El monstruo de Florencia (21 page)

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Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

Consecuencia de ello, la sala del tribunal parecía un volcán a punto de estallar. El arresto de Vanni era un desafío directo a los jueces en el caso de que osaran absolver a Pacciani.

Al comenzar la sesión, un policía enviado por el inspector jefe Giuttari llegó resoplando a la sala del tribunal con un fajo de papeles en la mano. Solicitó el derecho de palabra. A Ferri, el presidente del tribunal, le molestó esta jugada de último minuto. Sin embargo, mantuvo la calma e invitó al emisario de la jefatura de policía a decir lo que tuviera que decir.

El hombre anunció que habían aparecido cuatro nuevos testigos en el caso del Monstruo. Los presentó con las letras griegas Alfa, Beta, Gamma y Delta. Por razones de seguridad, dijo, no podía desvelar sus nombres al Tribunale. Sus testimonios eran absolutamente cruciales para el caso, porque dos de esos testigos, explicó el emisario al atónito tribunal, estuvieron
realmente presentes
en el doble homicidio de 1985 de los turistas franceses. Habían visto a Pacciani en la misma escena del crimen, cometiendo los asesinatos, y uno de ellos incluso había confesado haberle ayudado. Los demás podían corroborar tales testimonios. Estos cuatro testigos, después de más de una década de silencio, habían sentido el impulso repentino de hablar justo veinticuatro horas antes del fallo final que debía decidir la suerte de Pacciani.

Un silencio helado cayó sobre la sala. Hasta los Bic de los periodistas permanecieron inmóviles sobre las libretas. Era una revelación insólita, más propia de una película que de la vida real.

Si al principio Ferri se había sentido molesto, ahora estaba indignado. No obstante, habló con serenidad mientras su voz rezumaba sarcasmo:

—No podemos oír la declaración de Alfa y Beta. No estamos aquí para una lección de álgebra. No podemos esperar a que la Procura [la fiscalía] levante el velo de confidencialidad respecto a los nombres. O nos dicen inmediatamente quiénes son esos Alfa, Beta, Gamma y Delta, para que podamos invitarlos a entrar en la sala a declarar, o no los tendremos en cuenta ni tomaremos medidas para ello.

El policía se negó a dar los nombres. Ferri se puso furioso ante lo que veía como una ofensa al tribunal, de modo que despidió al emisario y desestimó su información sobre los nuevos testigos. Luego, él y los demás jueces se retiraron para decidir el veredicto.

Más tarde, se diría que Ferri había caído en una trampa astuta. Al presentar los testigos de forma deliberadamente ofensiva, Giuttari había conseguido que el presidente del tribunal, indignado, se negara a tomarles declaración, con lo que lograba un motivo para apelar su veredicto ante el Tribunal Supremo italiano.

Eran las once de la mañana. A las cuatro de la tarde empezó a correr el rumor de que el Tribunal de Apelación se disponía a anunciar su veredicto. Los televisores de todos los bares de Italia tenían sintonizado el mismo canal mientras facciones pro-Pacciani y anti-Pacciani discutían y hacían apuestas. Se desempolvaron numerosas camisetas con el lema «I ♥ Pacciani» para la ocasión.

De pie, con una voz marcada por la edad, Ferri, el presidente del tribunal, anunció la absolución total e incondicional de Pacciani de ser el Monstruo de Florencia.

El viejo y tambaleante agricultor era un hombre libre. Más tarde, flanqueado por sus abogados, saludó a sus defensores desde la destartalada ventana de su casa, sollozando y extendiendo las manos para bendecirlos, como si fuera el Papa.

El juicio público había terminado, pero el de la opinión pública continuó. El oportuno arresto de Vanni y la táctica desplegada en la sala del tribunal habían tenido el efecto deseado: Pacciani había sido absuelto de un crimen que dos personas le habían
visto
cometer: sus cómplices. Estallaron las protestas. Pacciani era culpable, tenía que serlo, pero el tribunal lo había absuelto. Ferri fue blanco de numerosas críticas. Tenía que haber algo que permitiera enmendar esa farsa de juicio, decían muchos.

