincuentes sardos. Era el cuartel extraoficial de tres famosos gángsteres de Cerdeña que habían exportado a la Toscana un clásico negocio sardo: el secuestro a cambio de un rescate. Estos hombres eran los responsables, en parte, de la oleada de secuestros que asoló la Toscana a finales de los sesenta y durante la década de los setenta. En una ocasión en la que el rescate no acababa de llegar, mataron a la víctima, un conde, y se deshicieron del cuerpo echándolo a unos cerdos comedores de carne humana, detalle que Thomas Harris utilizaría con gran efectismo en su novela
Hannibal.
Francesco Vinci, que nosotros sepamos, nunca participó en tales secuestros. Se dedicaba a pequeños atracos y hurtos, así como a otra venerable tradición sarda, el robo de ganado.

Salvatore alquiló una habitación en una vieja casa habitada por una familia sarda llamada Mele. Stefano Mele vivía con su padre, sus hermanos y su esposa, Barbara Locci. (En Italia, tradiciona l mente, la esposa conserva el apellido de soltera después de casarse.) Barbara Locci era sensual, con unos ojos color azabache, nariz gruesa y chata y labios bien formados. Le encantaban las faldas de tubo rojas que marcaban su insinuante figura. En Cerdeña, cuando todavía era una adolescente, su menesterosa familia la había obligado a casarse con Stefano, que provenía de una familia algo más acomodada. Era mucho mayor que ella y, para colmo,
uno stupido,
un pánfilo. Cuando la familia Mele emigró, se fue con ellos.

Una vez en la Toscana, la joven y alegre Barbara se dedicó a arruinar el honor de la familia Mele. Robaba dinero a sus suegros y se internaba en la ciudad en busca de hombres, a los que daba dinero y metía a escondidas en casa de los Mele. Stefano era incapaz de controlarla.

Con el objetivo de poner fin a sus devaneos nocturnos, el patriarca de la familia Mele, el padre de Stefano, puso barrotes de hierro en las ventanas de la planta baja y trató de mantener a su nuera encerrada en casa bajo llave. Pero de nada sirvió. Barbara enseguida sedujo al inquilino, Salvatore Vinci.

El marido de Barbara no representaba ningún obstáculo para el idilio. De hecho, lo fomentaba. Salvatore Vinci testificaría más tarde:

—No tenía celos. Fue él quien me propuso vivir en su casa cuando estaba buscando alojamiento. «¡Vente a vivir con nosotros! —me dijo—. Nos sobra una habitación.» «¿Cuánto me cobrarás?» «Lo que puedas pagar.» Así que me instalé en casa de los Mele. Enseguida me llevó a conocer a su mujer, que estaba en la cama. Luego me pidió con insistencia que la llevara al cine. Decía que no le importaba. Otras veces se iba a jugar a cartas al casino y me dejaba a solas con ella en la casa.

Un día un coche se estrelló contra su moto y Stefano estuvo varios meses convaleciente en el hospital. Al año siguiente, Barbara le dio un hijo, Natalino, pero cualquier persona capaz de contar hasta nueve se dio cuenta de que existían serias dudas sobre la paternidad de Natalino.

Harto de ver el honor de su familia pisoteado, el patriarca echó de casa a Stefano y a su esposa, junto con Salvatore. Stefano y Barbara alquilaron un cuchitril en un barrio obrero, al oeste de Florencia, donde ella siguió viendo a Salvatore con la plena (e incluso entusiasta) cooperación de su marido.

«¿Que cuál era su atractivo? —declararía más tarde Salvatore acerca de Barbara—. Digamos que cuando hacía el amor no era precisamente una estatua. Conocía bien el juego y sabía cómo jugarlo.»

El verano de 1968, Barbara dejó a Salvatore e inició una aventura con su hermano Francesco, el ba
lente
que se las daba de macho. Con él, Barbara adoptó el papel de chica de gángster: frecuentaba el bar sardo, bromeaba con los tipos duros y contoneaba las caderas. Se vestía como una mujer fatal. En una ocasión fue demasiado lejos, al menos en opinión de Francesco, que la agarró del pelo, la arrastró hasta la calle y le desgarró el ofensivo vestido, dejándola en bragas y medias en medio de una multitud boquiabierta.

A principios de agosto de 1968, un nuevo amante apareció en escena: Antonio Lo Bianco, un albañil de Sicilia moreno, alto y musculoso. También él estaba casado, pero eso no le impidió desafiar a Francesco. Cuentan que dijo: «¿Barbara? Me la habré tirado antes de que termine la semana». Y así fue.

Ahora, tanto Salvatore como Francesco tenían razones para sentirse enojados y humillados. Para colmo, Barbara acababa de robar seiscientas mil liras a Stefano, la indemnización recibida por el accidente de moto. Los Vinci y el clan Mele temían que se lo diera a Lo Bianco y decidieron recuperarlo.

La historia de Barbara Locci se aproximaba a su último capítulo.

