El monstruo de Florencia (34 page)

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Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

—Entonces, ¿has llamado a la policía?

—Todavía no. Te estaba esperando. —Se inclinó hacia delante—. Piénsalo, Doug. Puede que en las próximas dos semanas se resuelva el caso del Monstruo de Florencia.

En ese momento hice una petición que resultaría fatídica.

—Si la villa está abierta al público, ¿puedo ir a verla yo también?

—Claro —dijo Spezi—. Iremos mañana.

44

—¿Q
ué demonios le ha pasado a tu coche?

Era el día siguiente por la mañana y estábamos en el aparcamiento del edificio de apartamentos de Spezi. Alguien había forzado su Renault Twingo, aparentemente con una barra de hierro, destrozando la portezuela y gran parte del lateral.

—Me han robado la radio —dijo Spezi—. ¿Puedes creerlo? Con todos esos Mercedes, Porsches y Alfa Romeos aparcados aquí, van y eligen mi Twingo.

Fuimos hasta la empresa de seguridad que dirigía Zaccaria, un edificio anodino en una zona industrial de las afueras de Florencia. El ex poli nos recibió en su despacho. Tenía todo el aspecto de un detective de película, con su traje azul de raya diplomática del más elegante corte florentino y un pelo gris que casi le rozaba los hombros. Era un hombre increíblemente atractivo, apuesto y expresivo. Hablaba con un acento napolitano de tunante, soltando de vez en cuando expresiones de jerga gangsteril sumamente efectistas, y con gestos que solo un napolitano podía hacer.

Antes de partir hacia la finca fuimos a comer. Zaccaria nos invitó a un antro de la zona donde, frente a un plato de
maltagliata al cinghiale,
nos obsequió con historias de su trabajo de policía infiltrado en bandas narcotraficantes, algunas de ellas conectadas con la mafia americana. Me sorprendió que siguiera vivo.

—Nando —dijo Spezi—, cuéntale a Doug la historia de Catapano.

—¡Ah, Catapano! ¡He ahí un napolitano de verdad! —Se volvió hacia mí—. Había una vez un jefe de la Camorra napolitana llamado Catapano que fue encarcelado en la prisión de Poggioreale por asesinato. Resulta que el asesino de su hermano estaba cumpliendo condena en esa misma prisión y Catapano juró venganza. Dijo: «Me comeré su corazón».

Zaccaria hizo una pausa para hincar el tenedor en su
maltagliata
y beber un sorbo de vino.

—Ve más despacio y deja de hablar en dialecto —dijo Spezi—. Doug no entiende el dialecto.

—Disculpa.

Prosiguió con la historia. Las autoridades carcelarias separaron a los dos hombres, poniéndolos a cada uno en una punta de la prisión, y se aseguraron de que nunca se vieran. Un día, Catapano oyó que su enemigo estaba en la enfermería. Con una cuchara afilada como un cuchillo, tomó a dos guardias como rehenes y los utilizó para abrirse paso hasta la enfermería. Una vez allí, cogió la llave, entró, sobresaltando a tres enfermeras y a un médico, y se abalanzó directamente sobre su enemigo. Le rebanó la garganta y lo apuñaló hasta matarlo mientras el médico y las enfermeras miraban horrorizados. Luego, con voz ahogada, gritó: «¿Dónde está el corazón? ¿Dónde está el hígado?». El médico, amenazado, le impartió una breve clase de anatomía. Catapano abrió al hombre de un tajo, le arrancó el corazón con una mano y el hígado con la otra y pegó un bocado a cada uno.

—Catapano —dijo Zaccaria— se convirtió en una leyenda entre su gente. En Nápoles el corazón lo representa todo: el coraje, la felicidad, el amor. Arrancárselo a tu enemigo y morderlo es reducirlo a una masa de carne animal. Lo despoja de lo que lo hace humano. La amplia cobertura televisiva contribuyó a transmitir a los enemigos de Catapano el mensaje de que era capaz de administrar justicia con los métodos más refinados incluso en la cárcel. Catapano había demostrado su coraje, su capacidad de organización y su exquisito sentido del teatro, y lo había hecho en el interior de una de las prisiones más seguras de Italia y bajo la mirada horrorizada de cinco testigos.

Después de comer partimos hacia la Villa Babbiani bajo una gélida llovizna de invierno y un cielo del color de la carne muerta. Seguía lloviendo cuando atravesamos las verjas de hierro y tomamos un largo y tortuoso camino flanqueado por enormes pinos reales. Dejamos el coche en el aparcamiento público, cogimos nuestros paraguas y caminamos hasta la sala de exposición y ventas. La puerta de madera estaba cerrada con llave. Una mujer asomó la cabeza por una ventana y dijo que cerraban durante la hora de comer. Zaccaria le preguntó dónde estaba el jardinero; la mujer, mirándolo embelesada, contestó que lo encontraríamos en la parte de atrás. Cruzamos un pasadizo y salimos a un fabuloso jardín situado detrás de la villa, con vastos escalones de mármol, fuentes, estanques, estatuas y setos. La familia Frescobaldi, de Florencia, había mandado construir la villa en el siglo XVI. Los jardines los creó el conde Cosimo Ridolfi cien años más tarde, y en el siglo XIX un explorador y botánico italiano que coleccionaba plantas de tierras lejanas añadió miles de árboles y especímenes botánicos exóticos. Pese a la lluvia gris del invierno, los jardines y los gigantescos árboles conservaban su magnificencia.

