El monstruo de Florencia (19 page)

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Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

El juicio se prolongó seis meses. En un rincón de la sala, las cámaras, con sus teleobjetivos, apuntaban hacia Pacciani y los testigos situados enfrente. En una pantalla colocada en el lado izquierdo de la sala se proyectaban las imágenes para que las personas en asientos con mala visibilidad pudieran seguir el drama. Cada noche la televisión mostraba los momentos más destacados del juicio, que atraían una amplísima audiencia. A la hora de la cena, las familias se reunían en torno al televisor para ver un drama por capítulos que resultaba más entretenido que un culebrón.

El momento culminante se produjo cuando a las hijas de Pacciani les llegó el turno de declarar. Toda la Toscana se pegó al televisor para escuchar sus testimonios.

Los florentinos nunca olvidarían la imagen de las dos hijas (una de las cuales había ingresado en un convento) sollozando mientras contaban, con espantosa minuciosidad, cómo habían sido violadas por su padre. Frente a los ojos del público pasó una imagen de la vida rural de la Toscana que nada tenía que ver con
Bajo el sol de la Toscana.
Las declaraciones de las hijas retrataban una familia donde las mujeres soportaban insultos, maltratos por embriaguez, palizas con palos y violencia sexual.

—Mi padre no quería tener hijas —explicó una de ellas, llorando—. Mamá sufrió un aborto involuntario y mi padre sabía que era un varón. Nos dijo: «Sois vosotras las que deberíais haber muerto, no él». En una ocasión nos hizo comer la carne de una marmota que había cazado para quitarle la piel. Nos pegaba cuando no queríamos acostarnos con él.

Nada de ello guardaba relación alguna con el Monstruo de Florencia. Cuando las preguntas apuntaron en esa dirección, las dos hijas fueron incapaces de recordar un solo hecho —una pistola, una mancha de sangre, una palabra imprudente de su padre pronunciada durante sus borracheras nocturnas— que pudiera relacionar a su padre con los dobles homicidios del Monstruo de Florencia.

Los fiscales colocaron en fila sus escasos indicios. Presentaron la bala, un trapo y una jabonera de plástico hallada en la casa de Pacciani. (La madre de una de las víctimas dijo que creía que se parecía a una jabonera que había pertenecido a su hijo.) Colocaron una imagen de la ninfa de Boticelli junto a una foto ampliada de la víctima con la cadena de oro en la boca. Un bloc de dibujo de fabricación alemana, también encontrado en casa de Pacciani, se presentó como prueba mientras los familiares decían creer que la pareja alemana tenía uno igual. Pacciani aseguró que lo había encontrado en un contenedor varios años antes de los asesinatos, y las anotaciones que había hecho databan, efectivamente, de una época muy anterior. Los fiscales dijeron que el astuto agricultor había añadido esas anotaciones más tarde, para desviar las sospechas. (Spezi señaló en un artículo que habría sido mucho más sencillo para Pacciani arrojar el incriminatorio bloc de dibujo a la chimenea.)

Entre los testigos estaban los viejos colegas de Pacciani de la Casa del Popolo, el centro social y de reuniones construido por los comunistas para la clase trabajadora de San Casciano. Sus amigos eran, en su mayoría, paletos sin estudios echados a perder por el vino barato y las prostitutas. Entre ellos había un hombre llamado Mario Vanni, un ex cartero de San Casciano de pocas luces, a quien sus camaradas apodaban Torsolo, «el corazón de la manzana», es decir, la parte de la manzana que no es buena y se tira.

En la sala del tribunal, Vanni se mostró desconcertado y aterrado. Á la primera pregunta («¿Cuál es su ocupación actual?»), en lugar de responder procedió a explicar precipitadamente que, efectivamente, conocía a Pacciani, pero que solo eran «compañeros de merienda», nada más. Era evidente que, a fin de no cometer errores, el cartero había memorizado esa frase con la que respondía a casi todas las preguntas, ya fuera pertinente o no. «
Eravamo compagni di merende»,
repetía una y otra vez.

«Éramos compañeros de merienda.» Con estas palabras, el desafortunado cartero inventó una expresión que se haría un lugar en el léxico del idioma italiano.
Compagni di merende
, «compañeros de merienda», es ahora una expresión coloquial en italiano que hace referencia a amigos que fingen estar haciendo algo inocente cuando en realidad se dedican a oscuras fechorías. La expresión se hizo tan popular que incluso tiene su propia entrada en la Wikipedía italiana.

«Éramos compañeros de merienda», decía Vanni después de cada pregunta, con el mentón hundido, los ojos entornados, barriendo la vasta sala con la mirada.

El fiscal parecía cada vez más irritado con Vanni y su frase. Vanni se retractó de todo lo que había dicho en anteriores interrogatorios. Negó que fuera de caza con Pacciani, negó varias afirmaciones que había hecho previamente y al final acabó por negarlo todo; juró que no sabía nada, mientras repetía a gritos que él y Pacciani eran compañeros de merienda y nada más. El presidente del tribunal finalmente perdió la paciencia.

