Read El monstruo de Florencia Online
Authors: Mario Spezi Douglas Preston
Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo
El crimen se había cometido catorce años atrás.
D
ebido a un error burocrático, los cartuchos recogidos en la escena de ese antiguo crimen, que deberían haberse tirado, seguían descansando en una bolsa de nailon en los polvorientos archivos del caso.
Cada uno tenía en el borde la marca peculiar de la pistola del Monstruo.
Los investigadores se apresuraron a reabrir el viejo caso, pero el desconcierto fue inmediato: el doble asesinato de 1968 estaba resuelto. Había sido un caso clarísimo. Un hombre había confesado y había sido condenado por el doble homicidio, y no podía ser el Monstruo de Florencia, porque cuando este había cometido los primeros asesinatos el hombre estaba en la cárcel y desde su liberación había vivido en un centro de reinserción social, bajo la mirada vigilante de las monjas, tan débil que a duras penas podía caminar. Era imposible que hubiera cometido ninguno de los crímenes del Monstruo. Y su confesión no era falsa: contenía detalles tan concretos y precisos del doble homicidio que solo una persona presente en la escena habría podido conocer.
A primera vista, los hechos del crimen de 1968 parecían sencillos, sórdidos e incluso banales. Una mujer casada, Barbara Locci, tenía a un albañil siciliano como amante. Una noche, después de ir al cine, la pareja aparcó en un camino discreto para tener relaciones sexuales. El celoso marido les tendió una emboscada y, en pleno acto, los mató a tiros. El marido, un inmigrante de la isla de Cerdeña llamado Stefano Mele, fue detenido unas horas más tarde. Cuando el test del «guante de parafina» desveló que había disparado recientemente una pistola, se vino abajo y confesó que había matado a su esposa y a su amante en un arranque de celos. Le redujeron la condena a catorce años de cárcel por «enajenación mental».
Caso cerrado.
Nunca se recuperó la pistola utilizada en el crimen. En su día, Mele aseguró que la había arrojado a una acequia cercana, pero la noche del crimen la policía rastreó detenidamente la acequia y sus alrededores y no encontró nada. En aquel entonces, nadie prestó demasiada atención a la pistola desaparecida.
Los investigadores se reunieron en el centro de reinserción social donde vivía Mele, próximo a Verona. Lo sometieron a un interrogatorio implacable. Concretamente, querían saber qué había hecho con la pistola después del crimen. Pero nada de lo que Mele decía tenía sentido; tenía la cabeza medio ida. Se contradecía continuamente y daba la impresión de estar ocultando algo; parecía tenso y vigilante. No pudieron sonsacarle nada de valor. Cualquiera que fuera su secreto, lo escondía con tal tenacidad que parecía dispuesto a llevárselo a la tumba.
Stefano Mele se hospedaba en un feo edificio de color blanco situado en una llanura cercana al río Adige, en las afueras de la romántica ciudad de Verona. Vivía con otros ex presidiarios que, tras saldar su deuda con la sociedad, no tenían adonde ir, ni familia, ni la posibilidad de conseguir un empleo retribuido. De repente, el cura que dirigía la institución se encontró, como si no tuviera suficientes preocupaciones ya, con la tarea adicional de proteger al pequeño sardo de las manadas de periodistas hambrientos. Todos los reporteros intrépidos de Italia estaban empeñados en entrevistar a Mele; pero el cura estaba igualmente decidido a mantenerlos a raya.
Spezi, el monstruólogo de
La Nazione,
no se dejó desanimar tan fácilmente como el resto. Un día se presentó en el centro de reinserción social en compañía de un director de documentales con el pretexto de filmar un reportaje sobre la buena obra que llevaba a cabo el centro. Después de una entrevista halagüeña con el cura y una serie de supuestas entrevistas con algunos internos, finalmente se encontraron cara a cara con Stefano Mele.
La primera impresión fue desalentadora: el sardo, aunque no era viejo, se paseaba por la sala con pasos cortos, nerviosos, y con las piernas rígidas, como si estuviera a punto de caerse. Mover una silla era casi una proeza para él. Una sonrisa inexpresiva dejaba al descubierto un cementerio de dientes podridos. Poco tenía que ver con la imagen del frío asesino que, quince años atrás, había matado a dos personas con eficiencia y sangre fría.
Al principio, la entrevista no fue fácil. Mele se mostraba vigilante y suspicaz. Poco a poco, no obstante, se fue relajando e incluso empezó a abrirse a los documentalistas, feliz de haber encontrado a unos oyentes comprensivos en los que poder confiar. Finalmente los invitó a su habitación, donde les enseñó viejas fotografías de su «parienta» (así llamaba a su esposa asesinada, Barbara), y de Natalino, su hijo.