Caminamos hasta el final del jardín. Un camino de tierra transcurría por el margen del arboreto y se adentraba en un frondoso bosque con un claro al fondo, donde se divisaba un puñado de casas de piedra en estado ruinoso.

—Es ahí —murmuró Spezi, señalando las casas.

Contemplé el camino enfangado que conducía hasta la casa donde se hallaba el mayor secreto del Monstruo de Florencia. Una fría neblina abrazaba los árboles y la lluvia martilleaba nuestros paraguas.

—Podríamos acercarnos a echar un visazo —propuse.

Spezi negó con la cabeza.

—Imposible.

Regresamos al coche, sacudimos los paraguas y subimos. Había sido una visita decepcionante, al menos para mí. La historia de Ruocco resultaba demasiado perfecta y me costaba creer que el Monstruo de Florencia hubiera elegido ese lugar como guarida secreta.

De regreso a la empresa de Zaccaria, Spezi me contó el plan que él y el ex poli habían concebido para dar a conocer esa información a la policía. Si se limitaban a entregársela y la policía encontraba la pistola del Monstruo, la noticia saltaría en toda Italia y Mario y yo perderíamos la primicia. También debíamos tener en cuenta el peligro físico que corríamos si Antonio se enteraba de que le habíamos denunciado nosotros. Por ello, Spezi y Zaccaria habían decidido entregar a un inspector jefe que conocían lo que le asegurarían era una carta anónima, de la cual le hacían partícipe como buenos ciudadanos. De ese modo tendrían la primicia pero no la culpa.

—Si esto sale bien —dijo Zaccaria dando una palmada en la rodilla de Spezi—, ¡seguro que me nombran ministro de Justicia!

Los tres rompimos a reír.

A los pocos días de nuestra visita a Villa Bibbiani, Spezi me llamó al móvil.

—Lo hemos hecho —dijo.

No entró en detalles, pero enseguida supe a qué se refería: habían entregado la carta anónima a la policía. Cuando empecé a hacer demasiadas preguntas, me interrumpió diciendo: «
II telefonino é brutto»
—literalmente: «El móvil es feo»—, queriendo decir con ello que creía que estaba pinchado. Quedamos en vernos en la ciudad para que pudiera contarme toda la historia.

Nos encontramos en el Caffé Cibreo. Algo extraño había ocurrido, explicó Spezi, cuando se acercaron al inspector jefe. El hombre, inexplicablemente, se negó a aceptar la carta y les dijo secamente que se la entregaran al jefe de la brigada móvil, la unidad de policía especial que investiga los homicidios. Daba la impresión de que no quería tener nada que ver con el asunto y estuvo decididamente antipático.

—¿Por qué un inspector jefe —me preguntó Spezi— estaría dispuesto a rechazar lo que podría ser el golpe más importante de su carrera?

Zaccaria, él mismo ex inspector de policía, ignoraba la respuesta.

45

L
a mañana del 22 de febrero salí del apartamento para comprar pastas y café para el desayuno. Cuando cruzaba la calle en dirección a un pequeño café, sonó el móvil. Un hombre me comunicó, en italiano, que era detective de policía y quería verme de inmediato.

—Vamos —reí—, ¿con quién hablo en realidad?

Estaba impresionado por el italiano impecable y el tono oficial, por lo que me devané los sesos tratando de adivinar quién era.

—No es ninguna broma, señor Preston.

Hubo un largo silencio mientras comprendía que la cosa iba en serio.

—¿De qué se trata?

—Ahora mismo no puedo decírselo. Es preciso que venga a vernos. Es
obbligatorio.

—Estoy muy ocupado —dije, cada vez más asustado—. No dispongo de tiempo. Lo siento mucho.

—Pues tiene que encontrarlo, señor Preston —fue la respuesta—. ¿Dónde está en estos momentos?

—En Florencia.

—¿Dónde exactamente?

¿Debía negarme a contestar? ¿Debía mentir? Ni una cosa ni otra me parecía lo más sensato.

—En via Ghibellina.

—No se mueva de ahí. Iremos a buscarle.

Miré a mi alrededor. Era una parte de la ciudad que no conocía bien, con muchas callejuelas y pocos turistas. No me pareció una buena idea. Quería testigos, testigos americanos.

—Nos veremos en piazza della Signoria —repliqué, nombrando la plaza más concurrida de Florencia.

—¿Dónde? Es muy grande.

—Donde quemaron a Savonarola. Hay una placa.

Silencio.

—No conozco ese lugar. Mejor nos reunimos en la puerta del Palazzo Vecchio.

Llamé a Christine.

—Me temo que esta mañana no podré llevarte el café.