Lo había: la negativa de Ferri a tomar declaración a los cuatro testigos. El Tribunal de Casación italiano (equivalente al Tribunal Supremo) se hizo cargo del asunto, desestimó la absolución y abrió la puerta a un nuevo juicio.

Giuttari enseguida entró en acción; organizó las pruebas y preparó la acusación para el nuevo juicio. Esta vez, sin embargo, Pacciani no era un solitario asesino en serie. Tenía cómplices: sus compañeros de merienda.

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S
pezi y otros periodistas asumieron de inmediato el desafío de identificar a los cuatro testigos «algebraicos». El velo de confidencialidad no tardó en desgarrarse. Los testigos resultaron ser una pandilla de cretinos de los bajos fondos. Alfa era un débil mental que se llamaba Pucci. Gamma era una prostituta alcohólica llamada Ghiribelli, conocida por hacer el servicio a cambio de un vaso de vino de veinticinco céntimos. Delta era un proxeneta de nombre Galli.

De todos ellos, Beta sería el más importante, pues había confesado haber ayudado a Pacciani a asesinar a los turistas franceses. En realidad se llamaba Giancarlo Lotti y era, como Vanni, de San Casciano. Todo el pueblo lo conocía. Pese a ser blanco, le habían puesto el apodo racista de Katanga, que podría traducirse como «negrata». Lotti era el clásico tonto del pueblo, de esos que prácticamente ya han desaparecido; un hombre que sobrevivía gracias a la caridad de sus conciudadanos, que lo alimentaban, vestían y albergaban, y a quienes él entretenía con sus payasadas involuntarias. Lotti se paseaba por la plaza del pueblo sonriendo y saludando a todo el mundo. Los niños le gastaban bromas y se mofaban de él. Lo perseguían gritando: «¡Corre, Katanga, corre! ¡Los marcianos han aterrizado en el campo de fútbol!», y Lotti, entusiasmado, echaba a correr. Vivía en un estado constante de agradable embriaguez; consumía dos litros de vino al día e incluso más en vacaciones.

Buscando información sobre Lotti, Spezi compartió una larga velada con el propietario de la trattoria donde Lotti cenaba gratis todas las noches. El propietario lo obsequió con divertidas anécdotas. Le contó que una vez, uno de sus camareros —el mismo que cada noche colocaba un cuenco de
ribollita
bajo los carrillos caídos y los ojos inyectados en sangre del pobre desgraciado— se vistió de mujer con dos servilletas a modo de sombrero y varios trapos bajo la camisa a modo de senos. Vestido de punta en blanco, el camarero se paseó por delante de Lotti, pavoneándose y lanzándole guiños lascivos. Lotti se enamoró de «ella» al instante. Quedaron en encontrarse en los matorrales la noche siguiente. Al día siguiente, Lotti regresó a la trattoria alardeando en voz alta de su inminente conquista, y comió y bebió con deleite. Al rato, el propietario se le acercó y le dijo que tenía una llamada. A Lotti le sorprendió y le encantó tener una llamada telefónica en un restaurante, como los hombres de negocios. Caminó orgullosamente hasta el teléfono; pero, en realidad, al otro lado había un camarero que, desde la cocina, se hizo pasar por el padre de la damisela.

—Como le pongas un dedo encima a mi hija —bramó el supuesto padre—, ¡te partiré la cara!

—¿Qué hija? —balbuceó, aterrorizado, Lotti, mientras las piernas le temblaban—. Le juro que no conozco a ninguna hija. ¡Tiene que creerme!

Todo el mundo se divirtió de lo lindo con esa historia.

Lo que ya no terna tanta gracia era la historia que Lotti y los demás testigos algebraicos habían contado a Giuttari y que no tardó en filtrarse a la prensa.

