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Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

El monstruo de Florencia (35 page)

Al final del interrogatorio se negaron a entregarme una transcripción del mismo y una copia de la «declaración» que tuve que firmar. Lo que cuento a continuación sobre el interrogatorio se basa en las anotaciones que hice inmediatamente después y en una versión mucho más extensa que escribí dos días más tarde, a medida que iba recordando.

Mignini me hacía muchas preguntas sobre Spezi y escuchaba las respuestas con respetuoso interés. Quería saber cuáles eran nuestras teorías sobre el caso del Monstruo. Me interrogó detenidamente sobre Alessandro Traversi, uno de los abogados de Spezi. ¿Sabía quién era? ¿Lo conocía? ¿Me había hablado Spezi alguna vez de las estrategias legales de Traversi? De ser así, ¿qué estrategias eran esas? En este último punto se mostró particularmente insistente, deseoso de sonsacarme lo que yo pudiera saber sobre la defensa legal de Spezi. Yo declaré, sinceramente, que la ignoraba. Me recitó una lista de nombres y me preguntó si los había oído alguna vez. La mayoría no me decían nada. Pero unos pocos, como Calamandrei, Pacciani y Zaccaria, sí los conocía.

Tras una hora de interrogatorio empecé a tranquilizarme e incluso a confiar en que podría salir de allí a tiempo para comer con mi esposa y mis hijos.

Mignini me preguntó entonces si había oído alguna vez el nombre de Antonio Vinci. Un leve escalofrío me recorrió por dentro. Sí, dije, conocía ese nombre. ¿Por qué lo conocía y qué sabía de él? Le conté que le habíamos entrevistado e, interrogado al respecto, describí las circunstancias. El interrogatorio se desvió entonces hacia la pistola del Monstruo. ¿Había mencionado Spezi la pistola? ¿Cuáles eran sus teorías? Le conté que, en nuestra opinión, la pistola nunca salió del círculo de los sardos y que uno de ellos se había convertido en el Monstruo.

Al oír eso, Mignini abandonó su voz amable y adoptó un tono tenso.

—¿Me está diciendo que usted y Spezi mantienen esa teoría a pesar de que el juez Rotella dio por zanjada la pista sarda en 1988 y los sardos fueron oficialmente absueltos de toda conexión con el caso?

Dije que sí, que los dos manteníamos esa opinión.

Mignini dirigió el interrogatorio hacia nuestra visita a la villa. Ahora su voz sonaba siniestra, acusadora. ¿Qué hacíamos allí? ¿Por dónde anduvimos? ¿De qué hablamos? ¿En algún momento perdí de vista a Spezi y a Zaccaria? ¿Se habló de una pistola? ¿De unas cajas de metal? ¿Alguna vez le di la espalda a Spezi? ¿Vimos a alguien allí? ¿A quién? ¿Qué dijo? ¿Qué hacía Zaccaria allí? ¿Cuál era su papel? ¿Habló de su deseo de ser nombrado ministro de Justicia?

Respondí tan sinceramente como pude, procurando evitar mi maldita costumbre de extenderme más de lo necesario.

¿Por qué fuimos allí?, preguntó finalmente Mignini.

Contesté que era un lugar abierto al público y que fuimos allí en calidad de periodistas…

Al mencionar la palabra «periodistas», Mignini me interrumpió. En un tono iracundo, soltó la perorata de que esto no tenía nada que ver con la libertad de prensa, que éramos libres de informar sobre lo que quisiéramos y que le traía sin cuidado lo que escribíamos. Esto, dijo, era un asunto
criminal.

Le dije que sí importaba, porque éramos periodistas…

Me interrumpió de nuevo, ahogando mis palabras con un sermón acerca de que la libertad de prensa no tenía relación con esta investigación y que no debía volver a hablar de ello. Me preguntó, en tono sarcástico, si creíamos que por ser periodistas, Spezi y yo no podíamos ser
también
criminales. Tuve la clara impresión de que estaba intentando evitar que lo que yo dijera sobre la libertad de prensa o la inmunidad periodística se reflejara en la grabación que sin duda se estaba haciendo del interrogatorio.

Empecé a sudar. El fiscal del ministerio público repetía las preguntas, una y otra vez, formulándolas de formas diferentes y en tonos diferentes. Su rostro se iba encendiendo a medida que aumentaba su frustración. De vez en cuando pedía a su secretaria que le leyera mis respuestas anteriores. «Antes dijo
eso
y ahora dice
esto.
¿Dónde está la verdad, doctor Preston? ¿Dónde está la verdad?»

Empecé a balbucear. Lo cierto es que no hablo el italiano con fluidez, y menos aún cuando se trata de términos criminológicos. Con creciente consternación me daba cuenta, por mis titubeos y tartamudeo, que sonaba como un embustero.

Mignini me preguntó con sarcasmo si recordaba al menos haber hablado con Spezi por teléfono el 18 de febrero. Aturullado, respondí que no podía recordar haber mantenido una conversación concreta ese día concreto, pero que hablaba con Spezi casi a diario.

—Escuche esto —dijo Mignini.