Pero cada vez que Spezi abordaba el viejo crimen de 1968 Mele se hacía el despistado. Sus respuestas eran largas y enrevesadas; se diría que soltaba cuanto le pasaba por la cabeza. Parecía un caso perdido. Al final, dijo algo extraño:
—Tienen que encontrar esa pistola, de lo contrario habrá más asesinatos… Seguirán matando… Seguirán matando…
Cuando Spezi se marchó, Mele le hizo un regalo: una postal de la casa y el balcón de Verona donde se decía que Romeo confesó su amor a Julieta.
—Tome —dijo Mele—. Yo soy el «hombre de la pareja» y esta es la pareja más famosa del mundo.
«Seguirán…» Solo cuando ya se había ido, Spezi cayó en la cuenta del uso del plural. Mele había dicho repetidas veces «seguirán», como si se refiriera a más de un Monstruo. ¿Por qué creía que había varios? Parecía indicar que no estaba solo cuando mató a su esposa y al amante. Tuvo cómplices. Y era evidente que Mele creía que esos cómplices habían seguido matando parejas.
En ese momento, Spezi comprendió algo que la policía ya había deducido: el de 1968 no fue un crimen pasional. Fue un asesinato colectivo, un asesinato de clan. Mele no estuvo solo en la escena del crimen: tuvo cómplices.
¿Era posible que uno de esos cómplices se hubiera convertido en el Monstruo de Florencia?
La policía empezó a investigar quién pudo haber estado con Mele la fatídica noche. Esta fase de la investigación hurgó profundamente en el extraño y violento clan sardo al que pertenecía Mele y que llegó a conocerse como la «pista sarda».
L
a investigación de la pista sarda arrojó luz sobre un curioso y casi olvidado rincón de la historia italiana: la emigración masiva de la isla de Cerdeña al continente italiano durante la década de 1960. Muchos de esos emigrantes fueron a parar a la Toscana, con lo que cambiaría para siempre el carácter de la provincia.
Remontarse a la Italia de principios de los sesenta significa hacer un viaje mucho más largo y profundo que una mera cuarentena de años. Italia era otro país entonces, un mundo que hoy día ha desaparecido.
El país se creó en 1871 por medio de la unión improvisada de grandes feudos y ducados agrupados torpemente para formar una nación. Los habitantes hablaban cerca de seiscientas lenguas y dialectos. Cuando el nuevo Estado italiano eligió el dialecto florentino como el «italiano» oficial, apenas el dos por ciento de la población lo hablaba. (Se eligió el florentino por encima del romano y el napolitano porque era el idioma de Dante.) Todavía en 1960, menos de la mitad de los ciudadanos sabía hablar el italiano oficial. Italia era un país pobre y aislado, azotado por la hambruna y la malaria, que seguía recuperándose de la enorme destrucción sufrida durante la Segunda Guerra Mundial. Pocos italianos tenían agua corriente en sus hogares, coche o electricidad. El gran milagro industrial y económico de la Italia moderna no había hecho más que empezar.
En 1960, la región más pobre y atrasada de toda Italia la formaban las áridas montañas, abrasadas por el sol, del interior de la isla de Cerdeña.
Esta Cerdeña era muy anterior a la de la Costa Esmeralda, los puertos y los clubes náuticos, los árabes millonarios, los campos de golf y las mansiones frente al mar. Era una cultura cerrada que vivía de espaldas al Mediterráneo. Los sardos siempre habían temido el mar porque, durante siglos, solo les había traído muerte, pillaje y violaciones. «Aquel que del mar llega, roba», reza un viejo dicho sardo. Del mar arribaron barcos exhibiendo la cruz cristiana de los písanos, que talaron los bosques sardos para construir su armada. Del mar procedían las negras falúas de los piratas árabes que se llevaban a sus mujeres y niños. Y muchos siglos atrás, cuenta la leyenda, del mar llegó un terrible tsunami que arrasó con las poblaciones costeras y obligó a sus habitantes a huir para siempre a las montañas.
La policía y los carabinieri encargados de investigar la pista sarda regresaron a esas montañas, concretamente a Villacidro, el pueblo de donde provenían muchos de los sardos relacionados con el clan de Mele.
En 1960, prácticamente nadie en Cerdeña hablaba italiano, pues los sardos tenían su propio idioma, el logudorés, considerada la más antigua y menos contaminada de las lenguas romances. Los sardos veían con indiferencia las leyes que imponían
sos italianos,
que era como llamaban a la gente del continente. Tenían su propia ley no escrita, el código de La Barbagia, antigua región de la Cerdeña central y una de las zonas más agrestes y despobladas de Europa.
En el corazón de ese código se hallaba la figura del
balente,
el forajido artero, el hombre astuto, diestro y valeroso que cuida de los suyos. Robar, sobre todo ganado, era una actividad encomiable según el código si se cometía contra otra tribu, porque, aparte de las ganancias que aportaba, constituía un acto heroico, un acto de
balentia.
El ladrón, al robar, demostraba su astucia y superioridad frente al adversario, que pagaba por su incapacidad para cuidar de sus rebaños. Reglas similares justificaban el rapto e incluso el asesinato. Al
balente
había que temerlo y respetarlo.