Llegué pronto y paseé por la piazza mientras la cabeza me daba vueltas. Como estadounidense, escritor y periodista siempre había disfrutado de una petulante sensación de invulnerabilidad. ¿Qué podían hacerme? Ya no me sentía tan intocable.

A la hora convenida vi a dos hombres que se abrían paso entre la masa de turistas. Vestían vaqueros, zapatos negros, americana azul y gafas de sol encajadas en un pelo cortado al rape. Iban
in borghese,
de paisano, pero incluso a cien metros de distancia pude adivinar que eran polis.

Me acerqué.

—Soy Douglas Preston.

—Síganos.

Los detectives entraron en el Palazzo Vecchio, y en el magnífico patio renacentista rodeado de frescos de Vasari me entregaron una citación legal para comparecer en un interrogatorio ante Giuliano Mignini, el fiscal del ministerio público de Perugia. El detective explicó cortésmente que la no comparecencia constituía un delito grave y les pondría en la desagradable posición de tener que ir a buscarme.

—Firme aquí para indicar que ha recibido el documento y entiende lo que dice y lo que debe hacer.

—Todavía no me han dicho de qué se trata.

—Lo averiguará mañana en Perugia.

—Por lo menos dígame si tiene que ver con el Monstruo de Florencia.

—Le felicito —respondió el detective—. Ahora, firme.

Firmé.

Llamé a Spezi. La noticia lo dejó profundamente consternado. —Nunca imaginé que llegarían a actuar contra ti —dijo—. Ve a Perugia y responde a las preguntas. Diles solo lo que quieran saber, no más. Y por lo que más quieras, no mientas.

46

A
l día siguiente fui a Perugia con Christine y nuestros dos hijos, bordeando el lago Trasimeno. Perugia, bella ciudad antigua que ocupa una colina rocosa e irregular del valle del alto Tíber, está rodeada de una muralla defensiva que permanece en su mayor parte intacta. Históricamente ha sido un centro de saber, por lo que cuenta con varias universidades y colegios, algunos de los cuales tienen quinientos años de antigüedad. Christine planeaba pasear con los niños y comer mientras me interrogaban. Yo había llegado a la conclusión de que el interrogatorio era un farol, un burdo intento de intimidación. No había hecho nada malo, no había infringido ninguna ley. Era periodista y escritor. Italia era un país civilizado. Al menos, eso iba repitiéndome por el camino.

Las oficinas de la Procura, donde trabajaba el fiscal del ministerio público, se hallaban en un edificio moderno de travertino situado frente a las viejas murallas. Me llevaron hasta una agradable sala situada en una planta elevada, con dos ventanas con vistas al bello campo de Umbría, verde y brumoso, envuelto por la llovizna. Iba bien vestido y llevaba un ejemplar del
International Herald Tribune
bajo el brazo a modo de sostén.

En la sala había cinco personas. Les pregunté los nombres y los anoté. Uno de los detectives que me habían convocado estaba presente, un tal inspector Castelli; iba elegantemente vestido, dada la importancia de la ocasión: americana negra, camisa negra abotonada hasta el cuello y mucha brillantina en el pelo. Había un capitán de policía menudo y tenso llamado Mora, con implantes de pelo naranjas, que parecía decidido a ofrecer un buen espectáculo al fiscal del ministerio público. También estaba presente una detective rubia, la cual, a petición mía, anotó su nombre en mi libreta con una letra que aún hoy no he logrado descifrar. Una taquígrafa esperaba frente a un ordenador.

Sentado detrás de una mesa estaba el fiscal del ministerio público de Perugia en persona, el juez Giuliano Mignini, hombre bajo, de edad madura indeterminada, bien arreglado y con un rostro carnoso cuidadosamente afeitado y tonificado. Vestía un traje azul y actuaba como un italiano distinguido, con gran sentido de la dignidad, movimientos suaves y precisos, y una voz pausada y agradable. Otorgándome el trato honorífico de
dottore
, que en Italia es señal de máximo respeto, se dirigía a mí con calculada cortesía, empleando la forma
leí.
Tenía derecho a un intérprete, me explicó, pero encontrar uno podía llevar muchas horas, durante las cuales tendría que permanecer retenido. En su opinión, hablaba el italiano con fluidez. Le pregunté si necesitaba un abogado y dijo que aunque, por supuesto, tenía derecho a ellos, no me haría falta porque solo deseaban hacerme algunas preguntas de rutina.

Ya había decidido que no iba a recurrir a la inmunidad como periodista. Una cosa es luchar por tus derechos en tu propio país, pero no tenía intención de acabar con los huesos en la cárcel por una cuestión de principios en tierra extranjera.

Mignini formulaba las preguntas con suavidad, casi con timidez. La secretaria introducía sus preguntas y mis respuestas en el ordenador. A veces, el fiscal del ministerio público reformulaba mis respuestas en un italiano más correcto y me preguntaba solícitamente si era eso lo que había querido decir. Al principio apenas me miraba; mantenía los ojos clavados en sus notas y papeles y a veces miraba por encima del hombro de la taquígrafa para ver qué tecleaba en la pantalla.

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