Pucci declaró que diez años atrás, la noche del domingo 8 de septiembre de 1985, él y Lotti volvían de Florencia. Esa era la noche en la que, según los investigadores, se había producido el asesinato de los turistas franceses, la noche que Lorenzo Nesi aseguraba haber visto a Pacciani con otro hombre. Pucci y Lotti pararon en el claro de Scopeti para orinar.

—Recuerdo perfectamente —dijo Pucci— que vimos un coche de color claro detenido a unos metros de una tienda de campaña. Del coche bajaron dos hombres que empezaron a gritarnos y a hacer gestos intimidatorios. Nos amenazaron con matarnos si no nos largábamos de inmediato. «¿Para qué habéis venido? ¿Para tocarnos los huevos? ¡Largaos de una vez u os mataremos a los dos!» Nos entró miedo y nos fuimos.

Pucci aseguró que él y Lotti llegaron a la escena del último crimen del Monstruo en el momento justo en el que lo estaba cometiendo. Lotti corroboró la historia y añadió que reconoció claramente a los dos hombres. Eran Pacciani y Vanni; el primero empuñaba una pistola y el segundo un cuchillo.

Lotti también implicó a Pacciani y a Vanni en el doble asesinato de Vicchio de 1984. Luego explicó que no había sido una casualidad que esa noche se hubieran detenido en el claro de Scopeti para aliviarse. Él sabía que el crimen estaba planeado para esa noche y se detuvo para echar una mano. Sí, dijo Lotti, tenía que confesarlo, no podía callar por más tiempo: ¡Él era uno de los asesinos! Él y Vanni eran cómplices del Monstruo de Florencia.

Para la policía, la confesión de Lotti tenía una importancia decisiva, y dado que era su testigo principal, se aseguraron de protegerlo bien. Lo trasladaron a un lugar secreto que más tarde se supo que era la jefatura de policía de Arezzo, bello pueblo medieval situado al sur de Florencia. Después de vivir muchos meses en las dependencias de la policía, la historia de Lotti, que había comenzado con numerosas contradicciones, empezó a encajar con los hechos establecidos por los investigadores. Lotti, sin embargo, fue incapaz de facilitarles una sola prueba objetiva, verificable, que no existiera ya. La primera versión de Lotti, antes de pasar una temporada en Arezzo, no encajaba con las pruebas recogidas en la escena del crimen. Por ejemplo, juró haber visto cómo Vanni hacía un corte en la tienda. Luego Pacciani entró por él, pero Kraveichvili salió corriendo y el gordo de sesenta años lo persiguió por el bosque disparando su arma hasta matarlo.

Nada de eso encajaba con las pruebas. El corte de la tienda no tenía más de veinte centímetros y se había hecho en el toldo, no en la tienda propiamente dicha. Nadie habría podido entrar por ahí. Los investigadores habían encontrado todos los cartuchos frente a la entrada de la tienda. Si hubiese ocurrido como decía Lotti, los cartuchos habrían aparecido desperdigados a lo largo del trayecto de la persecución. Las primeras descripciones del crimen que había facilitado Lotti no encajaban ni con las pruebas recogidas en el claro de Scopeti, ni con los análisis psiquiátricos y de conducta, ni con los resultados de las autopsias y la reconstrucción del crimen.

Más insostenible aún era la «confesión» de Lotti referente a los asesinatos de Vicchio. Lotti explicó que los primeros disparos solo habían malherido a la chica, y que Vanni, para no ensuciarse, llevaba puesto un guardapolvo largo. Mientras la chica gritaba, la sacó del coche, la arrastró hasta el campo de flores y hierbas y la remató con un cuchillo. Una vez más, nada de ello encajaba con las pruebas: la chica había muerto al primer disparo, recibido en el cerebro, por lo que ni siquiera tuvo tiempo de gritar. El médico forense determinó que todas las marcas de cuchillo se habían realizado post mórtem. Y no había indicios, en ninguno de esos dos crímenes, de que hubiera habido más de un asesino en la escena.