Los sardos, sobre todo los pastores, que pasaban casi toda su vida en un aislamiento nómada, despreciaban el Estado italiano, que veían como una fuerza de ocupación. Si un pastor, siguiendo el código de
balentia,
infringía las leyes impuestas por los «forasteros» (italianos), en lugar de pasar por la ignominia de la cárcel se convertía en forajido y se urna a grupos de fugitivos y bandoleros que vivían en las montañas y asaltaban otras comunidades. Incluso como forajido, seguía viviendo secretamente en su comunidad, donde gozaba de protección, hospitalidad y, además, admiración. Los bandidos, a cambio, repartían entre la comunidad parte de su botín y se guardaban de cometer expolios en el territorio del que procedían. La gente de Cerdeña veía en el bandolero a alguien que defendía con valentía sus derechos y el honor de la comunidad contra el opresor extranjero, por lo que lo trataba como un personaje romántico y valeroso, confiriéndole un aura casi mítica.
Fue en este entorno de clanes donde se adentraron los investigadores para seguir los entresijos de la pista sarda, y donde descubrieron una antigua cultura que hacía que el concepto siciliano de
omertá
pareciera casi moderno.
El pueblo de Villacidro estaba aislado incluso para los sardos. Encantador pese a su pobreza, descansaba sobre una elevada llanura dividida por el río Leni y rodeada de picos escarpados. Los ciervos deambulaban por los bosques de robles y las águilas reales sobrevolaban los precipicios de granito rojo. La gran cascada de Sa Spendula próxima al pueblo, una de las maravillas naturales de Cerdeña, había servido de inspiración al poeta Gabriele D'Annunzio durante una visita a la isla en 1882. Mientras el poeta admiraba la sucesión de saltos entre las rocas, espió a un lugareño:
En el frondoso valle un pastor vigilante,
envuelto en pieles de animal,
acecha sobre los despeñaderos de caliza,
cual fauno de bronce, silencioso e inmóvil.
El resto de Cerdeña, sin embargo, consideraba Villacidro un lugar maldito, una «tierra de sombras y brujas», según rezaba un viejo dicho. Todo el mundo decía que las brujas de Villacidro,
is cogas,
se cubrían con largos vestidos que barrían el suelo, para ocultar la cola.
En Villacidro vivía una familia llamada Vinci.
Eran tres hermanos. Giovanni, el mayor, había violado a una de sus hermanas, por lo que la comunidad lo evitaba. El menor, Francesco, tenía fama de violento y destacaba por su destreza con el cuchillo; podía matar, desollar, destripar y trocear una oveja en un tiempo récord.
El mediano se llamaba Salvatore. Estaba casado con Barbarina, la «Pequeña Barbara», una adolescente que le había dado un hijo, Antonio. Una noche, Barbarina apareció muerta en su cama; se dictaminó que había sido un suicidio con gas propano. Pero en Villa cidro corrían rumores inquietantes sobre ese supuesto «suicidio». Se decía que, una vez abierta la bombona de gas, alguien había sacado a Antonio de la cama de su madre, salvándole así la vida, y había dejado morir a la madre. Casi todos los habitantes de Villacidro creían que Salvatore la había asesinado.
La muerte de Barbarina fue la gota que colmó el vaso con respecto a los hermanos Vinci. El pueblo de Villacidro al completo se alzó contra ellos y se vieron obligados a marcharse. Un día soleado de 1961 los hermanos Vinci embarcaron en un transbordador con destino al continente, sumándose así a la gran emigración sarda. Desembarcaron en la Toscana para comenzar una nueva vida.
Al otro lado del mar, les esperaba otra Barbara.
C
uando los tres hermanos Vinci l legaron a los muelles de Livor no, poco tenían que ver con los demás inmigrantes sardos que bajaban del transbordador aferrados a sus maletas de cartón, con la mirada aturdida, ya que era la primera vez que salían de su pequeño pueblo de las montañas, y sin apenas una lira en el bolsillo. Los Vinci rezumaban seguridad en sí mismos y eran adaptables y sorprendentemente refinados.
Salvatore y Francesco eran los dos hermanos que tendrían un papel más destacado en la historia del Monstruo de Florencia. Físicamente se parecían: bajos y robustos, atractivos, el pelo ensortijado y negro como el azabache y unos ojos inquietos que miraban desde las profundas fisuras de un rostro curtido y arrogante. Ambos poseían una inteligencia muy superior de la que cabría esperar dada su limitada educación. Sin embargo, a pesar del parecido físico, los dos hermanos no podían ser más distintos. Salvatore era callado, reflexivo, introvertido, aficionado a los debates y argumentos razonados que expresaba con una cortesía tranquila, propia del Viejo Mundo. Llevaba unas gafas que le daban un aire de profesor de latín. Francesco, el hermano menor; era chulo y extravertido; un hombre de acción que se las daba de macho, el verdadero
balente
de los dos.