El desenlace se produjo el 21 de agosto de 1968. Una reconstrucción meticulosa del crimen, realizada años después, desveló lo ocurrido. Barbara fue con su nuevo amante, Antonio Lo Bianco, al cine para ver la última película de terror japonesa. Se había llevado consigo a su hijo Natalino, de seis años, y después del cine los tres se marcharon en el Alfa Romeo blanco de Antonio. El coche salió de la ciudad, dejó atrás un cementerio y dobló por un camino de tierra. Avanzaron unos cientos de metros y aparcaron junto a un cañaveral, un lugar al que solían ir para mantener relaciones sexuales.

El pistolero y sus cómplices ya estaban escondidos allí. Esperaron a que Barbara y Lo Bianco empezaran a copular, ella sentada a horcajadas sobre él. La ventanilla izquierda trasera del coche estaba abierta —esa noche hacía calor— y el pistolero se acercó a ella con sigilo, introdujo la Beretta calibre 22 y apuntó. La pistola estaba a menos de un metro sobre la cabeza de Natalino, que dormía en el asiento de atrás. Casi a quemarropa —quedaron marcas de pólvora— el pistolero disparó siete tiros: cuatro a Lo Bianco y tres a Barbara. Cada bala hizo blanco con precisión, penetrando en órganos vitales; los dos murieron en el acto. Natalino se despertó al primer disparo y vio los brillantes fogonazos.

En la recámara de la pistola quedaba una bala. El tirador tendió el arma a Stefano Mele, que la cogió, la dirigió con mano trémula hacia el cuerpo sin vida de su esposa y apretó el gatillo. El tiro, pese a la corta distancia, fue salvaje y le perforó el brazo. Poco importaba, estaba muerta y el disparo tuvo su utilidad: contaminó la mano de Stefano con pólvora que, con toda seguridad, el test del guante de parafina, utilizado en aquellos tiempos, recogería. Mele, el simplón, pagaría por todos los demás. Alguien buscó en la guantera las seiscientas mil liras, pero no estaban. (Los investigadores las encontrarían más tarde ocultas en otro lugar del coche.)

Quedaba un problema: Natalino. No podían dejarlo en el coche con su madre muerta. Después del crimen, al ver a su padre con el arma en la mano gritó: «¡Es la pistola que ha matado a mamá!». Mele soltó la pistola, se subió a su hijo a los hombros y se alejó a pie mientras entonaba una canción para tranquilizarlo: «El atardecer». Dos kilómetros y medio después, Stefano dejó a su hijo en la puerta de la casa de unos desconocidos, llamó al timbre y desapareció. Cuando el propietario de la vivienda se asomó a la ventana, vio a un niño aterrorizado, de pie bajo el farol de su puerta. «¡Mi mamá y mi tío están muertos en el coche!», gritó el muchacho con voz temblorosa.

10

Y
a en el momento del doble homicidio de 1968, las investigaciones destaparon numerosas pistas que indicaban que los asesinatos habían sido cometidos por un grupo de hombres, pistas que fueron pasadas por alto o descartadas.

En aquel entonces, la policía i nterrogó minuciosamente a Nata lino, único testigo del crimen. Su declaración era confusa. Su padre había estado allí. En determinado momento, durante el interrogatorio, dijo: «Vi a Salvatore en las cañas», pero enseguida se desdijo y declaró que no era Salvatore sino Francesco, aunque finalmente confesó que su padre le había ordenado que dijera que era Francesco. Describió la «sombra» de otro hombre en la escena del crimen y habló vagamente de un «tío Piero» que también estaba presente, un hombre que «llevaba la raya del pelo en el lado derecho y trabajaba de noche»; debía de tratarse de su tío Piero Mucciarini, de profesión panadero. Luego dijo que no recordaba nada de lo ocurrido.

Uno de los agentes de los carabinieri, harto de las constantes contradicciones del muchacho, le amenazó: «Si no dices la verdad, te llevaré de nuevo con tu madre muerta».

La única información sólida que los investigadores creyeron haber obtenido del niño era que había visto a su padre en la escena del crimen con una pistola en la mano. Como marido agraviado, era el sospechoso perfecto. Arrestaron a Stefano Mele esa misma noche y rápidamente echaron por tierra su patética coartada, según la cual en el momento del crimen estaba en casa, enfermo. El test del guante de parafina desveló rastros de pólvora entre los dedos pulgar e índice de su mano derecha, la clásica marca de quien acaba de disparar una pistola. Hasta un simplón como Mele comprendió que después del test no tenía sentido seguir mintiendo, por lo que confesó haber estado presente en la escena del crimen. Puede que hasta cayera en la cuenta de que le habían tendido una trampa para incriminarlo.

Cauteloso, asustado, Mele contó a los carabinieri que Salvatore Vinci era el verdadero asesino:

—Un día —dijo—, me contó que tenía una pistola… Fue él. Él era el amante celoso de mi mujer. Fue él quien, después de que ella lo abandonara, amenazó con matarla. Lo dijo en más de una ocasión. Un día, cuando le pedí que me devolviera un dinero, ¿saben qué contestó? «Mataré a tu esposa por ti», eso fue lo que me dijo, «y ya no te deberé nada». ¡De veras que lo dijo!