Obedeciendo a una indicación del fiscal del ministerio público, la taquígrafa pulsó un botón del ordenador. En los altavoces conectados al mismo se oyó el timbre de un teléfono y luego mi voz.

—Pronto.

—Ciao, sono Mario.

Habían grabado nuestras conversaciones telefónicas.

Mario y yo manteníamos una breve charla mientras yo escuchaba con estupefacción mi voz, más clara en la grabación que en la llamada original desde mi desastroso móvil. Mignini la pasó varias veces, pero la detenía siempre en el momento en el que Mario decía: «Lo hemos hecho». Clavó sus ojos encendidos en mí.

—¿Qué hicieron exactamente, doctor Preston?

Le expliqué que Spezi se refería a entregar la información a la policía.

—No, doctor Preston. —Volvió a pasar la grabación varias veces, preguntando una y otra vez—: ¿Qué es lo que hicieron? ¿Qué hicieron? —Entonces dirigió su atención al otro comentario de Spezi, el que decía: «El móvil es feo».

—¿Qué significa eso de que «el móvil es feo»?

—Significa que pensaba que el móvil estaba pinchado.

Mignini se reclinó en su asiento con gesto triunfal.

—¿Y por qué motivo, doctor Preston, le preocupaba tener el teléfono pinchado si no estaba involucrado en ninguna actividad ilegal?

—Porque no es agradable que te pinchen el teléfono —respondí débilmente—. Somos periodistas. Mantenemos nuestro trabajo en secreto.

—Eso no es una respuesta, doctor Preston.

Mignini siguió pasando la cinta una y otra vez, deteniéndose en otras palabras y pidiendo que le explicara qué queríamos decir Spezi y yo con ellas, como si estuviéramos hablando en clave, una estratagema propia de la mafia. Me preguntó si Spezi llevaba una pistola en el coche. Me preguntó si Spezi llevaba una pistola cuando visitamos la villa. Quería saber qué habíamos hecho exactamente allí y por dónde habíamos caminado, minuto a minuto. Mignini desestimaba todas mis respuestas.

—Detrás de esas conversaciones hay mucho más de lo que nos está contando, doctor Preston. Sabe mucho más de lo que pretende hacernos creer.

Exigió saber qué tipo de pruebas podrían haber escondido los sardos en la villa, en las cajas. Le contesté que lo ignoraba. Diga algo, repuso. Respondí que tal vez armas, o joyas de las víctimas, o pedazos de los cadáveres.

—¿Pedazos de los cadáveres? —exclamó el juez, mirándome como si estuviera loco por imaginar siquiera algo tan repugnante—. ¡Esos asesinatos ocurrieron hace veinte años!

—Pero el informe del FBI dice que…

—¡Escuche de nuevo, doctor Preston! —Y volvió a pulsar el botón.

Llegados a este punto, el capitán de policía intervino bruscamente con la voz crispada y chillona de un gato.

—Encuentro muy extraño que Spezi ría justo en ese momento. ¿De qué se ríe? El caso del Monstruo de Florencia es uno de los más trágicos de la historia de la república italiana. No tiene nada de divertido. Entonces, ¿de qué se ríe Spezi? ¿Qué le hace tanta gracia?

Me abstuve de responder a la pregunta porque no iba dirigida a mí. Pero el infatigable hombre quería una respuesta, de modo que se volvió hacia mí y repitió la pregunta.

—No soy psicólogo —contesté tan fríamente como pude. El efecto deseado se esfumó cuando pronuncié mal la palabra
psicólogo
y tuvieron que corregirme.

El capitán me clavó una mirada afilada antes de volverse hacia Mignini con la expresión de un hombre que no está dispuesto a dejarse engañar.

—Hay que hacer constar este detalle —ordenó—. Es muy extraño que Spezi se ría en ese momento. Desde el punto de vista psicológico no es una conducta normal. No, no lo es en absoluto.

Recuerdo que en ese momento me volví hacia Mignini y tropecé con su mirada. Tenía la cara congestionada y me estaba observando con expresión de desprecio y… triunfo. De repente comprendí por qué: había estado esperando que mintiera y su deseo se había cumplido. Le estaba demostrando, para su satisfacción, que era culpable.

¿Pero de qué?

Tartamudeando, pregunté si creían que habíamos cometido un delito en la villa.

Mignini se enderezó en su silla y, en tono triunfal, dijo: —Sí.

—¿Qué?

—Usted y Spezi —bramó— pusieron o tenían planeado poner una pistola u otras pruebas falsas en la villa para incriminar a un hombre inocente y hacer que pareciera el Monstruo de Florencia. De ese modo harían descarrilar esta investigación y desviarían las sospechas de Spezi. Eso es justamente lo que estaban haciendo. Eso es lo que Spezi quiso decir con el comentario: «Lo hemos hecho». Luego llamaron a la policía, pero nosotros les habíamos puesto sobre aviso y no quisieron tener nada que ver con su farsa.