—Signor Vanni —dijo—, es usted lo que nosotros llamamos un testigo reticente y si continúa así se arriesga a que le acusemos de falso testimonio.

—Pero solo éramos compañeros de merienda —siguió gimoteando Vanni, mientras los presentes en la sala se desternillaban y el juez daba golpes con su mazo.

La conducta de Vanni en el estrado despertó las sospechas de un agente de policía llamado Michele Giuttari, que más tarde heredaría del inspector jefe Perugini la investigación del Monstruo. Por capturar al Monstruo (a Pacciani), habían recompensado a Perugini con un fantástico puesto: lo habían enviado a Washington para hacer de enlace entre la policía italiana y el FBI estadounidense.

Giuttari llevaría la investigación del Monstruo hasta cotas nuevas y espectaculares. Pero por el momento se mantenía al margen; se limitaba a observar y a escuchar mientras elaboraba sus propias teorías sobre los crímenes.

Como en todo juicio, llegó ese día que los italianos llaman «el giro»: ese momento a lo Perry Masón en el que un testigo clave sube al estrado y sella el destino del acusado. En el juicio a Pacciani ese testigo fue un hombre llamado Lorenzo Nesi, casanova de tres al cuarto delgado y adulador, con el pelo lacio y brillante peinado hacia atrás, Ray-Ban, camisa desabotonada y cadenas de oro colgando entre los pelos del pecho. Fuera por el deseo de llamar la atención o por el ansia de aparecer en primera plana, el caso es que Nesi se convirtió en un auténtico testigo por entregas que aparecía cuando más se le necesitaba y recordaba inopinadamente acontecimientos que llevaban largo tiempo enterrados. Esta fue su primera aparición; habría muchas más.

En su primera deposición, hecha de forma espontánea, Nesi explicó que Pacciani le había contado, muy orgulloso, que había salido de noche a cazar con una pistola los faisanes que descansaban en los árboles. Eso se interpretó como otra prueba condenatoria contra Pacciani, pues demostraba que el agricultor, que negaba tener una pistola, después de todo sí tenía una, y era sin duda «la» pistola.

Veinte días después, Nesi recordó, de pronto, algo más.

La noche del domingo 8 de septiembre de 1985, la supuesta noche del asesinato de los dos turistas franceses, Nesi, que regresaba de un viaje, se vio obligado a tomar un desvío después del claro de Scopeti porque la autovía Florencia-Siena, su trayecto habitual, estaba bloqueada por obras. (Sin embargo, más tarde se comprobó que las obras que bloqueaban la autovía habían tenido lugar el fin de semana siguiente.) Entre aproximadamente las nueve y media y las diez y media de la noche, explicó Nesi, se hallaba más o menos a un kilómetro del claro de Scopeti cuando se detuvo en un cruce para dejar pasar a un Ford Fiesta. El coche era rojo o rosado, y estaba casi absolutamente convencido de que lo conducía Pacciani. Le acompañaba un individuo al que no conocía.

¿Por qué no había informado de ello diez años atrás?

Nesi respondió que en aquel entonces solo estaba seguro a medias, y que uno solo debía informar de cosas de las que tuviera absoluta certeza. Ahora, tenía «casi» esa absoluta certeza y eso, se dijo, era suficiente para comunicarla. Más tarde, el juez le felicitó por su escrupulosidad.

Cuesta creer que alguien como Nesi, comerciante de jerséis, pudiera confundir un color, pero el caso es que se equivocó con el color del coche de Pacciani, que no era «rojo o rosado», sino blanco. (Quizá Nesi recordara el Alfa Romeo rojo identificado por unos testigos que llevó a crear al infame retrato robot.)

De todos modos, el testimonio de Nesi situaba a Pacciani a menos de un kilómetro del claro de Scopeti aquel domingo por la noche, y eso bastó para sellar la suerte del agricultor. Los jueces acusaron a Pacciani de asesinato y le condenaron a catorce cadenas perpetuas. En opinión de los magistrados, Nesi erró el color porque, al ser de noche, el brillo de las luces traseras hacía que el coche pareciera rojo en lugar de blanco. Absolvieron a Pacciani de los asesinatos de 1968, pues los fiscales no habían presentado evidencia alguna que lo relacionara con el crimen, salvo que fueron cometidos con la misma pistola. Los jueces en ningún momento abordaron la cuestión de cómo había llegado la pistola a manos de Pacciani si no había tenido nada que ver con los asesinatos de 1968.

El 1 de noviembre de 1994, a las 19.02, el presidente del tribunal procedió a leer el veredicto. Todas las cadenas nacionales interrumpieron su programación para dar la noticia.

—Culpable del asesinato de Pasquale Gentilcore y Stefania Pettini —recitó el presidente—. Culpable del asesinato de Giovanni Foggi y Carmela De Nuccio. Culpable del asesinato de Stefano Baldi y Susanna Cambi. Culpable del asesinato de Paolo Mainardi y Antonella Migliorini. Culpable del asesinato de Fredrich Wilhelm Horst Meyer y Uwe Jens Rüsch. Cul pable del asesinato de Pia Gil da Rontini y Claudio Stefanacci. Culpable del asesinato de Jean-Michel Kraveichvili y Nadine Mauriot.