Pero, a renglón seguido, Mele se retractó de sus acusaciones contra Salvatore Vinci y asumió toda la responsabilidad del crimen. En lo referente a qué había sido de la pistola, nunca dio una respuesta satisfactoria. «La arrojé a la acequia», aseguró, pero esa noche los carabinieri buscaron cuidadosamente en la acequia y alrededores y no encontraron nada.

A los carabinieri no les convencía la historia. No les parecía probable que un hombre que tenía problemas para orientarse en una habitación hubiera sido capaz de encontrar solo, y sin coche, la escena del futuro crimen, situada a varios kilómetros de su casa, tender una emboscada a los amantes y dispararles siete tiros. Cuando le presionaron, Stefano volvió a dirigir sus acusaciones contra Salvatore. «Era el único que tenía coche», dijo.

Los carabinieri decidieron reunirlos para ver qué pasaba. Fueron a buscar a Salvatore y se lo llevaron al cuartel. Los presentes dijeron que nunca olvidarían ese encuentro.

Salvatore entró en la habitación, en el papel de
balente
, rezumando seguridad en sí mismo. Se detuvo y clavó a Mele una mirada dura, penetrante. Mele rompió a llorar y se arrojó a los pies de Salvatore. «¡Perdóname! ¡Te lo ruego, perdóname!», sollozó. Vinci se volvió y se marchó sin pronunciar palabra. Ejercía un poder inexplicable sobre Stefano Mele, la capacidad de imponerle una
omertá
tan poderosa que Mele estaría dispuesto a pasarse la vida en la cárcel antes que desafiarla. Inmediatamente, Mele negó que Salvatore hubiera disparado y volvió a acusar a su hermano Francesco. No obstante, nuevamente presionado, insistió una vez más en que había cometido el doble asesinato solo.

Llegados a este punto la policía y el juez de instrucción (el juez que supervisa la investigación) se dieron por satisfechos. Independientemente de los pormenores, el crimen estaba resuelto: tenían la confesión del marido agraviado, respaldada por pruebas forenses y la declaración del hijo. Mele fue el único acusado del asesinato.

Durante el juicio en la Corte d'Assise, cuando Salvatore Vinci fue llamado a declarar se produjo una escena extraña. Mientras hablaba y gesticulaba, su mano atrajo la atención del juez. En un dedo llevaba la sortija de compromiso de una mujer.

—¿Qué anillo es ese? —preguntó el juez.

—Es la sortija de compromiso de Barbara —dijo, mirando severamente a Mele en lugar de al juez—. Ella me la regaló.

Mele fue declarado único culpable del doble homicidio y condenado a catorce años de prisión.

En 1982, los investigadores procedieron a elaborar una lista de los posibles cómplices de los asesinatos de 1968. En la lista figuraban los dos hermanos Vinci, Salvatore y Francesco, así como Piero Mucciarini y la «sombra» mencionada por Natalino.

Los investigadores estaban convencidos de que la pistola no había sido arrojada a la acequia, como aseguraba Stefano. La pistola empleada en un homicidio raras veces se vende, se regala o se tira despreocupadamente. En su opinión, uno de los cómplices de Mele debió de llevársela a casa para esconderla. Seis años después, la pistola había salido de su escondite, junto con la misma caja de balas, para convertirse en la pistola del Monstruo de Florencia.

Sabían que encontrar la pistola era clave para resolver el caso del Monstruo de Florencia.

La investigación de la pista sarda se centró primero en Francesco Vinci porque él era el ba
lente,
el gallito, el tipo con antecedentes penales. Era violento, pegaba a sus novias y se relacionaba con gángsteres. Salvatore, en cambio, parecía más tranquilo, un hombre trabajador que no se metía en problemas. Tenía un historial intachable. Para la policía toscana, que carecía de experiencia en asesinos en serie, Francesco Vinci parecía la elección más obvia.

Los investigadores desenterraron retazos de pruebas circunstanciales contra Francesco. Determinaron que no había estado lejos de las escenas de los crímenes los días en los que se cometieron. Entre hurtos, robos de ganado y aventuras con mujeres, siempre andaba de acá para allá. Cuando se produjo el doble homicidio de Borgo San Lorenzo en 1974, por ejemplo, lo localizaron cerca de la escena debido a una discusión entre él y un marido celoso, discusión en la que su sobrino favorito, Antonio, hijo de Salvatore Vinci, también participó. En el momento del crimen de Montespertoli, Francesco también había estado cerca, una vez más visitando a Antonio, que en aquel entonces vivía en un pueblo situado a seis kilómetros de la escena.

Una prueba fundamental contra Francesco, sin embargo, tardó un tiempo en salir a la superficie. A mediados de julio, los carabinieri de una ciudad de la costa sur de la Toscana informaron a los investigadores de Florencia que el 21 de junio habían encontrado un coche oculto en el bosque bajo un montón de ramas. Al final, por la matrícula, descubrieron que el coche pertenecía a Francesco Vinci.

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