El monstruo de Florencia (16 page)

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Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

La recompensa se hizo pública pero nadie apareció con información nueva para reclamarla.

Como en la ocasión anterior, la SAM recibió un alud de acusaciones anónimas y rumores infundados que no había más remedio que investigar, por improbables que parecieran. Entre ellos había una carta que la policía recibió el 11 de septiembre de 1985, donde se le aconsejaba que interrogara «al ciudadano Piero Pacciani, nacido en Vicchio». La nota proseguía así: «Muchos dicen que este individuo estuvo en la cárcel por matar a su prometida. Es un hombre de recursos, inteligente, astuto, un agricultor de pies grandes y torpes pero mente rápida. Mantiene a toda su familia secuestrada; la esposa es tonta y las hijas no pueden salir, no tienen amigos».

Los investigadores hicieron indagaciones. No era cierto que Pacciani hubiera matado a su prometida, pero en 1951 mató a un hombre al que pilló seduciendo a su prometida en un coche, por lo que cumplió una larga condena. Pacciani vivía en Mercatale, a unos seis kilómetros del claro de Scopeti. La policía llevó a cabo un registro rutinario en su casa y no encontró nada interesante.

De todos modos, el nombre del viejo agricultor permaneció en la lista.

Unas semanas después, empezó a correr otro rumor, esta vez referente a Perugia, a ciento cincuenta kilómetros de distancia. Al parecer, un joven médico, Francesco Narducci, vástago de una de las familias más ricas de la ciudad, se había suicidado ahogándose en el lago Trasimeno. Los propagadores de rumores enseguida empezaron a especular con la teoría de que Narducci era el Monstruo y que el hombre, abrumado por el remordimiento, se había quitado la vida. Una breve pesquisa demostró que no era cierto, y los investigadores lo archivaron junto con las demás pistas falsas que acumulaba el caso.

Entretanto, en 1985, la investigación, bajo la implacable presión de tener que mostrar resultados, empezó a flaquear. El alejamiento entre el fiscal jefe, Piero Luigi Vigna, y el juez instructor, Mario Rotella, era cada vez mayor.

Sus diferencias se centraban en la investigación de la pista sarda. Rotella estaba convencido de que la pistola empleada en los asesinatos de 1968 no había salido del círculo sardo y que uno de sus miembros se había convertido en el Monstruo. Sus sospechas recaían en Salvatore Vinci, y estaba construyendo minuciosamente la acusación contra él con la ayuda de los carabinieri. Vigna, por su parte, creía que la pista sarda había llegado a un callejón sin salida. Quería descartarlo todo y arrancar la investigación desde cero. La policía estaba de acuerdo con Vigna.

La unidad especial conocida como SAM estaba formada por policías y carabinieri que, supuestamente, trabajaban en equipo. El problema era que los carabinieri y la policía no siempre congeniaban; muchas veces incluso se mostraban claramente hostiles. La Polizia di Stato es un cuerpo civil y los carabinieri dependen del ejército; ambos son responsables de hacer respetar la ley. Cuando se produce un crimen de envergadura, como un asesinato, ambos cuerpos acuden inmediatamente a la escena del crimen e intentan agenciarse el caso. Una historia, quizá inventada, cuenta que en el robo de un banco, la policía y los carabinieri persiguieron y dieron caza a los ladrones. Delante de ellos iniciaron una discusión sobre quién debía llevarse el mérito; finalmente, decidieron repartirse el botín: los ladrones para la policía, y el coche, el dinero y las armas para los carabinieri.

Durante años, la disensión entre Vigna y Rotella, cada vez más enconada, se mantuvo en el más estricto secreto entre los investigadores. En apariencia, la pista sarda siguió siendo la principal línea de investigación, pero las críticas a la misma, y al juez Mario Rotella, iban en aumento.

En 1985, en un último intento de hacerle hablar, Rotella encarceló brevemente a Stefano Mele con cargos falsos. La jugada desencadenó un coro de protestas. Se decía que Rotella estaba torturando innecesariamente a un viejo acabado, y que sus desvaríos ya habían causado un daño incalculable a la investigación y a los individuos a los que apuntaba con el dedo. Rotella se encontró de repente solo y en la estacada, bajo el ataque constante de la prensa. El periódico más importante de Cerdeña, la
Unione Sarda,
le criticaba de forma sistemática. «Es un hecho —escribía el periódico—, que cada vez que la investigación del Monstruo de Florencia se atasca, resucitan la llamada pista sarda.» Asociaciones de sardos residentes en la Toscana también planteaban la cuestión del racismo; a la investigación le llovían quejas de todas las direcciones. Los circunloquios de Rotella solo hacían que empeorar las cosas.