Estaba petrificado. Balbuceé que eso no era más que una teoría, pero Mignini me interrumpió y espetó:

—¡No son teorías! ¡Son hechos! Y usted, doctor Preston, sabe mucho más sobre este asunto de lo que dice. ¿Es consciente de la extrema seriedad, de la enorme gravedad de esos delitos? Sabe perfectamente que Spezi está siendo investigado por el asesinato de Narducci, y creo que sabe muchas cosas sobre ese asunto. Eso le convierte en cómplice. Sí, doctor Preston, puedo oírlo en su voz en esa llamada telefónica, puedo oír su tono de familiaridad con los hechos. Escúchela otra vez. —Su voz se elevó con júbilo contenido—. ¡Escúchese!

Y volvió a poner la conversación, quizá por décima vez.

—Existe la posibilidad de que le hayan embaucado —continuó—, aunque lo dudo.
Usted sabe.
Y ahora, doctor Preston, esta es la última oportunidad, su última oportunidad, de decirnos lo que sabe si no quiere que le acuse de perjurio. Y le aseguro que lo haré aunque la noticia recorra mañana el mundo entero.

Sentí náuseas y de repente tuve ganas de orinar. Pregunté dónde estaba el baño. Regresé minutos después sin apenas haberme tranquilizado. Estaba aterrorizado. En cuanto finalizara el interrogatorio, me detendrían, me meterían en la cárcel y no volvería a ver a mi esposa y a mis hijos. Colocar pruebas falsas, perjurio, cómplice de asesinato… Y no de un asesinato cualquiera, sino de un asesinato relacionado con el Monstruo de Florencia… Corría el riesgo de pasar el resto de mi vida en una cárcel italiana.

—Le he contado la verdad —alcancé a balbucear—. ¿Qué más puedo decir?

Mignini levantó una mano y le pasaron un librote de jurisprudencia que colocó sobre la mesa con suma delicadeza y abrió por la página pertinente. En un tono propio de un rezo fúnebre, empezó a leer. Escuché que ahora era un
indagato
(imputado) por los delitos de reticencia y declaración en falso
[3]
. Anunció que suspenderían temporalmente la investigación para que yo pudiera abandonar Italia, pero que la reanudarían en cuanto concluyera la investigación de Spezi.

En otras palabras, debía largarme de Italia y no volver nunca más.

La secretaria imprimió la transcripción. Las dos horas y media de interrogatorio quedaron reducidas a dos hojas de preguntas y respuestas que corregí y firmé.

—¿Puedo quedármela?

—No. Está bajo
segreto istruttorio.

Muy tieso, recogí mi
International Herald Tribune,
me lo doblé bajo el brazo y me volví para marcharme.

—Si alguna vez decide hablar, doctor Preston, ya sabe dónde estamos.

Con las piernas temblorosas, salí a la calle y a la llovizna invernal.

47

R
egresamos a Florencia bajo una lluvia torrencial. Por el camino telefoneé desde mi móvil a la embajada de Estados Unidos en Roma. Un funcionario del Departamento Jurídico me explicó que no podían hacer nada por mí porque no estaba detenido.

—Los estadounidenses que se meten en líos en Italia —dijo— deben contratar a un abogado. La embajada de Estados Unidos no puede intervenir en una investigación criminal local.

—No soy un estadounidense que ha hecho algo estúpido y se ha visto implicado en una investigación criminal —bramé—. Me están hostigando porque soy periodista. ¡Es una cuestión de libertad de prensa!

El funcionario no se dejó impresionar.

—Independientemente de lo que usted piense, este es un asunto criminal local. Está en Italia —dijo—, no en Estados Unidos. No podemos intervenir en las investigaciones criminales.

—¿Pueden, por lo menos, recomendarme un abogado?

—No nos dedicamos a valorar a los abogados italianos. Le enviaremos una lista de los abogados que conoce la embajada.

—Gracias.

Ante todo, tenía que hablar con Mario. Algo grande se avecinaba; mi interrogatorio no había sido más que un aviso. Detener a un periodista estadounidense y someterlo a un interrogatorio era una jugada arriesgada incluso para alguien tan poderoso como el fiscal del ministerio público de Perugia. Si estaban dispuestos a hacerme eso a riesgo de recibir mala publicidad (que pretendía echarle por la cabeza cual tonelada de ladrillos), ¿qué serían capaces de hacerle a Spezi? Era él a quien realmente querían.

No podía llamar a Spezi desde mi móvil. Cuando regresé a Florencia concerté un encuentro con él por medio de móviles prestados y llamadas desde cabinas telefónicas. Cerca de la medianoche, Spezi, Zaccaria y Myriam llegaron a nuestro apartamento de via Ghibellina.

Spezi, Gauloises en boca, se paseó por el elegante salón arrastrando nubes de humo.

—Jamás pensé que se atreverían a dar ese paso. ¿Estás seguro de que te acusaron de perjurio?

—Estoy seguro. Soy una
persona indagata.

—¿Te entregaron un
awiso di garanzia?

—Dijeron que me lo enviarían a mi dirección de Maine.

Les relaté cuanto podía recordar del interrogatorio. Cuando llegué al momento en el que Mignini nos acusó de colocar una pistola en la villa para incriminar a un inocente y desviar las sospechas de Spezi, este me interrumpió.

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