Cuando la voz estentórea del juez bramó el último «culpable», Pacciani se llevó una mano al corazón, cerró los ojos y murmuró: —Muere un inocente.

26

U
na fría mañana de febrero de 1996, Mario Spezi cruzó la pequeña plaza del pueblo de San Casciano en dirección al cuartel de los carabinieri. Jadeaba, y no solo por los Gauloises que fumaba sin descanso; llevaba un abrigo enorme, increíblemente feo, de colores chillones y lleno de cremalleras, cinturones y hebillas que tenían como único fin ocultar la verdadera función de la prenda. El pequeño botón junto al cuello era un micrófono. A la altura del pecho, detrás de una absurda etiqueta de plástico, se ocultaba una cámara de vídeo. Entre el tejido exterior y el forro había una grabadora, una batería y varios cables. El dispositivo electrónico escondido dentro del relleno no emitía el menor zumbido. Un técnico de un canal de televisión lo había activado en el interior de la iglesia de la Collegiata di San Casciano, detrás de una columna de piedra, entre el confesionario y la pila bautismal. En ese momento no había nadie en la Collegiata, salvo una anciana coja arrodillada frente a un bosque de velas de plástico que proyectaban su luz eléctrica en la oscuridad.

Durante los dos años transcurridos desde la condena de Pacciani, Spezi había escrito muchos artículos en los que expresaba sus dudas sobre la culpabilidad del agricultor. Pero esta prometía ser la primicia que acabaría con todas las primicias.

La cámara de vídeo disponía de una hora de filmación. En esos sesenta minutos, Spezi tenía que persuadir a Arturo Minoliti, jefe del cuartel de los carabinieri de San Casciano, de que hablara. Debía conseguir que el hombre le dijera la verdad sobre la bala que Perugini había hallado en el jardín de Pacciani. Minoliti, por su cargo, había estado presente en el registro de doce días de la casa de Pacciani y era el único que presenció el hallazgo de la bala que no tenía relación con la SAM ni con la policía.

Spezi siempre había visto con malos ojos este tipo de periodismo y había jurado muchas veces que nunca lo ejercería. Era sucio, ya que significaba engañar a alguien para obtener una primicia. Pero justo antes de entrar en el cuartel donde le esperaba Minoliti, sus escrúpulos se desvanecieron como agua bendita en la punta de un dedo. Grabar a Minoliti subrepticiamente tal vez fuera la única forma de llegar a la verdad, o por lo menos a una parte de ella. Había mucho en juego: Spezi estaba convencido de que Pacciani era inocente y de que se había producido una gran injusticia.

Spezi se detuvo en la entrada del cuartel y se volvió para que su pecho filmara el rótulo que rezaba:
carabinieri
. Pulsó el timbre y esperó. Un perro ladró en algún lugar y un viento helado le cortó la cara. Ni por un momento se le pasó por la cabeza que corría el riesgo de ser descubierto. El deseo de una primicia hacía que se sintiera invencible.

Abrió la puerta un hombre con uniforme azul y mirada cautelosa.

—Soy Mario Spezi. Tengo cita con el jefe Minoliti.

Lo dejaron en una salita el tiempo suficiente para poder fumar otro Gauloises. Desde su asiento, Spezi podía ver el despacho vacío del funcionario al que esperaba sonsacar la verdad. Advirtió que el asiento situado frente al escritorio, el que Minoliti ocuparía, estaba colocado a la derecha y calculó que el objetivo de la cámara, en su pecho izquierdo, solo filmaría la pared. Se dijo que en cuanto se sentara debía girar el asiento, con naturalidad, a fin de encuadrar al jefe de los carabinieri.

«Nada bueno saldrá de esto —pensó Spezi, súbitamente inseguro—. Esto parece una película de Hollywood. Solo un puñado de profesionales de la televisión sobreexcitados pensaría que puede tener éxito.»

Minoliti llegó. Alto, rozando los cuarenta, con un traje de confección y unas gafas de sol con montura dorada que cubrían parcialmente la cara de un hombre inteligente.

—Disculpe la espera.

Spezi había elaborado un plan para dirigirlo hacia el punto crucial. Contaba con minar su resistencia despertando su conciencia como funcionario encargado de defender y hacer respetar la ley, y alimentar un poco su vanidad, si tenía.

Minoliti señaló una silla. Spezi agarró el respaldo y lo desplazó con un movimiento presto y natural. Se sentó de cara al jefe de los carabinieri y dejó los cigarrillos y el mechero sobre la mesa. Ahora estaba seguro de que tenía a Minoliti en el punto de mira de la cámara.

—Lamento molestarle —empezó, titubeante—, pero mañana tengo una reunión con mi redactor en Milán y estoy buscando algo sobre el Monstruo de Florencia. Información nueva, una noticia de verdad. Usted sabe mejor que yo que a estas alturas ya se ha dicho de todo y a nadie le interesa ya el caso.

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