Pero Rotella, que como juez instructor del caso del Monstruo gozaba de un poder considerable, siguió batallando. El interrogatorio y el breve arresto de Stefano Mele, tan duramente criticados, finalmente aclararon uno de los principales misterios del caso: por qué Stefano había protegido a Salvatore Vinci durante tanto tiempo, incluso hasta el punto de soportar catorce años de cárcel. ¿Por qué Mele había aceptado sin rechistar que lo acusaran de los asesinatos de Barbara Locci y Antonio Lo Bianco, cuando el crimen había sido concebido, organizado y ejecutado por Salvatore? ¿Por qué había guardado silencio durante el juicio si Salvatore había tenido el descaro de lucir la sortija de compromiso de su esposa cuando le tocó testificar? ¿Por qué se negaba, incluso tras cumplir catorce años de cárcel, a contar a los investigadores que Salvatore era uno de sus cómplices?

Mele reconoció finalmente que la razón era la vergüenza. Había participado en el circo sexual de Salvatore Vinci y le gustaba el sexo con hombres, sobre todo con Salvatore. Ese era el terrible secreto que Salvatore Vinci había sostenido sobre la cabeza de Mele durante casi veinte años para asegurarse de su silencio. Por eso Vinci había conseguido, en 1968, que con una sola mirada penetrante Mele se postrara a sus pies y rompiera en sollozos. Vinci le estaba amenazando con desvelar que era homosexual.

El doble homicidio de los turistas franceses en el claro de Scopeti sería el último crimen conocido del Monstruo de Florencia. Aunque los florentinos tardarían un tiempo en asimilarlo, la cadena de asesinatos que los había tenido tan aterrorizados había llegado a su fin.

La investigación, sin embargo, solo había hecho que empezar. Con el tiempo, se convertiría en un monstruo por derecho propio, un monstruo que devoraba cuanto encontraba a su paso, atiborrándose y engordando con las vidas inocentes que destrozaba.

El año 1985 fue solo el principio.

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P
ara finales de 1985, el juez Mario Rotella estaba convencido de que Salvatore Vinci era el Monstruo de Florencia. Cuanto más examinaba los archivos de Vinci, mayor era su frustración por las muchas oportunidades de darle caza desaprovechadas. Por ejemplo, la policía había registrado la casa de Vinci justo después de los asesinatos de 1984 en Vicchio y había encontrado un trapo en su dormitorio, metido en un bolso de paja, con sangre y restos de pólvora. Treinta y ocho manchas de sangre. Rotella siguió hurgando en los archivos y descubrió que el trapo nunca fue analizado. Furioso, sostuvo el trapo en alto como un ejemplo evidente de incompetencia durante la investigación. El fiscal encargado de esa prueba intentó explicarse: era imposible creer que un hombre que sabía que estaba en la lista de sospechosos guardara en su cuarto una pista tan obvia.

Rotella exigió que se analizara el trapo. El laboratorio al que lo enviaron no pudo determinar si la sangre pertenecía a uno o a dos grupos sanguíneos, y a los peritos les fue imposible comparar la sangre del trapo con la sangre de las víctimas del crimen de 1984 porque, por increíble que pareciera, los investigadores no habían conservado ninguna muestra de sangre de las víctimas. Mandaron el trapo al Reino Unido para otro análisis, pero el laboratorio informó que el trapo estaba demasiado deteriorado. (En la actualidad, una prueba de ADN podría extraer del trapo importante información, pero por el momento no parece que haya intención de realizarla.)

Rotella tenía otra razón para sentirse frustrado. Los carabinieri llevaban más de un año vigilando de cerca a Salvatore Vinci, sobre todo los fines de semana. Consciente de que lo estaban siguiendo, Salvatore se divertía saltándose semáforos en rojo o tendiendo trampas a sus perseguidores para esquivarlos. Sin embargo, precisamente el fin de semana del doble homicidio en el claro de Scopeti, los carabinieri, inexplicablemente, habían suspendido la vigilancia. De repente, Vinci era libre de ir donde le apeteciera sin ser observado. En opinión de Rotella, si la vigilancia hubiera continuado, tal vez el doble asesinato no se habría producido.

A finales de 1985, Rotella entregó a Salvatore Vinci un
avviso di garanzia,
una notificación de que oficialmente era sospechoso de dieciséis homicidios, es decir, de todos los asesinatos perpetrados entre 1968 y 1985.

Entretanto, el fiscal jefe, Piero Luigi Vigna, estaba empezando a hartarse del diligente y metódico Rotella y de su obsesión con la pista sarda. Vigna y la policía, que estaban deseando empezar desde cero, aguardaban, calladamente, a que Rotella diera un paso en falso.

El 11 de junio de 1986, Mario Rotella ordenó que detuvieran a Salvatore Vinci por asesinato. Para gran sorpresa de todos, no era por los crímenes del Monstruo, sino por el asesinato de su esposa Barbarina, ocurrido el 14 de junio de 1961 en Villacidro. Rotella pretendía condenar a Vinci por un asesinato que parecía más sencillo y fácil de probar y de ahí pasar a condenarlo por ser el Monstruo de Florencia.

Durante dos años, con Salvatore Vinci en prisión, Rotella preparó metódicamente la acusación contra él por el asesinato de su esposa de diecisiete años. El Monstruo no volvió a matar, lo que convenció aún más a Rotella de que tenía al hombre acertado.