Finalmente estaba la cuestión fundamental de
cuándo
se habían producido los asesinatos de los turistas franceses. Los investigadores habían establecido la noche del domingo como la noche del crimen. Obviamente, Lotti aseguró que fue el domingo, y la declaración de Nesi también hacía referencia a esa noche. No obstante, existían muchos indicios, entre ellos el testimonio de Sabrina Carmignani, que hacían pensar que la pareja había sido asesinada el sábado por la noche.

¿Qué razones tenía Lotti para dar un falso testimonio? La respuesta es fácil de deducir. Lotti había pasado de tonto del pueblo a testigo principal y cómplice del Monstruo de Florencia. Era el centro de atención de todo el país, su foto aparecía en la primera página de los periódicos, los investigadores se tomaban en serio todo lo que decía. Para colmo, tenía habitación y comida gratis en Arezzo y puede que hasta una generosa provisión de vino.

Además de la historia central, Giuttari y sus interrogadores tomaron declaración a los testigos algebraicos sobre la depravación sexual de Vanni. Algunas de esas declaraciones eran ciertamente cómicas. Al parecer, en una ocasión el ex cartero tomó el autobús para ir a Florencia a ver a una prostituta. El conductor del autobús tomó una curva a demasiada velocidad, a consecuencia de la cual a Vanni se le cayó un vibrador del bolsillo. El artilugio rodó y rebotó por todo el autobús mientras Vanni, a cuatro patas, trataba de atraparlo.

«La segunda investigación acerca del Monstruo de Florencia ha pasado de ser una investigación sobre los asesinatos en serie cometidos por un único individuo a una serie de asesinatos cometidos por más de una persona», declaró el fiscal Vigna a la prensa. En lugar de un solitario asesino psicópata, era una banda de Monstruos la que había estado actuando en la región de la Toscana: los compañeros de merienda.

Ghiribelli, la prostituta alcohólica, contó a los investigadores otra historia que con el tiempo ocuparía un lugar destacado en la investigación. Según ella, Pacciani y sus compañeros de merienda frecuentaban la casa de un supuesto druida o mago (que de día era proxeneta), donde celebraban misas negras y adoraban al diablo. «En la habitación, nada más entrar —dijo Ghiribelli—, había velas viejas, una estrella de cinco puntas dibujada en el suelo con carboncillo, una cantidad de mugre indescriptible y desorden por todas partes, así como condones y botellas de alcohol. En las sábanas de la cama grande había manchas de sangre. Algunas de ellas eran del tamaño de un folio. Estuve viendo esas cosas todos los domingos por la mañana durante 1984 y 1985.»

El mago-proxeneta había fallecido diez años atrás, por lo que fue imposible corroborar la declaración de Ghiribelli. Igualmente, Giuttari lo anotó todo y llevó el caso adelante, convencido de que finalmente estaba en el buen camino.

El presidente del Tribunal de Apelación, Francesco Ferri, el hombre que había absuelto a Pacciani, observaba los progresos de la nueva investigación con creciente consternación y enojo. Dimitió de su cargo para escribir un libro titulado
El caso Pacciani,
que se publicó a toda prisa a finales de 1996.

En su libro, Ferri denunciaba la nueva investigación de los compañeros de merienda. «Lo peor de todo —escribió sobre los nuevos testigos de Giuttari— no es la improbabilidad de sus relatos y la falta de verosimilitud, sino su evidente inexactitud. Esos dos individuos [Pucci y Lotti]… han descrito pormenores de los homicidios, de los que aseguran haber sido testigos oculares, que no encajan con las pruebas halladas en su día… Pucci y Lotti son, sin lugar a dudas, unos mentirosos compulsivos y burdos … Cuesta mucho creer que sus historias contengan una mínima base de verdad.»

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