El juicio a Salvatore Vinci por el asesinato de su esposa comenzó el 12 de abril de 1988 en Cagliari, la capital de Cerdeña. Spezi lo cubrió para
La Nazione.

El comportamiento de Vinci en el banquillo fue sorprendente. Siempre de pie, con los puños aferrados a los barrotes de la jaula donde estaba recluido, respondía escrupulosamente a las preguntas de los jueces, empleando una voz cortés y aguda, casi de falsete. Durante los descansos conversaba con Spezi y otros periodistas sobre cuestiones como la libertad sexual y la función del hábeas corpus en un juicio.

Su hijo Antonio, que entonces tenía veintisiete años, fue llamado a declarar contra su padre. Estaba cumpliendo condena por un delito que no guardaba relación con el caso, por lo que llegó esposado, llenando la sala con su fuerte y tensa presencia. Sentado a la derecha de los jueces, en el lado opuesto al de su padre, el joven no se quitó en ningún momento las enormes gafas de sol que cubrían sus ojos. Sus labios permanecían apretados y las fosas de su nariz aguileña estaban dilatadas por el odio. Protegido por los oscuros cristales, dirigió en todo momento el rostro hacia su padre; ni una sola vez lo desvió hacia otro punto de la sala. Salvatore, inmóvil, respondía a la mirada de su hijo con una expresión cerrada y enigmática. Así permanecieron durante horas, electrizando la sala con su interacción queda y tirante.

Antonio Vinci se negó a pronunciar una sola palabra. Más tarde, dijo a Spezi que si no hubiera habido varios carabinieri sentados entre él y su padre en la furgoneta que los devolvió a la cárcel, «lo habría estrangulado».

El juicio tuvo un final desastroso. Contra todo pronóstico, Salvatore Vinci fue absuelto. El crimen era demasiado antiguo, los testigos habían fallecido o no recordaban nada, las pruebas físicas habían desaparecido y en realidad poco podía demostrarse.

Vinci salió de la sala del tribunal como un hombre libre. Se detuvo en los escalones para hablar con la prensa. «Estoy muy satisfecho con el fallo», dijo con calma, y prosiguió su camino. Se adentró en las montañas para visitar Villacidro, su pueblo natal, y como un bandido sardo de los de antaño, desapareció para siempre.

La absolución de Salvatore Vinci desató una tormenta de protestas contra Rotella. Era el paso en falso que Vigna y sus fiscales habían estado esperando; atacaron como tiburones, sigilosamente, sin alboroto ni publicidad. Durante los años siguientes, entre Vigna y Rotella, entre la policía y los carabinieri, tendría lugar un constante forcejo, pero llevado de forma tan discreta que nunca llamaría la atención de los medios de comunicación.

Después de la absolución, Vigna y la policía siguieron su camino, prescindiendo de Rotella. Decidieron descartar toda la información y empezar la investigación sobre el Monstruo de Florencia desde cero, desde el principio. Entretanto, Rotella y los carabinieri continuaron con la investigación de la pista sarda. Poco a poco, las dos investigaciones se volvieron incompatibles, por no decir mutuamente excluyentes.

Tarde o temprano, alguien tendría que ceder.

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U
n nuevo inspector jefe de policía, Ruggero Perugini, se puso al frente de la Squadra Anti-Mostro. Unos años más tarde, Thomas Harris se inspiraría en él para el personaje de Rinaldo Pazzi que aparece en su novela
Hannibal.
El inspector jefe Perugini había invitado a Harris a su casa mientras este se documentaba para el libro. (Se decía que a Perugini no le había hecho gracia que Harris respondiera a su hospitalidad haciendo que su álter ego fuera destripado y colgado del Palazzo Vecchio.) El inspector jefe en la vida real era más elegante que su sudoriento y agitado homólogo en la versión cinematográfica, interpretado por Giancarlo Giannini. El verdadero Perugini tenía acento romano, pero sus movimientos e indumentaria, así como la forma en la que sostenía su pipa de brezo, le daban un aire inglés.

Cuando el inspector jefe Perugini se puso al frente de la SAM, él y Vigna hicieron borrón y cuenta nueva. Perugini inició la investigación dando por sentado que la pistola y las balas habían abandonado el círculo sardo antes de que comenzaran los asesinatos del Monstruo. La pista sarda había tocado techo y ya no le interesaba. Por otro lado, veía las pruebas recogidas en las escenas de los crímenes con escepticismo, quizá con razón. El examen forense de las escenas de los crímenes había sido, en general, deficiente. Únicamente la última escena había sido debidamente protegida y acordonada por la policía. En el resto, la gente se había paseado a sus anchas, recogiendo cartuchos, haciendo fotos, fumando y arrojando las colillas al suelo, pisoteando la hierba y dejando pelos y fibras por todas partes. La mayoría de las pruebas forenses recogidas —que eran más bien pocas— nunca se analizaron debidamente, y algunas, como el trapo, se estropearon o extraviaron. Los investigadores no habían guardado muestras de pelo, ropa o sangre de las víctimas para ver si podían relacionarlas con alguno de los sospechosos.

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